177681.fb2 Un Asesinato Literario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

Un Asesinato Literario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

6

La calima se había levantado, en efecto; la bruma se disipó como por ensalmo. Una repentina brisa trajo un aroma de flores mientras Michael descendía vacilante los anchos peldaños que se internaban en aquel barrio romántico, donde se habían instalado artistas y celebridades. Se detuvo frente al Centro de Música, mientras Eli Bahar, que llevaba la delantera, agitaba el brazo y rompía el silencio gritando:

– ¡Es aquí!

Michael contempló las casas, los cuidados jardines, los letreros de las galerías de arte, y se preguntó cómo sería la casa de Tirosh.

El pequeño patio delantero, al que entraron a través de una oscura verja de hierro, no era un jardín. Tan sólo unos cuantos rosales y tres estatuas salpicaban la explanada de grava blanca.

– No le debía nada a nadie. Un hombre libre, sin siquiera la responsabilidad de cuidar de un jardín -reflexionó Michael en voz alta, pero Eli Bahar no reaccionó y abrió la puerta, sobre la que se leía en un azulejo armenio: TIROSH, escrito en hebreo, en inglés y en árabe. La maciza puerta de madera marrón rechinó como si tuviera un poco de gravilla adherida por debajo y, a continuación, reveló una espaciosa sala abovedada, cuyas ventanas en arco se abrían sobre el valle de Hinom.

La última luz del día coloreaba la sala de dorado y carmesí, confiriéndole una atmósfera mágica, casi de cuento de hadas. Las paredes estaban forradas de libros y ésa, observó Michael, era la única nota cálida de la habitación. Un estrecho mueble blanco alojaba el equipo de música y una colección de discos y cintas. Michael les echó una ojeada y vio gruesos álbumes de las óperas de Wagner y de Richard Strauss. El estante inferior estaba reservado a la música sacra. El Stabat Mater de Dvořák y el Réquiem por la guerra de Britten estaban allí, así como una pieza que le era desconocida, de la que descifró con dificultad el título y el nombre del compositor, impresos en curvos caracteres dorados en el lomo: Janáček, Misa glagolítica. No había música de cámara en la colección de discos. Michael también examinó las cintas, reparando en el orden modélico en que estaban dispuestas, y al parecer había sido el propio Tirosh quien había escrito cuidadosamente los títulos y los nombres de los compositores y músicos. En la sala no había televisor.

De las paredes sólo colgaban dos cuadros, y uno de ellos le produjo un escalofrío; qué casualidad. Entre los dos ventanales vio un lienzo de un negro mar revuelto y tormentoso; Michael supo quién lo había pintado antes de mirar la firma: A. Pomerantz… el padre de Uzi.

Encontrar en casa de Tirosh ese lienzo, que establecía una conexión entre Uzi, reaparecido en su vida al cabo de veinte años, y la muerte de Dudai y la de Tirosh, llenó a Michael de inquietud. Más adelante identificaría la fuente de esa inquietud, que no era otra que la sensación de que el azar estaba tomando las riendas de su vida y de que debía de haber una ley misteriosa detrás de las casualidades. Pero mientras contemplaba el cuadro, tan sólo sintió ansiedad, y el deseo de tranquilizarse, y una poderosa necesidad de comprender el mundo en el que había caído.

El otro cuadro, de menor formato, era un apunte a carboncillo de una mujer desnuda. Michael no reconoció la firma.

El mobiliario era estrictamente funcional: dos sillones formales y pálidos, un sofá anguloso, una mesa de centro formada por una brillante superficie de mosaico enmarcada en níquel. En la sala no había jarrones, adornos ni ninguna otra decoración. Sobre la mesa de mosaico reposaban un gran cenicero, de cristal azul de Hebrón, y un ejemplar del New Yorker. Michael lo hojeó distraídamente, todavía preocupado por el cuadro que había visto en la pared.

De una habitación salieron Balilty y dos hombres del laboratorio de Criminalística. En la casa había dos dormitorios y una cocina pequeña, además de lo que Balilty llamaba el living. Uno de los dormitorios hacía las veces de estudio, y de él habían salido los tres hombres. Para disgusto de Michael, Balilty encendió la luz y la magia se desvaneció. La iluminación que descendía desde el foco suspendido del techo abovedado acentuaba la blancura de los muros, la frialdad.

– Puedes fumar aquí dentro. Ven a ver una cosa -dijo Balilty con impaciencia, y Michael lo siguió obediente al estudio. En él había una enorme cómoda con sus cinco profundos cajones abiertos, todos ellos rebosantes de papeles y anotaciones. Luego Balilty señaló a Michael el escritorio, con cuatro cajones, también abiertos y de los que se desbordaban los papeles. Junto al escritorio un montón de carpetas, rotuladas en una letra exquisitamente cuidada: «Ilustración, hebrea», «Bialik, críticas», «Estructuralismo, artículos», etc. Sobre el escritorio reposaba un gran cuaderno y, a su lado, un bolígrafo común y corriente. Michael se inclinó sobre el cuaderno y arrancó la primera página, aparentemente en blanco. La examinó de cerca al trasluz y leyó: «sirá…, último capítulo».

– Sí -se impacientó Balilty-, ya lo he visto; apretó mucho al escribir, pero es imposible descifrarlo. No hemos encontrado la página en la que estaba escribiendo.

Michael echó un vistazo a su alrededor. Miró por encima los libros apilados en una esquina del escritorio sin que le revelaran ninguna pista.

– Nos preocuparemos de eso más adelante -dijo Balilty, y volvió a mirar el montón de carpetas-. Las saqué de la estantería, cincuenta carpetas de ésas, y hay carpetas llenas de recortes de prensa, y un millón de libros, y no hay ninguna caja fuerte en la casa, y el dormitorio también está hasta los topes de libros y papelotes. Y, por si te interesa -concluyó en tono quejumbroso-, nos llevará un par de años revisarlo todo.

– ¿Cartas? ¿Algún diario? -preguntó Michael con viveza, anticipándose a nuevas quejas.

– Sígame, caballero, por favor -respondió Balilty, y lo condujo al dormitorio.

Michael se quedó contemplando un instante la cama ancha y baja, las estanterías que la flanqueaban, la única ventana, en forma de arco, inundada de una luz cálida y dominando la vista del valle de Hinom, la botella de vino sobre la mesilla de noche marrón, los dos vasos, el candelero de cobre con un cabo gastado de vela y la mullida alfombra blanca. Un volumen de poesía, de Anatoli Ferber, un poeta para él desconocido, estaba abierto a los pies de la cama. Balilty abrió de par en par la puerta del armario. Allí colgaban por docenas trajes de chaqueta oscuros, grises, camisas blancas, y tres pares de zapatos de cuero oscuro y suave descansaban en el suelo.

«Qué vacío y patético se ve el decorado sin el protagonista», pensó Michael.

Eli Bahar daba vueltas a su alrededor, nervioso, y al fin interrumpió el curso de sus pensamientos con la pregunta:

– Y bien, ¿por dónde quieres que empecemos?

Balilty señaló la mesilla de noche, que tenía la puerta cerrada con llave. Michael tomó asiento en la cama y acarició el quimono de seda colocado sobre la almohada.

– ¿Tenéis la llave? -preguntó, y echó la ceniza en el pequeño cenicero limpio que había en la mesilla.

– No la he encontrado. Lo más personal que hemos descubierto en su estudio han sido sus estados de cuentas. Y puedo asegurarte que en estos momentos las cosas no le iban nada mal: tiene dinero invertido aquí y allá, y derechos de sus libros, y un contable, indemnizaciones de Alemania, y dinero heredado, y está muy bien organizado; tiene un archivador para cada cosa. No puedo decirte si en el terreno monetario hay algo sospechoso; no hemos visto una copia de su testamento ni nada por el estilo.

– Muy bien, abrámoslo -dijo Michael fatigadamente-. No desperdiciemos más tiempo. Entretanto, Eli, llama a Control desde el teléfono de la casa y entérate de si están al habla con Eilat. Quizá ya esté lista la autopsia de Dudai. Quién sabe. Y diles que se pongan en contacto con el Instituto de Medicina Forense de Abu Kabir y con el Instituto de Medicina Marina de Haifa, fue allí donde enviaron el equipo de inmersión de Dudai.

– ¿Dónde está el teléfono? -le consultó Eli a Shaul, de Criminalística, que acababa de entrar, y Shaul se lo llevó a la cocina.

Balilty forzó la cerradura de la mesilla con un pequeño destornillador que llevaba en el bolsillo, sacó de ella tres cajones con mucho fondo y los colocó en el suelo, al pie de la cama.

– Necesito un café -le comunicó Michael, incorporándose-. Me caigo de sueño.

Sin prestar atención a este comentario, Balilty extendió sobre la cama el quimono de seda, con un dragón bordado en la espalda, según pudo ver Michael, y vacío el contenido de un cajón encima. Michael estiró el brazo para coger el cenicero y de pronto se oyó un estallido cuando la botella de Riesling que estaba al lado se hizo añicos contra el suelo y el áspero aroma del vino se extendió por la habitación.

– Menos mal que ya hemos revelado las huellas -señaló Balilty, contemplando la botella rota-, las de los vasos también; tenemos las huellas de todos los objetos del cuarto -y sólo entonces reparó Michael en los restos de polvillo.

Balilty se fue «a buscar un trapo, para secar el charco y que no apeste». Una vez más, Michael trató de disipar el hedor dulzón de la carne descompuesta que llevaba pegado a la nariz dando una honda calada a su Noblesse, cuyo aroma se impuso también sobre el olor del vino.

El cajón contenía álbumes de fotos de los de antes, con las tapas y las páginas atadas con un cordel, y en su interior había amarillentas fotos de familia en un escenario extranjero, europeo. En la primera página de un álbum se leía una sola palabra, «Schasky», escrita en letra redondeada. Michael vio la foto de una mujer joven sujetando de la mano a un niñito en traje de marinero, que miraba de frente al objetivo con sus ojos serios. Debajo, una mano masculina había escrito en tinta azul: «Praga 1935».

Volvió lentamente las páginas del álbum y el niño fue creciendo de página en página. En el segundo álbum, Michael descubrió las facciones del niño en la cara de un joven. El traje de marinero se había transformado en un traje de chaqueta y una corbata, y el joven de la ajada fotografía posaba relajadamente, las manos colgando junto a los costados y, en sus ojos, la expresión grave y apagada que Michael recordaba de las clases de historia de la poesía hebrea desde la Ilustración hasta nuestros tiempos. Bajo una de las fotos, donde el joven Tirosh estaba en pie junto a la misma mujer, ya envejecida, ella en un butacón, con el pelo recogido en un moño, él mirando de frente a la cámara, se leía el pie «Viena 1956», escrito a pluma en caracteres latinos, esta vez en letra redondeada y femenina.

«Aquí está toda la historia de una vida», pensó Michael, «e incluso material de investigación sobre los judíos europeos y sus vicisitudes».

Balilty entró empuñando un trapo y, arrodillándose, limpió la mancha de vino y recogió los cristales rotos. Michael colocó cuidadosamente los álbumes en el primer cajón y vació otro sobre el quimono de seda. Tres cuadernos atados con una cinta negra de cuero taparon las rojas llamas que despedía la boca del dragón. «Ahora poseen valor histórico», reflexionó Michael, y recordó la máquina de escribir portátil que había en la mesa del estudio. En aquellos cuadernos parecían estar recopilados todos los poemas de Shaul Tirosh, escritos a mano, en tinta, en alargados caracteres hebreos con sus rasgos vocálicos. Michael hojeó las páginas una a una y descubrió poemas que conocía, versos que sabía de memoria, estrofas que le habían maravillado al leerlas por primera vez.

– Cómo van a disfrutar los estudiosos cuando todo esto haya terminado. Incluso hay varias versiones del mismo poema… ¡cuántos ensayos saldrán de aquí! -dijo en voz alta.

– ¿Qué es eso? -preguntó Balilty con impaciencia.

– Poesía -repuso Michael, y declamó-: «¡A qué viles usos podemos descender, Horacio! ¿Por qué no habría la imaginación de rastrear las nobles cenizas de Alejandro, hasta encontrarlas tapando la boca de un tonel?».

Danny Balilty lo contempló con estupor un instante, luego sonrió y le dio una palmadita en la rodilla.

– Mi querido Ohayon -dijo-, Hamlet no es un héroe para la policía, ¿sabes? Nos gusta la acción, no las dudas.

– ¿Lo conoces? -se asombró Michael, y se sintió estúpido cuando Balilty le respondió con sonrisa bonachona.

– Tírate de la moto, Ohayon, no seas esnob. Yo también estudié Hamlet en el instituto…, es más, lo estudié en inglés, dediqué horas a aprenderme de memoria los parlamentos. Pero me ha costado un rato comprender de qué estabas hablando. En cuanto oigo el nombre de «Horacio», sé que es una cita de Hamlet. Mi hermano se aprendió de memoria Julio César, y mi hermana Macbeth, así que en lo relativo a Shakespeare estoy bastante fuerte. Lo que no significa que me dedique a pensar en Hamlet durante las horas de trabajo. Era un tipo muy negativo, el viejo Hamlet. Poco saludable. ¿Podemos volver al trabajo? ¿Son importantes esos poemas para el caso que tenemos entre manos?

– Todo es importante para el caso que tenemos entre manos -puntualizó Michael.

Balilty vació el contenido del tercer cajón sobre la cama.

Anotaciones, versos, fotos de Tirosh solo, de Tirosh acompañado de mujeres, de Tirosh en medio de un nutrido grupo de personas, reseñas de la prensa sobre su poesía primorosamente recortadas, una fotocopia de un largo artículo sobre la concesión del Premio Presidente, menús de restaurantes parisinos e italianos de otros tiempos, viejos programas, invitaciones oficiales, cartas y diarios.

– Esto es lo que yo quería ver -dijo Balilty, y ambos comenzaron a hojear los diarios-. No me lo puedo creer -añadió al cabo de un rato-. ¡Mogollón de mujeres! ¡Con sus nombres y direcciones! ¿Por qué te has puesto colorado?

Michael le tendió una página de la carta que estaba leyendo.

Balilty le echó una ojeada y luego la leyó con silenciosa concentración, extendiendo la mano para que Michael le pasara las demás páginas, donde se detallaban gráficamente los motivos por los que la autora, que había firmado con sus iniciales, estaba interesada en volver a ver a Tirosh.

Balilty concluyó la lectura y lanzó un silbido.

– Bueno, esto hay que llevárselo. Según lo que dice aquí, la técnica de nuestro poeta no era nada mala, ¿eh?

La imagen del cadáver, con la cara molida a golpes, apareció de nuevo ante los ojos de Michael. Continuó examinando la correspondencia en silencio. Siempre sentía vergüenza y curiosidad, e incluso emoción, al hurgar en la intimidad de los sujetos de una investigación.

– ¡Shaul, Zvika! -bramó Balilty desde la puerta-. ¡Venid a recoger!

– Ya hemos llevado unas cuantas bolsas al vestíbulo, y de aquí saldrá otra. ¡Necesitaremos todo un equipo para revisar tantas cosas! -exclamó Shaul con un resentimiento inusual en él.

– ¿Qué te pasa, Shaul? ¿Te ocurre algo? -preguntó Michael.

– Nada, salvo que mi mujer me va a matar. Hoy es nuestro aniversario y le había prometido llegar a las seis. Se supone que vamos a salir a cenar. No he tenido valor para llamarla, y ya casi son las nueve. ¿Sabes cuántas veces al año nos podemos permitir cenar fuera con mi sueldo?

Se dirigieron a la cocina.

– Está bien -dijo Michael; apagó el cigarrillo en la pila y tiró la colilla húmeda al cubo de basura que había debajo, cuyo contenido ya había sido vaciado en una bolsa especial.

– ¿Qué es lo que está bien? -dijo Shaul con amargura-. Mira cuánto material hemos recolectado.

– Podemos dejarlo para mañana. ¿Cuántos años llevas casado?

– Diez -repuso Shaul, que parecía apaciguado.

– ¿Diez? -repitió Balilty-. Te mereces un fin de semana en Eilat, algo que valga la pena, no una simple cena.

– ¿Ah, sí? -replicó Shaul enfadado-. ¿Y quién se hará cargo de mis deudas? ¿Tú? ¿Y quién se ocupará de los niños?

Balilty asintió suspirando.

– Bueno, no se hable más, ¿vale? ¿Qué te crees, que todos nos vamos a pasar los fines de semana a Eilat? ¿Acaso piensas que todos tenemos amigos que dirigen clubes de buceo? -y su mano sudorosa palmoteo el hombro de Michael.

– ¿Dónde está Eli? -quiso saber Michael.

– De vuelta en la oficina. En Control nos han dicho que ya había llegado el informe del forense de Eilat, ha ido a comprobar si puede haber alguna relación entre los dos casos -re- puso Zvika.

La puerta del pequeño refrigerador sobre el que Zvika se había reclinado se abrió de pronto, y Shaul, que estaba delante, echó una ojeada dentro.

– ¡Mirad esto! -exclamó, sacando un jarrón de cristal lleno de claveles rojos con el tallo cortado.

Balilty se echó a reír al verlo y comentó:

– Menudo actor era el tío. Ohayon, ven a recitarnos algo de Hamlet…, ahora es el momento oportuno.

– Y todavía no os he dicho nada de los quesos franceses, el salami y las botellas de vino -añadió Shaul-. En esta casa sólo hay provisiones extranjeras.

– Shaul -le dijo Michael, cansino-, llama a tu mujer, que no se os estropee del todo la noche. Y márchate enseguida…, ¿querías irte, no?

Eran las situaciones de ese tipo las que más le fastidiaban. Le habían indignado el exceso de complacencia y la fatuidad patentes allá donde posara la vista, desde los trajes y los frascos de perfume y la loción italiana para el afeitado que había encontrado en el armarito del cuarto de baño, de camino a la cocina, hasta los quesos franceses. Pero la descarada envidia de Balilty, manifestada en sus guasas, y su ordinariez le molestaban. Le vinieron a la cabeza expresiones como «respeto por los muertos» y «violación de la intimidad», despertadas por la agresividad y el desdén de Balilty. Pero, por encima de todo, anhelaba una comida sencilla y saciante y una humeante taza de café, algo que le hiciera olvidar tanta sofistificación.

«Lo sofisticado es otra cara de lo negativo, ¿sabes?» Michael recordó súbitamente ese verso de un poema de Natán Zaj, y le pareció que lo comprendía mejor que nunca, y también sintió, mientras escuchaba a Shaul tratando de apaciguar a su mujer por teléfono, que al fin había penetrado en la «esencia de las cosas», pese a que aún le quedaba un largo camino por recorrer.

La cuestión de «la esencia de las cosas», motivo inagotable de guasas en todos los equipos de investigación con los que había trabajado, era su personal aportación a un estilo inusual de trabajo detectivesco. Para él era una necesidad fundirse con el entorno que estaba investigando, sentir los sutiles matices del mundo de la persona asesinada.

Las referencias literarias que no cesaban de acudirle a la mente desde que vio el cadáver formaban parte de ese proceso involuntario que escapaba a su dominio, eran un intento de introducirse en el ambiente del Departamento de Literatura Hebrea. Tenía la sensación de estar profundizando más y más en el espíritu de Shaul Tirosh. Percibía con claridad la soledad, el vacío, un no sé qué falso y artificioso, y sabía que no era el único en sentirlo, con la diferencia de que Balilty y Eli Bahar rechazaban el mundo de Tirosh, expresando sin rodeos la repugnancia que les inspiraba, en tanto que él se dejaba llevar por esas sensaciones, permitía que se apoderasen de su conciencia, queriendo sumergirse en las corrientes subterráneas de la vida de Tirosh.

– ¿Podemos marcharnos nosotros? -preguntó Balilty, interrumpiendo sus reflexiones.

– Todavía no -repuso Michael-. ¿Tiene trastero la casa?

– Está en la parte de atrás; nada fuera de lo común: unas cuantas herramientas, cajas, algunos papeles, botellas de vino, algún que otro mueble viejo -dijo Zvika-. He sacado fotos de todo.

– Muy bien, ya nos podemos ir -Michael suspiró; luego se detuvo junto a la puerta y le dijo a Balilty-: Pensándolo bien, creo que voy a echar otra ojeada al dormitorio.

– Habías dicho que no eran más que un montón de poesías -protestó Balilty.

– Aunque sea así, dame una bolsa vacía -le pidió Michael a Zvika, y regresó al dormitorio, donde una vez más se quedó contemplando la cama después de haber guardado en la bolsa los cuadernos y los álbumes. El quimono de seda había desaparecido; lo habrían recogido los del laboratorio. Echando una última ojeada a la habitación, decidió llevarse el libro de poesía de Anatoli Ferber, que estaba sobre la cama. «Me conviene ojearlo», pensó con fatiga; presumiblemente, era el último libro que Tirosh había leído antes de morir.

Michael volvió junto a sus compañeros y colocó cuidadosamente la bolsa extra en la furgoneta del laboratorio. En el aparcamiento no había ni rastro del Ford Escort. Tras un momento de inquietud, se acordó de Eli Bahar. Montó en el Renault de Balilty y se sentó a su lado. La radio comenzó a emitir.

– ¿Dónde estás? -preguntó el agente de turno en la sala de Control al oír la voz de Michael-. Danny Tres te está buscando.

– Voy hacia allá -replicó Michael, y bajó el volumen de la radio. Después de encender un cigarrillo, «para el camino», subió el volumen y anunció que llegaría dentro de unos minutos.

– Ahora mismo vuelvo -dijo Balilty cuando llegaron a la comisaría del barrio ruso, y, como siempre, desapareció.

En la sala de Control, Eli Bahar exclamaba:

– Pues póngame al habla con Ariyeh Levy… ¿Qué tonterías son ésas? ¿Qué pretende decir, que no me puede dejar una copia? -al ver a Michael, se volvió hacia él-: La burocracia es increíble…, te digo que es alucinante. Los muy imbéciles no quieren darme una copia del informe de la autopsia. Es lo que se consigue con ellos al seguir las normas al pie de la letra…, acaban por volverte loco.

– ¿Quién no quiere dártela?

– En Eilat se han negado, y el forense con el que he hablado ha salido por peteneras -dijo Eli furioso, y remató la frase con una picante maldición árabe.

Junto a la centralita, cinco policías respondían las llamadas sin perderse una palabra de la conversación de sus superiores.

– Un momento -dijo Michael-. Antes de hablar con el comisario, vuelve a llamar a Abu Kabir. ¿Quién es el forense de allí? -Eli Bahar mencionó un nombre desconocido y Michael dijo-: No, no me pongas al habla con él; espera. Voy al despacho…, acompáñame.

Y al final, como siempre, Eli se relajó después de que Michael colgara el teléfono de su despacho y le dijera serenamente:

– Era Hirsh. Nos mandarán una copia de la autopsia esta misma mañana. Pero antes me llamará para adelantarnos los puntos esenciales.

Mientras Michael fumaba en silencio, Eli Bahar fue a buscar un par de cafés. Cuando sonó el teléfono, Michael se apresuró a cogerlo y escuchó atentamente lo que le decían, garrapateando en el folio que tenía delante y repitiendo una y otra vez: «Hum». Luego le dio las gracias a Hirsh, el forense con el que llevaba trabajando ocho años, se interesó por su hijo, el soldado, por su hija, la estudiante, le mandó un saludo afectuoso a su mujer y colgó.

– ¿Y bien? -preguntó Eli Bahar-. ¿Están relacionados? ¿Has sacado algo en limpio?

– ¡Y tanto que lo están! -Michael apuró de un trago el resto del café. La marina de casa de Tirosh reapareció ante sus ojos, junto al cuerpo de Dudai tendido en la arena-. Iddo Dudai murió por envenenamiento de monóxido de carbono. Monóxido de carbono, CO, no CO2, el dióxido de carbono que exhalamos, sino el gas venenoso que emiten los escapes de los coches. Ya sabes, todos esos suicidios que ocurren en Estados Unidos, en garajes cerrados con el motor en marcha. Algo así.

– Pero -dijo Eli con un enorme interrogante en la cara- ¿cómo se envenenó? ¿Fue un suicidio? ¿Fue un asesinato?

– Me ha explicado, Hirsh, que en el cuerpo… -Michael se embarcó en una explicación lenta y paciente, como para sí mismo, de que el oxígeno se incorpora a los hematíes, que contienen hemoglobina. Ésta contiene un átomo de hierro con el que se combina el oxígeno que respiramos. Cuando en la sangre hay monóxido de carbono, la hemoglobina que pasa por los pulmones no consigue atrapar el oxígeno para transportarlo a los tejidos del organismo. Ese gas, el CO, se combina con el hierro a mayor velocidad que el oxígeno, y cualquiera que lo respire no tarda en asfixiarse y pierde el conocimiento sin siquiera darse cuenta. Michael hizo una pausa y clavó la mirada en los ojos verdes de Eli, entornados para concentrarse-. Por eso tenía ese aspecto el cuerpo de Dudai: la cara muy rosa, y todos los órganos internos reventados debido a la inmersión. Al parecer, descendió a treinta metros de profundidad. Tenía los labios completamente azules. Lo llaman -Michael se inclinó sobre el papel donde había tomado sus rápidas notas- cianosis. En la autopsia se descubrió una concentración letal de CO. Una dosis inexorablemente letal. Ahora comprendo la frase que oí en la playa, junto a la ambulancia -dijo pausadamente.

– Pero ¿de dónde salió ese gas? -preguntó Eli Bahar, con los ojos muy abiertos.

– No lo sé con exactitud, pero alguien debió de sacar el aire comprimido de la botella para llenarla de CO. Enviaron las dos botellas al Instituto de Medicina Marina para que las examinaran; creía que habías hablado con ellos.

– No contestaban. Por lo visto, les dejan irse a casa de vez en cuando. Pero no lo entiendo -continuó Eli-, ¿cómo se puede meter CO en una botella de aire comprimido? ¿Cómo se hace?

– No representa un gran problema, según parece, aunque hay que ser un lince para que se te ocurra la idea -dijo Michael, y echó la ceniza de su cigarrillo en los posos del café- Las botellas de buceo tienen una válvula, y las bombonas de CO también tienen una válvula o, si no la tienen, se les puede enroscar. Así pues, basta con conectar la válvula de la botella con la especie de sifón donde está el gas venenoso y meterlo a presión.

– Pero ¿no se dio cuenta, Dudai? -Eli estaba pensativo-. El gas olerá, ¿verdad?

– No -le explicó Michael, mirando el ceño fruncido de Eli-. No huele a nada. Te asfixias gradualmente, sin notar nada de nada.

– ¡Madre mía! -exclamó Eli Bahar, horrorizado-. ¿Será un químico quien lo ha hecho o qué?

– Sólo hace falta tener una mente ocurrente. Cualquiera puede conseguir CO; en todas las industrias químicas hay bombonas de CO, o en cualquier laboratorio decente. No plantea ninguna dificultad. Basta con cerciorarse de que la botella no pesa más ni menos que cuando está llena de aire comprimido.

– Y murió el sábado -dijo Eli, como para sí.

– A las doce y diez del sábado -puntualizó Michael.

– De manera que ¿ahora tenemos que buscar a dos asesinos? -en la voz de Eli se traslucía su desesperación.

– O a un asesino que ha cometido dos asesinatos. Y no será una labor exclusivamente nuestra; el caso de Dudai corresponde a la policía de Eilat, ellos también lo investigarán.

Danny Balilty entró de estampida, resoplando, jadeante, hablando a mil por hora, pero como siempre sus explicaciones fueron crípticas y nadie comprendió de dónde venía.

– ¿Por qué no ofrecéis a los amigos una taza de café? ¿Y por qué estáis ahí sentados como si os hubiera caído una montaña encima? ¿Qué pasa?

Michael le puso rápidamente en antecedentes.

– La cosa se complica -suspiró Balilty.

– En efecto -ratificó Michael-. Vamos a descansar un rato y a comer algo; luego repasaremos la lista de personas a quienes hay que interrogar mañana. O, mejor aún, nos llevaremos la lista a Meir's para repasarla allí, y tal vez podamos recoger a Tzilla por el camino, si no te parece mal.

Eli Bahar consultó su reloj y masculló que eran las once; a pesar de todo, marcó un número y susurró algo por el teléfono.

– La recogeremos de camino -confirmó mientras colgaba.

Cuando se quedó solo, Michael llamó a su casa. Dejó que el teléfono sonara durante un buen rato. «Maya no ha ido a verme», pensó con una mezcla de alivio y de tristeza. Yuval estaba en casa de su madre, ayudándola con los preparativos de la fiesta del septuagésimo cumpleaños del abuelo, que se celebraría al día siguiente. Y con la voz de Youzek, su ex suegro, re- verberándole en los oídos, diciendo cosas como: «Este divorcio vuestro va a acabar con nosotros», Michael salió presuroso en pos de Balilty y Bahar, que enmudecieron en cuanto entraron en el coche y no despegaron los labios en todo el trayecto hasta el restaurante.

Meir's estaba en el corazón del mercado de Machane Yehuda, en la «casa maldita». Sus años de trabajo con Tzilla habían acostumbrado a Michael a ver ese restaurante como el único lugar posible para descansar y relajarse después del descubrimiento de un cadáver, después de las tensiones del trabajo, después de asistir a una autopsia.

Los tres jóvenes que hacían de cocineros, camareros y cajeros siempre recibían a Tzilla como a una hermana reencontrada tras una larga separación. A Michael lo trataban con tal deferencia y respeto que, en cierta ocasión, le preguntó a Tzilla con curiosidad qué les había contado de él.

– Les he dicho que trabajas en la brigada contra el fraude, que eres uña y carne con los responsables de Hacienda -le replicó con un guiño.

Desde entonces, Michael se sentía molesto y abochornado siempre que le presentaban una factura hecha con escrupulosa corrección. Levantaba la vista hacia la pared de detrás de la caja y contemplaba el retrato del santificado Baba Sali, y a continuación el de Rabbi Sharabi, de quien se rumoreaba que no hacía mucho que había echado una maldición al edificio. El retrato colgado sobre la caja pretendía proteger al restaurante de los efectos de la maldición.

Nadie sabía quién de los tres empleados del restaurante, que a veces llevaban un gorrito en la coronilla y otras la cabeza descubierta, era Meir. Como siempre, recibieron a Tzilla con entusiasmo, y se apresuraron a refrenarlo al avistar la alta figura que la seguía.

Respondieron «Bien, gracias a Dios», a la pregunta «¿Qué tal va el negocio?» de Balilty.

– Y tres raciones de patatas fritas -le dijo Tzilla al joven sin afeitar que estaba tomando nota-. La calima se ha levantado y he recuperado el apetito -le explicó, y él sonrió.

Se sentaron a una mesa de la salita interior. Michael contempló el patio oscuro y descuidado a través del ventanal. La maldición de Rabbi Sharabi había ahuyentado a los inquilinos del edificio y el restaurante de Meir era la única fuente de luz en la fantasmal oscuridad, que todo lo envolvía. Fijándose por primera vez en un helecho que se descolgaba por la pared de enfrente, se preguntó cómo conservaría su verdor en la perpetua penumbra. Recordó los repetidos intentos de Nira de cultivar helechos en su habitación de estudiantes cuando las demás plantas se habían agostado, convirtiéndose en tallos resecos y amarillos. Tzilla siguió su mirada y, como si le hubiera leído el pensamiento, dijo:

– Ese helecho es de plástico, y el otro, también -y señaló la pared que Michael tenía a su espalda. Y cuando lo vio dirigiendo la vista en la dirección indicada, añadió con una sonrisa-: ¿Y qué me dices de esto? -y extendió la mano hacia la pared de ladrillo rojo oscuro que estaba a su derecha y, delicadamente, despegó la esquina de un ladrillo, dejando al descubierto el hormigón gris de debajo-. Está empapelada, ¿lo sabías?

Michael, convencido de que habría dicho que la pared estaba encalada si se lo hubieran preguntado, se sintió un poco avergonzado y alzó los ojos hacia las vigas de madera del techo y luego la dirigió hacia la pared de enfrente, a la caricatura de Peres y Shamir, vestidos como bailarinas de la danza del vientre, y a los grandes cuernos de toro colgados a su lado.

Tzilla prorrumpió en carcajadas y comentó:

– Has estado aquí un millón de veces. ¡Y pensar que cuando estás trabajando no se te escapa el menor detalle! Pero aquí no estás de servicio, ¿verdad?

Y Michael se apresuró a protestar, alegando que recordaba muy bien el cartel de Shamir y Peres. Pero Tzilla se mantuvo firme:

– Lo que quiero decir es que no te fijas en nada cuando no estás de servicio. Dime una cosa, ¿has visto el gran cuadro de la entrada?

Michael asintió inseguro, y ella irguió la cabeza desafiante y preguntó:

– ¿Puedes describirlo?

Michael comenzó a girar la cabeza, pero ella le prohibió mirar hacia atrás.

– Es algo relacionado con los beduinos, ¿un cuadro bíblico, quizá?

– Ahora ya puedes volverte a mirar -repuso Tzilla riendo.

Michael se levantó y se dirigió a la sala exterior para examinar de cerca el enorme cuadro de vivos colores. En él se veían una palmera y una tienda de campaña, en la que estaban acuclilladas varias figuras, que parecían pastores, y a su lado había una hoguera. Michael lo estudió con detenimiento, regresó lentamente a la mesa y, después de sentarse, enumeró con gran satisfacción de Tzilla todos los detalles del cuadro. Luego añadió:

– Y ahí afuera también hay una planta, y ésa no es de plástico.

– Menuda noticia, es un cordobán -replicó Tzilla desdeñosamente-. Crecen en cualquier parte, lo resisten todo.

En ese momento apareció el joven sin afeitar, restregó con un paño húmedo la superficie de formica marrón y les preguntó si querían ensaladas. Todos asintieron y Balilty fue el primero en lanzarse sobre la ensalada turca y la ensalada marroquí de zanahorias. Tzilla roció de jugo de limón la ensalada de verduras picadas e hizo un discurso sobre el arte de preparar una ensalada como es debido.

– ¿Ves?, no la aliñan ni le ponen limón hasta el momento de servirla, por eso se conserva así, como tiene que ser -aleccionó a Balilty, que hizo un gesto afirmativo, alargó el brazo hacia las pitas y comentó satisfecho que estaban calientes. Después explicó que la remolacha era excelente para hacer bien la digestión y se sirvió una buena ración inclinando la pequeña fuente sobre su plato. Mientras esperaban el plato fuerte y Balilty se servía generosamente ensaladas y pitas, Eli puso a su mujer al corriente de los detalles del caso. Michael tomaba a sorbos una cerveza y observaba a la pareja con satisfacción, aunque también con una tristeza que no acababa de entender.

Tzilla y Eli llevaban varios años trabajando con él, y su noviazgo, lento, tortuoso y lleno de vicisitudes se había desarrollado ante sus ojos. Eli Bahar había cumplido los treinta el año anterior a su boda con esta joven decidida, que había luchado por él con una persistencia digna de encomio. Michael había sido testigo de la etapa en la que ella fingió rendirse, y se había preguntado si Eli, que declaraba a menudo su intención de no atarse a «ninguna mujer, sintiera lo que sintiese por ella», terminaría por ablandarse y renunciar a su libertad. Ahora, al verlo mirando a Tzilla con ternura, mientras le contaba los últimos acontecimientos, Michael se sintió contento, a la vez que repentinamente viejo. Nunca se le habían confiado. Y él no hizo preguntas, limitándose a observar con interés, como quien mira a dos niños leyendo un cuento cuyo final ya se conoce. Se alegró cuando al fin se casaron, aunque no podía menos de prever que su vida en común no iba a ser fácil. Eli era retraído y Tzilla rebosaba vida e inagotable energía. Bastaba mirarla a los ojos, siempre luminosos, despejados y muy abiertos, para leer en ellos los secretos de su corazón.

Hacía unas cuantas semanas que no la veía y ahora estudiaba su rostro, más pálido de lo habitual y con ribetes de desasosiego. Michael sabía que Tzilla tenía enormes deseos de ser madre. En los últimos meses se había dejado crecer el pelo, después de llevarlo corto durante muchos años, y le caía en ondulados mechones hasta los hombros. Tenía una figura más redondeada, más femenina, aunque aún no se le notaba el embarazo más que en los senos, que asomaban, exuberantes, por el escote redondo de su vestido.

Michael pensó en los cambios acaecidos en ella, en el fino vestido que había sustituido a los vaqueros, en sus delgados hombros y brazos, ahora más torneados, y concluyó que ciertamente había ganado en atractivo. Alabó en voz alta su pelo.

– Sí, sabía que te iba a gustar -dijo ella con un suspiro-, pero siento que mis treinta y dos años no le pasan desapercibidos a nadie -y colocó las esbeltas piernas sobre la silla que tenía enfrente.

– A los treinta y dos años -dijo Michael sonriendo-, una mujer está empezando a vivir. Sólo hay algo más atractivo que una mujer de treinta y dos años, una mujer de treinta y tres.

– Vamos, Michael, no empieces; te conozco. Eres incapaz de ver a una mujer sin piropearla. Y, créeme, no hace falta que digas nada, basta con que la mires…, y deja ya de sonreír así.

La sonrisa se dilató antes de desvanecerse. Desde que era una mujer casada, Tzilla, que antes le trataba con cierta timidez, se había vuelto más atrevida, haciendo comentarios cada vez más personales, como si entre ellos se hubiera derrumbado alguna barrera amenazadora. A veces se sentía cohibido por la mordacidad de su lengua.

«Treinta y dos años», pensó Michael mientras les servían el segundo plato, y perdió el apetito. Observó la carne de las brochetas: saslic de buey de primera apenas hecho, kebabs de cordero con especias picantes y, como broche final, algo que Tzilla y el camarero llamaban muleyas, negándose a desvelar su origen. Lo que le apetecía era pan negro y queso de cabra, cebollas…, los alimentos que le abrían el apetito de pequeño, mientras leía libros sobre pastores pobres. A pesar de todo, probó la ensalada de verduras muy picadas y las doradas patatas recién fritas, sobre las que a Tzilla se le había ido la mano con la sal, y cuando Balilty comentó que se percibía el gusto del arak con el que habían adobado la carne antes de hacerla a la parrilla, mojó un cuadradito de saslic en el tahín y se llevó a la boca el tierno pedacito de carne. Mientras masticaba, le dio vueltas y vueltas a las últimas frases de Tzilla. «Treinta y dos años, una edad cruel», pensó. «La edad en que te sobreviene la sensatez y comienzas a descubrir en qué consiste realmente la virtud del compromiso.» Pensó en Maya y en cómo le habría gustado estar con ella en esos momentos. Tzilla no comía con su habitual fruición. También ella se limitaba a picotear algo de aquí y de allá. Balilty no pronunciaba palabra. Dedicaba toda su atención a la carne, comiendo con sostenida concentración, y al acabar se dio una palmada en la tripa y alabó con un gruñido la calidad de la comida.

– Bueno, ¿qué? -dijo Tzilla cuando llegó el café-. ¿Contáis conmigo o no?

– Contamos contigo -respondió Michael, sin prestar atención al gesto preocupado de Eli- con la condición de que hagas exactamente lo que se te diga y no emprendas actividades fuera del despacho sin que te lo pidan. Quiero convertirme en un auténtico padrino. Y esta vez no podrás quejarte de ser una simple coordinadora, porque vas a serlo por prescripción facultativa -miró a Eli por el rabillo del ojo y luego entregó a Tzilla la lista de profesores del Departamento de Literatura. Se formarían una idea del estilo de vida de Tirosh a partir de sus testimonios-. Y, tal vez -añadió dubitativo-, también del de Dudai. Tengo la impresión de que los dos casos están relacionados, es como si no lograra hacerme una idea de la situación a pesar de tenerlo todo delante de las narices.

– Es demasiado pronto para formarse una idea de la situación -apuntó Balilty, y eructó.

Al final trazaron un plan de trabajo. Balilty se haría cargo de la recogida de información confidencial.

– Y no estés tres días desaparecido -le advirtió Tzilla-. Mañana te pasas por la oficina a última hora y vienes a verme.

Decidieron a quiénes interrogarían a primera hora de la mañana y Michael y Eli se dividieron esa labor entre ambos.

– Así que ¿no hace falta que nos reunamos hasta pasado mañana? -preguntó Tzilla una hora después de medianoche, con el restaurante a punto de cerrar. Michael indicó que tendrían que programar una reunión para el día siguiente:

– Aunque sea de madrugada, para planear los interrogatorios del miércoles en función de la información que hayamos recogido hoy.

Y después de dejar a Eli y a Tzilla a la puerta de su pequeño apartamento de Nachlaot, volvió a Givat Mordechai, donde vivía.

El piso olía a cerrado. Abrió las ventanas de par en par y aspiró la brisa fresca que se había llevado el calor de toda una semana de calima. Calculó que le quedaban unas cuatro horas de sueño y rememoró la cara y los ojos apagados de Tuvia Shai, a quien vería a la mañana siguiente. Aún quedaban huellas del aroma de Maya entre sus sábanas, pero fue la figura de Adina Lipkin, la secretaria del departamento, quien apareció ante sus ojos, y en sus oídos resonó la voz de Adina, declamando una frase totalmente fuera de lugar en su boca: «Treinta y dos años bajo Tus cielos son suficientes para que una persona inteligente juzgue la calidad de Tu misericordia», fue lo que oyó antes de dormirse.