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Un Asesinato Literario - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Racheli miró al hombre de piel oscura sentado frente a ella; sus dedos largos e inquietos, que jugueteaban con el bolígrafo y el paquete de tabaco, las mejillas bien afeitadas y los marcados pómulos; y, por fin, haciendo acopio de valor, lo miró directamente a los ojos oscuros y profundos, que no le quitaban la vista de encima. Pero no fue más que un segundo, luego volvió a contemplar la escueta habitación, el viejo escritorio de madera, las dos sillas, el armario metálico, la ventana que daba a un patio de la comisaría del barrio ruso, y una vez más dirigió la mirada hacia los ojos castaño oscuro que la observaban de hito en hito.

Era muy consciente de su situación de privilegio. La habían elegido entre todos para ser la primera. Él la había llamado, este hombre alto con hilos de plata en el pelo, a ella precisamente, y no sabía por qué.

Adina Lipkin palideció, a punto de quejarse, cuando indicaron a Racheli que entrara en el despacho, pero él fingió no advertir su enfado. El profesor Shai no se movió ni cambió de expresión. Cuando poco antes de que dieran las ocho Racheli llegó al Departamento de Investigación Criminal del barrio ruso, siguiendo las instrucciones recibidas por teléfono la noche anterior, Tuvia y Adina ya esperaban en la antesala, en sendas e inestables sillas de madera. «Como pacientes en la consulta del médico», pensó Racheli, «o estudiantes aguardando los resultados de un examen decisivo». Tuvia Shai tenía el aspecto de quien se ha resignado a lo peor.

Racheli logró echar un vistazo a su reloj a escondidas del hombre que tenía enfrente. Sólo llevaba allí un minuto, aún no habían pronunciado una sola palabra y un súbito pánico se apoderó de ella ante la idea de que iban a acusarla como a Joseph K., el personaje de Kafka, y al mismo tiempo la dominó la incertidumbre: quién sabe si en realidad no había hecho algo malo. El hombre alto le ofreció el paquete de cigarrillos y ella lo rechazó con un gesto. La garganta se le resecó aún más y comenzaron a temblarle las manos.

Luego él rompió a hablar. Tenía la voz queda, apacible. En primer lugar se informó sobre su trabajo en la secretaría del departamento, sobre lo que hacía fuera del trabajo y sobre su familia.

Ella se sorprendió respondiéndole para agradarle. Echó otra ojeada furtiva al reloj; habían pasado cinco minutos y él ya lo sabía todo. Que estudiaba psicología, que vivía en la calle Bnei Brith, con una compañera de piso, que había roto con su novio, e incluso que sus padres ansiaban verla felizmente casada a su «avanzada edad». Él sonrió ante aquella expresión y asintió, como si sus padres también hubieran sido así. Ella se preguntó si estaría casado. No llevaba anillo, pero Racheli ya sabía, a sus veinticuatro años, que no todos los hombres casados llevan anillo.

Sin saber cómo, comenzaron a hablar de Tirosh y del departamento. Él había manejado la situación de tal manera que, en breves segundos, Racheli se lanzó a contarle todo lo referente a Adina Lipkin. Él la escuchaba con atención, eso se veía, estaba interesado de verdad en la descripción de sus problemas, y también estaba realmente interesado en sus observaciones sobre los profesores. No le preguntó nada sobre sus relaciones con Tirosh, limitándose a pedirle que le describiera su personalidad tal como ella la veía.

Racheli se sentía traspasada por los ojos oscuros del policía, hechizada por su dulce voz, y fue a ellos a quienes respondió:

– Tenía mucho encanto. Nunca he conocido a nadie como él. He sido una admiradora de su poesía desde mis años de instituto, y me emocionó muchísimo conocerlo. Qué buena facha tenía, y no había tema sobre el que no estuviera bien informado, todo el mundo lo admiraba. Pero no me habría gustado llegar a tener confianza con él.

Mientras hablaba, sentía que el policía aprobaba sus palabras, estaba de acuerdo con ella, por eso no vaciló cuando le preguntó: «¿Por qué?». Se notaba que realmente quería saber por qué a ella, Racheli Luria, no le habría agradado llegar a tener confianza con Shaul Tirosh, así que respondió sin pensárselo dos veces:

– Me asustaba. Me daba miedo.

Con el mismo tono de interés, él preguntó:

– ¿En qué sentido?

– Había algo deshonesto en él -replicó Racheli, azorada-, pero no es más que una impresión; en realidad, no quería decir deshonesto, sino falso, hipócrita. No habría podido confiar en él. A veces lo veía lanzando miraditas lánguidas a alguien, en plan de ligue, pero nunca se podía saber, yo nunca sabía si eran sinceras.

El policía se inclinó hacia ella sobre la mesa. Racheli se fijó en sus largas pestañas oscuras, en sus espesas cejas, y luego él le dijo en tono persuasivo, autoritario:

– Déme un ejemplo; describa una situación en la que haya estado implicada directamente.

– No sabría explicarlo bien, pero estuve a solas con él en la secretaría unas cuantas veces, y una vez, mientras reparaban una gotera de la calefacción de su despacho, tuvo que dar clase en la secretaría, y durante un rato estuvimos solos, porque Adina, que nunca falta, se estaba recuperando de una operación sin importancia, y empezamos a hablar. Se portaba como si estuviera muy interesado en mí. Recuerdo haber sentido que estaba sucediendo algo verdaderamente especial; él, el eminente profesor y poeta y todo lo demás, me estaba hablando a mí, una simple estudiante, como si fuera toda una mujer.

Racheli se detuvo, pero el policía no le quitó los ojos de encima, como si esperase que continuara.

– Al mismo tiempo, me daba la impresión de que estaba viendo una película, una película que ya había visto. Se colocó junto a la ventana, miró hacia fuera y empezó a hablar de sus cosas, como para sí. Dijo que a su edad no podía evitar preguntarse si tenía algún amigo verdadero, y comentó algo sobre la soledad del ser humano en general, y citó un poema de Natán Zaj: «No es bueno que el hombre esté solo, y, a pesar de todo, está solo», y me preguntó si había reflexionado alguna vez sobre el significado de esos versos…, fue así como empezó todo. Después habló de las amistades verdaderas, y yo pensaba: ¿Por qué me está contando todo esto, qué espera de mí? Y sentí que si me dejaba llevar por esa conversación me ocurriría algo terrible, que él…, ¿cómo podría explicarlo?…, que me sentiría atraída por él. Eso es. Era tan atractivo…, estuve a punto de acercarme a él para consolarlo, pero algo me detuvo. Me dio la impresión de que en realidad no era a mí a quien hablaba, sino que daba la casualidad de que yo estaba allí. Al fin y al cabo, no me conocía de nada -se justificó-, pero lo que de verdad me asustaba era esa fascinación que ejercía sobre mí, esa fuerza que me arrastraba hacia él, para rozar apenas su terrible, su infinito sufrimiento, aunque no pudiera ayudarlo: yo me entregaría a él por completo y él no me daría nada a cambio, no tenía nada que dar. No sé cómo explicarlo.

– Lo explica perfectamente -dijo el policía con expresión seria, alentadora.

Racheli se sonrojó, y como no quería que se notara cuánto le había emocionado el cumplido, prosiguió:

– El discurso que hizo sobre la soledad me sonó extraño después de haber oído tantas historias.

– ¿Historias? -preguntó el policía, y apagó el cigarrillo, que despidió un olor intenso, en el cenicero de hojalata situado al borde de la mesa, a la vez que tomaba unas rápidas notas.

– Bueno, circulaban historias para todos los gustos -dijo Racheli, aturdida-. Rumores.

– ¿Como por ejemplo? -preguntó él suavemente.

– Todo tipo de cosas -y, una vez más, Racheli sintió un espasmo en la garganta y que sus pies, calzados con sandalias bíblicas, comenzaban a sudar, pero el policía no le permitía eludir el tema. Su mirada le decía: confíe en mí; quiero que me lo cuente-. Cotilleos sobre sus relaciones con las mujeres, y con otros poetas, y con todo tipo de gente.

– ¿Cree usted que, cuando le habló aquel día, de verdad se sentía solo?

– Sí y no. Básicamente me pareció un monólogo de novela, o de película. No me gustan esas declaraciones huecas. Y la maniobra de ponerse junto a la ventana, como si quisiera resaltar su mejor perfil. Pero, al mismo tiempo, sonaba convincente, en cierto modo le creía, y eso es lo que me daba tanto miedo. En aquel momento no lo entendía; es ahora cuando he conseguido expresarlo con palabras.

– ¿Quién diría usted que era la persona más allegada a él?

Y Racheli pensó una vez más que le estaban asignando un papel importante, de protagonista, que al fin le pedían que expusiera las conclusiones de sus prolongadas y pacientes observaciones.

– Bueno, se suponía que era amigo íntimo del profesor Shai -dijo vacilante.

– ¿Pero? -preguntó el policía, y aguardó pacientemente.

– Pero yo no soportaba ver al profesor Shai humillándose de esa forma…, lo idolatraba. Y no hablemos ya de la historia con su mujer.

– ¿Su mujer? -inquirió el policía.

Racheli le miró los morenos brazos, enfundados en una camisa blanca, y pensó que sabía exactamente cómo olería esa piel, una fragancia fresca, y notó que el color se le subía a la cara.

– La mujer del profesor Shai, Ruchama. Apenas la conozco; sólo la he visto un par de veces, aparte de hablar con ella por teléfono, pero a pesar de todo… -buscó las palabras adecuadas y, al final, dijo-: Todo el mundo lo comentaba; era obvio que estaban juntos.

No lograba hablar con la rapidez necesaria para expresar con claridad y elocuencia lo que quería decir sobre el extraño triángulo que estaba en boca de todos los profesores, de los estudiantes, de todo el mundo. Salvo de Adina, claro está, ella nunca aludía a ese tema.

– ¿Juntos? -preguntó el policía-. ¿Se refiere a Ruchama Shai y al profesor Tirosh? ¿Vivían juntos?

– No, pero era como si viviesen juntos los tres. Era de dominio público, y yo creo que el profesor Shai también lo sabía; y no soy la única que lo piensa. La cosa duró muchos años, pero últimamente… -Racheli dirigió la vista hacia el policía, vacilante, pero él asintió como diciéndole: «Soy todo oídos», y ella continuó-: últimamente algo había cambiado.

El policía guardó silencio.

– Ella lo buscaba, y él desaparecía, o nos pedía que dijéramos que no estaba; es decir, a cualquiera que preguntase por él, no es que nos pidiera que sólo se lo dijésemos a ella, pero yo notaba que entre ellos las cosas ya no eran como antes, parecía que él la esquivaba.

Racheli ya no podía callar. Ella, que llevaba meses y meses observando a esas personas, que había oído hablar de ellas desde que comenzó a estudiar en la universidad, y que se había guardado para sí todas sus impresiones hasta ese momento, sentía de pronto una imperiosa necesidad de contárselo todo a aquel hombre; durante un instante, apenas un segundo, se oyó a sí misma y no daba crédito a sus oídos. Se preguntó si tal premura no derivaría del deseo de aproximarse a él, del deseo de que la tocara, sonriendo con esa sonrisa simpática que la impulsaba a hablar sin tregua; o, tal vez, la necesidad de hablar brotaba de tener al fin alguien que la escuchaba, alguien que demostraba interés en su larga labor de observación y apreciaba su perspicacia.

– Y ¿por qué cree que el profesor Shai lo sabía?

– En primer lugar, porque todo el mundo pensaba que lo sabía, y también por ese servilismo suyo hacia Tirosh. Además, Tuvia Shai no es imbécil ni ciego, y todos los demás se daban cuenta; y estando él en la secretaría, su mujer llamó preguntando por Tirosh más de una vez. Ni se molestaban en disimular. Era algo espantoso; yo no entendía por qué él, o sea, el profesor Shai, seguía con ella, por qué no se divorciaba.

Sonó el teléfono. Él levantó el auricular y dijo:

– Sí.

Su rostro se transformó. La expresión benigna con que la había escuchado se esfumó mientras apuntaba, tenso, algunas palabras. Pero no retiró la vista de ella, y ahora Racheli ya se sentía lo bastante segura como para sostenerle la mirada.

– ¿Entre las dos y las seis? -dijo con voz seca, diferente-. Está bien, me pondré en contacto contigo más tarde, dentro de un rato -colgó el auricular y encendió otro cigarrillo.

Luego quiso informarse sobre Iddo Dudai, y Racheli dijo:

– Era un tío muy majo, agradable; hasta a Adina le caía bien. Pero se tomaba las cosas demasiado en serio, en el terreno profesional, quiero decir…, por ejemplo, nunca decía lo primero que se le pasaba por la cabeza; pero todo el mundo lo respetaba y a mí me gustaba su forma de ser.

– ¿Y a Tirosh?

– ¿Que cómo era su relación con Iddo, quiere decir? Creo que él también lo respetaba; lo trataba con una actitud paternal, aunque también se burlaba un poco de él. Bueno, no es que se burlara exactamente, pero sí se tomaba a guasa su seriedad, y su manera de analizar todo con lupa. Pero se veía que lo hacía sin malicia.

– ¿Tirosh también practicaba el submarinismo?

– ¿El submarinismo? -Racheli tuvo la sensación de que el policía sabía algo más que ella, que ahora él había tomado las riendas de la conversación-. No, ¿por qué iba a hacer submarinismo? Siempre se reía de los deportes y decía que la vida era demasiado corta para sufrir. «Sólo el esquí merece la pena», le oí decir una vez, «pero sólo en Suiza, en los Alpes, no en el Monte Hermón». Pero tampoco logro imaginármelo esquiando…, si lo ha visto alguna vez, con esos trajes suyos, entenderá que no era el tipo de persona aficionada a los deportes al aire libre, a pesar de que siempre estuviera moreno. Decía que le encantaba el mar, pero no lo veo yo buceando. Era Iddo el que estaba loco por el buceo.

No osó preguntarle por qué quería saberlo, pero le pareció que el asunto escondía algo, algo de lo que ella no tenía ni idea.

– Y aparte del asunto con la señora Shai, ¿notó usted algún otro cambio? ¿Ha pasado algo fuera de lo común en los últimos tiempos? A Tirosh, ¿se le veía tenso? ¿Diferente?

Racheli titubeó antes de responder. Recordaba la palidez y el aspecto exhausto de Tirosh después de la reunión de departamento del viernes; fue la primera vez que notó en él las huellas de la edad, las profundas arrugas en las mejillas, el andar cansino.

– Diga lo que sea -dijo el policía- Lo primero que le venga a la cabeza.

Racheli le informó de esos cambios y luego resumió así la situación:

– El viernes, a última hora de la tarde, se celebró un seminario, y todos salieron de él como si hubiera sucedido una catástrofe, pero yo no acababa de entender qué había pasado. No estuve presente, pero Tsippi, una ayudante, me contó que Iddo había atacado al profesor Tirosh y que se montó un follón tremendo. Claro que siempre andan montando follones por cosas así; puro politiqueo. Por lo visto se creen que una sola palabra suya puede modificar el panorama de la literatura en Israel, y, a veces, incluso llegan a imaginar que tienen poder para influir sobre el mundo entero -tanta acritud y agresividad la sorprendieron a ella misma.

– Y ¿qué me dice de Iddo? ¿Notó algún cambio en Iddo?

– Desde que volvió de Estados Unidos, estuvo allí un mes, con una beca, desde entonces ya no era el mismo -dijo Racheli, y se dio cuenta de que estaba repitiendo lo que le había oído decir a Tuvia Shai.

– ¿Cómo describiría ese cambio? -preguntó el policía, y volvió a inclinarse hacia delante y a clavarle la vista, como si ardiera de expectación por oír su respuesta.

– Qué sé yo; es como si estuviera disgustado por algo, intranquilo, enfadado, y evitaba a Tirosh. Claro que eso puede tener algo que ver con lo que oyó al volver.

– ¿Qué oyó?

– No sé si será verdad, pero corría ese rumor, y yo los vi en Meirsdorf, comiendo en el restaurante de la residencia… a la mujer de Iddo, Ruth, y a Tirosh. Quién sabe, quizá ésa era la manera de tratar a las mujeres del profesor Tirosh, pero a mí me dio la impresión de que aquello era algo más que una comida entre amigos. Tenía esa expresión atormentada en la cara, ésa de la que le he hablado, la misma que cuando se paró junto a la ventana, y después le oí decir al profesor Aharonovitz… -Racheli hizo una pausa para tomar aliento, y también para dar a entender que no le caía bien el profesor Aharonovitz…, él se daría cuenta, estaba segura, no se le escapaba nada-. No me lo dijo a mí, estaba hablando con otra persona mientras hacían cola para pagar en Meirsdorf, y le oí, porque ellos no me vieron; dijo -dirigió la vista al techo, oyendo su propia voz, cargada de antipáticas insinuaciones-: «Mirad cómo nuestro gran poeta atrapa en sus redes a otra mujer. Pobres ingenuas».

– ¿Cree que era su amante? ¿La mujer de Iddo Dudai? -preguntó el policía- ¿Y que Iddo lo sabía?

Racheli asintió con la cabeza y luego dijo:

– Y además Iddo no era el tipo de persona que acepta una situación así, como el profesor Shai.

– ¿Por qué cree usted que el profesor Shai la aceptaba? -a Racheli le dio un brinco el corazón al oír el énfasis concedido al «usted».

– No lo sé -repuso, y a pesar de esa indecisión inicial, las palabras afluyeron a sus labios sin esfuerzo-: Es algo que me ha hecho pensar mucho, porque el profesor Shai es un persona muy honrada, una persona legal. Incluso puede resultar simpático, pero creo que admiraba tanto al profesor Tirosh que ni siquiera podía rebelarse contra eso. Le he oído decir en más de una ocasión que, para él, la verdadera genialidad es algo irresistible. Cuando regresó de Europa, de un congreso, a principios de año, habló de Florencia, de la estatua de David. Estaba hablando con Iddo, en la secretaría; nunca había oído hablar en esos términos de una obra de arte. Era como si estuviera refiriéndose… -Racheli buscó la palabra mientras él esperaba, paciente-…como si estuviera hablando de una mujer o algo así -declaró por fin, y se mordió los labios.

– Y él, ¿hacía submarinismo? -inquirió el policía, y encendió otro cigarrillo.

– ¿Quién? ¿El profesor Shai? Ni hablar. ¿No ha visto cómo es? -y se contuvo para no preguntar por qué le interesaba tanto el submarinismo; una pregunta condenada a quedar sin respuesta.

– ¿Había algún otro aficionado al submarinismo en el Departamento de Literatura?

Racheli lo miró de hito en hito, desconcertada, e hizo un gesto negativo. Después respondió dócilmente a las preguntas sobre lo que había hecho desde el viernes, durante el fin de semana. Explicó que había salido de trabajar el viernes al mediodía, que le tocaba limpiar la casa y hacer la compra y que esperaba a sus padres, que iban a venir a verla desde Hadera y llegaron a las cuatro de la tarde.

– Así que ¿es usted de Hadera? -preguntó él sin dejar de tomar notas, y ella asintió, comprendiendo de pronto el objetivo de aquellas preguntas. Haciendo acopio de valor, inquirió si estaba comprobando su coartada.

Él volvió a esbozar esa sonrisa que le achicaba los ojos y resaltaba sus pómulos, y dijo:

– No hay por qué darle ese nombre, pero sí, más o menos -y, sin detenerse, le preguntó si tenía alguna idea sobre quién podría haber asesinado a Shaul Tirosh.

Ella negó con la cabeza. Había estado pensándolo toda la noche, dijo; la imagen del cadáver, su hedor, no le habían dejado pegar ojo; pero no tenía ni idea. Ninguna de las personas que conocía le parecía un asesino.

– Y en los seminarios del departamento -prosiguió él, y Racheli adivinó que estaba a punto de despedirla-, ¿se levanta acta de lo que sucede?

– No; son muy populares, los seminarios; a veces se publican las ponencias. Pero éste en concreto debió de ser muy especial; me han dicho que lo grabaron para la radio y la televisión, me lo dijo Tsippi al día siguiente.

Al policía se le alteró la expresión, según advirtió Racheli; como si hubiera descendido un velo sobre la habitación, el ambiente se transformó.

– ¿La televisión? -repitió, y sus ojos centellearon-. ¿Es normal? ¿Siempre acude la televisión a los seminarios?

– No -replicó Racheli-. Claro que no; los seminarios se celebran todos los meses. Éste era especial porque lo daba el profesor Tirosh: lo llamaban el niño bonito de los medios.

– ¿Quién lo llamaba así, por ejemplo?

– Aharonovitz, creo. Siempre estaba poniendo en ridículo al profesor Tirosh, pero nunca se lo decía a la cara.

– ¿Tenía Aharonovitz algún motivo especial para poner en ridículo a Tirosh?

– Ninguno que yo sepa. Quizá fuera envidia patológica. Pero nunca se burlaba de su poesía. Junto a Tirosh, Aharonovitz tenía un aspecto repulsivo; no es nada atractivo, de por sí, pero al lado del profesor Tirosh su fealdad resaltaba más.

Y entonces Racheli se sintió terriblemente cansada; tenía la decepcionante certidumbre de que aquel hombre no iba a acercarse a ella y le faltaban las fuerzas para pronunciar una sola palabra más.

Como si hubiera percibido su estado de ánimo, él se levantó y dijo que tal vez volvería a requerir su ayuda a lo largo de la investigación, pero que de momento se podía marchar. Sus oscuros ojos descansaron sobre el rostro de la muchacha un instante, pero ya no estaba con ella.

Una mujer joven de enormes ojos azules abrió la puerta con gesto brusco y decidido y dijo:

– Oye, Michael… -luego reparó en Racheli y se detuvo en seco.

«Michael», pensó Racheli, «claro, se llama Michael». Y aunque la mujer esperó a que ella se marchase antes de volver a hablar, Racheli percibió la intimidad que había entre ellos, que se trataban de igual a igual; el corazón se le cayó a los pies cuando él abrió la puerta de par en par y le dijo:

– Muchas gracias.

Sin replicar, Racheli se precipitó hacia el pasillo, donde reparó en la expresión asustada de Adina, que se levantó y se dirigió hacia ella desde un rincón. Pero Racheli huyó; no se sentía con fuerzas para enfrentarse a Adina Lipkin y responder a sus preguntas sobre lo que había ocurrido ahí dentro, en el despacho del policía.

Racheli corrió pasillo adelante, bajó apresuradamente las escaleras hasta la planta baja, y, siempre a la carrera, cruzó el patio de la comisaría y enfiló la calle Jaffa.

Parpadeó y se frotó los ojos cuando, al salir al aire libre, el sol le pegó con fuerza en la cara. Se detuvo ante el escaparate de la Librería Jordán al avistar el último libro de Ariyeh Klein, Elementos musicales en la poesía medieval. Las piernas le temblaban mientras aguardaba a que se abriera el semáforo de la plaza de Sión. El vendedor de periódicos de la otra acera la miró resignado mientras se paraba a ojear los titulares de los periódicos matinales, donde se exhibía la foto de Shaul Tirosh y se informaba sobre su asesinato. Luego compró un periódico y se dirigió al Café Alno, en el paseo peatonal, tomando asiento en una mesa. La camarera esperó impaciente hasta que le dijo: «Coca-cola con limón». Luego trató de leer la noticia, que continuaba en una página interior e incluía una descripción del cadáver y una biografía de Shaul Tirosh, así como detalles concernientes al jefe del equipo especial de investigación, el superintendente Michael Ohayon, cuya fama se debía principalmente a la resolución del asesinato, dos años atrás, de la psicoanalista Eva Neidorf. No se comentaba nada sobre su edad ni sobre su vida privada. Racheli observó al hombre que desayunaba en la mesa de su izquierda, y luego a la pareja de ancianos que, en otra mesa cercana, tomaban café hablando por los codos, y por último miró el gran reloj de la pared de enfrente y, al ver que eran las once, recordó que el examen de estadística había comenzado a las nueve y terminaría dentro de media hora. Tras un fugaz ataque de pánico, se tranquilizó diciéndose que podría presentarse al examen más adelante, pero no logró calmarse; las manos le temblaban tanto que hubo de dejar el vaso sobre la mesa. El hombre que estaba desayunando pagó y se marchó; la camarera recogió los platos y puso un ejemplar del diario Ha'aretz en la mesa de Racheli. En la primera página, junto a la imagen de Shaul Tirosh, había un retrato del hombre con el que había pasado la mañana, el superintendente Michael Ohayon. Tenía los brazos extendidos hacia delante, como manteniendo a alguien a raya, y los labios entreabiertos. Contemplando la fotografía, Racheli levantó el vaso y bebió el refresco a pequeños sorbos.