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– Pero ¿qué le has hecho? A una niña como ella -dijo Tzilla, sentándose frente a él.
– Ya no es ninguna niña. Es una chica agradable -replicó Michael distraído, volviendo a marcar compulsivamente un número de la línea exterior, que no paraba de comunicar.
– Y además es guapa, ¿verdad? -dijo Tzilla en el tono coqueto que a veces empleaba cuando estaban a solas. Michael solía seguirle el juego, pero ahora no prestó atención a su expresión festiva e interrogante.
– ¿Qué pasa? ¿Alguna novedad? -le preguntó, marcando de nuevo.
Exhalando un sonoro suspiro, Tzilla comenzó a informarle: todos estaban avisados de cuándo les tocaba el interrogatorio, y además, habían estudiado los antecedentes penales de todos los miembros del Departamento de Literatura sin encontrar nada fuera de lo común.
– ¿Qué significa eso? -el teléfono seguía comunicando y la irritación de Michael iba en aumento.
– Significa que tienen multas de tráfico, que Iddo Dudai participó en una manifestación no autorizada y que Aharonovitz se quejó una vez del ruido que hacían los vecinos. ¿Me estás escuchando?
Asintiendo mientras marcaba una vez más, Michael dijo:
– El viernes de la semana pasada hubo un seminario de departamento que se grabó para la televisión. Quiero ver esa grabación…, hoy.
Tzilla se levantó, rodeó la mesa, y antes de que Michael hubiera terminado la frase y de marcar, ya había sacado del cajón de arriba un papel y un bolígrafo mordisqueado y había tomado nota. Sus brazos se rozaron y percibió el olor de Michael, un aroma fresco, delicado. Se apresuró a apartar el brazo.
– Y, por favor, llama a la mujer de Tuvia Shai y dile que venga a que la interroguemos, y también a la mujer de Iddo Dudai.
– Ya te dije ayer -replicó Tzilla volviendo a sentarse frente a él- que si empiezas a buscar a todas las mujeres con las que se ha acostado, se te irá la vida en ello.
Entonces alguien respondió a la llamada y Michael habló con el doctor Hirsh, del laboratorio de Criminalística, sin cesar de tamborilear sobre la mesa con los dedos. Tzilla salió y, cuando regresó con dos tazas de café, el folio que Michael tenía delante ya estaba lleno de anotaciones.
Michael tomó un sorbo de café, hizo una mueca y continuó hablando por teléfono. Transcurrieron algunos minutos antes de que Tzilla advirtiera que estaba hablando con otra persona.
– ¿Cuál es el problema? No puede ser difícil encontrar un modelo tan especial -y luego-: ¡Pero qué dices! ¿Cómo crees que vas a encontrarlo en el ordenador? ¿Desde cuándo los muertos dan parte de que les han robado el coche? Un Alfa Romeo GTV del año 1979. Registra a fondo toda la zona universitaria, el Monte Scopus…, ¡no voy a explicarte cómo tienes que trabajar! -colgó el auricular de un golpe.
– Está esperando afuera la secretaria del departamento…, no me acuerdo cómo se llama. Parece al borde del infarto. ¿Qué te ha dicho Hirsh? -preguntó Tzilla, sabiendo que de ahora en adelante no habría flirteo que valiera.
– El informe pericial no estará listo hasta pasado mañana; no pudo comenzar la autopsia hasta que recibió el mandamiento judicial, y el hecho de que no estuviera allí la familia ha complicado las cosas. Eli ha asistido a la autopsia.
Michael clavó los ojos en el papel que tenía delante, sabiendo muy bien qué expresión vería en el rostro de Tzilla al levantar la vista. Y, en efecto, tenía los labios fruncidos y los ojos fulgurantes, pero no dijo nada. Michael prefería evitarse las autopsias y Tzilla siempre se enfadaba porque eludiera ese deber y se contentase con recibir un informe de Eli. Pero Michael no estaba dispuesto a pasar el mal trago con cada nuevo caso. Estuvo a punto de decirle que cuando Eli fuera jefe de un EEI, él también podría mandar a un sustituto. En lugar de decírselo, volvió a mirar el papel y le explicó:
– La causa de la muerte ha sido una doble fractura en la base del cráneo, producida al parecer por un impacto contra el radiador. El forense que acudió al despacho ya lo había indicado: descubrió restos de sangre en el radiador. Hirsh dice que antes de caerse sobre el radiador ya estaba inconsciente, debido a la paliza recibida, y por eso se cayó. También tenía fracturadas algunas costillas, y hemorragias internas.
– No sabía que le habían dado una paliza -comentó Tzilla, y Michael recordó que no había visto a Shaul Tirosh en su despacho.
– Tenía la cara aplastada -le informó-. Supongo que le golpearon con algún objeto común en un despacho universitario: un pisapapeles, un cenicero grande o algún adorno. Los peritos dicen que sólo había manchas de sangre en el radiador. Ni rastro en ninguna otra parte. Pero todo está cubierto de huellas dactilares. Puede que el agresor empleara algo que encontró en el despacho o que llevara consigo el instrumento en cuestión, pero no tiene pinta de ser un asesinato premeditado; probablemente, el arma del crimen estaba en el despacho.
– ¿Qué huellas han encontrado? -quiso saber Tzilla-. ¿Se ha negado alguien a que le tomaran las huellas?
– No; nadie ha puesto ningún reparo. Las tomamos ayer, y ya hemos descartado a todas las personas con motivos justificados para haber estado allí. Hay huellas de Tirosh por todas partes, y de todos los que entraron en su despacho el domingo, y algunas no identificadas. No olvides que también los estudiantes acudían a su despacho; sólo Dios sabe quién habrá estado allí.
– ¿Crees que puede haberlo hecho una mujer? -preguntó Tzilla pensativa, cruzando las manos sobre el vientre como suelen hacerlo las mujeres encintas, incluso al principio de su embarazo, cuando aún no se les nota.
Michael la miró antes de responder cansinamente:
– Yo qué sé. A veces las personas tienen una fuerza demoníaca, sobre todo cuando están fuera de sí.
Se recostó contra el respaldo, estiró las piernas y encendió un cigarrillo. Había más casos pendientes sobre los que estaban trabajando otros equipos, y no podía descuidar sus deberes de jefe del Departamento de Investigación, sobre todo ahora que Azariya, su ayudante, se recuperaba en el hospital de una operación de columna. Le hubiera gustado descansar la cabeza sobre la mesa y abandonarse a las caricias de Tzilla. Aunque los dos se cuidaban mucho de evitar todo contacto físico, ahora mismo había en ella una dulzura, un atractivo especial. Llevaba el mismo vestido de la noche anterior, con los brazos desnudos, suaves y tersos. Michael se enderezó y dijo:
– Dile a Raffi que la hora estimada de la muerte se ha fijado entre las dos y las seis de la tarde del viernes. Yo creo que el asesinato se debió de cometer más bien hacia las dos que hacia las seis, porque el guarda de seguridad no registró ninguna entrada ni ninguna salida después de que se cerrasen las verjas -Tzilla interrumpió sus anotaciones para mirarlo inquisitivamente-. Para entrar o salir del campus por la noche cualquier día de diario y a partir de las cuatro del viernes, hay que facilitar el nombre al guarda de seguridad. Simple cuestión de procedimiento, pero el caso es que los nombres quedan registrados. Tienes que llamar al 883000 para informarles. Y, por favor, dile al comisario que quiero verlo hoy. Y comunica al equipo que mañana tenemos reunión a las siete de la mañana.
– ¿Y cuándo quieres ver la grabación de la tele?
Michael repasó mentalmente la programación del día y respondió.
– A última hora de la tarde -tras un instante de reflexión añadió-: Será el momento adecuado para trazar el orden del día de mañana, con todo el equipo presente.
Tzilla se puso en pie, con una lentitud inusual en ella, y cuando ya estaba en la puerta, Michael le dijo:
– Haz pasar a la secretaria, por favor -y, encendiendo la grabadora, se sacudió de encima la opresión que le agobiaba desde que había terminado de hablar con Racheli.
Adina Lipkin llevaba su «mejor vestido», lo que le hizo sonreír, ese vestido que imaginaba debía de sentirse en la obligación de lucir toda mujer respetable en las ocasiones importantes que entrañaban algún trato con las autoridades. Por lo visto, dichas ocasiones escaseaban en la vida de Adina, pensó Michael, viendo que el vestido de tela oscura y espesa, al menos de una talla menor que la suya, se le pegaba al estómago y hacía resaltar sus gruesos brazos. Tenía el rostro encendido, la cabeza echada hacia delante. Tomó asiento, respirando estentóreamente, en la silla que Michael le indicó. Sus manos aferraban las asas del bolso de charol que tenía en el regazo, y cuando dirigió una mirada de censura al cigarrillo que Michael estaba a punto de encender, él lo dejó sobre la mesa, apagado.
Cuando le preguntó qué había hecho el viernes, Adina posó en él sus ojos redondos y saltones, con el gesto de una colegiala que se enfrenta al examen oral que lleva preparando todo el año.
– ¿Después de la reunión de departamento, se refiere? -inquirió.
Michael respondió que se refería a todo lo que había hecho aquel día.
– Ajá -dijo Adina Lipkin, como si ahora lo entendiera todo a la perfección, e incluso asintió vigorosamente con la cabeza, sin que se le desplazara uno solo de sus rígidos bucles-. Si no recuerdo mal…, aunque no puedo estar segura; siempre hay cosas que creemos recordar cuando en realidad hemos tergiversado los detalles…, en fin, si no recuerdo mal, ya estaba en la secretaría a las siete de la mañana, porque tenía mucho trabajo pendiente, estamos a finales de curso y los estudiantes se ponen muy nerviosos con los exámenes y tienen prisa por entregar sus trabajos; y, digo yo, por qué dejarán siempre las cosas para el último minuto, pero ésa es otra canción.
Llegada a ese punto estiró los labios, pero la sonrisa que esbozó no expresaba la menor alegría, tan sólo la inquietud de quien está ansioso de agradar y desea saber si va por buen camino. Michael mantuvo su reserva pero no pudo menos de asentir en respuesta a la sonrisa.
– Sea como fuere, a las siete estaba en la secretaría, hice algunas llamadas telefónicas, porque aprovecho los momentos en que la universidad está vacía para despachar todos los asuntos antes de la hora de consultas, porque, claro, el viernes es un día muy corto, y aunque oficialmente no hay hora de consultas, nunca falta algún estudiante que entra a preguntar algo, y aunque tengo por norma no recibirlos fuera de las horas de atención, a veces se presentan casos especiales, que siempre interrumpen el ritmo del trabajo, claro. En fin, tenía que hacer unas cuantas llamadas. Creo que llamé al profesor Shai para preguntarle algo relativo a un estudiante que había presentado un trabajo fuera de plazo, y luego llamé a la doctora Zellermaier, que siempre está localizable por las mañanas, porque tenía que consultarle una cosa sobre cómo pasar a máquina las preguntas de su examen; a continuación llamé al profesor Tirosh, él era el único autorizado para resolver un asunto pendiente relativo al presupuesto -y aquí hizo una pausa para tomar aliento, y también porque había recordado cuál era la nueva situación.
Luego se enfrascó en la enumeración de las cosas que había hecho después de sus llamadas telefónicas, y Michael se sentía como el aprendiz de brujo que ha puesto en movimiento varias escobas y no sabe cómo detenerlas. El torrente de palabras continuó fluyendo a la vez que un gesto de satisfacción se extendía por el semblante de Adina Lipkin, convencida seguramente de que estaba saliendo muy airosa del examen, y el exhausto Michael se sintió agarrotado por una impotencia absoluta y por la certidumbre de que, si la interrumpía, ella se quedaría sin habla. De tanto en tanto tomaba alguna nota, y Adina lo miraba entonces con complacencia, pero sin detener su monólogo. Michael había perdido la capacidad de distinguir el grano de la paja, y hubieron de pasar veinte minutos para que se recobrase y comprendiera que no tenía por qué someterse al dominio de Adina. Para entonces, la secretaria se había embarcado en la descripción de lo que había sucedido por la tarde.
– Habíamos quedado en que los niños vendrían a pasar el fin de semana, pero mi nieto tenía un poco de fiebre y mi hija no sabía muy bien qué hacer, porque su marido estaba un poco pachucho y había pasado todo el día anterior y toda la mañana haciéndose pruebas.
Y seguía y seguía, con su voz chillona, discordante. Cuando empezó a describir la visita de su hija, Michael consiguió reaccionar y pronunciar las palabras mágicas que detuvieron la avalancha verbal:
– Perdone un momentito -y Adina se calló inmediatamente, con expresión inquieta y, a la vez, cargada de buena voluntad. Entonces le pidió que le hablara de sus relaciones con los profesores.
Su visión del profesorado del Departamento de Literatura Hebrea estaba enfocada desde el punto de vista administrativo. Todas sus opiniones y sentimientos sobre los profesores dependían exclusivamente de cómo cumplían sus deberes relativos a las notas, los exámenes y los papeleos. Michael se enteró enseguida de que el profesor Shai siempre corregía con seriedad los trabajos de los alumnos, aplicaba un criterio justo para puntuarlos y no holgazaneaba.
– No pretendo dármelas de experta, claro está, pero todo pasa por mis manos, los estudiantes me entregan los trabajos y yo se los hago llegar a los profesores; así nos ahorramos problemas, porque ya ha habido quejas contra profesores que han perdido los trabajos que les habían entregado, y ¿para qué meternos en complicaciones? -dijo, enderezando el borde de su falda.
Cualquier pregunta sobre la personalidad de los profesores o sobre posibles cambios en sus relaciones generaba ansiedad y confusión en Adina y hacían perder fluidez a su perorata.
– No me interesan los chismorreos -afirmó, rotunda, cuando él se interesó por la relación de Tirosh con la mujer de Tuvia Shai-. El profesor Shai trabaja bien y siempre tiene todo en orden -luego se apresuró a añadir-: Que yo sepa.
Cuando, al cabo de media hora, Michael al fin comprendió sobre qué temas era imposible preguntarle nada, se enteró de que Shaul Tirosh no siempre cumplía con sus obligaciones administrativas. Pero también captó que, pese a que a veces Tirosh se retrasara al entregar las notas de los alumnos, Adina se sentía un tanto intimidada por él, le tenía un respeto temeroso. A veces los estudiantes se quejaban de que no comentaba sus trabajos, y algunos llegaban a afirmar que no creían que los leyera, «pero eso no es asunto de mi competencia», aseveró con firmeza, como diciendo: no sería justo exigirme información no incluida en la materia que entraba en el examen.
Iddo Dudai, dijo Adina con voz cargada de patetismo y una expresión solemne en el rostro:
– …era un chico encantador, se desvivía. Hay pocas personas, muy pocas, que sepan apreciar tus esfuerzos en el trabajo, e Iddo era una de ellas. Siempre me daba las gracias, siempre alababa mi sentido de la responsabilidad, siempre…
Michael la dejó sollozar y sonarse estrepitosamente la nariz con un pañuelo que sacó torpemente del bolso de charol.
Manteniendo su fachada inescrutable, Michael reflexionaba que a veces las personas son aún más estereotipadas que nuestros estereotipos. Adina Lipkin era la viva imagen de sus prejuicios contra la clásica secretaria totalmente identificada con su papel. «No se puede saber», siguió cavilando, «si siempre ha sido así o si la frontera entre su personalidad y el papel que desempeña se ha ido difuminando con el transcurso de los años». Alzó la vista del papel donde la tenía posada y la miró a la cara con renovado interés.
Al poco de que hubiera entrado, Michael ya sabía que el profesor Ariyeh Klein era el único depositario de la admiración incondicional de Adina. «¡Es todo un caballero!», había repetido tres veces, cada una de ellas cargando el acento sobre una palabra diferente.
– No oirá hablar mal de él a nadie. ¡Y qué mujer tiene! ¡Y qué hijas! -y, ladeando la cabeza, agregó en tono confidencial-: Le voy a dar un ejemplo. ¿Sabe usted que a veces son los pequeños detalles los que demuestran cómo es una persona? -Michael asintió-. Pues bien, nunca regresa de un viaje al extranjero -prosiguió- sin traerme algo…, cualquier detallito, pero lo importante es que se haya acordado de mí… Este último curso se me ha hecho muy difícil con su ausencia.
Las respuestas de Adina fueron más precisas cuando Michael le preguntó sobre las reuniones de departamento. Nunca había asistido a ninguna, pero todas las actas obraban en su poder. Y él podría echarles un vistazo, sin duda, siempre y cuando recibiera la pertinente autorización.
No, nunca había leído las actas; se limitaba a guardarlas. Solía traérselas uno de los ayudantes o de los adjuntos.
No, tampoco asistía a los seminarios; por las tardes estaba agotada, después de trabajar tanto durante el día.
– Y, además -añadió-, no me gusta dejar solo a mi marido por las noches. Hay mujeres a quienes no les importa -hizo una pausa como para darle tiempo a considerar quiénes podían ser esas mujeres-, pero a mí me gusta quedarme en casa -después, con un esfuerzo especial para hacerle partícipe de su vida-: Algunos días la tensión es insoportable. Todo el mundo me entrega las preguntas de los exámenes en el último minuto, y quieren que las pase a máquina inmediatamente, y los estudiantes también son muy exigentes; una persona que no conozca la situación, una persona de fuera… -le dirigió una discreta mirada de reproche, y añadió-: Usted me disculpará, no me refiero a usted sino a la gente en general, también a los estudiantes, eso desde luego; alguien de fuera no puede entender por qué soy tan estricta al ponerlo todo por escrito con respecto a las consultas, porque no comprenden las dificultades; no puedo hablar por teléfono mientras hay estudiantes en el despacho en la hora de consultas, y a algunos les molesta -dijo en tono de incomprensión, segura de que él compartiría su punto de vista.
Era imposible no verla como un estereotipo; de pronto, Michael dio forma al irritante pensamiento que le rondaba por la cabeza: «Este tipo de mujer me resulta conocido». Al cabo de dos horas se rindió, desesperado. Estaba rendido, impaciente, exasperado. No lograba movilizar ni una pizca de humor para calmarse.
Adina no había advertido ningún cambio en el comportamiento de Tirosh, tampoco después de la reunión de departamento del viernes…, sencillamente parecía fatigado. A Iddo también se le veía cansado, «pero era por culpa de la calima; a mí también me agotó». Al final, Michael le pidió que le describiera los objetos que había en el despacho de Tirosh. Ella le dirigió una mirada de perplejidad.
– ¿Se refiere a los muebles? ¿A los libros?
– Tiene usted una memoria fantástica -dijo Michael con la sonrisa apropiada-, por eso he pensado que podría ayudarme describiéndome lo que había en su despacho, tal como lo recuerda. Por ejemplo, ¿qué tenía sobre la mesa?
Transcurrieron unos segundos antes de que Adina respondiera abochornada:
– Pero si nunca he entrado en su despacho cuando no estaba él.
– Pero debe de haber entrado allí con él -la animó Michael-. Ya se sabe cómo son estas cosas…, a veces es más cómodo ir a ver a una persona que llamarla por teléfono.
Adina asintió.
– Un momento, déjeme pensar -solicitó, y frunció la frente mientras se concentraba. Luego se volvió hacia él con los ojos brillantes y dijo-: Bien, creo que ya me he hecho una imagen mental.
Michael sabía que ahora Adina hablaría a sus anchas. Nadie, estaba seguro, trazaría un cuadro más preciso del despacho de Tirosh.
Describió las estanterías llenas de libros, la reservada a la poesía, que estaba aparte (eso sí, negó haberse fijado en los títulos o los autores), y el «mobiliario estándar», como ella lo llamaba. Michael tomaba notas febrilmente. Luego había «otras cosas»: la alfombra mexicana; su hija había traído una parecida de México, aunque a ella, en particular, no le gustaban las alfombras; en su opinión, por si le interesaba, sólo servían para acumular polvo, y con aquel clima eran innecesarias, en verano especialmente, aunque en invierno ya era otra cosa, sobre todo en Jerusalén; la estatuilla india, de bronce, muy pesada, ella la había levantado una vez para apartarla del borde de la mesa; y eso también era cuestión de gustos, claro, pero no entendía que a nadie le pudiera gustar tener una cosa así en el despacho, que, se mire por donde se mire, es un lugar público, y aunque todo el mundo decía que el profesor Tirosh era un hombre de gusto, a ella, en cualquier caso, no le parecía apropiado; no pretendía decir que fuera fea, no, o que no tuviera valor, pero estaba fuera de lugar, no sabía si él entendería lo que quería decir. Michael lo entendía. Adina describió la ubicación del extintor de incendios y no olvidó mencionar el teléfono. Al fin, enmudeció. No se había dejado nada en el tintero. Si recordaba algo más, dijo, tendría mucho gusto en comunicárselo. Y luego:
– Espero haberle servido de alguna ayuda, haberle sido útil; es la primera vez que tengo tratos con la policía.
Michael farfulló que le había prestado una gran ayuda y se puso en pie antes de que Adina pudiera pronunciar una palabra más. La acompañó a la puerta y se despidió de ella con una cortesía estudiada que hizo aparecer una tímida sonrisa en los labios de Adina y rubor en sus mejillas. En cuanto hubo cerrado la puerta, Michael se abalanzó sobre el tabaco y, a continuación, apagó la grabadora y marcó el número del laboratorio de Criminalística. Aguardó unos minutos hasta que Pnina le informó con absoluta seguridad de que no se había encontrado ninguna estatuilla india en el despacho del profesor Tirosh del Monte Scopus.
Mientras colgaba el teléfono, Raffi Alfandari entró como una exhalación. Michael lo miró sorprendido; se suponía que Raffi estaba realizando un interrogatorio. Y así era.
– Ven a verlo tú mismo -insistió en respuesta a las preguntas de Michael. Tenía el rubio cabello desgreñado sobre la frente y respiraba aceleradamente, como si hubiera estado corriendo-. Todo fue bien con Kalitzki y Aharonovitz, pero entonces llegó ella. Ven a verlo con tus propios ojos.
En el angosto pasillo aguardaba Tuvia Shai, la vista al frente, los ojos sin vida. Michael no le prestó atención y siguió a Raffi hacia la habitación donde estaba Yael Eisenstein, vestida con un conjunto negro de punto que acentuaba su palidez. El cuarto era pequeño y parecía abarrotado, aunque en él no hubiera más que una mesa y tres sillas. Yael estaba sentada con las piernas cruzadas, una rodilla sobre la otra, y sus tobillos resaltaban, blancos y delicados, sobre unas finas sandalias negras. Sus grandes ojos azules contemplaron a Michael serenamente.
Su belleza lo dejó aturdido. Respiró hondo. Observó durante unos segundos la tez blanca, tan blanca como si nunca hubiera estado expuesta al sol israelí, los labios rojos, la nariz, arqueada justo lo necesario para dar un aire aristocrático a su delgado semblante, el cuello, que se diría pintado por Modigliani. Michael temió que no le salieran las palabras.
– Se niega a hablar -dijo Raffi Alfandari-, si no es en presencia de su abogado.
– ¿Por qué? -Michael continuaba mirándola a la cara.
– Estoy en mi derecho -replicó Yael quedamente, y la delicadeza de su voz contrastó fuertemente con la firmeza que imprimió a sus palabras. Dio una última y larga calada al cigarrillo que tenía en la mano. Sus finos dedos estaban manchados de nicotina. Se sujetaba el brazo con la otra mano. Michael le hizo una seña a Raffi y éste se apresuró a salir.
– ¿Sabe que es usted una persona sorprendente? -dijo Michael Ohayon, después de tomar asiento en la silla de Raffi y de encender un cigarrillo.
– ¿Qué quiere decir? -inquirió Yael. Sus ojos despidieron un destello de interés mientras encendía otro cigarrillo con la colilla del anterior.
– Por un lado, se desmaya y todo el mundo la protege, y, por otro, se planta exigiendo un abogado. ¿Es que ha hecho algo malo y por eso quiere un abogado?
– No pienso responder a ninguna pregunta personal. Mi vida privada sólo me incumbe a mí.
A Michael volvió a desconcertarle la contradicción entre la belleza delicada y aristocrática de la chica y la seguridad que demostraba. Luego le arrebató la ira y se oyó diciendo:
– Mi querida señorita -con esa voz especialmente calmosa que siempre ponía, según le habían dicho, cuando estaba enfadado-, puede que usted crea que esto es una película, pero lo que tenemos entre manos es la investigación de un asesinato y no una película francesa; así que le ruego tenga a bien apearse de la pantalla. ¿Quiere un abogado? ¿Un psiquiatra? ¡No hay ningún problema!
– ¿Un psiquiatra? -repitió Yael descruzando las piernas-. ¿Qué pinta en esto un psiquiatra? -preguntó sin alzar la voz.
Antes de rendirse a la tentación de replicarle con un comentario mordaz, Michael la miró a la cara y comprendió que, sin darse cuenta, le había tocado un punto flaco.
– No estamos en la Edad Media -dijo tras una pausa-, y usted aún no es sospechosa de asesinato, aunque esté en tratamiento psiquiátrico. No tengo ningún reparo en que llame ahora mismo a su abogado, si es que lo tiene. Sencillamente creo que no le hace falta. Al menos, de momento.
– El tratamiento no tiene nada que ver -dijo ella, y prorrumpió en llanto. Michael exhaló un suspiro de alivio. Las lágrimas le resultaban más normales; un signo de humanidad. Entre sollozos, Yael dijo-: El hombre que estaba aquí antes ha sido muy grosero conmigo; me soltó de entrada que por qué me había desmayado, como si no fuera obvio, y que si había tenido un «lío» con el profesor Tirosh.
– ¿Lo tuvo? -replicó Michael, decidiendo arriesgarse.
– No, en realidad no; fue algo que pasó hace años.
– ¿Qué quiere decir con «algo»? -Michael la miró a los ojos.
– Leí sus poemas siendo muy joven; le escribí una carta y luego lo conocí. Incluso llegué a fugarme con él mientras estaba haciendo el servicio militar. Pasé unos días en su casa.
– ¿Hasta que la licenciaron? -la pregunta de Michael, que parecía una intuición fortuita, derivaba en realidad de algo que, años atrás, le contara un amigo de la Facultad de Historia sobre una chica de la que estaba enamorado y que se había fugado del servicio militar para irse con Shaul Tirosh. Ahora las dos historias conectaban, como tantos otros cabos sueltos que iban uniéndose, y la ansiedad volvió a apoderarse de Michael, la misma aprensión que había sentido en casa de Tirosh. Recordó, también, que su compañero de estudios había puesto por las nubes la belleza de aquella chica. Pero la mujer que tenía enfrente no podía saber cuál era su fuente de información. El color le afluyó a las mejillas mientras preguntaba:
– ¿Cómo lo sabe? Lo tienen todo en sus archivos, ¿verdad? No sé ni por qué me molesto en preguntarlo -y rompió a llorar.
– Nunca hubiera pensado que a una mujer como usted le molestaría que esa información se diera a conocer. Creía que le traería sin cuidado el servicio militar… y la opinión pública.
– Me traen sin cuidado. Pero sí me importa, y mucho, mi intimidad, y no estoy dispuesta -su voz, delicada y cantarina, se alzó por primera vez- a que hasta el último policía de este sitio horrible se entere de mi vida.
Michael recordó toda la historia y dijo:
– Y, más adelante, volvieron a ingresarla, ¿verdad?
Los ojos azules de la chica lo miraron con espanto. Los rosetones colorados de sus mejillas se desvanecieron mientras sacudía la cabeza y, a continuación, decía:
– No, ésa fue la única vez.
«¡Como para fiarse de los ordenadores o del Servicio de Inteligencia!», pensó Michael. «Siempre te dicen que no hay nada fuera de lo común…, ¡y los ordenadores no mienten!»
– Y ¿cuánto tiempo estuvo ingresada?
– Dos semanas. Simplemente en observación. Era la única manera de librarme del ejército, y ni que decir tiene que no podía quedarme en el ejército. No soportaba tanta fealdad.
Yael se estremeció y encendió otro cigarrillo, esta vez con un mechero de oro extraído del bolsito marrón que llevaba colgado del hombro.
Michael estudió una vez más su exquisita belleza, tan extraordinaria e incongruente en aquel cuartucho sórdido; «aquí no hay lugar para esta belleza», pensó, y le vino a la cabeza la casa de Tirosh, pues, de algún modo, estaba más relacionada con la hermosura de Yael, con los finos tobillos y los ojos, con su voz. Contempló los senos grandes y redondos, el cuerpo esbelto y pensó en la Madona Negra. No lograba apartar la vista de ella pero, al propio tiempo, no sentía deseos de tocarla; caviló sobre por qué su belleza no le atraía físicamente y sólo le inspiraba el deseo de observarla. Dijo en voz alta:
– ¿Y quién la está tratando ahora? -y se arrepintió inmediatamente.
Un velo descendió sobre la cara de Yael, sus facciones se petrificaron y luego se relajaron, adoptando la misma expresión que había visto Michael al entrar. No se molestó en responder. «Me he precipitado», pensó Michael; «tendría que haber esperado». Cuando Yael volvió a hablar, lo hizo con voz queda y palabras contundentes:
– Eso no es asunto suyo. Es información confidencial. Además, mi psiquiatra no le contaría nada. ¿No ha oído hablar del secreto médico?
– Dígame, ¿asistió usted a la reunión de departamento, la que se celebró el viernes pasado por la mañana? -preguntó Michael, y Yael se desinfló.
Sí, había asistido a la reunión.
– ¿Y vio al profesor Tirosh?
– Sí, claro. Él también asistió.
– ¿Se le veía como siempre?
– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué es como siempre? -inquirió ella, y, con la misma voz queda, se lanzó a explicar con mucha gravedad que nadie tenía siempre la misma imagen, que se cambiaba de aspecto cada día.
Michael la observó mientras hablaba, sus labios rojos sin rastro de carmín, y volvió a preguntarse por qué no sentiría deseos de tocarla.
«Le falta calidez humana», concluyó, y luego preguntó:
– Y ¿cuál fue la última vez que lo vio?
– En la reunión, en la reunión del viernes -dijo Yael, nerviosa, dando pie a Michael para disparar otra pregunta.
– ¿No lo vio después de eso?
– ¿Después de eso? -repitió su dulce voz. Michael guardó silencio-. ¿Qué quiere decir? -preguntó con creciente nerviosismo.
– ¿No lo vería después de la reunión? ¿Quizá habló con él? ¿Quizá estuvo en su despacho?
– El viernes, después de la reunión, tenía un taxi esperándome, y me fui a casa de mis padres.
– ¿Dónde viven sus padres?
Ella no respondió. Michael repitió la pregunta. Ella persistió en su silencio.
Michael echó un vistazo a su reloj: ya era la una. Sin pronunciar una palabra más, salió. Raffi Alfandari estaba en el cuarto de al lado. Michael le hizo un breve resumen de la situación.
– No pierdas el día con ella. Trata de sonsacarle la dirección de sus padres, la hora a la que vino a recogerla un taxi a la universidad el viernes pasado, y lo que hizo durante el resto del día. Dile también que vamos a someterla a una prueba poligráfica, y los temas sobre los que la interrogaremos. Por mí, que venga con su abogado si quiere.
A la puerta de su despacho, Michael se topó con Danny Balilty, que llegaba sudoroso y jadeante.
– Estaba buscándote; entremos un momento -dijo Balilty, y Michael echó una ojeada a Tuvia Shai, que continuaba mirando al frente con apatía.
Una vez en el despacho, Balilty explicó:
– Tengo que decirte unas cuantas cosas. Primero, han encontrado el coche de Tirosh. En el aparcamiento del Hospital Hadassah del Monte Scopus. Imagino que alguien, la misma persona que lo asesinó, lo llevó allí para retrasar la búsqueda del cadáver. Tenía las llaves puestas, lo que resuelve un problema…, en el laboratorio no paraban de hablar de las llaves desaparecidas del coche. Segundo -Balilty se remetió la camisa bajo el cinturón y se enjugó el sudor que le caía en regueros por la cara-: el profesor Ariyeh Klein regresó a Israel el jueves por la tarde y no el domingo; vino solo, su familia lo siguió el sábado por la noche. Tercero, una persona del departamento, Yael Eisenstein, fue expulsada del ejército por razones psiquiátricas, todavía estaba haciendo la instrucción básica, y en aquel entonces era la amante de Tirosh -y Balilty dirigió a Michael una mirada triunfante y se quedó a la espera de que le felicitara.
– Bueno, bueno -dijo Michael, y sonrió-. ¿Te has enterado de los pormenores del caso?
Balilty prometió traer una copia de los informes psiquiátricos «dentro de un par de horas». Michael no preguntó al agente de Inteligencia cómo se haría con esa información confidencial. Los años de trabajo con Balilty lo habían acostumbrado a su habilidad para soslayar las leyes; prefería hacer la vista gorda; por eso ahora no se abstuvo de decir:
– Me gustaría saber si sigue en tratamiento psiquiátrico y con quién.
– ¿Con quién crees que estás hablando? -Balilty le lanzó una mirada ofendida-. ¿Te he defraudado alguna vez? Hoy mismo, a última hora, te haré un informe completo.
– Pero hay un problema -dijo Michael, sabiendo que sus palabras tendrían el efecto de un trapo rojo ante un toro bravo-, han pasado muchos años desde que la licenciaron en el ejército.
– Catorce años y medio -confirmó Balilty, y mientras hablaba, cogió la taza de café que estaba sobre la mesa y la inclinó-. La persona que te ha servido el café se ha olvidado de revolver el azúcar -dijo con una sonrisa, y se marchó.
Sonó el teléfono negro de comunicación interna.
– Ohayon -dijo el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén desde el otro extremo de la línea.
– ¿Señor? -respondió Michael.
Incluso en los momentos benignos de su superior, Michael no caía en la tentación de apearle el tratamiento, gracias al cual habían alcanzado un delicado equilibrio.
– Quiero verlo un momento -dijo el comandante. Y dejó a Michael escuchando el zumbido de la línea. Tras hacer una mueca, se apresuró a salir del despacho, deteniéndose apenas para encender un cigarrillo.
En el pasillo aguardaba Tuvia Shai.
– Enseguida estoy con usted -dijo Michael al rostro inexpresivo que lo miró abstraído.
Luego corrió escaleras arriba hasta la segunda planta. La «Dila de Levy», como la llamaban, estaba sentada frente a su máquina de escribir en la pequeña antesala del despacho del jefe de la policía.
– Te está esperando -le advirtió. Luego añadió-: ¿Cuándo vas a venir a tomar un café conmigo? -mientras deslizaba un papel de calco entre las dos hojas que tenía en la mano.
– ¿Qué pasa? -preguntó Michael, apagando el cigarrillo en el cenicero de la mesa de la secretaria.
– A mí no me lo preguntes. Sólo sé que llevo toda la mañana llamando a Eilat. ¿Cuándo vamos a tomar ese café? -preguntó, y se contempló las largas uñas, unas uñas que Michael nunca dejaba de admirar, dadas las largas horas que la secretaria pasaba escribiendo a máquina. Las tenía pintadas de color plateado brillante.
– En cuanto tenga un minuto libre -replicó-. ¿Te van bien las cosas? ¿Qué tal los niños?
Ella asintió. «Basta con comunicarse con ella», pensó Michael, y durante un largo momento se dio asco, sobre todo cuando ella le sonrió confiada y respondió con un profundo suspiro:
– Todo va bien, gracias a Dios.
Ariyeh Levy estaba sentado tras su enorme escritorio, tamborileando con los dedos sobre el papel que tenía delante. Por lo demás, el escritorio estaba vacío y en él sólo se veía un guijarro redondo en una esquina.
– Ohayon, entre y siéntese -dijo su jefe.
Michael trató de adivinar su humor. No le resultó difícil: era evidente que estaba molesto por algo. Michael aguardó pacientemente a que terminara de lanzar una sarta de improperios mientras digería la información entreverada con ellos: el Instituto de Medicina Marina y el Instituto de Medicina Forense habían informado a la policía de Eilat de que Iddo Dudai había sido asesinado. En Eilat se había creado un EEI, que sería reforzado por investigadores del subdistrito de Negev. El motivo fundamental de la ira de Ariyeh Levy era la decisión de montar otro EEI con personal de la Unidad de Grandes Delitos.
– En resumen -dijo Levy mascullando el último improperio-, quieren que tú interrogues a los testigos y les envíes tus conclusiones, y ellos se ocuparán del asesinato de Dudai.
Michael Ohayon estaba tan habituado a las cuestiones de procedimiento que ya no le hacían perder los estribos. Se formó una imagen mental de todo el proceso: la solicitud de ayuda presentada por Eilat al subdistrito de Negev, la petición elevada al distrito meridional, la petición elevada al Cuartel General de la Policía Nacional. Lo único que le sorprendía era la rapidez con que había sucedido todo.
– ¿Qué categoría tiene el jefe de la comisaría de Eilat? -preguntó.
– Superintendente jefe -replicó Levy con un bufido desdeñoso-. Y tienen un técnico en Criminalística, pero ni siquiera un laboratorio; por eso pidieron ayuda al subdistrito el sábado. Cuando el médico del hospital de Eilat les dijo que no había sido una muerte por causas naturales y que podría haberse debido a un envenenamiento con monóxido de carbono, se pusieron al habla con el Instituto de Medicina Marina y enviaron allí las botellas de aire comprimido y el equipo de buceo.
Tras una larga pausa, Michael dijo, pensativo:
– Pero no tardarán en descubrir que todo se ha iniciado aquí, en Jerusalén, y entonces es de prever que recurrirán al jefe de Investigaciones Interdepartamentales del distrito meridional, con lo cual, al final, todo revertirá en nosotros.
– ¡Sí! -exclamó Levy a voz en grito, y descargó un puñetazo sobre la mesa-. ¡Eso mismo! ¡Lo que me preocupa es precisamente ese «al final»! Es obvio que la investigación tiene que realizarse desde aquí, pero nos van a obligar a perder muchísimo tiempo. ¡Nosotros les haremos el trabajo y ellos se llevarán los honores! -extendió las pequeñas manos, sobre las que brotaban matas de vello rubio, y contempló el anillo de casado que relumbraba en su grueso anular.
Michael era propenso a olvidar que detrás de la fornida figura del comandante del subdistrito había algo más que unos simples galones. Le vino a la cabeza lo que se contaba de él, cómo se había ganado la vida desde pequeño, cómo había luchado para terminar sus estudios. A sus cincuenta y cinco años, quince más que los de Michael, habían desaparecido sus posibilidades de ascender en el escalafón policial.
– No tengo que recordarle quién es el jefe de Investigaciones Interdepartamentales del distrito meridional, ¿verdad? En resumen, quiero que usted presione a su viejo amigo, el comandante Emanuel Shorer, y que él use su influencia para transmitir un poco de sentido común a nuestros colegas de ahí abajo.
En cuanto oyó el énfasis concedido al «usted», Michael supo lo que se avecinaba.
– Y también quiero hacerle notar -continuó Ariyeh Levy- que, aunque sea usted el niño bonito de los reporteros, no está obligado a colocarse delante de las cámaras de televisión para decir algo ingenioso en cuanto lo nombro jefe de un EEI.
Michael encendió un cigarrillo para ganar tiempo y luego preguntó a qué se refería exactamente.
– ¿No vio las noticias anoche? -inquirió Levy.
La aspereza de su voz se suavizó un poco cuando Michael le repuso que había estado trabajando hasta la madrugada.
– Pues pregúntele a cualquiera y se enterará. ¡Un primer plano suyo que tapaba toda la pantalla, y su currículum completo, en las noticias de medianoche! «El superintendente Michael Ohayon, que está al mando del Equipo Especial de Investigación, el hombre que se ha hecho famoso al resolver tal y cual caso.» ¡Ohayon, no trabaja usted solo!
– No fui yo quien los perseguí -comenzó Michael enfadado, pero al comandante no le interesaba lo que pudiera decir.
– Si quiere colgarse todas las medallas -continuó con furia-, ¡ya puede ir espabilando para quitarle el caso al distrito meridional y que quede exclusivamente en nuestras manos! Y no piense que voy a ponerme de rodillas ante su ex jefe, Shorer; ¡se le ha subido tanto a la cabeza que su secretaria le ha dicho tres veces a Gila que no estaba en el despacho! ¡Tres veces! ¿Qué pretende que piense? Cuando lo tuve aquí, a mis órdenes…
La frase quedó interrumpida al abrirse la puerta. Gila entró con un par de cartones de zumo de naranja; al marcharse, sonrió a Michael.
– Muy bien, hoy mismo hablaré con Shorer; pero creo que una sola palabra suya bastaría. Me consta que tiene un alto concepto de usted -dijo Michael.
Levy lo traspasó con una mirada de desconfianza, que al fin se suavizó; luego dijo con voz pastosa, empapada de zumo:
– En fin, éste es su caso y tiene que asegurarse de que no se le escapa ningún detalle -Michael asintió, y después, como si acabara de recordarlo, Levy preguntó-: ¿Qué quería esa chica que trabaja para usted, como se llame, cuando vino hace un rato?
– ¿Quién? ¿Tzilla? Le pedí que viniera a verlo porque Azariya va a estar ingresado en el hospital unas cuantas semanas y no sé quién va a coordinar a los demás equipos; no pretendo quedarme totalmente al margen, pero tenemos que ser realistas -dijo Michael en tono preocupado, mirando directamente a Ariyeh Levy, que hizo girar la pluma entre sus dedos y anotó algo.
– Bien, hablaré con Giora -dijo distraídamente al cabo de un rato-; él le transmitirá a usted la información, pero tiene que mantenerse al tanto de todo lo que ocurra, ¿entendido? -y se secó el fino bigote con el dorso de la mano, acariciándose después con delicadeza la franja de piel que separaba las dos guías.
Ya fuera del despacho, después de haberle dedicado una sonrisa a Gila mientras le rozaba la mejilla con un dedo, Michael reparó en que la frase con la que Levy solía poner punto final a sus conversaciones («Esto no es la universidad, ¿sabe?») no había sido pronunciada una sola vez, y sin saber a ciencia cierta por qué, esa omisión le inquietó. Tal vez su jefe había comenzado a verlo como un ser humano normal, pensó; situación que tendría sus ventajas, pero también sus inconvenientes.
Tuvia Shai continuaba sentado ante el despacho de Michael, la cara oculta entre las manos, los codos apoyados en las rodillas. Una vez que se hubo citado con el comandante Emanuel Shorer, su predecesor en el cargo de superintendente, Michael salió del despacho e indicó a Tuvia Shai que entrara. Le tocó el hombro para despertarlo de su trance; sobresaltado, Shai se levantó y siguió a Michael. Su expresión se animó durante un instante, pero enseguida volvió a cubrirse con una máscara de indiferencia.