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Un Asunto Pendiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

PARTE 10. Domingo

Era ya pasada la medianoche cuando Duncan seguía revolviendo el sótano, musitando para sí mientras buscaba entre los montones polvorientos de cajas, declaraciones de la renta, revistas y muebles viejos que cubrían la habitación en penumbra. Megan estaba sentada en las escaleras bajo una bombilla desnuda mirando a su marido sin saber muy bien qué era lo que buscaba. Se sentía exhausta y destrozada; las horas desde que Duncan regresó cubierto de barro, casi congelado y solo, habían transcurrido entre llantos, gritos y reproches seguidos de un pesado silencio que Duncan había interrumpido bruscamente al levantarse y decir:

– Bueno, ahora sé que esto no volverá a pasar.

Después, y sin más explicaciones, había bajado al sótano. Megan llevaba media hora mirándolo sin decir palabra. En realidad tenía miedo de decir nada, porque cada palabra no haría más que poner en evidencia el terror que los atenazaba.

– ¡Mierda! Sé que está en alguna parte -exclamó Duncan mientras apartaba una caja-. ¡Dios, qué desorden!

Mientras se movía, su sombra avanzaba por el suelo. Megan apoyó los hombros en las rodillas y la barbilla en las manos.

– Duncan -preguntó con voz queda-. ¿Crees que están vivos?

Tan pronto como pronunció esas palabras deseó no haberlas dicho.

Duncan tomó una caja de cartón y de pronto, de un movimiento brusco, la tiró contra la pared y ésta se rompió en medio de una nube de polvo.

– ¡Pues sí! ¡Vaya pregunta!

– ¿Por qué? -susurró Megan.

– ¿Qué razón tendría para…? -empezó a decir.

– Se me ocurren mil novecientas sesenta y ocho -contestó Megan abatida.

Duncan dejó lo que estaba haciendo y se quedó de pie, escuchándola.

– Ya tiene el dinero y también ha conseguido arruinar nuestras vidas. ¿Qué le impide matarlos y marcharse con el dinero, libre como un pájaro?

Duncan tardó varios minutos en contestar, meditando cuidadosamente sus palabras.

– Tienes razón -dijo al fin-. No tiene sentido que se arriesgue a dejar testigos. Sabe que el lunes el banco estará lleno de policías y también que nos ha llevado al límite. Quedarse sólo supondría arriesgarse más, sería más lógico matar a los Tommys y largarse de aquí.

Megan luchaba por combatir el llanto.

– Y por eso, precisamente -continuó Duncan-, no lo hará.

– ¿Cómo?

– Que no lo hará, no hará lo que sería más lógico.

– Pero… no entiendo -balbuceó Megan.

Duncan respiró hondo.

– ¿Sabes? Es curioso, ya te lo dije el otro día, el martes o el miércoles. ¡Dios, parece que fue hace siglos! Bueno, el caso es que lo dije y después me olvidé. Y no debería haberlo hecho: no son los Tommys ni el dinero lo que busca, sino a nosotros.

Megan abrió la boca para responder, pero no dijo nada.

Ambos permanecieron unos segundos en silencio. Entonces Duncan repitió:

– Nosotros, ¿lo entiendes? Por eso siguen aquí, todavía no quiere irse, aunque sería lo más lógico. Pero no lo hará mientras le quede alguna carta por jugar.

– ¿Y qué cartas crees que le quedan?

– Sólo dos -contestó Duncan suavemente y señaló a Megan y luego a sí mismo-: el rey y la reina.

– ¿Quieres decir que quiere matarnos?

– Puede que sí o puede que no. Tal vez sólo busque hacernos sufrir, torturarnos; en realidad eso es lo que ha estado haciendo. No sé, pero estoy seguro de que planea algo así como un golpe final, algo que pueda presenciar y disfrutar durante años. Quizá planea matarnos, pero quizá se trate de otra cosa, de algo con lo que tengamos que vivir cada día, como le ocurrió a ella. -Duncan se estremeció.- No puedo estar seguro, pero creo que los Tommys siguen vivos.

Megan se dio cuenta de que volvía a asentir involuntariamente. Entonces se preguntó por qué Olivia no había matado antes a Duncan, cuando estaban solos en medio del campo. Habría sido la ocasión perfecta, excepto que ella no estaba allí.

– ¿Crees que existe alguna posibilidad de que nos devuelva a los Tommys? Después de todo, no son ellos lo que busca realmente.

– Ninguna en absoluto -la atajó Duncan.

Megan asintió.

– ¿Sabes?, ya sé que parece una locura…

– A estas alturas nada es una locura.

Megan sonrió tristemente.

– Es que creo que si estuvieran muertos yo lo sabría de alguna manera. Algo se rompería o se pararía dentro de mí, no sé.

Duncan asintió.

– Yo también lo creo. Cada vez que Tommy ha estado enfermo o preocupado siempre me ha parecido notarlo dentro de mí…

Se calló de repente, pues acababa de ver algo en una esquina del sótano y se acercó a recogerlo.

– Entonces -dijo Megan con una decisión que la sorprendió-, ¿qué hacemos ahora? ¿Cómo luchamos?

Duncan se enderezó, en la mano tenía una caja metálica para guardar zapatos.

– Sabía que tenía que estar aquí-dijo moviendo la cabeza-. No sé cómo no se me ocurrió antes.

– ¿Vamos a la policía? -preguntó Megan.

– Nunca supe qué hacer con ella -continuaba diciendo Duncan.

– No -se contestó Megan a sí misma-. No, ya sé lo que tenemos que hacer. -Recordó la lista que guardaba en su maletín, con el mapa.- Es lo que deberíamos haber hecho desde el principio.

Entonces se dio cuenta de que estaba de pie y que su voz había adquirido un tono que le resultaba extraño, una dureza que apenas reconocía, pero que era bienvenida.

Duncan se acercó y la luz de la bombilla proyectó la sombra de ambos haciéndolos parecer gigantescos. Levantó el cierre de la caja metálica y ésta se abrió. Megan alargó el cuello para ver lo que era y enseguida reconoció el pedazo manchado de hule que había cubierto el contenido durante tantos años.

– ¿Funcionará todavía? -preguntó.

– En 1968 funcionaba -contestó Duncan-. Nunca supe qué hacer con ella -repitió-. Supongo que debería haberme deshecho de ella cuando nos escapamos y vinimos aquí, pero no lo hice, y desde entonces he estado escondiéndola en cada casa en la que hemos vivido.

Sostuvo la pistola calibre 45 a la luz y comprobó que no estaba oxidada. Sacó un cargador con cartuchos de la empuñadura y después lo retiró amartillando la pistola vacía con un ruido seco y metálico.

– ¿Recuerdas cómo nos convocaba? -preguntó Duncan-. ¿Cómo lo llamaba? ¡Ah, sí!, la oración de la mañana.

– Somos la Nueva Amérika -entonó Megan.

Tomó la pistola e hizo girar el cargador. «La Nueva Amérika», repitió. Apretó el gatillo y el martillo chasqueó en la recámara vacía con un sonido agudo que resonó en el sótano y en sus cabezas.

***

Megan dejó dormir a Duncan.

Había estado paseando de un lado a otro en el cuarto de estar hasta más de las tres de la mañana, elaborando toda clase de planes hasta terminar por sentarse, exhausto, en una de las butacas y quedarse dormido con la pistola en el regazo. Las gemelas lo habían descubierto en esa posición cuando se levantaron por la mañana y Lauren había retirado con cuidado el arma de su mano mientras Karen le tocaba suavemente el hombro para no asustarlo. Momentos después Megan se había reunido con las gemelas en la cocina: éstas habían dejado el arma sobre la mesa y la miraban como si estuviera viva.

– ¿Desde cuándo tenemos eso? -preguntó Lauren.

– ¿Y qué vamos hacer con ella? -añadió Karen.

– La tenemos desde el 68, lo que ocurre es que nunca habíamos tenido necesidad de usarla…

No dejaba de sorprenderla la reacción de las gemelas, tan pragmática; no parecían ni asombradas ni asustadas por haber descubierto un arma de fuego en la casa.

– Hasta ahora -dijo Lauren terminando la frase que había empezado su madre.

– Hasta ahora -repitió ésta.

– ¿Tenemos algún plan? -preguntó Lauren.

– Todavía no, no.

– Y entonces, ¿qué vamos a hacer?

– ¿Ahora mismo? -Megan miró a las gemelas.- Ustedes se van a quedar aquí pendientes de su padre. No tienen que hacer nada; si suena el teléfono despiértenlo, podrían ser ellos. Dijeron que volverían a ponerse en contacto.

– Odio esta espera -dijo Lauren con tono enérgico-. ¡Odio no hacer otra cosa que esperar a que nos pase algo! ¡Quiero hacerlo algo!

– Llegará nuestro momento, te lo prometo -dijo Megan.

Lauren asintió, satisfecha, mientras Karen miraba a su madre.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Megan tomó la pistola y la metió en su maletín.

– ¿No estarás pensando en hacer alguna tontería tú sola? Voy a despertar a papá -dijo Karen-. Estamos juntos en esto.

Megan negó con la cabeza.

– No, no. No se preocupen, lo único que voy a hacer es visitar una propiedad -dijo-. Eso es lo que los agentes hacen los domingos, inspeccionar fincas.

– ¡Mamá!

– Mamá, no puedes irte por ahí sola. A papá le dará algo. -Ya lo sé -atajó Megan-. Ya lo sé, pero esto tengo que hacerlo sola.

– ¿Por qué? ¿Qué piensas hacer?

– En realidad, tantear el terreno -contestó Megan despacio-. He localizado algunas casas que creo que pueden haber alquilado. Tal vez tenga suerte y encuentre a los Tommys.

– Sí, claro. Y también puede que te metas en un buen lío -musitó Karen.

Megan asintió lentamente.

– Sí, supongo que sí, pero al menos es mejor que estar aquí sin hacer nada.

– Sigo pensando que deberías esperar a papá -insistió Karen.

– No. Él ha hecho lo que tenía que hacer. Solo, y ahora yo voy a hacer lo mismo, también sola.

Miró despacio a las chicas preguntándose por qué era tan dogmática, pero sabía que tenía que salir antes de que Duncan se despertara. Él se mostraría práctico y razonable, pensó, y se preocuparía por ella, le impediría asumir ese riesgo, y eso sería peor que todos los peligros a los que podría enfrentarse. La impaciencia la consumía. No he hecho nada hasta ahora, se dijo, y ha llegado el momento.

– Mamá, ¿estás segura de lo que haces? -preguntó Lauren.

– Sí-contestó Megan-. O no. ¿Qué más da?

Se puso la chaqueta, un gorro y una bufanda.

– Cuando se despierte su padre díganle que lo llamaré en un par de horas y que no hay motivo para preocuparse.

Dejó a las gemelas, ninguna de las cuales le creyó, vigilando a su padre, que dormía aún, exhausto. Una vez que hubo cruzado la puerta inspiró una profunda bocanada de aire dejando que el frío húmedo le despejara la cabeza. Por un momento se permitió sentir una punzada de culpa al pensar en lo furioso que se pondría Duncan cuando despertara. Después ahuyentó ese pensamiento y siguió adelante, caminando decidida hasta su coche y buscando indicios de Olivia o sus compinches en la calle. Miró en ambas direcciones y no vio a nadie excepto a algunos vecinos. Se fijó en una familia mientras se acomodaba en su ranchera y salía lentamente de la rampa de entrada a su casa marcha atrás. Llevaban el coche lleno de palos de hockey y patines y vestían alegres suéteres rojos y azules. Vio a otro vecino barriendo hojas delante de su casa y, calle arriba, a una pareja ya mayor llenando su jardín de abono en previsión de la nieve que pronto llegaría. Por un instante la normalidad de todo aquello la abrumó. Cuando un coche pasó delante de ella, reconoció a otro de los agentes de su oficina, que vivía al final de la cuadra, y lo saludó con un gesto despreocupado que le revolvió el estómago. Cuando se aseguró de que no había nadie vigilándola entró en el coche, pero antes de arrancar comprobó que llevaba todo lo necesario: un mapa, direcciones, lápiz y papel, prismáticos, cámara de fotos y rollos. La pistola. Se había puesto botas altas de agua y uno de los gorros de esquiar de Duncan, que podría cubrirle prácticamente la cara en caso necesario. Giró la llave de contacto, tomó aire y se puso en camino.

Condujo deprisa a través de Greenfield comprobando continuamente el espejo retrovisor para asegurarse de que nadie la seguía y preguntándose todo el tiempo si el Sedan negro o el coche deportivo o el camión de reparto que la adelantó iban en realidad detrás de ella. Debo asegurarme, pensó, y detuvo el coche en dos ocasiones permaneciendo unos minutos en la banquina antes de incorporarse de nuevo al tráfico. Sin embargo no estaba convencida de que aquella fuera una táctica fiable en caso de que alguien la estuviera realmente siguiendo, así que optó por otra mejor y condujo hasta la entrada de la universidad, a las afueras de la ciudad. Frente al edificio de admisión había una rotonda. Entró y condujo rápidamente hasta salir en dirección contraria, a continuación frenó y miró el espejo para comprobar si algún otro vehículo hacía el mismo giro. Cuando no vio ninguno siguió, sin estar segura aún de cómo iba a acometer su tarea, pero convencida de que al menos lo intentaría.

***

En la granja, los secuestradores estaban discutiendo.

La noche anterior la euforia causada por el reparto del dinero había dado paso a una discusión sobre lo que harían a continuación. Olivia, arrellanada en una amplia butaca, había escuchado atentamente a Ramón y a Bill mientras éstos le explicaban sus planes. Era curioso cómo un poco de dinero cambiaba a la gente, qué rápido les hacía olvidarse de lo que realmente importaba. Al escucharlos sentía ganas de reír. Veinticuatro horas antes habían estado temblorosos e indecisos, abrumados por la tensión. Ahora, en cambio, con el éxito al alcance de su mano, eran todo optimismo y fanfarronería. Sentía un gran desprecio por los dos, pero se cuidó de demostrarlo; había llegado el momento de poner en práctica la segunda parte del plan.

– No lo entiendo -decía Ramón-. ¿Por qué no nos largamos de aquí ahora mismo? ¿Qué nos retiene? Hemos cumplido con nuestra misión y cada minuto de más que permanezcamos aquí será un error.

– ¿Ah, sí? -le preguntó Olivia fríamente-. ¿De verdad crees que hemos cumplido nuestra misión?

– Yo sí-contestó Ramón, pero después se quedó callado.

– Ramón tiene razón, Olivia. ¿Por qué quedarnos? ¿Por qué no tomamos el coche y nos largamos?

– ¿Crees que ya han pagado bastante? -Ahora tenía que ser cuidadosa, hacerles creer una cosa mientras ella hacía otra distinta.

– Hay casi cincuenta de los grandes para cada uno; más de lo que hemos tenido nunca y suficiente para empezar de nuevo en algún otro sitio.

– ¿Crees que no tienen más?

– ¿Dónde? Robó el banco. ¿Qué le queda?

– ¿Y qué hay del dinero que consiguió reunir? Acciones, bonos, fondos de pensiones, propiedades y toda esa mierda que tiene y que ahora está vendiendo como loco. ¿Es que no lo ven? Probablemente piensa usarlo para devolver al banco lo que ha robado, estoy segura de que cree que podrá hacerlo. Pues, ese dinero debería ser nuestro.

Los dos hombres se quedaron pensando mientras Olivia los observaba atentamente.

– ¿Y cómo lo conseguimos?

Olivia sonrió. ¡Los tengo!, se dijo.

– Podemos volver por él.

– ¿Y cómo?

– Simplemente haciéndolo. Nos vamos y dejamos que pase un tiempo. Cuando se nos acabe el dinero volvemos por más. Es así de fácil.

– ¿Cómo podemos estar seguros de que cooperará?

– Porque no tiene elección, nunca la tendrá. Cooperar con nosotros siempre le resultará la alternativa más segura.

Lewis asintió.

– No lo sé -dijo Ramón-. ¿Hasta qué punto podemos presionarlos?

– Hasta donde yo quiera -replicó Olivia.

– Estás loca -escupió-. ¿Y qué pasa si se harta y llama a la policía?

– No lo hará.

– Ya, claro. ¿Y si lo hace?

– No lo hará, lo conozco. No lo hará.

– No me gusta, no quiero volver aquí nunca. Quiero tomar mi dinero, borrar nuestro rastro y largarme. Deberíamos haberlo matado allí mismo, como yo dije. Entonces ahora quizás estarías satisfecha.

Olivia asintió.

– Ya lo pensé, pero no era el momento.

– ¿Y qué hay de nuestros invitados? -preguntó Bill señalando al piso de arriba-. Se están poniendo bastante nerviosos y me pregunto cuánto más podrán aguantar, especialmente el niño. No me parece justo.

– ¿Justo? -preguntó Olivia con expresión de sarcástico asombro.

– Ya sabes lo que quiero decir -reculó Bill.

– ¿Qué deberíamos hacer con ellos? -preguntó Olivia.

– Matarlos -contestó Ramón.

– Soltarlos -dijo Bill mirando furioso a Ramón-. No pensé que fueras así.

Ramón le contestó gritando:

– ¡No pienso arriesgar mi vida por ellos! Pueden describirnos y no tengo intención de pasarme los próximos diez años como tú, mirando detrás del hombro para ver si me siguen. Quiero ser libre y eso significa nada de testigos, es así de fácil.

– Sí, muy fácil. Como tú dices, los matamos -dijo Bill sarcástico-. ¿Y entonces qué impedirá a Duncan o a Megan pasarse el resto de sus vidas buscándonos? Y si nosotros hemos sido capaces de encontrarlos, ¿qué te hace pensar que ellos no podrán? ¡Dios, mira que eres estúpido!

– Si es que tienen el resto de sus vidas -interrumpió Olivia.

– ¡Dios! -dijo Bill lleno de exasperación-. ¿Qué estás sugiriendo? ¿Un numerito a lo Charlie Manson? Esto no nos lleva a ninguna parte, yo no estoy dispuesto a asesinar a niños y ancianos, eso te lo aseguro. Tampoco quería matar a ese tipo en California, pero era tu gran plan y yo lo seguí. Pero no con un niño, además es un buen chico.

– No tendrás que hacerlo -dijo Ramón-. No todos tenemos esos escrúpulos, ni estamos tan acobardados…

– ¡Te voy a decir de lo que no estoy acobardado, hijo de puta! ¡De ti! ¡Tú sí que no me das miedo!

– Pues deberías, imbécil. ¿No te das cuenta de que vas a joderlo todo con ese ataque de sentimentalismo? ¡Ésta es mi gran oportunidad y no pienso dejar que ningún marica ex hippy me la joda!

Lewis se lanzó hacia su ex amante con los puños cerrados, pero éste saltó de la silla y tomó su revólver.

– ¡Paren ya! -gritó Olivia.

Ambos se detuvieron y la miraron. Ella los señaló a los dos.

– Van a hacer lo que yo les diga y cuando yo lo diga. Éste es mi espectáculo, y yo les diré cuándo se acaba.

Los dos hombres seguían mirándola.

– Y entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Matarlos a todos? -escupió Bill.

– Sea lo que sea hagámoslo ya y larguémonos -dijo Ramón.

Olivia valoró la capacidad que tenía cada uno de los dos para enfrentarse a sus órdenes. Están cansados y tensos, pensó. Tengo que darles lo que creen que quieren, y después hacer lo que yo quiero.

– De acuerdo -dijo en tono de maestra paciente explicando la lección-. Los dos están de acuerdo en que quieren que esto se termine, ¿no?

Ambos asintieron intercambiando miradas de furia.

– Y yo creo que Duncan todavía nos debe algo. -Mucho, pensó.

Seguían con los ojos fijos en ella y expresión incómoda, y notó que no se miraban entre sí. Es hora de tender la trampa, pensó, y sonrió.

– Ahora hagan el favor de tranquilizarse. ¿Ha salido algo mal hasta ahora? ¿Acaso no pasé años planeándolo hasta el último detalle?

Asintieron de nuevo y parecieron algo aliviados.

– Bien, pues éste es uno de los detalles a los que he dedicado más tiempo, el remate final, y no puede fallar. Escuchen: esta noche llamaré a Duncan, justo cuando esté a punto de volverse completamente loco y le diré que se reúna con nosotros mañana por la mañana en algún sitio bonito y aislado. Entonces le diré que no ha terminado de pagar. Para las ocho y cuarto habremos salido de aquí y a mediodía estaremos a bordo de un avión. ¿Qué les parece?

Olivia miró a los dos hombres, que seguían todavía algo reacios, aunque sólo un poco.

– Sigo pensando que deberíamos matarlos y salir de aquí -musitó Ramón.

– Muy inteligente -dijo Bill-. Suena bien, Olivia, pero ¿por qué esperar hasta la noche?

– Porque es cuando será más vulnerable, con la oscuridad la gente siempre se pone más nerviosa. El mundo parece más pequeño, más peligroso.

– Pero escucha, podríamos salir ahora mismo y llamar desde donde estemos. No tiene por qué ser desde aquí.

– Sí tiene -replicó Olivia-. ¿Crees que no se daría cuenta? Estar tan cerca de ellos es lo que los pone realmente nerviosos, saber que en cualquier momento podemos subir al piso de arriba y matar a nuestros rehenes. Con la combinación de todo, el tiempo, la espera, la oscuridad, la amenaza, Duncan hará cualquier cosa que le pidamos.

– ¿Y cómo lo haremos?

– Muy fácil -dijo Olivia-. Mi plan es mandarlo a algún lugar dejado de la mano de Dios y dejar a nuestros dos rehenes arriba. Llegado un momento se darán cuenta de que están solos, pero para entonces nosotros ya estaremos lejos. Simplemente nos iremos sin hacer ruido y dejaremos la puerta abierta; al viejo le llevará algún tiempo forzar la cerradura y después tendrá que arreglárselas para salir de aquí. Cortaremos el teléfono y tal vez los dejemos sin zapatos. Para cuando consiga contactar con Duncan y Megan nosotros estaremos en el aeropuerto de Boston de camino a algún sitio cálido. Luego, cuando hayamos gastado el dinero, haremos una escapadita a Greenfield y visitaremos a nuestro banquero particular. No querrá volver a pasar por todo esto, lo conozco. El matemático elegirá la forma más rápida de librarse de nosotros y nos dará el dinero. Fin de la historia. Hasta que volvamos a necesitar más, y más, y más.

Ramón se encogió de hombros, pero Bill parecía aliviado.

– Tienes razón -dijo-. Ese cabrón estará pagándonos toda la vida. Y además no estamos dejando testigos, simplemente recordatorios. Así no olvidará nunca qué fácil nos resultó secuestrarlos y que podríamos hacerlo de nuevo.

– ¡Ah! -dijo Olivia riendo-. Veo que vas aprendiendo.

– Yo sigo pensando que no deberíamos dejar testigos -intervino Ramón.

Olivia tardó unos segundos en contestar.

– ¿Vas a obligarme a insistir? -preguntó llevándose una mano al revólver.

Ramón se encogió de hombros y Olivia lo miró más fijamente todavía.

– No -contestó al fin.

– Bien -dijo Olivia. Se levantó y caminó hasta donde estaba Bill, le acarició una mejilla y después le dio una palmadita-. Te estás ablandando -dijo sonriendo-. Cuando empezamos esto ya sabíamos que podría haber muertos. -Entonces le hundió un dedo en el estómago con fuerza.- Tienes que ser fuerte, no un blando.

Bill negó con la cabeza, pero Olivia levantó la mano y le asió la barbilla obligándolo a asentir.

Ramón rio y Olivia sonrió, al igual que Bill mientras se frotaba la barbilla en el lugar donde Olivia lo había sujetado.

– Supongo que tienes razón -dijo-. Tengo que hacerte caso.

– Eso facilitaría las cosas -contestó Olivia dándole una palmada cariñosa en el cuello-. Bien, ahora súbeles la comida a nuestros huéspedes y diles que todavía tendrán que esperar un poco, pero no entres en detalles. Dales algo de esperanza, les ayudará a ser pacientes.

Bill asintió y salió de la habitación. Ramón se disponía a seguirlo pero se detuvo al ver a Olivia, que lo miraba fijamente con expresión dura, la mandíbula adelantada, los ojos entrecerrados y ordenándole sin palabras que no se moviera de allí. Un segundo después oyeron los pasos de Bill escaleras arriba.

– ¿Sí? -preguntó Ramón.

– El plan funcionará también con la solución que tú propones.

– ¿Ah, sí? Pero pensé…

– El dinero es una cosa -dijo Olivia-. Y la venganza otra. Ramón asintió, sonriendo.

Olivia se acercó más a él y le deslizó una mano por los enredados cabellos.

– Tú piensas más como yo -dijo-. Eres lo suficientemente duro y ves las cosas como realmente son, no entiendo cómo no me di cuenta antes.

Ramón sonrió.

– ¿Pero cuándo? Quiero decir, Bill cree…

– No hasta mañana por la noche, justo antes de irnos. Bill se pondrá furioso, así que estate preparado.

– Que se joda -dijo Ramón mientras asentía con la cabeza-. No entiende de estas cosas. Que se joda.

– Tú ya lo hiciste alguna vez.

– Hace mucho tiempo. Ha cambiado, él se ha vuelto blando. Yo también he cambiado, me volví más duro.

Olivia sonrió.

– ¿Y si se pone difícil? -preguntó.

– Entonces seremos sólo dos a repartir el dinero.

– Bien -contestó Olivia-. Y ahora hazme un favor y revisa todas las armas.

Ramón salió rápidamente de la habitación presa de una gran excitación. Mientras lo veía salir Olivia movió la cabeza. Eso ha sido fácil, pensó. Ahora sólo me queda hacerle saber a Bill que no me fío de Ramón y después apartarme mientras empiezan los fuegos artificiales. La asombraba lo maleables que podían ser las personas cuando estaban sometidas a presión. Pero yo tengo el control, se dijo, lo he tenido desde el primer momento. Se sorprendió silbando una melodía mientras volvía a recostarse en su butaca. No había ninguna prisa por repartir el dinero de Duncan y ése, en realidad, había sido su plan desde el principio.

***

Megan estaba sentada en el coche tratando de calentarse las manos con un café. Había estacionado junto a una tienda abierta las veinticuatro horas, y por un instante se preguntó si sería la misma en la que Duncan había tenido que esperar la noche anterior. Repasó su lista de casas posibles y movió la cabeza con gesto de preocupación. Después levantó la vista hacia el cielo gris y sorbió su café mientras pensaba que sólo le quedaban dos o tres horas de luz. Suspiró y desplegó el plano sobre el tablero. ¿Dónde estás? Se preguntó.

El tiempo que le llevaba acercarse a cada casa la ponía nerviosa. No podía presentarse sin más, así que primero tenía que localizarla en el mapa, después estacionar a una distancia prudencial e inspeccionarla con cautela. Hasta el momento no había obtenido resultados: en la primera casa había visto niños jugando en el jardín y no había podido evitar quedarse unos minutos contemplando la escena. Parecían estar jugando a una combinación entre indios y vaqueros y escondidas; sólo pudo deducir que algunos niños «la ligaban» y que todos disparaban en broma. Se dio la vuelta de mala gana, recordando cuántas veces había presenciado juegos similares desde la ventana de su casa.

En la segunda casa había una pareja de ancianos limpiando de hojas el jardín delantero, así que se marchó enseguida. Y no tardó en eliminar la tercera cuando vio una silla de bebé en el asiento trasero de una ranchera estacionada en la puerta.

Dos de las casas estaban vacías. Se había acercado hasta la entrada y mirado por las ventanas buscando indicios de actividad, encontrando sólo polvo y telarañas.

Miró el mapa. Aún le quedaban cuatro casas y repasó las posibilidades tratando de determinar cuál sería la que buscaba. Era posible que Olivia no hubiera alquilado a través de una agencia sino directamente por un anuncio en el periódico, pero no era su estilo. Olivia no querría tener que tratar directamente con el propietario, que además podía pedirle referencias o inspeccionarla cuidadosamente para saber si sería buena inquilina. En cambio una agencia sólo buscaría su dinero. Megan se preguntó si Olivia habría salido de Greenfield, era posible que hubiera alquilado algo en Amherst o Northampton. En ambas comunidades vivían muchos estudiantes y, por tanto, había muchas casas en alquiler. Pero ¿querrían conducir hasta tan lejos? Megan lo dudaba. Recordó lo que había pensado la otra noche: lo suficientemente cerca como para tenernos vigilados, lo suficientemente cerca para poder vigilarnos pero donde no podamos verla.

Está aquí, pensó Megan, está en esta lista.

Pero su confianza empezaba a flaquear. Comprobando las casas, se había adentrado en el campo. Vio una colina cercana cubierta de pinos que formaban una marea verde interrumpida ocasionalmente por un abedul blanco, que sobresalía como la blanca mano de la muerte por la superficie del océano. Megan sintió un escalofrío, apuró su café y salió del coche. Vio una cabina de teléfono y decidió llamar a casa.

Lauren contestó al segundo timbrazo:

– Residencia de los Richards.

– ¿Lauren?

– ¡Mamá! ¿Dónde estás? Estábamos preocupados.

– Estoy bien, sigo buscando.

– Papá se ha puesto como loco. Y cuando se dio cuenta de que te habías llevado la pistola quería salir a buscarte.

– Todo va bien. ¡Está ahí?

– Sí, ya te lo paso. Le dije que no se preocupara pero no sirvió de nada porque todos estamos preocupados de todas maneras, así que… ¿Cuándo vienes a casa?

– Dentro de una hora, quizá dos.

– ¿Se puede saber qué está pasando? -preguntó Duncan bruscamente. Megan no lo había oído tomar el teléfono.

– Estoy comprobando algunas propiedades.

– ¿Que estás comprobando qué? -Es sólo un presentimiento.

– ¿Pero de qué estás hablando? Las chicas me dijeron que habías ido a buscar a los Tommys.

– Duncan… no te enfades.

– No estoy enfadado, es sólo que me llevé un susto de muerte. -Hizo una pausa.- Mierda, sí que estoy enfadado. Imaginarte…

– Estoy bien.

– Por el momento. ¿Por qué no me despertaste?

– No me habrías dejado venir.

Duncan se quedó callado un momento y Megan lo oyó suspirar y tranquilizarse. Cuando habló de nuevo sonaba más sereno.

– Tienes razón, no te habría dejado.

– Sentía que tenía que hacer esto sola.

De nuevo se quedó callado.

– Escucha -dijo por fin-. Ten mucho cuidado y no tardes. No creo que podamos soportarlo si para cuando se haga de noche no estás aquí.

– Volveré enseguida, cuida de las chicas.

– Si a las siete no tengo noticias tuyas saldré a buscarte.

– Estaré en casa antes de las siete -respondió Megan.

– Recuerda, a las siete -insistió Duncan.

Megan volvió al coche y comprobó la siguiente dirección en su lista. Sentía algo en su interior, como un nuevo ímpetu, y por un instante se sintió mareada por el miedo y la emoción. Estás aquí, pensó de nuevo. Alargó la mano y tocó la pistola, que estaba escondida debajo de algunos papeles en el asiento del pasajero. Le preocupaba que la munición estuviera pasada y no disparara bien. Pero entonces se dio cuenta de que, en caso de que tuviera que usar el arma, significaría que todo estaba perdido. Se caló la gorra de Duncan hasta los ojos y salió del estacionamiento. En pocos minutos se encontraba en pleno campo. Condujo unos cuantos kilómetros entre luces y sobras intermitentes hasta que vio la siguiente casa de su lista. Estaba a casi cincuenta metros de la tranquila carretera. Es posible, pensó inmediatamente, muy posible. Redujo la marcha. ¿Están ahí? No veía ningún indicio de actividad, así que estacionó. Tengo que comprobarlo, pensó, tengo que asegurarme. La carretera parecía vacía, así que salió del coche y caminó unos cuantos metros hacia la entrada de la finca. La casa estaba detrás de unos arbustos y había un gran roble que inmediatamente le recordó al de su jardín trasero en Greenfield. ¿Están ahí?, se preguntó otra vez, dudando de si acercarse pero empujada por la necesidad de saber. Dio un pequeño paso en dirección a la casa tratando de encontrar la manera de llegar a ella sin ser vista ni oída, consciente de repente de que estaba de pie en medio de la carretera. Entonces oyó un coche que se acercaba.

Le llevó unos instantes identificar el ruido, pero cuando lo hizo la invadió el pánico. Buscó un lugar donde esconderse pero no veía ninguno. Dio unos pasos en dirección al coche y después empezó a correr, tratando de ponerse a salvo. Oía el ruido del motor detrás de ella. Abrió la puerta a toda velocidad y se sentó al volante sin saber si la habían visto o no.

Si me vieron, pensó, es el fin. Apretó los dientes e intentó calmarse. Después tomó la pistola mientras mantenía los ojos fijos en el espejo retrovisor, esperando en cualquier momento ver a Olivia apuntándole con una pistola. Pero en lugar de eso vio un Sedan gris doblar por el camino de entrada detrás de ella. No acertaba a ver a sus ocupantes.

Se giró tratando de distinguir algo, pero no podía, así que arrancó, metió la marcha atrás y enfiló por el camino de entrada, derrapando en la grava. Cuando estuvo frente a la casa pisó el freno. Enseguida se dio cuenta de que se había equivocado.

Lo primero que vio fue a dos mujeres con bolsas de la compra y a dos hombres sacando bultos del maletero. Los cuatro reían, completamente ajenos a su presencia. Estudiantes, pensó, probablemente dos parejas de alumnos de doctorado que comparten la casa.

Se dio cuenta de que le temblaban las manos e hizo un esfuerzo por serenarse mirando la casa y después el coche, que llevaba una gran oblea de la Universidad de Massachusetts en el parabrisas trasero.

Respiró, aliviada y frustrada al mismo tiempo. Vamos con la siguiente, se dijo, y procura controlarte y evitar que te vean.

Pero la casa siguiente estaba junto a la carretera y enseguida vio que la ocupaba otra familia. El jardín delantero estaba sembrado de juguetes, todos rotos en mayor o menor medida. En cierto sentido, pensó, es una suerte. Detuvo el coche en un camino rural y esperó unos minutos hasta que recuperó la compostura.

Continuó conduciendo, consciente de que se le acababan las horas de luz, le quedaban sólo dos. La pálida luz del sol que se colaba entre los árboles parecía despojada de su fuerza y la temperatura descendía, anticipando el frío de la noche. Adelante, se dijo, adelante.

Comprobó las direcciones y su localización en el mapa, sólo le quedaban dos. Condujo hasta la más cercana girando por un camino rural y luego por otro hasta llegar a un cruce, y entonces siguió las indicaciones de un borroso letrero. Pronto se encontró avanzando por un camino de grava, lleno de curvas y baches. Aquí no han gastado dinero de nuestros impuestos, pensó, y enseguida se dio cuenta de que era una observación propia de un agente inmobiliario. Entonces vio el lugar con otros ojos: nada de tráfico ni de testigos, aislamiento rural, sin vecinos. Nadie alrededor. Redujo la marcha y empezó a comprobar los números en los buzones. El pulso se le aceleró conforme se acercaba al número que estaba buscando. Vio el camino de grava que se internaba en el bosque antes de comprobar el número del buzón y entonces supo que la había encontrado. Esta vez condujo rápidamente hasta dejar atrás la entrada sin atreverse a mirar siquiera hacia el bosque, donde suponía que estaría la casa. Unos cincuenta metros más adelante vio un segundo camino de tierra que conducía de vuelta al bosque. Un antiguo cortafuegos, pensó, o quizás el sendero para los tractores. Contuvo el deseo de parar allí mismo diciéndose que era demasiado cerca, así que continuó conduciendo y, un kilómetro y medio más adelante, vio otro camino desierto en dirección opuesta. Estacionó allí, donde quedaba fuera de la vista desde la carretera.

Tragó saliva y caminó hacia la carretera. Se caló más la gorra y echó a correr. Cuando llegó a la carretera secundaria se agachó y se internó en el bosque. Veía salir su aliento y se detuvo un instante, dejándose envolver por la oscuridad. Avanzó entre los árboles pegada al camino de tierra confiando en que la condujera hasta la casa. No podía estar segura, pero era lo que le dictaba su sentido de la orientación y notaba cómo el corazón le latía con fuerza bajo la ropa. Las ramas bajas se engancharon en su anorak pero se liberó, moviéndose lo más silenciosamente posible, aunque tenía la sensación de estar haciendo mucho ruido. Cada rama que se partía le sonaba como un disparo, cada pisada en el barro, como un misil despegando. Siguió avanzando abriéndose paso entre los pinos, buscando la casa.

Al ver luz se detuvo, después se agachó y avanzó en cuclillas. De repente se asustó pensando que podría haber un perro, pero enseguida pensó: Ésta no es, seguro que terminaré pidiendo disculpas a algún granjero solitario. Pero siguió avanzando hasta que vio un viejo muro de piedra bordeando el límite del bosque y trepó por él. Apoyó la mejilla en una piedra cubierta de musgo dejando que el frío la serenara un poco. Después, muy despacio, levantó la cabeza.

Vio la vieja casa de madera blanca que parecía envuelta en la niebla de la tarde. No se percibía movimiento alguno y por un instante maldijo la creciente oscuridad, consciente de que era una aliada y al mismo tiempo una enemiga, al esconderla a ella pero también lo que estaba buscando.

Sacó los prismáticos y enfocó la casa, que era la típica casa de granja. Como muchas otras, tenía tres plantas a distintas alturas, cada una con vista a las otras dos. Pensó: cuarto de estar y comedor en la parte de abajo. Los dormitorios en el segundo piso y arriba un ático, seguro. Bajó los prismáticos y dibujó un mapa aproximado del lugar. Se encontraba en línea recta a uno de los costados de la casa y, por tanto, podía ver la fachada y la parte trasera. Detrás de ésta se extendía una pradera ondulante que llegaba hasta la línea del bosque. Se preguntó, y estaba casi segura, si por allí discurría el segundo camino que había encontrado. Podía ver que el camino delantero conducía hasta la entrada de la casa, donde había un porche y también una pequeña extensión de césped, de modo que cualquiera que se acercara a la casa no tuviera que atravesar cincuenta metros de camino de tierra. Tomó la cámara y sacó varias fotos. Eran oscuras y borrosas, pero servirían para enseñarle la casa a Duncan.

Guardó la cámara y la libreta y se quitó los anteojos de sol. Se estaba haciendo de noche y por un instante le preocupó perderse de vuelta al bosque. Después ahuyentó el miedo y se centró en observar la casa. ¿Estás ahí, Tommy? Trató de concentrarse, de ver a través de las paredes, de sentir la presencia de su hijo. ¡Hazme una señal, maldita sea!, pensó. Quería llamarlo por su nombre pero se contuvo mordiéndose el labio con fuerza hasta que notó que sangraba. Entonces detectó movimiento en una de las habitaciones y escudriñó en aquella dirección. Dentro de la casa alguien había encendido una luz y, durante una milésima de segundo, vio la silueta de una persona.

Inmediatamente supo que se trataba de Bill Lewis, reconoció su forma de caminar desgarbado y arrastrando los pies. Y después, tan pronto como había aparecido, la silueta se desvaneció.

Megan sentía deseos de gritar.

Tiró los anteojos, tomó la pistola y se dirigió al muro de piedra, ajena a todo salvo al convencimiento de que su hijo estaba en el interior de aquella casa.

Ya estoy aquí, gritaba interiormente, ¡ya estoy aquí!

Pero justo cuando levantaba la pierna para treparse se detuvo, desgarrada entre el deseo y lo que le dictaba el sentido común. Entonces retrocedió y volvió a ocultarse detrás del muro. Estaba hiperventilando, así que se detuvo un momento para intentar calmarse. Trató de sopesar racionalmente las posibilidades que tenía frente a los tres secuestradores y se dio cuenta de que, incluso contando con el elemento sorpresa, serían mínimas.

Cerró los ojos un instante tratando de reunir fuerzas para marcharse. Buscaba desesperadamente la manera de hacer llegar a su hijo el mensaje de que volvería a buscarlo, pero sabía que era imposible.

Abrió los ojos, miró sus bocetos y tomó el lápiz. Mantén la calma, se dijo. Aprovecha tu tiempo, pronto volverás aquí. Levantó la cabeza y dibujó cada detalle del lugar, un mapa lo más fiel posible del emplazamiento. Después enfocó de nuevo la casa con los prismáticos. No podía ver movimiento alguno, pero eso no quería decir nada. Sé que están ahí, pensó.

Se susurró a sí misma: Tommy, ya estoy aquí.

Guardó el arma debajo del anorak y recogió sus cosas, después se arrastró de vuelta hacia el coche por entre los árboles y la oscuridad casi completa. Mientras avanzaba hablaba en voz baja consigo misma, con la esperanza de que sus palabras viajaran por el aire y llegaran hasta los oídos de su hijo. Tommy, estoy aquí. ¿Me oyes? Voy a buscar a papá y volveremos para llevarte a casa.

Continuó arrastrándose por el bosque sola, decidida y ardiendo en deseos de entrar en combate.