177684.fb2 Un Asunto Pendiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

Un Asunto Pendiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

PARTE 11. Domingo por la noche

Duncan caminaba nervioso de una habitación a otra de la casa notando sus pies pesados, como atrapados en arenas movedizas. Quería liberarse, hacer otra cosa que no fuera esperar mientras oleadas de miedo lo atenazaban. Miraba el reloj, el teléfono, por la ventana al cielo del atardecer y después a sus hijas, quienes estaban sentadas sin decir palabra, mirándolo.

– ¿Dónde demonios estará su madre? -preguntó.

Karen y Lauren no contestaron.

– No lo soporto más -continuó-. Nos ha dejado aquí tirados y sólo Dios sabe lo que le habrá pasado.

– Estará bien -dijo Lauren-. Lo sé.

– No te preocupes, papá -añadió Karen-. Volverá.

¿Y dónde demonios está Olivia?, pensó. Se dio cuenta de lo irónico de su situación. Aquí esperando a las dos mujeres que me dejaron tirado: Megan y Olivia, atrapado entre las dos. Sentía que algo crecía en su interior, como si la tensión acumulada en los últimos días estuviera a punto de estallar. Respiró profundamente.

Entonces sonó el teléfono y las gemelas dieron un respingo, sobresaltadas. Duncan descolgó.

– ¡Eh, Duncan! Me alegro de oírte.

– Olivia, quiero…

Ella ignoró su petición y habló en tono de broma.

– Así que, matemático, seguro que llevas contando los segundos, los minutos y las horas, calculando los intereses que te supondrá el tiempo transcurrido. ¿Cuánto te costará esta espera, eh?

– Olivia…

– Creo que ahora, más que nunca, el tiempo es dinero. Se rio de su chiste.

– Olivia, ya cumplí con mi parte del trato.

– Hablas como un hombre de negocios, señor banquero. Has estado contando los minutos; yo en cambio he estado contando los dólares.

– ¡Quiero que me los devuelvas ya! -gritó Duncan.

– Tranquilo, matemático -contestó Olivia con voz suave pero amenazante, como siempre-. Tal vez debería colgar el teléfono y hacerte esperar un ratito más.

– ¡No!

– Duncan, no tienes paciencia; deberías aprender a controlarte. Yo en cambio sí sé. Te llamaré más tarde, tal vez.

– ¡No, por favor! -Duncan bajó la voz-. Estoy aquí. ¿Ahora qué?

Enseguida se sintió furioso consigo mismo: Cada vez que hablamos me amenaza con lo mismo, con colgarme y dejarme esperando. Y siempre caigo en la trampa. Apretó los dientes conteniendo su ira. Pero mientras esperaba y el silencio crecía a ambos lados del teléfono, se dio cuenta de que Olivia no había mencionado a Megan. Eso quería decir que estaba bien. En algún lugar, pero bien, y eso lo llenó de alivio.

Transcurridos unos segundos escuchó a Olivia respirar despacio. Cuando por fin habló su voz era poco más que un susurro.

– No es suficiente -dijo.

Duncan se sintió como si alguien le retorciera las entrañas.

– No puedo creer…

– ¡No es suficiente! -insistió ella.

– Pues conseguiré más -replicó al momento.

– Eso ha sido rápido -dijo Olivia riendo.

– No sé cómo, pero lo conseguiré -dijo Duncan-. Pero, por favor, suelta a los Tommys.

– No lo entiendes, ¿verdad, Duncan?

Éste no sabía qué decir, así que se quedó callado.

– Tal vez lo que necesitamos es una relación -continuó Olivia.

– Olivia, por favor, ¿se puede saber de qué estás hablando?

– Lo que en realidad necesito es un banquero, mi banquero particular y mi propia cuenta corriente, tal y como te dije el otro día. Así que tú, matemático, vas a ser mi cuenta particular. Cuando necesite más dinero volveré y me lo darás. ¿No es así?

Duncan pensó: Esto no se acabará nunca, y contestó:

– Sí.

Olivia soltó una carcajada cruel.

– Ésa sí que ha sido una contestación rápida. Demasiado, diría yo.

Duncan tomó aire.

– Sí -repitió.

– No lo vas a saber; podrían ser seis meses, o seis años, pero volveré. Será una deuda a largo plazo, ¿no es así como lo llaman? Una hipoteca de por vida, Duncan.

Duncan pensó de nuevo: Esto no se acabará nunca.

– ¿Y si acepto?

– Te los devolveré.

– Entonces acepto.

– Así de fácil -replicó Olivia-. No creas que estás preparado para mí, Duncan. Nunca sabrás cuándo voy a volver. ¿Ves qué bonito va a ser? Tú te dedicas a ganar dinero y de vez en cuando me darás algo a mí. Tu familia y tú vivirán tranquilos, nada de balas en la recámara, aunque, si quisiera, sería muy fácil. Tal vez uno de tus hijos, a la salida del colegio. O Megan acudiendo a una cita que resulta ser otra cosa. Matar es fácil, Duncan. En realidad es una vieja tradición americana, seguro que no te has olvidado. El año que pasamos juntos fue famoso por sus asesinatos.

¿Es esto real?, se preguntó Duncan.

– Lo que tú digas. ¿Cómo me devolverás a mi hijo y al juez?

– ¿Estás seguro de que quieres que te devuelva al juez? Ha sido un huésped de lo más molesto. ¿Y qué hay de la herencia? ¿No te vendría bien un poco de dinero cuando el viejo pase a mejor vida? ¿No quieres aprovechar esta oportunidad?

Rio de nuevo.

– Quiero que vuelvan a casa.

– Eso depende de ti.

– ¿Cómo?

– ¿Te acuerdas del prado en el que estuviste esperando?

– Sí.

– Mañana por la mañana a las ocho. No llegues demasiado pronto ni tampoco tarde, alguien te estará vigilando. Y no la jodas, si veo algún otro coche, a alguien, quien quiera que sea, aunque se trate de un granjero perdido con su tractor, entonces pasarán cosas terribles, Duncan. Así que procuren ser sólo ustedes dos, ¿de acuerdo? Megan y tú, en el centro del prado a la ocho de la mañana.

– Pero ¿por qué ella? Iré solo.

– ¡Los dos! -susurró Olivia con una furia repentina.

– Pero…

– ¡Los dos y donde pueda verlos!

– No entiendo por qué…

– ¡Maldita sea!, no hay nada que entender, sólo tienen que hacerlo. ¿Es que no lo entiendes? O quizá prefieras la alternativa.

A Duncan le daba vueltas la cabeza mientras permanecía en silencio.

– De acuerdo -contestó por fin-. Como tú digas.

– Bien -dijo Olivia con dureza-. ¿Lo has entendido bien? Pues no la jodas.

– Sí, lo entendí, está todo claro.

Olivia rio.

– De esa manera tendrás tiempo de cambiarte e ir al banco antes de que abra. Será emocionante, ¿verdad Duncan? ¿Crees que podrás aguantarlo? ¿Tendrás suficiente sangre fría o te temblarán las manos? ¿Qué será de tu cara de póquer?

Permaneció escuchando el silencio al otro lado de la línea disfrutando cada segundo. Sentía la satisfacción de la araña al extender los últimos hilos de su tela. Después colgó.

Duncan hizo lo mismo.

– ¿Qué pasó? -preguntó Karen. Ambas estaban de pie y mirando a su padre, esperando alguna clase de señal.

– ¿Están bien? ¿Los van a soltar?

– No lo sé -contestó Duncan expulsando aire lentamente, como si le costara respirar.

– Está loca, ¿saben? Loca de odio -dijo con un tono de voz tranquilo que contrastaba con la tensión del momento.

– Son horribles -dijo Lauren.

Karen movió la cabeza.

– Lo peor.

De pronto Duncan se sintió rígido, como si el mar de sus emociones se hubiera petrificado por obra de un viento gélido. Miró a sus dos hijas entrecerrando los ojos y con expresión de furia.

– Bueno, sólo hay una forma de contestar a eso -dijo.

– ¿Cuál? -preguntó Karen.

– Ser aún peor que ellos.

***

Megan conducía como electrizada por la oscuridad, dejando atrás carreteras secundarias y caminos de tierra, después la ciudad. Flotaba en un vacío y ante ella sólo veía la casa blanca de madera surgiendo entre las sombras. Conducía ajena a cuanto la rodeaba, los coches, la escasa gente que caminaba por las aceras arrebujada en sus abrigos para protegerse del viento. Avanzaba deprisa hacia la noche con un firme propósito y el corazón a punto de reventar de ansiedad. Hizo un giro ilegal para acceder antes a la autopista desde una calle lateral y aceleró hasta que vio las luces brillantes de los estacionamientos de los centros comerciales. Faltaban quince minutos para la hora de cierre.

Musitó una breve e hipócrita plegaria de gracias porque existiera el centro comercial, el de Duncan. Cuando se construyó se había burlado de él todo el tiempo con un toque de maldad, cantándole la canción de Joni Mitchell, «Pavimentaron el paraíso y lo cubrieron con un estacionamiento…». Ahora, en cambio, las luces brillantes le daban la bienvenida, hospitalarias. Había tomado la decisión mientras se alejaba de la granja. Le molestó no poder telefonear a Duncan y contarle lo que había encontrado y lo que pensaba hacer, pero no podía retrasarse ni un minuto y él lo entendería.

Dejó el coche y corrió por el suelo de losetas. Empujó las puertas de entrada esquivando a los últimos compradores cargados con sus bolsas camino del estacionamiento y escuchando el sonido de sus pisadas en el suelo pulido. Jadeaba como un nadador venciendo las olas. Las luces de las tiendas parecían perseguirla, como si buscaran iluminar su pánico y su desesperación. Tengo que controlarme, pensó, pero una voz en su interior le decía que en realidad debería estar entonando una plegaria por la salvación de su alma. Lo que voy a hacer no está mal, se repetía. Veía los ojos vacíos de los maniquíes en los escaparates, fijos y sin expresión y se preguntaba cómo serían los ojos de los muertos. Apartó este pensamiento y siguió corriendo.

Cuando entró en la tienda de deportes se sintió aliviada al comprobar que estaba sola, a excepción de un empleado haciendo cuentas detrás de la caja registradora. Era un hombre joven que miró a Megan y después el reloj de la pared. Al comprobar que aún faltaba doce minutos para cerrar se volvió de nuevo hacia ella. Salió de detrás de la caja y Megan vio que vestía vaqueros, camisa blanca y corbata, además de un pendiente en la oreja. No tenía aspecto de deportista.

Aunque, tuvo que admitir, ella tampoco.

– Hola -dijo el joven con voz amable-. Justo a tiempo antes de que cerremos. ¿En qué puedo ayudarla?

– Me gustaría ver sus artículos de caza -contestó Megan tratando de disimular su nerviosismo.

El empleado asintió.

– Muy bien -dijo y condujo a Megan al fondo de la tienda, una de cuyas paredes estaba cubierta de armamento de todo tipo: arcos y flechas de colores que parecían armas futuristas, así como una variedad de pistolas, rifles y ballestas. De los estantes colgaban anoraks y pantalones de cazar en colores que iban desde el naranja fluorescente al verde camuflaje. En la vitrina estaban expuestos cuchillos que brillaban amenazadores. También había revistas: Caza y pesca, Armas y munición y Soldado de fortuna. Por un momento Megan se sintió perdida mientras paseaba la vista por aquel arsenal, pero entonces la urgencia de su misión se impuso y recuperó la concentración.

– ¿Y qué buscaba exactamente? -le preguntó el empleado-. ¿Es para regalar o para usted?

Megan respiró hondo.

– Para mi familia -contestó.

– Regalos entonces. ¿En qué había pensado?

– En cazar.

– ¿Y qué van a cazar? -preguntó el dependiente. Parecía paciente y ligeramente divertido.

– Fieras -contestó Megan en voz baja.

– ¿Perdón? -El dependiente la miraba extrañado, pero Megan lo ignoró y volvió a pensar en la casa de Lodi. Se recordó sentada en el oscuro cuarto de estar, en una atmósfera cargada de humo y entusiasmo, escuchando a Olivia discutir sobre armas con Kwanzi y Sundiata. Éstos tenían un conocimiento de las armas propio de quien ha crecido en un gueto entre tiroteos y luchas callejeras entre bandas. En cambio, los de Olivia eran más sofisticados: hablaba de velocidad de impacto y de alcance, mencionando marcas y calibres, presumiendo de experta. Emily se había unido al grupo y les había enseñado cómo pensaba esconder su escopeta bajo la gabardina, entonces recordó la escopeta en manos de Emily; podía ver el cañón y la culata de madera. Levantó la vista hacia la hilera de armas en la estantería y señaló una.

– Una como ésa -dijo.

– Ésa no es realmente una escopeta de caza -contestó el dependiente examinándola-. Es un rifle calibre 12, del tipo de los que llevan los policías en sus coches. Los granjeros los usan para matar marmotas y otros animales que les destrozan los cultivos. ¿Ve? El cañón es mucho más corto, lo que dificulta la puntería cuando se dispara de lejos. Aunque también hay quien los compra como protección, para su casa.

– ¿Podría verlo?

El dependiente se encogió de hombros.

– Claro, pero los cazadores normalmente suelen buscar algo más…

La expresión de los ojos de Megan lo hizo callar.

– Ahora mismo se lo bajo.

Buscó una llave y abrió el mueble donde se guardaban las armas, a continuación sacó el rifle y se lo entregó a Megan.

Ésta lo sostuvo unos instantes preguntándose qué se suponía que tenía que hacer con él, intentando recordar las prácticas en el manejo de armas al anochecer y con las persianas bajas en la casa de Lodi. Accionó el mecanismo de corredera en la parte posterior del cañón y escuchó el fuerte chasquido.

– Muy bien -dijo el dependiente-. Pero más suavemente, no hace falta que lo haga con tanta fuerza.

Tomó el rifle y apuntó hacia la parte trasera de la tienda, después simuló disparar.

– Fíjese -dijo-. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Después tiene que recargar, aquí -indicó señalando una ranura en uno de los lados del cargador.

Megan tomó el arma y repitió los movimientos del dependiente. Se sentía cómoda con él y no le resultaba tan pesado como había supuesto. La sensación de la culata de madera apoyada contra su hombro era casi seductora, aunque era consciente de que aquello era sólo era una ilusión. Cuando disparara sería algo salvaje y horrible, y se preguntaba si sería capaz de soportarlo.

Exhaló aire con fuerza y pensó: Me llevaré dos.

– Estupendo -dijo apoyando el rifle en el mostrador-. Me llevo ésta y otra exactamente igual.

– ¿Quiere dos? -El dependiente se mostró sorprendido, pero después calló y se encogió de hombros.- Muy bien, señora, lo que usted diga. -Levantó un brazo y sacó otro rifle igual.- ¿Munición?

Megan intentó de nuevo hacer memoria y recordó una de las lecciones de Olivia: «Siempre deben usar lo mismo que usan lo cerdos, o mejor. Que sus armas nunca sean mejores que las suyas». Sonrió con amargura y, en la voz más amable que fue capaz de articular, preguntó:

– Dos cajas de balas de 33 milímetros, por favor.

El dependiente abrió los ojos ligeramente y negó con la cabeza.

– Señora, espero que vaya a cazar elefantes o rinocerontes o ballenas. -Buscó debajo del mostrador y sacó dos cajas de cartuchos.- Por favor, señora, estas balas son capaces de volar una pared de una casa. Lléveselas a un campo de tiro y practique un poco antes de usarlas, por favor, para que sepa de qué se trata.

Megan asintió sonriendo. Miró de nuevo a la estantería y vio otra arma que le resultaba familiar de haberla visto en la televisión.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

El dependiente se volvió lentamente y miró donde Megan señalaba.

– Ése es un Cok del 16, un rifle semiautomático de disparo extremadamente potente. Es una versión de la que usan en el ejército. No es una escopeta de caza tampoco, el otro día le vendí uno a una pareja que planeaba navegar en velero por el Caribe este invierno. Es una buena arma para llevar a bordo como defensa.

– ¿Por qué?

– Bueno, tiene una gran puntería a una distancia de hasta casi un kilómetro y es capaz de acertar un blanco a casi dos kilómetros. Dispara rápidamente y viene con un cargador extra de veintiún balas.

– ¿Pero por qué para el Caribe?

– Por allí abundan los contrabandistas y los atracadores, a menudo a la caza de yates de lujo. Con este rifle es más fácil disuadirlos de acercarse que con una pistola.

Levantó el arma y demostró cómo se disparaba.

– Así es como funciona. Y no tiene mucho retroceso.

Miró a Megan mientras seguía con la escopeta apoyada en el hombro.

– También quiere ésta, ¿no es así?

– Sí -asintió Megan-. Es mejor no tener que acercarse demasiado al peligro.

– ¿Cuando se caza?

– Sí.

– Muy bien -se encogió de hombros de nuevo-. Lo que usted diga. ¿Algo más?

– ¿Munición?

– Claro.

– Y un cargador extra.

– Aquí tiene.

– Y una caja de balas del 45 para pistola.

Miró a Megan y sonrió.

– Ahora mismo.

– Otro cargador extra.

– Por supuesto.

Megan giró e inspeccionó los estantes.

– ¿Esos trajes de camuflaje vienen en tallas para hombre y mujer?

– Sí.

– Pues quiero uno para hombre de la talla L y tres de mujer, talla M.

El dependiente se dirigió al fondo de la tienda y enseguida volvió con ellos.

– Son de muy buena calidad -explicó-. Con forro polar y aislante, para no pasar frío en los puestos de tiro. ¿Necesita gorros o guantes?

– No, gracias. De eso tenemos.

– ¿Granadas de mano? ¿Morteros? ¿Lanzallamas?

– ¿Cómo dice?

– Estaba bromeando.

Megan no le devolvió la sonrisa.

– Envuélvamelo, por favor -dijo-. ¡Ah! Y también me llevo uno de ésos -añadió señalando la vitrina.

El dependiente sacó un cuchillo de caza de mango negro.

– Muy afilado -comentó-. Con filo de acero de carbón. Atravesaría el capó de un coche… -Movió la cabeza.- Pero no van a cazar coches, ¿verdad?

– No.

El dependiente empezó a sacar la cuenta, cuando terminó, Megan le tendió una American Express Oro.

– ¿Va a pagar con tarjeta? -preguntó el dependiente sorprendido.

– Sí, ¿hay algún problema?

– No -dijo sonriendo y moviendo la cabeza una vez más-. Es sólo que… bueno, cuando la gente… quiero decir… compra este tipo de artículos suele pagar al contado.

– ¿Y por qué?

– Es más difícil seguirles la pista.

– ¡Oh! -dijo Megan-. Supongo que eso tiene sentido -por un instante se sintió azorada, pero enseguida negó con la cabeza. No le importaba. Alargó la tarjeta de crédito al dependiente.

– Me imagino que tiendas como ésta serán por lo general discretas.

– Desde luego -replicó aquél-. Además somos una gran cadena y las ventas se reflejan todas juntas en las computadoras. Aunque la discreción no sirve de mucho cuando hay una orden judicial.

Megan asintió.

– No tiene por qué preocuparse -dijo-. Son para fines recreativos.

– Ya me imagino -contestó el dependiente con una pequeña carcajada-. Fines recreativos en Nicaragua o Afganistán.

Tomó la tarjeta y la pasó por el terminal y empezó a colocar la ropa y la munición en una bolsa.

– Las armas deberían ir en sus cajas.

– No se moleste -dijo Megan-. Basta con que me las envuelva.

– Por favor -dijo el dependiente-. Por favor, señora, ya sé que no es asunto mío, pero sea lo que sea lo que va a cazar, por favor, tenga cuidado.

Megan forzó una sonrisa.

– Ha sido usted muy amable -dijo-. Tendré que hacer dos viajes hasta el coche.

– ¿Quiere que la ayude?

Megan negó con la cabeza.

***

Tommy escuchó descorrerse el cerrojo y corrió junto a su abuelo.

– Tal vez nos van a soltar ya -susurró.

– No lo sé -contestó el juez-. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.

Sabía que los secuestradores habían recibido el dinero de Duncan, los había oído reír satisfechos y después Bill Lewis les había dicho que todo había acabado casi y que iban a organizar el intercambio. Pero desde entonces habían pasado horas sin que nada ocurriese, excepto que con cada minuto sus esperanzas crecían y se derrumbaban alternativamente.

El juez se había devanado los sesos tratando de encontrar alguna explicación plausible y que no fuera siniestra para ese retraso, pero no se le ocurría ninguna. Lo que sí sabía era que Olivia seguía usándolos a Tommy y a él para conseguir algo, lo que significaba que, aunque tuvieran el dinero, la deuda continuaba pendiente.

En los escasos segundos que le llevó a Olivia subir las escaleras se sintió más nervioso que en toda su estancia allí. Temía que le temblaran las manos, o la voz, y que cualquiera de esos detalles asustara a su nieto, pero sobre todo odiaba a Olivia por hacerlo sentirse viejo e inseguro.

– Hola, chicos -dijo ésta en tono alegre.

– ¿Qué estamos esperando? -preguntó el juez.

– Tenemos que rematar algo. Atar algunos cabos sueltos, eso es todo.

– ¿De verdad cree que se van a salir con la suya? -inquirió el juez. La energía de su voz lo sorprendió.

En cambio Olivia se echó a reír.

– Ya lo hemos hecho, juez. Siempre supimos que lo conseguiríamos. No sé de qué se sorprende, debería saber mejor que nadie que la mayoría de los crímenes quedan sin resolverse. Aunque éste no sería exactamente sin resolver. Sin solucionar sería una expresión más exacta.

Caminó hasta Tommy y lo sujetó por la barbilla. Aunque seguía hablando al juez, sus ojos estaban fijos en los del niño, como si buscara algo en ellos.

– Los mejores delitos, juez, son los que no tienen fin, aquellos en los que siempre quedan amenazas pendientes, posibilidades. Son crímenes, digamos, con vida propia y que acaban por dominar la vida de las personas. Y éste es uno de ellos.

– Está loca -replicó el juez.

Olivia río de nuevo.

– Tal vez, en la cárcel muchas de las mujeres se volvían locas, de estar encerradas o de aburrimiento, o de la tensión o el miedo. Tal vez yo también, pero será mejor que se acostumbre, porque a partir de ahora voy a ser parte de la familia.

¿Qué opinas, Tommy? Como una tía excéntrica, quizá, ya sabes, sin hijos, un poco rara. De esas a las que invitan a todas las reuniones familiares confiando siempre en que no irán.

Tommy no contestó y Olivia le soltó la barbilla y se apartó de él.

– Aquí arriba no han visto nada. Imaginen lo que ha pasado: a ustedes los he metido en una cárcel y a ellos en otra. ¿Qué pensaban, que los iba a dejar salir a todos bajo fianza después de una semana? Así no es como funciona el sistema, juez. Aún les queda sentencia por cumplir.

– ¿Se supone que eso es lo que les tengo que decir?

– No -negó Olivia moviendo la cabeza-. No necesito ningún mensajero.

– Entonces, ¿para qué nos lo cuenta?

– Para él, juez -dijo señalando a Tommy-. Para que nunca se olvide. -Miró de nuevo al niño.- Ya te dije al principio lo importante que eras en esta historia -continuó-. Serás una especie de recordatorio, para que nunca olviden.

Al juez lo asaltó un pensamiento terrible: ¿Un recordatorio vivo? ¿O muerto?

– ¿Cuándo habrá terminado con nosotros? -preguntó con voz queda, tratando de no sonar exigente.

– Pronto, en cuestión de horas, probablemente. Mañana como muy tarde, así que no pierdan la esperanza. Tal vez no lo estropeen todo en el último momento. Hasta ahora han obedecido todas mis órdenes como los buenos soldaditos que son.

Le revolvió el pelo a Tommy.

– Traten de pensar en positivo -dijo, y tras hacer un gesto de despedida con la mano, se marchó dejando a los dos Tommys en el ático. El niño esperó hasta que corrió el cerrojo y escuchó atento el ruido quedo de sus pasos alejándose del rellano.

– Abuelo -dijo con voz temblorosa y mordiéndose el labio para no llorar-. Está mintiendo, no piensa hacer nada de lo que dice. Nos odia y odia demasiado a papá y mamá. Nunca nos dejará marcharnos.

El juez atrajo al niño hacia sí.

– Eso no es lo que ha dicho -le recordó.

– Nunca hace lo que dice, sólo quiere asustarnos. Y cuando dice que nos va soltar, no le creo. Quiero creerle pero no puedo -Tommy se liberó del abrazo de su abuelo secándose las lágrimas-. No podría soportar vernos en casa todos juntos y felices otra vez. ¿Es que no te das cuenta?

Volvió a apoyar la cabeza en el pecho de su abuelo, sollozando. Al cabo de unos instantes se enderezó otra vez.

– No me quiero morir, abuelo. No me da miedo, pero no quiero.

El juez sintió un nudo en la garganta. Acarició el pelo de su nieto mirándolo a los ojos, más allá del dolor y de las preocupaciones de tantos años y viendo sólo la intensidad de la luz que despedían. Después dijo lo primero que se le vino a la cabeza.

– Tommy, no vas a morir, yo no lo permitiré. Vamos a salir de ésta, te lo prometo.

– Pero ¿cómo? ¿Cómo puedes prometerlo?

– Porque somos más fuertes que ellos.

– Pero tienen pistolas.

– Seguimos siendo más fuertes.

– ¿Y qué vamos a hacer?

El juez se levantó y paseó la mirada por el ático, como había hecho el día que los encerraron. Después alargó el brazo y acarició la suave mejilla de Tommy, esbozando una sonrisa y tratando de transmitirle confianza. Recordó un pensamiento que había tenido en los primeros minutos de su encierro, que tal vez aquel no era un glorioso campo de batalla, pero sí un sitio lo suficientemente bueno para morir.

Respiró hondo y se sentó en uno de los catres acercando a Tommy hacia sí.

– ¿Te conté alguna vez cuando el vigésimo regimiento de Maine tomó la colina de Little Round Top en el segundo día de la batalla de Gettysburg? Salvaron la Unión, ¿te lo he contado?

Tommy negó con la cabeza.

– ¿Y la de cómo la División 101 Aerotransportada repelió el ataque alemán en Bastogne?

Tommy volvió a negar, pero sonrió y sabía que su abuelo estaba contestando a la pregunta que acababa de hacerle.

– ¿O de cómo los marines se retiraron de Yalu?

– Ésa sí me la contaste -dijo Tommy-. Unas cuantas veces.

El juez levantó a su nieto del catre y lo abrazó.

– Hablemos de valentía, Tommy, y después te explicaré lo que vamos a hacer.

***

– ¡Megan! ¿Dónde has estado? -gritó Duncan corriendo hacia la puerta.

En cuestión de segundos estaba junto a ella, en el vestíbulo de entrada. Megan podía leer la preocupación en sus ojos, difusa y apenas controlada.

– Nos tenías muertos de miedo -dijo-. No sabíamos qué te había pasado. ¡Maldita sea, no vuelvas a hacer algo así!

Megan lo tomó por los hombros apretándolo fuerte. Ella también estaba pálida y por un instante se sintió incapaz de decir palabra.

– ¿Estás bien? -preguntó Duncan ya más calmado.

Megan asintió.

– ¿Qué ha pasado?

Megan respiró hondo.

– Los encontré -dijo con voz queda.

Duncan se quedó mirándola con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Dónde?

– En una de las casas de alquiler de las que te hablé.

– ¿Estás segura?

– Vi a Bill Lewis.

– ¿Dónde está?

– No muy lejos, a unos veinte kilómetros de la ciudad.

– ¡Dios mío!

– Lo sé.

– Dios mío -repitió Duncan.

Esta vez Megan se limitó a asentir.

– He estado tan preocupado desde que llamaste por teléfono esta tarde que pensé… No sé lo que pensé. No podía hacer otra cosa que preocuparme.

– Estoy bien -dijo Megan sin ninguna convicción.

Duncan se apartó de ella y golpeó con el puño cerrado en la otra palma de la mano.

– ¡Maldita sea, tenemos una oportunidad!

Se volvió hacia Megan.

– Llamó -dijo escuetamente.

– ¿Y?

– Dice que nos los devolverá, pero que seguimos estando en deuda con ella. Que no era suficiente dinero y que volverá por más, algún día. Que esto no acabará nunca.

Megan se quedó petrificada, sintiendo por un momento que no era capaz de soportar más dolor. Entonces trató de respirar con normalidad y serenarse.

– ¿Que no acabará nunca? -preguntó.

– Eso mismo -contestó Duncan, y el peso de aquellas palabras lo hizo encorvarse un momento, aunque enseguida se irguió.

– Vamos, tenemos que hablar.

Y condujo a Megan hasta el cuarto de estar donde los esperaban las gemelas, cosa extraña, en silencio. Han tenido que demostrar una resistencia y una valentía que ni siquiera sabían que tenían, pensó Megan con tristeza. Es duro hacerse adulto de repente. Se dirigió hacia ellas y las abrazó.

– Creo que es hora de que esto termine -les dijo.

– Pero ¿cómo? -preguntó Lauren-. ¿Qué alternativa tenemos?

– Una -contestó Duncan-. Una alternativa, ir a rescatar a los Tommys.

– Pero ¿cómo lo hacemos? -inquirió Karen.

– No lo sé -contestó Duncan-. Pero lo que sí sabemos es dónde los tienen, así que iremos. Tenemos una pistola. No es mucho pero ya pensaremos…

Se interrumpió al ver a Megan levantarse, salir del cuarto de estar y cruzar el vestíbulo de entrada hacia su coche. Tomó uno de los paquetes de la tienda de deportes y, ajena al viento y al frío, caminó de vuelta a la casa. Duncan la miraba:

– Megan, ¿qué pasa?

Antes de que pudiera seguir hablando ésta había sacado el rifle semiautomático y le estaba quitando el envoltorio. El arma pareció brillar en la luz del cuarto de estar.

– Fui de compras -anunció.

***

Olivia Barrow caminó hasta la ventana del dormitorio y miró hacia lo oscuridad. Oía a Bill en la cocina recogiendo los platos de papel y cubiertos baratos que habían acumulado durante su estancia allí y sabía que Ramón estaba en otra habitación limpiando las armas, nervioso. Se preguntó si tendría el valor de hacer lo que había dicho y frunció el ceño, incómoda ante la idea de no poder predecir si sus cómplices la obedecerían o no.

Pensó: Mañana todo habrá terminado.

Se alejó de la ventana y miró el montón de dinero sobre su cama. Tomó un puñado de billetes. Se sentía extrañamente frustrada, como si la visión y el tacto del dinero no consiguieran satisfacerla, igual que un mal amante.

Metódicamente empezó a meter el dinero en una bolsa roja mientras lo contaba. Pensó en Duncan y Megan y se preguntó si dormirían esa noche. Rio ligeramente: Lo dudo.

Cuando terminó de guardar el dinero en la bolsa colocó encima un revólver, cerró la bolsa y regresó a la ventana. El cielo estaba negro como el azabache y salpicado de estrellas. Se extendía hacia el infinito y pensó: Las estrellas nocturnas están conmigo.

Se imaginó que la noche interminable engullía a Duncan y a Megan. ¿Qué voy a hacer con ellos?, se preguntó.

Puedo matarlos. Puedo herirlos. Puedo arruinarles la vida. Como hicieron ellos conmigo.

Se abrazó a sí misma felicitándose por el éxito de su plan. Después extendió los brazos despacio y levantó una pierna en un gesto de bailarina de ballet sosteniéndola frente a ella. Recordó a su madre bailando por las noches, toda gracia y elegancia, hasta que la enfermedad le arrebató su belleza, y se levantó sobre las puntas de los pies, como hacía ella. Después bajó lentamente.

¿Qué será de nuestros huéspedes?, se preguntó.

Bill Lewis era como un sabueso fiel, Ramón un terrier impredecible. ¿Por quién apostarás cuando finalmente se enfrenten?

Sonrió. No tenía ninguna importancia, pues ninguno saldría vivo.

Y en cuanto a los dos Tommys… Bueno, pensó encogiéndose de hombros, lo que sea será. Buscó algún indicio de compasión en su corazón pero no encontró ninguno. Tenía que reconocer que le daba igual cómo acabaran las cosas; pasara lo que pasase, a la mañana siguiente ella saldría ganando. Si todos mueren, bien. Si viven, bueno, siempre podría volver, tal y como le había dicho a Duncan, aunque entonces no lo pensara.

– Puedo hacer lo que me dé la gana -susurró a la ventana y a la noche-. Lo que quiera y cuando quiera.

Dejó escapar una pequeña carcajada y dejó volar su imaginación a cálidas playas y a gastar dinero. Para empezar, un coche que sea realmente rápido, y ropas caras; después ya veremos lo que depara el futuro. Todavía sonriendo, se dispuso a empaquetar el resto de sus cosas.

***

Duncan estaba preparado en uno de los teléfonos mientras Megan marcaba en el otro. Los ojos de ambos se encontraron y Megan respiró hondo para tranquilizarse. Pronto escuchó una voz familiar al otro lado de la línea.

– ¿Dígame?

– ¿Bárbara? Soy Megan Richards, de la agencia inmobiliaria Country States.

– ¡Megan, querida! ¡Hace meses que no hablamos!

– ¡Ay, hija! -continuó Megan simulando despreocupación-. ¡Hemos tenido unos meses de locura en la agencia! ¿Ustedes también?

– Bueno, he hecho una venta gorda. ¿Te acuerdas de la casa Halgin, esa que tenía un precio tan alto? Pues una pareja recién llegada de Nueva York se la ha quedado.

– Eso es genial -comentó Megan imaginándose a Bárbara Woods. Tenía cincuenta y pocos años y cabellos plateados peinados en un moño que le daba un aire de maestra de escuela y contrastaba con la ropa de marca que siempre llevaba y la abundante bisutería que acompañaba sus movimientos con un tintineo. No es una persona observadora, pensó Megan, no se fija en los detalles ni en las dimensiones. Suspiró y se lanzó.

– Siento mucho molestarte en tu casa y a estas horas, pero es que acabo de recibir una llamada y pensé que debía decírtelo. ¿Te acuerdas de una antigua granja junto a Barrington Road que tuvieron en su lista el verano pasado y a principios de otoño?

– ¿Una venta?

– No, alquiler.

– Déjame pensar. Ah, sí, claro. Esa casa siniestra, me daban escalofríos cada vez que tenía que entrar, pero a aquella escritora pareció encantarle.

– ¿Quieres decir que la alquilaste?

– Sí, a una poetisa de California que quería escribir una novela de terror, o eso es lo que dijo. Que necesitaba seis meses de soledad, y me pagó los tres primeros en efectivo. Bueno, soledad desde luego que tendrá, es lo único que tiene esa casa. ¿Es que tenías a alguien interesado?

– Pues sí, una pareja de Boston que buscan una casa para los fines de semana.

– Quedaría muy bien con algunas reformas, bueno, con muchas. ¿Quieres que organice una visita?

– Déjame hablar primero con ellos, a ver cuándo podrían venir. Seguramente para la primavera, de momento sólo quería tantear la cosa contigo.

– Muy bien.

– ¿Puedes contarme algo de la casa? Megan miró a Duncan, quien asintió: tenía preparados papel y lápiz.

– Desde luego -contestó Bárbara tras una breve pausa. ¡Vamos!, pensaba Megan. ¡Vamos, vieja chocha, haz memoria!

– Bueno… no está muy bien conservada, pero la estructura es sólida, así que no habría que hacer mucha obra.

Megan cerró los ojos y preguntó:

– ¿Y por dentro? ¿Cómo es la distribución?

– Veamos. Tiene un amplio porche adelante y la puerta principal da directamente al vestíbulo. A la izquierda está el cuarto de estar y junto a él, el comedor. Al fondo hay un pasillo que lleva a la cocina y que podría convertirse en despensa. La cocina tiene una puerta trasera que da a una parcela, podría hacerse un patio bonito. En el primer piso hay un cuarto de baño, después una pequeña habitación a la derecha, con la que se podría hacer, no sé, un estudio o un dormitorio. Las escaleras arrancan del vestíbulo central. Hay un rellano y ya en el segundo piso tres dormitorios y otro baño. No hay un dormitorio principal, así que para hacerlo habría que tirar un tabique. Al final del pasillo hay una puerta que da al ático, una habitación polvorienta y llena de corrientes de aire que no ha sido aislada ni acondicionada. Es lo suficientemente grande como para hacer un cuarto de recreo, o algo así.

Megan asintió:

– Me has sido de gran ayuda, Bárbara. Creo que es lo que mis amigos buscan. Te llamaré para ver cuándo podemos quedar.

– Es una casa muy fría que necesita una buena reforma. Todas esas casas de campo viejas la necesitan. Aunque para mí que están encantadas… -añadió riendo.

Megan le dio las gracias de nuevo y colgó el teléfono antes de mirar a Duncan, quien agitó un puño en el aire.

– Podemos conseguirlo -dijo.

Por un momento Megan se sintió como un escalador que resbala en una roca y queda suspendido en el aire girando como una peonza. Se aferró a sus emociones como si fueran cuerdas salvadoras e hizo un esfuerzo por concentrarse.

– Podemos -repitió.

Era ya entrada la noche y la oscuridad, el frío y el silencio lo envolvían todo. Megan estaba sentada en el suelo del cuarto de estar rodeada de armas y municiones. Una única luz procedente de un rincón de la habitación alumbraba su semblante rígido mientras repasaba bocetos, fotos y planos. Karen y Lauren estaban sentadas en un sofá y Duncan miraba de pie por la ventana. Entonces se volvió y tomó el rifle, sosteniéndolo un momento en sus brazos y a continuación accionando el cerrojo.

– ¿Es que nos hemos vuelto locos? -preguntó-. ¿Hemos perdido la razón completamente?

– Probablemente -contestó Megan. Duncan sonrió.

– Así que estamos de acuerdo. Si hacemos esto es que estamos locos.

– Lo estaríamos si no lo hiciéramos. -Desde luego.

Duncan pasó el dedo por el cañón del rifle y se volvió hacia su mujer.

– ¿Sabes? -dijo son voz suave-. Por primera vez en una semana empiezo a sentir como si de verdad estuviera haciendo algo. Esté bien o mal, ya no me importa.

– Papá, hay una cosa que nos preocupa -dijo Lauren-. Realmente no sabemos si piensa soltarlos esta mañana.

– Así es.

– Así que podríamos…

– Sí, en ese caso podríamos estar arriesgándolo todo, pero las posibilidades son las mismas y de esta forma tenemos una ventaja.

– ¿Cuál? -preguntó Lauren.

– El elemento sorpresa -contestó Duncan mirando a las tres-. Lo que vamos a hacer es precisamente lo que Olivia nunca ha imaginado.

– Lo que sí sé es una cosa -intervino Karen en tono enfadado.

– ¿Qué?

– Que si seguimos haciendo lo que nos dice, esto será un completo desastre.

– Desde luego -intervino Lauren-. Cada vez que hemos obedecido sus instrucciones nos ha engañado. Y volverá a hacerlo, lo sé.

Duncan y Megan miraron a sus hijas admirados. Las sombras de la habitación parecían haberse congelado en sus rostros a contraluz. Son mis hijas, pensó Megan, mis bebés. ¿Qué estoy haciendo?

Lauren se levantó, luchando con sus emociones y dejó escapar casi un sollozo:

– ¡Quiero que esto se termine ya! Que todo vuelva a ser como antes.

Iba a decir algo más pero su hermana le puso una mano en el brazo, silenciándola.

– No pasa nada -dijo Duncan, y todos permanecieron callados unos instantes.

Después Megan se levantó empuñando la pistola del 45.

– ¿Saben qué no dejo de pensar? -caminó hacia donde estaban las gemelas y se arrodilló ante ellas, apoyando las manos en sus rodillas y hablando con voz suave y calmada-. Que si hacemos esto y sale mal, pasaremos el resto de nuestras vidas culpándonos. Pero si no hacemos nada, si nos fiamos de Olivia y algo se tuerce… entonces no lo soportaría. No podría vivir con eso ni un solo minuto.

Se volvió hacia Duncan sin separarse de las gemelas.

– Antes estaba pensando… recordando todas esas imágenes de la televisión de familias que están viviendo una tragedia. Siempre aparecen llorando y rodeadas de hombres vestidos de traje: policías, bomberos, abogados, médicos, soldados… lo que sea. Pero siempre es alguien de las autoridades el que intenta hacer algo y el que al final nunca consigue nada. Estas historias nunca tienen un final feliz, a no ser que lo provoques tú mismo…

Tomó aire y miró de nuevo a las gemelas.

– ¿Se acuerdan de cuando Tommy era pequeño?

Ambas sonrieron y asintieron con la cabeza.

– ¿Y de cuando lo estaba pasando tan mal?

Leía el recuerdo en los ojos de las chicas.

– Los médicos decían una cosa y luego otra, y luego otra. Nunca estaban seguros de nada, así que nos fiamos de nuestro instinto e hicimos lo que creíamos correcto. Todos juntos. Salvamos a Tommy y ahora…

– Vamos a salvarlo otra vez -contestó Duncan mirando su rifle-. ¿Sabes lo que ha sido lo peor? Que Tommy espera que vayamos a salvarlo, sabe que iremos, y me siento como si lo estuviera traicionando.

– ¿Y qué hay del abuelo? -preguntó Lauren.

Duncan rio brevemente.

– Ya sabes lo que diría: Primero dispara y después pregunta. Después que la ley se ocupe de los detalles.

Megan recordó a su padre. Si estuviera aquí, pensó, eso es exactamente lo que diría. No dejaría que nadie hiciera las cosas por él. Es algo demasiado importante como para dejarlo en manos de profesionales, eso es lo que diría. Pensó en su madre y se dio cuenta de que ella habría estado de acuerdo, aunque por distintas razones: su padre mostraría una determinación propia de un soldado a punto de entrar en combate y su madre estaría igual de decidida, pero sin hacer alarde de ello.

– Escuchen -dijo Duncan en tono firme-. Puede que esto sea una locura, pero no está mal pensado. Es la única oportunidad que tenemos de sorprenderlos y ésa es nuestra gran ventaja. Olivia cree que nos tiene acobardados y que vamos a seguirle el juego, pero se equivoca.

Hizo una pausa y después sonrió.

– Lo que no soportaría es saber que no hemos hecho nada. En mi lápida quiero que diga: «Estaba loco, pero al menos lo intentó».

– ¡Papá! -exclamó Lauren-. ¡Eso no tiene gracia! -Pero es cierto -respondió Duncan. Hubo otro silencio antes de que Lauren hablara nuevamente.

– Es verdad -dijo-. Ahora nos toca a nosotros. Se levantó y abrazó a su padre mientras Karen miraba a Megan.

– Repasemos el plan otra vez -dijo.

Megan respiró con fuerza como si inhalara aire caliente y señaló con el dedo un dibujo de la casa y del terreno circundante.

– Detrás de la casa el terreno se inclina y llega hasta el bosque. Ustedes dos llevarán las escopetas y esperarán allí cubriendo la puerta trasera. Tu padre y yo iremos por la delantera.

– ¿Qué tenemos que hacer exactamente? -preguntó Karen.

– No lo sé en realidad -replicó Megan-. Básicamente, evitar que ninguno se escape en esa dirección, en especial Tommy o el abuelo. Usen el sentido común y no traten de disparar. Limítense a agachar la cabeza y no dejen de vigilar la puerta trasera. Yo creo que la acción será en la parte de adelante, pero…

Duncan tomó el relevo:

– No quiero que ninguna de ustedes se arriesgue en lo más mínimo, sobre todo en un tiroteo. Las armas son el último recurso, ¿entendido? Sólo como protección, así que manténganse agachadas. Mamá dice que hay un muro de piedra, así que quédense detrás de él.

Miró a Megan y vaciló. Pensó en las diferencias entre hijos e hijas. Si fueran chicos, pensó, probablemente estarían deseando luchar, pero no estarían tan serenos ni serían tan de fiar.

– Tal vez… -empezó a decir.

– ¡De ninguna manera! -lo interrumpió Lauren.

– ¡Estamos juntos en esto! -casi gritó Karen-. No nos vamos a quedar afuera.

Megan levantó una mano en gesto conciliador y miró fijamente a Duncan.

– La puerta trasera -dijo-. No entiendo mucho de estas cosas, pero sé que tenemos que cubrir esa parte. Si no, podrían escapar por allí. Alguien tiene que vigilar.

Duncan dejó escapar un suspiro de asentimiento.

– Escuchen, tienen que prometernos una cosa. Ya será bastante difícil sacar a los Tommys sin tener encima que estar preocupándonos por ustedes. Si se expusieran a algún peligro nos volveríamos locos y arriesgaríamos toda la operación. Así que manténganse escondidas, fuera de la vista. Limítense a vigilar la maldita puerta trasera y asegúrense de que estamos cubiertos por ese lado. ¿Entendido?

– Sí -contestaron al unísono.

– Nada de riesgos, maldita sea, ¡pase lo que pase!

– Lo entendemos.

– Incluso si su madre o yo estamos en peligro, quédense donde están.

– ¡Que sí, papá!

– De acuerdo -dijo Duncan. Sonaba atemorizado. Lauren en cambio estaba considerablemente más animada:

– Así que, mientras nosotras no hacemos nada, ¿qué harán ustedes?

Megan sonrió:

– Su padre me cubrirá con el rifle mientras yo entro por la puerta delantera…

– Megan, ¿estás segura?

– Totalmente -lo interrumpió ella-. Lo he repasado un millón de veces. Lo más probable es que no le acierte a nadie con ese rifle, así que no serviría de nada que te cubriera. Y soy más rápida que tú, aunque no te guste admitirlo, y un blanco más pequeño, llegado el caso. Además sé exactamente cómo será el interior de la casa. Así que yo entraré primero.

– Mamá, ¿estás segura de que están en el ático?

– Sí, acuérdense de la grabación de Tommy que nos puso Olivia. Decía que no le gustaba estar allí arriba. Así que ahí es donde están.

– ¿Y qué pasará una vez que estés dentro? ¿Y si la puerta está cerrada?

Megan levantó el cuchillo de caza.

– Esto es para la cerradura -dijo-. Y una vez que haya entrado, su padre me seguirá y yo lo cubriré con la pistola. Todo debería resultar fácil, aún será de noche y estarán dormidos. Entraremos y los sorprenderemos. Eso es todo.

– Un despertar algo brusco -añadió Duncan.

– Suena fácil.

– Lo será, si los agarramos desprevenidos.

– Eso, desde luego -dijo Lauren en tono de enfado. Después se frotó los ojos como si quisiera secarse las lágrimas derramadas durante toda la semana, tomó una escopeta del suelo y la empuñó-. Mamá, explícame otra vez cómo funciona este artefacto.