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Poco después del amanecer la brigada se despertó. La primera luz de la mañana se insinuaba a través de las pesadas cortinas que colgaban de las ventanas, colándose por los rincones de la pequeña casa baja de madera mientras sus ocupantes se movían de un lado a otro con la torpeza propia de la hora. Una pava empezó a silbar en la cocina y se escuchó un ruido leve mientras se levantaban colchones del suelo del salón y se apoyaban contra las paredes. Se enrollaban sacos de dormir. La cadena del baño sonó varias veces. Alguien dio un puntapié a una botella de cerveza medio llena y soltó una palabrota cuando su contenido salpicó el suelo. Se escuchó una risotada procedente de la parte trasera de la casa. Los restos de olor a colillas y las agrias discusiones de la noche anterior aún flotaban en el cargado ambiente.
Olivia Barrow, cuyo nombre de guerra era Tania, se acercó a una de las ventanas delanteras y descorrió unos centímetros una de las cortinas. Sus ojos recorrieron la calle polvorienta, buscando indicios de algún tipo de vigilancia. Inspeccionó cada persona, cada vehículo que pasaba. Primero buscaba cualquier cosa fuera de lo común: una camioneta de reparto que se detenía, un vagabundo con aspecto demasiado alerta. A continuación todo aquello que pudiera resultar demasiado normal: el camión de limpieza, la cola de gente en la parada del autobús. Sus ojos se posaban en cada elemento, esperando, buscando el mínimo indicio revelador. Por último, convencida de que nadie los vigilaba, corrió la cortina y caminó al centro del salón, donde apartó una pila de periódicos viejos y basura. Durante un instante inspeccionó el cuartel. Panfletos políticos y manuales militares sobre armas y explosivos se amontonaban en una esquina que ella llamaba «la biblioteca»; las paredes estaban cubiertas de eslóganes revolucionarios escritos a mano y carteles de rock and roll. Su mirada se detuvo un momento en el del grupo de rock The Jefferson Airplane. Olivia no era consciente de la suciedad y el desorden, consecuencia inevitable de demasiadas personas viviendo en un espacio reducido, pobre y anónimo. De hecho, le agradaba que la casa fuera tan pequeña. No hay rincones en los que esconder secretos, pensaba. Los secretos suponen una debilidad. Deberíamos ir desnudos. Así el ejército sería más disciplinado, y la disciplina implica fuerza. Agarró la pistola semiautomática calibre 45 y con rapidez retiró el seguro e hizo girar el cargador con un chasquido que puso fin a la confusión y el estupor propios de la mañana y despertó inmediatamente la atención de las seis personas restantes que vivían en el apartamento. Le encantaba el sonido seco que sigue al de preparar un arma para disparar, era lo mejor para llamar la atención.
– Hora de rezar -dijo con voz potente.
Se oyó el arrastrar de pies y el sonido metálico de pistolas al ser comprobadas mientras cada uno de los miembros del grupo buscaba el arma que tenía asignada y se colocaba en círculo en el centro de la habitación. Había dos mujeres y cuatro hombres. Dos de los hombres llevaban barba y melena larga hasta los hombros; dos eran negros, con pelo a lo afro. Vestían una variopinta combinación de vaqueros y pantalones militares. Uno de los hombres negros llevaba una cinta de color brillante en la cabeza y cuando sonreía dejaba ver un diente de oro. Uno de los hombres blancos tenía en la garganta una cicatriz escarlata. Las dos mujeres tenían los cabellos oscuros y la piel blanca. Todos dejaron sus armas -varias pistolas, dos escopetas y un rifle Browning semiautomático- en el suelo, en el centro del círculo. Después juntaron las manos y Olivia comenzó a entonar:
– Somos la nueva América -decía deteniéndose en la última sílaba, disfrutando de las palabras que fluían de su garganta-. Negros, marrones, rojos, blancos, amarillos, mujeres, hombres, niños, somos todos iguales. Hemos nacido de las cenizas de lo ancestral. Somos la Brigada Fénix, los heraldos de la nueva sociedad. Rechazamos los cochinos valores fascistas, sexistas, rancios y amantes de la guerra y del dinero de nuestros padres y miramos hacia un nuevo horizonte. Hoy es el Día Primero del Nuevo Mundo, un mundo que forjamos con armas y balas sobre la carcasa corrupta de esta sociedad trasnochada. El futuro nos pertenece a nosotros, creyentes en la justicia verdadera. ¡Somos la nueva Amérika!
El grupo repitió al unísono:
– ¡Somos la nueva Amérika!
– ¿El futuro es?
– ¡Nuestro!
– ¿Hoy es?
– ¡El Día Primero!
– ¿Somos?
– ¡La Brigada Fénix!
– ¿Qué traemos?
– ¡Pistolas y balas!
– ¿El futuro es?
– ¡Nuestro!
– ¡Muerte a los Cerdos!
– ¡Muerte a los Cerdos!
Olivia levantó su pistola y la agitó sobre su cabeza.
– ¡De acuerdo! -exclamó-. ¡De acuerdo!
Hubo un momento de silencio mientras el grupo permanecía quieto con los ojos fijos en la pistola que agitaba Olivia. Entonces una de las mujeres dejó caer las manos a los lados de su cuerpo y susurró un ahogado ¡Perdónenme! Pasó por encima del montón de armas y echó a correr, cruzando el círculo por el lado opuesto. Sus zapatillas deportivas golpeaban el suelo de linóleo mientras corría por el pasillo y entraba en el cuarto de baño, dando un portazo tras de sí.
Los otros se quedaron en el salón mirándola, después Olivia habló:
– Oye, tú, matemático, será mejor que vayas a ver qué le pasa a tu chica. -Había desprecio en su voz.
Uno de los hombres de barba salió del círculo y echó a correr por el pasillo, deteniéndose en la puerta del baño. Susurró:
– ¿Meg? ¿Me oyes? ¿Estás bien?
El resto del grupo se deshizo. Retiraron las armas y las escondieron. De la cocina salían risas y el ruido de los preparativos del desayuno.
Mientras, el hombre de barba escuchaba el sonido de arcadas detrás de la puerta del baño.
– ¡Vamos, Meg! ¿Estás bien? -continuaba susurrando.
No era consciente de que había alguien detrás de él, y se sobresaltó al oír una voz.
– A lo mejor tu chica no está preparada, ¿no, matemático?
El hombre de barba se volvió abruptamente, su voz llena de tensión.
– ¡Ya te he dicho que lo está! Me lo preguntaste y te dije que sí. Está tan comprometida como cualquiera de nosotros y sabe perfectamente para qué estamos aquí. ¡Así que déjanos en paz un rato, Tania!
– Necesitas purgarte -continuó Olivia impertérrita, su voz llena de desprecio-. Deshacerte de todos tus pensamientos burgueses y sustituirlos por el auténtico fuego revolucionario.
– ¡Ya te he dicho que estamos preparados!
– Me parece que aún estás muy verde, matemático. Todavía arrastras todo lo que aprendiste en el colegio. Sigues siendo un universitario jugando a la revolución.
– Escucha, Tania, yo no estoy jugando a nada y me gustaría que me dejaras en paz. ¿Estamos aquí o no? Ya no soy tu puto matemático. Todo eso se acabó y tú eres quien se empeña en seguir recordándomelo. Ya hemos tenido esta conversación un par de veces y está empezando a hartarme. Lo de la universidad pertenece al pasado, se ha terminado para mí. La Fénix es tan real para mí como para ti y tú tampoco has sido una revolucionaria toda la vida.
– No -replicó Olivia, con voz tranquila y amarga-. Una vez fui un cerdo, pero ya no. Lo he dado todo por el movimiento. Por él cambié de nombre y por él daría mi vida ahora mismo y moriría feliz. ¿Tú morirías feliz, matemático? ¿A qué has renunciado tú? Los cerdos todavía llaman a Sundiata y Kwanzi por los nombres que tenían en la cárcel, pero nosotros los llamamos por sus nombres revolucionarios. Y están dispuestos a morir; han vivido la lucha del gueto y están dispuestos a morir por la lucha de hoy. También los otros, Emily y Bill Lewis -unos nombres norteamericanos, totalmente normales, ¿no?-, ahora son Emma y Che, verdaderos soldados. Aquí todos van en serio, son ustedes los que me preocupan.
– Me gustaría que te dejaras de retórica.
– Tú eres a quien le gusta hablar. Has hablado por los codos de todas las veces que te han gaseado y arrestado y pegado. ¿Dónde están tus cicatrices, matemático? Ya veremos. Ahora vas a tener la oportunidad de devolver los golpes, sólo que me pregunto si serás capaz. Se acabaron las peroratas pacifistas, la desobediencia civil de los domingos. ¡Es la guerra! La han buscado y ahora la van a tener.
– ¿Y tendré que morir para demostrar mi lealtad?
– Otros lo han hecho.
El joven vaciló.
– Ya te lo he dicho, estamos preparados. Haremos lo que tengamos que hacer.
Olivia le lanzó una mirada feroz. Era casi tan alta como él y podía mirarlo directamente a los ojos. Después rio con desprecio y, antes de que el joven pudiera decir nada, giró sobre sus talones y desapareció en dirección al dormitorio de la parte trasera de la casa. El hombre de barba se quedó mirándola un momento, lleno de rabia.
– Se cree la estrella de la función -musitó. Y añadió para sí-: Y lo es. -Se volvió hacia la puerta cerrada.- Vamos, Meg. ¿Estás bien?
Oyó el ruido de la cadena y un segundo después la puerta del baño se abrió despacio.
La muchacha estaba pálida y temblorosa.
– Lo siento, Duncan, me dieron ganas de vomitar, supongo que son los nervios, pero te preocupes, estaré bien. Dime lo que hay que hacer. -Miró hacia la habitación en la que Olivia acababa de desaparecer.- Ya sabes cuál es mi opinión, pero haré lo que me digas.
– Escucha, todos estamos nerviosos. Es un día importante.
– Estaré bien.
– Todo va a salir bien, se trata de un gesto más que nada y no habrá heridos. Así que no estés nerviosa.
Pero ella sabía que no eran nervios. Sabía que había una vida creciendo en su interior y por un instante pensó si era el momento de contárselo. No, decidió, no es el momento ni el lugar. Pero ¿cuándo? Tenemos poco tiempo. Le acarició la mejilla.
– ¿Tú estás bien?
– Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?
– Por nada, sólo me lo preguntaba.
– ¿Por qué? ¿Qué problema podría haber?
Ella se limitó a mirarlo.
– Basta -susurró enfadado-. No empieces tú también. Vamos a hacerlo, lo hemos hablado y ya está. Estoy cansado de manifestaciones, estoy cansado de protestas. No han servido de nada. Hemos discutido esto mil veces. Lo único que entiende la sociedad es la violencia, de manera que hay que apuntarles al corazón. Sólo así quizá cambien las cosas. Es la única vía. -Vaciló un momento y continuó:- Es el único lenguaje que entenderán; atraerá su atención. Hay que hacerlo.
Al principio Megan se quedó callada. Luego dijo:
– Bueno, pues muy bien. Creer que un cambio es posible es una cosa, pero haz el favor de no hablar como Tania, porque tú no eres así.
Él suspiró irritado.
– Ya hemos hablado de esto.
Ella asintió.
– Basta, ¡ahora no! ¡Precisamente ahora no!
La agarró por los hombros, pero no estaba enfadado. Ella le deslizó los brazos alrededor del cuello.
– Ahora no -suspiró él-. Dios, no tenía que haberte traído aquí, éste no es sitio para ti. Lo sabía.
– Mi sitio está donde estés tú -dijo ella y rio-. Madre mía, eso sí que suena cursi. -Sabía que el chiste lo relajaría, pues podía ver la tensión en sus ojos. Esperaba que fuera una tensión generada por la duda. Tengo que encontrar la manera de salir de aquí, pensó. La manera de sacarnos a los dos.
Después de un momento él la soltó.
– Vamos a comer algo -dijo en un tono de voz ya normal, tomándole la barbilla con la mano.
Ella sacudió la cabeza.
– No sé si tengo hambre -dudó, pensativa-. Es curioso -añadió-. En realidad ahora que lo pienso creo que podría comerme un caballo. Con un baño de crema.
– ¿Para desayunar? -rio él.
– Vamos -dijo ella tomándolo de la mano. Pero su sonrisa escondía la ansiedad que la atenazaba. ¡Díselo! Ahora todo es distinto. Ya no somos sólo nosotros dos. Dudaba de ser capaz de encontrar el momento y las palabras adecuados.
Olivia Barrow estaba de pie en el pequeño vestidor del dormitorio trasero mirándose en el espejo. Se había cortado el pelo muy corto, lo que afinaba sus rasgos. Los examinó uno a uno: la nariz recta, los pómulos grandes y la frente ancha que tantas veces impulsaba a su madre a acariciarle la cabeza y a decirle que sería la chica más linda de la fiesta a la que iba, cualquiera que fuera. Se rio en voz alta. Seguramente su madre no se refería a esa clase de fiestas. Recordó que había intentado inscribirla en una escuela de modelos cuando estaba en el primer año de la facultad, y resopló. Necesito una cicatriz, pensó, una marca grande y morada que me recorra y afee la cara, como un gran arañazo en un lienzo. Sería mejor si tuviera un aspecto más vulgar, más anónimo. Si me hubiera vuelto como una de esas hippies gordas y de pelo grasiento, con el pecho y el culo caídos, que recitan mantras sobre la paz, el amor y las flores y parecen ir drogados todo el día, pasaría más inadvertida.
Pero también era consciente de la fuerza que le daba su belleza. Se inclinó con agilidad a tocarse las puntas de los pies y a continuación apoyó las palmas de las manos en el suelo. Era importante mantenerse en forma.
Su madre había sido bailarina. Recordaba verla saltar, girar y volar en su estudio. Siempre había sido fuerte. De pronto Olivia se sintió furiosa. ¿Por qué no había luchado? ¿Por qué había dejado que la enfermedad acabara con su vida? Recordó su asombro al ver cómo el cáncer se llevaba todas las fuerzas de su madre, mermándola por momentos, volviéndola pequeña y patética. Olivia odiaba esos recuerdos, la derrota, los susurros y la ineptitud de los médicos. La resignación impotente de su padre.
Se preguntó qué estaría haciendo ahora. Probablemente estaría metido en su cubil, en un apartamento decrépito frente a Washington Square, leyendo libros de Derecho, preparándose para defender una nueva causa perdida, inevitablemente destinada a fracasar. Mi padre, pensó, con cierta simpatía, siempre luchando contra sus molinos de viento. Si no vienen a su encuentro, ya se ocupa él de ir a buscarlos.
De alguna extraña forma quería y odiaba a su padre al mismo tiempo. Era consciente de lo mucho que le había enseñado, de cómo su compromiso con determinadas causas la había influido. Le había enseñado que una vida sin pasión y sin creencias era fría e insustancial. Le había enseñado que la acción, el deber social, la protesta son los cimientos de la inteligencia. En su apartamento en el Village siempre habían sonado las canciones de algún movimiento de protesta. Recordaba despertarse en brazos de su padre en mitad de la noche mientras éste la trasladaba a dormir con él y su madre para hacer sitio a algún visitante importante, por lo general con barba y portando una guitarra, que pasaba la noche en su cama. Mis primeros sacrificios por la causa.
En tercer curso, cuando sus compañeros hacían comentarios de texto sobre La telaraña de Carlota o El viento en los sauces, ella hablaba de Joe Hill y los Wobblies. * Su memoria retrocedió a cuando, a la edad de siete u ocho años, la llevaron a una sala gigantesca en Greenwich Village llena de cientos de personas que gritaban: ¡Libérenlos! ¡Libérenlos! Más tarde supo que se trataba de un mitin en defensa de Julius y Ethel Rosenberg. Recordó cómo la habían impactado los gritos, la unidad que se respiraba en la atmósfera cargada y acalorada de aquel salón. Estaba convencida de que aquella causa que su padre apoyaba tendría éxito y había llorado cuando leyó el titular en los periódicos unos meses más tarde. ** Al recordarlo ahora rio en voz alta. Así era mi padre, siempre dispuesto a prestar su apoyo, siempre dispuesto a poner el cuerpo, su prestigio, su dinero en defensa de cualquier causa que considerara justa. ¿Y para qué? El Gobierno había asesinado a los Rosenberg. El Estado siempre acababa burlándose de gente como mi padre.
Pero de mí no se reirán.
Pensó de nuevo en su padre. Siempre vestía trajes de corte diplomático de color azul, marrón o gris. Lo llamaba «camuflaje corporativo». Hay que vestir como el enemigo, solía decir riendo. Sabía perder con sentido del humor. Yo no tenía nada contra el sentido del humor, pero odiaba perder. Sus principios eran siempre los correctos, sus ideas políticas, también. Sus causas eran siempre importantes; sus tácticas, sólidas. Sus argumentos legales eran siempre perspicaces. Sus exposiciones siempre directas, impactantes.
Y siempre perdía.
Olivia se miró otra vez en el espejo y borró a su padre de sus pensamientos. Hoy les demostraré a todos que en la acción está la fuerza. Por un instante imaginó los titulares de los periódicos. El plan la llenaba de excitación y miró sus ojos grises en el espejo, buscando en ellos algún defecto. Sonrió satisfecha.
Ninguno.
Habían pasado mucho tiempo mirando, esperando, observando. Se sabía de memoria el itinerario del furgón blindado. Conocía el procedimiento que seguía cada día, cuando recogían los recibos de entrega y depositaban el dinero en el banco. Era siempre en miércoles alternos, después del horario de oficina, cuando había poca actividad en el banco. Ni siquiera se molestaban en destrabar las correas de las fundas de sus revólveres. La semana pasada uno de los guardias había apoyado la pistola en el suelo mientras recogía una de las sacas de dinero que se había caído. Lo vio levantarse resoplando. Parecían hasta aburridos, totalmente relajados y ajenos por completo a lo que se les venía encima.
¿Y por qué no? Es una pequeña población granjera en una región vinícola. Lo que ocurre en San Francisco, a dos horas y un siglo de distancia, no los afecta. Lo que se vive en sus calles se resume aquí en unas cuantas imágenes en las noticias de la noche. Nada de qué preocuparse.
Hasta que yo llegué.
El plan cumpliría dos objetivos políticos. En primer lugar, el dinero provenía en gran medida de una fábrica filial de Dow Chemical. El hecho de que esa pequeña fábrica sólo produjera pesticidas agrícolas y no guardara relación alguna con las plantas mayores productoras de napalm y otras armas químicas carecía de importancia. Y el atraco se haría en una comunidad pequeña y conservadora, un hatajo de republicanos de la línea de Eisenhower, listos para ser atacados. Los policías de aquí son todos hijos de granjeros que terminan perdiendo sus propiedades a manos del banco. Esto les enseñará que la revolución puede estallar en cualquier parte.
Eso era lo que más le gustaba. El elemento sorpresa.
Se miró una vez más, sonriendo al pensar en lo que estaba por venir. Tomó su pistola, apuntó a su imagen en el espejo y permaneció así varios segundos. El tacto de la pistola le producía una sensación casi eléctrica y se dio cuenta de que estaba casi excitada. Con la pistola todavía así sujeta, se llevó la otra mano al pecho y empezó a acariciarse. A todos los guerreros les pasa lo mismo antes de la batalla, pensó.
No se detuvo cuando la puerta se abrió tras ella, era Emily Lewis. Olivia continuó acariciándose el pecho mientras miraba el reflejo de la otra mujer en el espejo.
– Tania -dijo ésta-. ¿Podemos hablar un momento?
– ¿No hemos hablado ya bastante?
– Sí, tienes razón. Pero hay algo en el plan que me preocupa.
Olivia se volvió y rodeó a la mujer con un brazo. Después le masajeó los hombros y le pasó la mano por el cabello rizado, antes de llevarla junto a la cama.
– Cuéntame -dijo.
– Es sobre el plan para escapar. Entiendo lo de las dos furgonetas y lo del cambio. Lo que da miedo es que el camino que usaremos para escapar pasa delante del banco. No sé si seremos capaces de mantener la calma.
– Eso es lo bonito de escapar. Salimos en una dirección y después, antes de que los cerdos se den cuenta, en el momento en que empiecen a perseguirnos, damos la vuelta y los adelantamos en sentido contrario. Tienes razón, habrá que tener mucha sangre fría. Pero somos fuertes. Todo saldrá bien, ya lo verás.
– ¿Crees que será capaz? Quiero decir, de conducir. ¿Y si nos paran?
– Por eso permití que Duncan la trajera. En primer lugar, hará cualquier cosa que él le pida, lo que sea. Y en segundo lugar, no olvides que ni siquiera tiene multas de tránsito. Está totalmente limpia. Y mírala, es el prototipo de chica universitaria progre, con un punto radical. Engañaría a cualquier policía asustado a la caza de un grupo de revolucionarios profesionales. E incluso si nos paran y comprueban su nombre y su carnet de conducir, no encontrarían nada, tendrían que dejarla ir. Y nosotros estaríamos en la parte trasera, partiéndonos el culo de risa.
Emily se recostó en la cama. Sonrió.
– Haces que parezca tan fácil…
– Es que es fácil. Kwanzi y Sundiata lo han hecho ya media docena de veces. Son buenos, conocen su trabajo.
– Sí, excepto que una vez los atraparon.
– Porque sus motivaciones no eran las correctas.
– ¿Y ahora sí?
– Ahora sí -dijo Olivia. Por un instante pensó en lo fácil que le resultaba mentir, y siguió haciéndolo-. Una vez fueron criminales, ahora son revolucionarios y pueden usar su experiencia en beneficio de la revolución.
La mujer de pelo oscuro cerró los ojos.
– Bueno -dijo-. Me gustaría que hubieras elegido algo más tranquilo para la primera acción, pero confío en ti.
– Bien. Piensa en el dinero. Armas nuevas, un cuartel general mejor. La Brigada Fénix será una realidad. Nos convertiremos en una verdadera organización revolucionaria. Será un verdadero hito, sin duda.
Emily rio.
– Dios -exclamó-. Los cerdos se van a poner furiosos.
Olivia se inclinó sobre ella y le acarició la nuca con un dedo.
– Tienes que confiar en mí -dijo-. Hacer lo que yo te diga. Juntos somos un ejército.
– Lo haré. Todos lo haremos.
Su dedo siguió avanzando, desabrochando los botones superiores de la blusa vaquera de la otra mujer, después recorriendo la forma de sus pechos. Emily cerró los ojos.
– Bill se pone celoso cuando hacemos esto -dijo, estremeciéndose cuando Olivia posó la mano en su vientre. Después levantó la suya para acariciarle el pelo rubio-. Tendrá que aceptar que te quiero -dijo.
– Y yo a ti -contestó Olivia mientras le desabrochaba los pantalones vaqueros-. Siempre te he querido y siempre lo haré. Sólo me importas tú, para mí no hay nadie más. Cuando todo esto acabe, nos iremos juntas y empezaremos de nuevo, libres de todos estos vividores y parásitos políticos. Nos dedicaremos al nuevo mundo. Nosotras somos la auténtica Brigada Fénix. Las dos juntas.
Emily rio.
– Todos estamos excitados hoy. Me parece que más de uno va a echarse un polvo esta mañana.
Las dos mujeres rieron juntas y se desnudaron rápidamente. Mientras Olivia se colocaba encima de Emily vio que la puerta del dormitorio se abría ligeramente. Podía escuchar una respiración.
– Pasa -ordenó. Esperó hasta que vio la cara barbuda del amante de la mujer-. Puedes mirar -le dijo a Bill Lewis con brusquedad-. Pero no hables ni hagas nada. Sólo puedes mirar.
Era una orden en toda regla que no dejaba lugar a discusión. Señaló con la cabeza hacia la esquina de la habitación. El hombre se sonrojó visiblemente y la cicatriz de su cara brilló como un relámpago. Dudó y después asintió. Caminó hasta el lugar indicado sin decir palabra. Olivia sonrió, sintiendo el poder en su interior, y se deslizó hasta colocarse sobre su pareja.
Poco antes de mediodía la brigada se reunió en la sala de estar.
– Muy bien -anunció Olivia-. Vamos a repasar las tareas de cada uno. Es importante que todo el mundo tenga muy claro lo que tiene que hacer.
Señaló a Emily.
– ¿Cuál es tu función?
– Primero estoy en el banco, en el mostrador, rellenando un formulario. Me ocupo del vigilante cuando los hermanos se dirijan al furgón blindado.
Olivia giró con agilidad y señaló a los dos hombres negros. Kwanzi contestó:
– Nosotros empezamos la diversión. Neutralizamos a los guardias del furgón, justo cuando estén entrando en el banco. Sundiata se ocupa del interior, yo estaré afuera.
– ¿Che?
– Yo me ocupo de los cajeros, asegurándome de que nadie pulse la alarma.
Olivia asintió, después se volvió hacia Duncan:
– ¿Y?
– Yo conduzco la primera furgoneta. Estaciono en la esquina de River y Sunset, de manera que pueda ver la fachada del banco. En cuanto vea que entran Kwanzi y Sundiata, estaciono en la puerta y abro las puertas traseras.
– ¿Y luego?
– Espero.
– Bien, ¿Megan?
Megan suspiró profundamente y tratando de que no le temblara la voz dijo:
– Me quedo en la segunda furgoneta estacionada detrás de la farmacia con el motor en marcha y espero hasta que aparezca la primera furgoneta. Luego todos se suben. Arranco despacio y bajo por Sunset pasando delante del banco.
– Bien.
Olivia dudó un segundo:
– ¿Y dentro del banco?
Kwanzi se apresuró a responder.
– Nada de disparos si no es imprescindible. Si no hay más remedio apuntamos al techo. Recuerden, nada atrae más rápido a los cerdos que los disparos.
Todos asintieron.
– Y no quiero una condena por asesinato.
– Creo que todos deberíamos llevar los seguros de las armas puestos -dijo Duncan-. Así nos aseguraremos de que no haya fallas. Tenemos que tener claros los objetivos: tomar el dinero, lanzar un mensaje. Si nos ponemos a disparar la prensa de los cerdos nos tratará como a vulgares ladrones de banco.
Los otros asintieron. Olivia habló:
– El hermano tiene razón. Recuerden por qué estamos aquí y que a nadie le entren ganas de disparar.
– ¿Y qué pasa si los guardias sacan sus pistolas? -preguntó Emily.
– Eso no pasará. Una vez que los tengamos bajo control, cooperarán -contestó riendo-. Después de todo no es su dinero.
Todos sonrieron.
– Ya verán, estaremos fuera antes de que se den cuenta de lo que está pasando.
Sundiata intervino:
– Otra cosa. No toquen los cajones de los cajeros, puede que tengan dinero ahí, pero también billetes marcados y alarmas. Por lo tanto, que nadie se ponga avaricioso. Queremos el dinero del furgón, hermanas y hermanos, así que tranquilos.
Hubo murmullos de aprobación.
– Podría haber hasta cien de los grandes.
La cifra, dicha en voz alta, todavía los impresionaba. Transcurridos unos segundos, Olivia habló de nuevo.
– ¿Alguna pregunta?
– ¿Quién vigilará?
Olivia contestó:
– Yo. Estaré en la puerta vigilando la calle. En cuatro minutos estarán afuera. El tiempo de reacción mínimo, suponiendo que haya alguien lo suficientemente estúpido como para pulsar la alarma, es de cinco minutos. Tenemos sesenta segundos para salir de allí antes de que llegue la policía. Y los cerdos irán seguramente directos al banco en lugar de buscarnos a nosotros. Así que recuerden, cuando diga ¡Vamos!, todos afuera. ¿Entendido?
– La hermana tiene razón -dijo Kwanzi-. Cuando a Sundiata y a mí nos atraparon en la licorería fue porque no salimos de allí a tiempo. Así que, que nadie la cague.
– Somos un ejército -continuó Olivia- y tenemos que actuar como tal.
– Así será -dijeron los dos hombres al unísono.
– Recuerden -dijo Olivia-. Salimos en el mismo orden que entramos. Directos a la parte trasera de la furgoneta.
Hubo risas nerviosas.
– Bien -dijo Olivia mirando su reloj-. Ya falta poco. Nos vamos en una hora.
El grupo tardó unos instantes en romperse. Kwanzi sacó una botella de whisky, dio un bien trago y se la pasó a Sundiata.
– Tomen -dijo éste pasándola al resto-. Les calmará los nervios.
Los dos hombres negros se cruzaron una mirada y rieron. Putos maricones machistas, pensó Olivia. Dos maricas presidiarios, y se creen que soy lo suficientemente tonta como para fiarme de ellos. Se creen que nos están engañando con su falso rollo revolucionario y sus apodos africanos. Los tengo calados. No saben con quién están tratando. Están jugando con fuego y terminarán quemándose.
Megan arrinconó a Duncan en la cocina. Estaba sentado a una mesa barata, de linóleo, sus ojos fijos en una pistola y una caja de cartuchos. Levantó la vista cuando ella entró.
– No creo que vaya a necesitar esto, Meg. Sólo voy a conducir y más me vale tener las dos manos en el volante.
Sonrió a medias, tratando de parecer tranquilo pero sólo consiguió esbozar una mueca de preocupación.
– ¿Sabes? Toda esta semana pasada he estado aterrorizado imaginando que me disparaba una pierna. ¿Es extraño, no? Cómo concentra uno todos sus miedos en una fantasía concreta. Me veo delante del banco, junto a la furgoneta con la pistola en la mano. Entonces se dispara. Todo ocurre en cámara lenta y puedo ver cómo la bala entra en mi pierna. No me duele ni nada pero hay sangre y ya no puedo conducir, así que me dejan atrás. Sólo de contarlo me entran sudores fríos.
Sacudió la cabeza.
– Raro, ¿no?
– Pues no sé. Has estado muy inquieto mientras dormías, también.
– Desde luego no estoy durmiendo bien, lo admito y estoy todo el día cansado.
Megan suspiró profundamente y echó una mirada rápida alrededor. Los otros se habían dispersado por la casa, así que parecía que tenían unos momentos a solas. Ahora, se dijo, cuéntaselo.
– Duncan, ¿estás seguro de lo que vamos a hacer?
Vio cómo se enfadaba y se maldijo interiormente. No había podido empezar la conversación de un modo peor.
– Espera, ya sé lo que vas a decir -añadió rápidamente haciendo esfuerzos por controlarse-. Estoy de acuerdo contigo en lo del compromiso y la necesidad de actuar. Estoy de acuerdo en que hay que hacer algo. Pero, míranos, ¿estás seguro de que ésta es la manera correcta?
– No voy a discutir esto otra vez -cortó él.
Cabezota, pensó. Cuando se pone así lo odio tanto como lo quiero. Toma una decisión y a la mierda las consecuencias. No tiene en cuenta a nadie más. Bueno, pues ahora hay algo que tendrá que considerar.
Tomó aire.
– Creo que… estoy embarazada.
La cara de Duncan reflejó en un instante una mezcla de asombro, estupefacción y un asomo de alegría. La miró durante unos segundos; después preguntó:
– ¿Que crees qué?
– Ya me has oído.
– Repítemelo.
– Creo que estoy embarazada.
– ¿Embarazada? ¿Vas a tener un bebé?
– ¡Duncan, por favor!
– Bueno, es que es tan… es…
– ¿Qué?
– Pues, maravilloso. Vamos a tener un bebé. Supongo que deberíamos casarnos, ¿no? Ya puestos, hacer las cosas bien, ¿no? ¡Madre mía! ¿Estás segura?
– No, pero tengo todos los síntomas. Debería ir al centro de salud y hacerme las pruebas, pero estoy casi segura.
Levantó la vista, miró al Duncan que creía conocer tan bien, mitad niño entusiasmado, mitad hombre preocupado, y leyó en su rostro un entusiasmo que no había visto hacía meses. Eso la consoló; durante unos segundos los planes para el día habían quedado a un lado.
Duncan se reclinó en su silla.
– No sé qué decir -sonrió-. Quiero decir, esto es importante. Todo el mundo se pregunta alguna vez cómo reaccionará cuando le den una noticia como ésta. Joder. Pero nada que ver. Esto es como subirse a una montaña rusa en marcha… Madre mía, deberíamos llamar a tus padres. Hace meses que no hablas con ellos. Se van a llevar una sorpresa…
Lo miró y sólo vio al Duncan que amaba, observándolo mientras digería la noticia, obviamente encantado, confundido, orgulloso. Sin embargo, de pronto su rostro reflejó preocupación y pareció vacilar un instante antes de seguir hablando.
– Perdona, lo siento, no te lo he preguntado. Tú quieres tener el niño, ¿no? ¿A lo mejor estabas pensando en no tenerlo?
– Duncan. ¡Por Dios!
– Bueno, lo siento. Pensé que era mejor asegurarme. -Sonrió de nuevo, ajeno a lo siniestro del entorno en que se encontraban.
– Vaya, vaya, esto sí que ha sido una sorpresa. Es…
Se interrumpió a mitad de la frase y miró el arma que tenía enfrente.
– Oh, no -dijo-. Ahora lo entiendo.
Miró intensamente a Megan.
– No me estás mintiendo, ¿verdad? Esto no será alguna…
Ella lo interrumpió:
– Vamos, Duncan. ¿Crees que mentiría en algo así?
Lo espontáneo de su reacción lo convenció.
– No, no. Lo que quiero decir es que ahora que sabemos esto y lo que estamos a punto de hacer…
Se calló y dejó caer los hombros.
– Esto es una mierda -dijo-. Una puta mierda.
Miró el arma y después a Megan.
– Lo que quiero decir es ¿qué vamos a hacer?
– Esto cambia las cosas -insistió ella.
– Desde luego que las cambia. ¿O no? Quiero decir, ¿cuál es la diferencia? No podemos echarnos atrás ahora. ¿Qué hay de nuestras convicciones, de nuestro compromiso?
Megan se dispuso a contestarle, las palabras bullendo en su cabeza, deseando salir, pero se contuvo al oír un ruido de pasos apresurados que se acercaban a la cocina. Con la boca aún abierta y la mano levantada en dirección a Duncan alzó la vista y vio cómo hacían su aparición Bill y Emily. Che y Emma, pensó, los «revolucionarios».
¿Qué estamos haciendo aquí?, se preguntó, pero no tuvo tiempo de darse una respuesta.
Emily llevaba una escopeta automática del calibre 12. Accionó con violencia el mecanismo de recarga haciendo caer un cartucho vacío. El chasquido hizo sentir a Megan como si tuviera un témpano de hielo en el estómago.
– Es la hora -dijo Emily con voz fría y calmada-. En marcha.
– Preparados, listos, ya -dijo Bill, que se había anudado un pañuelo al cuello para ocultar su cicatriz-. Es hora de entrar en acción. Vamos por ellos.
Asombrada y desesperada, Megan vio como Duncan ajustaba el cargador de su pistola y se levantaba, fijando el arma a su cinturón.
Duncan se sentía mareado, como si cientos de manos lo obligaran a dar más y más vueltas. Entonces los dos, como arrastrados por una marea violenta, cruzaron la puerta detrás de Emily y Bill y los siguieron por el pasillo.
En la planta de American Pesticide, en Sutter Road, dos hombres estacionaron un viejo furgón blindado cerca de la entrada principal, entraron en el edificio y se dirigieron hacia la oficina del supervisor. Uno era corpulento, con la cara enrojecida por el esfuerzo y de edad cercana a los sesenta. Su compañero era delgado y rondaba la treintena. Parecía inquieto, lleno de energía nerviosa y no paraba de quitarse la gorra azul pálido, al estilo de las de la policía, para pasarse la mano por los cabellos y volver a ponérsela. El hombre más mayor terminó por agarrarle el brazo para obligarlo a caminar más despacio.
– Escucha, Bobby, muchacho, tranquilízate. Tengo intención de llegar a la jubilación, y si sigues corriendo así no voy a poder. Me va a dar un infarto y voy a caer redondo. Y a ver cómo le explicas eso al jefe.
– Lo siento, señor Howard. Iré más despacio.
– Y por favor, muchacho, llámame Fred.
– Muy bien, señor Howard.
Continuaron avanzando por el corredor a paso ligero. Transcurrido un segundo el mayor de los dos habló de nuevo.
– Ésta debe de ser tu primera misión, por lo nervioso que estás…
El joven asintió.
– Sí. Hasta ahora lo único que he hecho es vigilar grandes almacenes por la noche durante dos meses, desde que me licencié del ejército el pasado abril. No puede decirse que fuera un trabajo de verdad, como éste.
– Eso es cierto. ¿Has estado en Vietnam?
– Sí.
– ¿Y has visto mucha acción?
– Bueno, supongo que sí. Estuve en un par de tiroteos, pero gran parte del tiempo hice lo que todo el mundo allí: estar escondido en la selva sin ver prácticamente nada, intentando no volverte loco ni morir. ¿Sabe a lo que me refiero?
– Claro. Y entonces, ¿por qué estás tan nervioso ahora?
– Nunca he tenido que transportar dinero. Y menos dinero de otros.
El hombre mayor rio.
– Pues será mejor que te acostumbres, hijo, si quieres conservar el empleo.
El hombre joven sonrió.
– Éste es como un trabajo de transición para mí.
– ¿Has hecho la solicitud para entrar en la policía?
– Sí, me he presentado a las pruebas para la policía local y la nacional. Mi tío fue poli. Es un buen oficio.
– Bien por ti, chico. La mayoría de los jóvenes no quiere saber nada de la policía hoy día. Sólo quieren ser hippies y pasarse el día fumando marihuana. Pero ser policía está muy bien. Ayudar a los demás, hacer lo correcto, ya sabes, para la sociedad y eso. Yo también he sido policía.
– ¿En serio? No lo sabía.
– Sí, estuve en la policía militar en Corea y después veinte años en el cuerpo, en Parkersville. Solos yo y otros tres agentes. Me retiré hace unos cuantos años y empecé a trabajar para Pinkerton. Ocho meses más y me darán las tres pensiones: la del ejército, la del cuerpo de Parkersville y ésta. Todos los meses, como un reloj.
– Vaya, señor Howard. No está nada mal. ¿Y qué va a hacer?
– Voy a comprarme un remolque y a llevar a mi mujer a Florida una temporada. Dedicarme a pescar.
– ¡Vaya! Eso suena bien.
– Desde luego que sí.
El hombre mayor señaló hacia un despacho:
– Es aquí. Oye, chico, ¿alguna vez has visto juntos -consultó el recibo- veintinueve mil novecientos noventa y tres dólares y treinta y siete centavos?
– No, señor.
– Bueno, pues vas a hacerlo ahora mismo. Y no empieces a ponerte nervioso otra vez, porque esto no es nada. Espera a que tengamos que llevar un millón.
Sonrió al joven y abrió la puerta de la oficina del supervisor. Entraron.
Una joven secretaria sonrió al guardia de mayor edad.
– Fred Howard, cinco minutos tarde, como de costumbre. ¿Qué tal estamos hoy?
– Estupendamente, Martha. Como siempre, pendiente del reloj, ¿no?
La secretaria rio y preguntó:
– ¿Dónde está hoy el señor Williams?
– Está con gripe, el muy soso.
– ¿Y no me vas a presentar a tu nuevo compañero?
El hombre mayor rio.
– ¡Pues claro! Martha, éste es Bobby Miller. Bobby, te presento a Martha Matthews.
Los dos jóvenes se estrecharon la mano y el muchacho farfulló un «hola».
– Tendrás que mejorar eso, si pretendes pedirle una cita a esta chica algún día.
Ambos jóvenes se sonrojaron.
– ¡Fred! -exclamó ella-. ¡Eres un viejo chocho incorregible!
Fred rio:
– No sé a qué te refieres.
La muchacha se volvió hacia el hombre más joven.
– No le hagas caso. No es más que un abuelo. ¡¡Deberían haberlo jubilado hace cien años!!
El hombre mayor rio, encantado de que le tomaran el pelo.
– ¿Éste va a ser tu nuevo destino? -le preguntó la chica al joven.
– Creo que sí -asintió-. Al menos hasta que me incorpore al cuerpo.
– Va a ser un poli de verdad, Martha. Y uno bueno, estoy seguro.
– Bueno -dijo la chica sonriendo-. Eso está bien, muy bien. Pues yo estoy siempre aquí, así que nos veremos la próxima vez que vengas.
El guardia de mayor edad silbó antes de que ninguno de los jóvenes pudiera hablar y la secretaria se volvió hacia él.
– Bueno, Fred, ya sabes dónde está el dinero. Fírmame aquí, viejo moscardón, y sal antes de que cierre el banco.
Sonrió al hombre, que garabateó su nombre en algunos documentos.
Ya en el furgón, mientras se dirigían hacia el banco, en Sunset Street, Fred dijo:
– Creo que le has gustado. ¿Tienes novia?
– No, señor. ¿De verdad cree que le he gustado?
– Desde luego.
El joven rio:
– Bueno, puede ser. Tal vez la invite a salir.
– Es una buena chica -dijo Fred-. Empezó de mecanógrafa en el almacén y enseguida la ascendieron a secretaria del supervisor. Tiene una cabeza bien amueblada.
– Eso no es todo lo que tiene -dijo el joven.
Los dos hombres rieron. Tras un instante de silencio, el mayor preguntó:
– Entonces dime, cuando estuviste en Vietnam, ¿la cosa se puso fea?
– Un par de veces, durante los fuegos cruzados; estaba oscuro y disparabas a ciegas, sin saber si estabas dando en algún blanco. Pero conseguía asustarlos. -Sonrió.- No estuvo tan mal, en realidad.
– Corea fue una mierda. Por lo menos ustedes no se congelaron de frío. Pero cuando más miedo he pasado yo fue durante una persecución a unos tipos que habían atracado una licorería. Conducían un Corvette y yo mi coche patrulla. En las rectas podía alcanzarlos, pero cada vez que llegábamos a una curva, reducían la marcha y salían disparados. Pensé que me iba a matar, con la velocidad a la que iba, así que casi fue un alivio cuando se salieron de la carretera y los de la policía estatal y yo empezamos a dispararles. Las balas volaban por todas partes, pero al menos tenía los pies en el suelo, si sabes a qué me refiero.
El joven asintió y ambos rieron.
– Gajes del oficio.
Detuvo el furgón delante del banco.
– Bueno, ya estamos. Yo agarro el rifle.
– Si no le importa, señor Howard, prefiero llevarlo yo.
– ¿Pasa algo?
– Bueno, es que nunca he llevado tanto dinero encima y me pone nervioso. Creo que prefiero llevar el rifle.
El hombre mayor rio:
– Como quieras. Pero recuerda, chico, la próxima vez no te libras de llevar las bolsas.
El más joven asintió, sonrió e hizo girar el cargador del revólver; a continuación desató la correa de la funda.
– Yo normalmente no me molesto en hacer eso -dijo el hombre mayor-. Todo lo que tenemos que hacer es tomar las sacas, ponerlas en el carrito, llevarlas a los sótanos del banco, firmar un recibo y hemos terminado.
– Pues vaya, señor Howard, en el cursillo de formación fueron muy específicos con los detalles.
– Te diré una cosa, hijo. Esta vez, porque estás tú, lo haremos todo según el reglamento. Luego verás que esto es coser y cantar. El guardia que está adentro es Ted Andrews, un antiguo policía de San Francisco al que dispararon en una pierna hace diez años. No sé cuál es tu opinión de los negros, pero él es un viejo amigo, así que sé educado.
– Sí, señor.
– A veces cuenta cosas. Podrás aprender mucho sobre lo que hace falta para ser un policía.
– Sí, señor.
El hombre mayor desató la correa de la funda de su revólver.
– Vamos allá -sonrió-. Todo según el reglamento.
Esperó un instante, inspeccionando primero la calle a través del parabrisas del furgón y después girando el espejo retrovisor para ver si había alguien detrás.
– Por la derecha despejado.
– Por la izquierda despejado.
– Voy a salir. Cúbreme.
– Bien.
– El hombre mayor bajó del furgón y lo rodeó hasta el asiento del copiloto.
– Vía libre por aquí. Te cubro.
– Salgo.
– El hombre más joven salió del furgón empuñando el rifle.
– Voy atrás.
– Lo cubro. Veo al guardia del banco que viene hacia aquí.
– Puertas abiertas. Tengo el dinero. Vamos con el carrito.
– Lo sigo cubriendo. Adelante, señor.
– Vamos allá, hijo.
Entraron al banco por la primera puerta, el hombre mayor revólver en mano, y el más joven empujando un carrito de mano con tres sacas de dinero. El mayor levantó la vista para saludar a su amigo el guardia, cuando vio a un hombre negro menudo dentro del banco caminando hacia aquél. No pensó, no calculó, se limitó a seguir su instinto, agarrar su arma y gritar:
– ¡Posible peligro a la vista!
El guardia joven se volvió con rapidez y vio a un segundo hombre negro salir de detrás de la esquina del banco y detenerse mirando hacia él a unos seis metros de distancia. Parecía disponerse a sacar algo.
¿Es esto real?, se preguntó el joven guardia de repente. Pero se oyó a sí mismo gritar:
– ¡Alerta! ¡Tú, detente!
El hombre negro de la calle ignoró la orden. El joven guardia lo vio sacar un arma de su gabardina y apuntarle.
Esto no tenía que pasar, pensó. Después gritó:
– ¡Está armado!
Mientras, disparos de bala cortaban el aire. Disparó mientras se acuclillaba detrás del furgón, pero no lo suficientemente rápido como para evitar la bala de Kwanzi, que lo alcanzó en el muslo. Gritó:
– ¡Me han dado! ¡Me han dado! ¡Una ambulancia! ¡Dios mío! ¡Señor Howard, ayuda! ¡Una ambulancia!
El guardia mayor no se volvió; en su lugar, intentó entrar en el banco con el carrito del dinero. Cuando vio la pistola del hombre negro que tenía enfrente sacó su arma. Pudo hacer fuego una vez antes de oír ruido de disparos, después sintió como si le golpearan con fuerza en el pecho y cayó de espaldas atravesando la puerta de vidrio, que se hizo añicos. Intuía que algo grave estaba pasando y no entendía por qué le costaba tanto trabajo respirar. No conseguía relacionar ese hecho con la gran mancha de sangre que se extendía sobre su pecho.
Dentro del banco, Sundiata apuntó con su arma a los cajeros, buscando con la mirada al guardia de seguridad. Todo era ruido y confusión. En uno de los mostradores Emily sacó una pistola de debajo de su abrigo. Se le enganchó en el bolsillo y estuvo a punto de caer al suelo. Empezó a gritar:
– ¡Todo el mundo quieto! ¡Que nadie se mueva!
También ella buscaba al guardia de seguridad. Por su parte, Bill, agitando el arma ante los empleados del banco, gritaba:
– ¡No quiero ni un solo movimiento!
Nadie les obedecía, la gente corría en todas direcciones y se escondía detrás de mesas, sillas, mostradores, lo que encontraba. Algunos se agazapaban en los rincones. La pequeña sucursal era un auténtico caos.
El guardia de seguridad del banco había aprovechado los primeros segundos de confusión para esconderse debajo de una mesa. Desenfundó su arma y, tras inspirar profundamente, se levantó, cubriéndose con la mesa y empuñando la pistola con ambas manos. Cuando estuvo a unos tres metros disparó cuatro veces a Sundiata, que giró como un trompo y seguidamente se desplomó en el suelo.
La gente del interior del banco comenzó a chillar y sus gritos se mezclaron con el estruendo de las alarmas, que saltaban en ese momento. Para los miembros de la brigada que estaban adentro, aquel rugido que les impedía pensar con claridad significaba que su plan había fracasado.
Emily, la boca abierta de par en par, tenía los ojos fijos en el cuerpo de Sundiata, que había caído literalmente a sus pies. De pronto recordó que el vigilante era responsabilidad suya, así que se giró hacia donde estaba éste y disparó su arma. El retroceso la impulsó de espaldas y la bala atravesó los vidrios pasando por encima del vigilante, agazapado bajo la mesa. Éste tenía que sacar balas de recarga de su cartuchera. Siempre había pensado que las llevaba como objeto decorativo más que nada, y sus dedos se movían con torpeza. Al escuchar un ruido a escasos metros, levantó la vista. Una mujer alta y atractiva le apuntaba con una escopeta del 45. Estaba lívida.
– Cerdo -dijo. Y disparó. La bala estalló en la mesa, cerca de su cabeza, rozándole la oreja y llenándole la cara de esquirlas de madera. Cayó de espaldas, ensordecido por el ruido del disparo.
Olivia gritó algo incomprensible, apuntó de nuevo y apretó el gatillo.
El arma se engatilló.
Intentó frenéticamente apretar el gatillo mientras profería gemidos. Mientras, el vigilante recargó su revólver, encajó el cargador con un chasquido y lo dirigió hacia Olivia. Apuntó con cuidado, todavía asombrado de estar con vida, de poder defenderse.
No vio a Emily cruzar el vestíbulo, levantar su escopeta y, sin apuntar siquiera, hacer un segundo disparo, que le dio en la cabeza y en los hombros, haciéndolo caer de lado sobre la mesa, donde permaneció, retorcido y roto, muerto al instante.
Olivia tiró su pistola y tomó la del vigilante. Se volvió hacia Emily mientras pensaba: Así no. Esto no era lo que habíamos planeado.
Al otro lado de la calle, Duncan estaba paralizado por el miedo.
Había visto a Kwanzi doblar la esquina de la entrada del banco exactamente según lo planeado y había puesto el motor en marcha. Pero no había avanzado más que unos pocos metros cuando el estruendo del primer disparo había roto la normalidad de la calurosa tarde. Había pisado los frenos, que chirriaron, mientras veía al joven guardia del furgón blindado disparar y tirarse al suelo. No podía ver el interior del banco; el resplandor de la calle pareció intensificarse de pronto, haciendo imposible distinguir nada. Se volvió y vio a Kwanzi caer de espaldas por el disparo, contra un muro de color rojizo. Después vio cómo se deslizaba hasta quedar sentado, dejando una gran mancha de sangre en la pared.
Duncan trató de proferir algún sonido, pero no pudo. Miró hacia otro lado y vio una de las ventanas del banco estallar y hacerse añicos. Del interior salían ruidos de disparos que parecían que iban a alcanzarlo.
Por un momento asió su arma, olvidándose de pensar o de seguir cualquier instrucción. Abrió la puerta de la furgoneta y de dispuso a bajar.
Entonces saltó la alarma del banco.
Se detuvo, como paralizado por aquel sonido horrible. Después escuchó la primera sirena, luego otra, y otra más, primero lejos pero acercándose.
Dios, pensó, la policía. Vienen hacia aquí. Están llegando.
Pensó en Olivia y los otros dentro del banco y los imaginó muertos, víctimas de los disparos. Pensó en Megan, esperando a unas cuadras de distancia. Está sola, pensó. Sola.
Se detuvo con medio cuerpo fuera de la furgoneta, el arma aún en su mano derecha, sobre el volante.
No sabía qué hacer.
Olivia gritó:
– ¡Nos vamos! ¡Ahora! ¡Se acabó!
Escuchó las sirenas cada vez más cerca y cruzó la entrada de un solo salto. Emily estaba quieta, paralizada, mirando el cuerpo del vigilante muerto. Olivia entonces la agarró del brazo:
– Nos vamos -dijo-. ¡Ya!
– ¿Dónde está Bill?
Olivia no tenía ni idea.
– ¡Está saliendo! ¡Vámonos ya!
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Emily-. No entiendo.
– No hay nada que entender -dijo Olivia-. Se acabó.
Arrastró a Emily un par de metros, dirigiéndola hacia la salida, hasta que el instinto de conservación de la mujer la hizo reaccionar y comenzó a correr a su lado. Ambas podían oír las sirenas de la policía cada vez más cerca.
Cruzaron rápidamente las primeras puertas y Emily miró hacia el cuerpo de guardia mayor y se detuvo bruscamente.
– ¡Dios mío!
Se llevó la mano a la cara.
– ¡No te pares! ¡No te pares! -bramó Olivia agarrándola otra vez del brazo-. ¡Tenemos que seguir! ¡Vamos, vamos!
Hizo saltar a Emily por encima del cadáver y la empujó a la calle. Emily cayó en la acera y vio el cuerpo de Kwanzi.
– ¡No! -gimió-. ¡Él no!
– ¡Basta! -gritó Olivia-. ¡No mires! ¡Tenemos que escapar!
Con gran esfuerzo levantó a Emily del suelo. Sentía tensarse todos los músculos de su cuerpo, como si alguien le estrujara las entrañas. Tenemos que escapar, pensó. Así podremos empezar de nuevo.
– Vamos, hay que irse. Todo saldrá bien.
Olivia arrastró a Emily calle bajo. Vio la furgoneta a una cuadra y media de allí, con Duncan parado, un pie adentro y otro afuera. Sus ojos se encontraron durante un instante. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¡Tendrías que estar aquí!, gritó Olivia mentalmente. ¡Vamos, Duncan, sálvanos!
Agitó el brazo para llamar la atención de Duncan, pero entonces Emily tropezó y Olivia tuvo que sujetarla con ambas manos para evitar que se cayera.
Volvió a levantar la vista en dirección a Duncan. ¡Ven aquí!, gritó para sí.
Cabrón miedoso, pensó. ¡Cobarde! Sólo pronunciar esta palabra la llenaba de furia.
Levantó de nuevo a Emily y dijo:
– Tenemos que correr. Vamos. Podemos hacerlo. Podemos escapar. No está lejos.
Acababa de empezar a tirar de Emily en dirección a Duncan cuando el primer coche patrulla dobló la calle a gran velocidad, haciendo chirriar sus cuatro ruedas y deteniéndose bruscamente a escasos metros de donde se encontraban. Olivia levantó el arma que le había sacado al vigilante muerto y disparó hacia un agente de policía cuando éste salía del coche para ponerse a cubierto. Entonces apareció un segundo coche patrulla, que frenó hasta bloquearle el camino hacia Duncan y la furgoneta. Después llegaron un tercer vehículo y un cuarto. Olivia se volvió hacia el banco mientras seguía sujetando a Emily.
– ¡Vamos! -le gritó a su amante-. ¡Si conseguimos entrar podemos tomar rehenes!
Fue entonces cuando vio al guardia joven herido. Se había acurrucado delante del furgón blindado dejando un rastro de sangre tras él. Le disparó a la cara, pero él se agachó y la bala se estrelló contra el faro del coche haciéndolo estallar. El guardia les apuntaba con su arma.
– ¡No! -gritó Olivia.
Emily se volvió y levantó su arma.
– ¡No! -gritó de nuevo Olivia.
El joven guardia disparó.
– ¡No! -gritó Olivia por tercera vez.
El impacto la separó de Emily.
Olivia dejó escapar un grito de angustia mientras trataba de asir a su amante y retenerla contra el impulso que la había empujado de espaldas. Se giró y miró calle abajo. Emily, tumbada boca arriba en el suelo, intentaba respirar. En lugar del pecho tenía una gran masa de sangre, huesos y carne desgarrada. Dirigió a Olivia una mirada de perplejidad, como esperando que ésta la tranquilizara.
Después murió.
Olivia gritó:
– ¡No! ¡No! ¡No! -Y cayó de rodillas junto a Emily. Tiró la pistola y tomó la cabeza de Emily en sus brazos.- ¡No! -gritaba una y otra vez, echando la cabeza hacia atrás como un animal desesperado. De repente, la invadió la rabia, tuvo el primer pensamiento concreto en lo que le habían parecido horas: ¡Matarlos a todos! ¡A todos!
Alargó el brazo para recoger su arma.
– ¡No lo hagas!
Se volvió y se dio de bruces con el cañón del revólver de un agente de policía.
Dejó escapar un grito gutural mientras retrocedía y se agachaba de nuevo junto al cuerpo de Emily. Levantó la cabeza una vez buscando a Duncan y maldiciéndolo, pero sólo vio el círculo de policías que se había formado alrededor de ella. Así que cerró los ojos y se abandonó a la oscuridad, a la agonía, a la desesperación y a las primeras punzadas de un odio profundo que empezaba a corroerle las entrañas.
Duncan vio todo lo que ocurrió. Después salió de la furgoneta y escondió la pistola bajo la camisa, resistiendo un fuerte impulso de salir corriendo. Camina. Nadie te ha visto. Camina. Nadie lo sabe. Camina, joder. ¡Camina!
Retrocedió calle abajo y cuando llegó al final de la cuadra, dobló la esquina y siguió caminando a paso ligero. Se metió entre dos edificios y apretó el paso. Se oía a sí mismo jadear cada vez más fuerte conforme lo invadía una sensación de pánico. Finalmente echó a correr por un callejón, el corazón latiendo desenfrenado y esperando toparse en cualquier momento con un coche de policía acelerando detrás de él.
También Bill Lewis vio todo lo que ocurrió desde la relativa seguridad de la oficina del banco. Vio a Olivia agarrar a Emily y arrastrarla hacia la salida.
No tenemos el dinero, pensó. No tenemos nada. Miró a su alrededor, a los cajeros y otros empleados del banco, a la gente dispersa con los brazos en alto en señal de pánico y rendición.
¿Qué ha pasado?, se preguntó casi con frialdad. Todo ha salido mal.
No había dado ni tres pasos al frente cuando vio el primer coche patrulla frenar bruscamente en medio de la calle.
No, pensó. Así no. Retrocedió, alejándose del tiroteo de la calle. ¡Tengo que salir de aquí como sea!
Se giró y agarró a una cajera por el brazo, apuntándole con la pistola a la barbilla. Se dio cuenta de que, a pesar del tiroteo, él no había hecho ni un solo disparo y se preguntó con curiosidad si eso cambiaría en algo las cosas.
– ¡Dame el dinero! -gritó. Se sorprendió al escuchar su propia voz, al darse cuenta de que era capaz de reaccionar, de no quedarse paralizado ante lo que estaba sucediendo. Dejó que el instinto y la adrenalina guiaran sus actos. Soltó a la cajera y empezó a meterse fajos de billetes bajo la camisa.
– ¡Fuera! -le gritó-. ¡Por la puerta de atrás! ¡Sácame de aquí!
La cajera señaló con el dedo y Bill la arrastró hacia la parte de atrás.
Vio una puerta de salida de incendios y el cartel: SALIDA DE EMERGENCIA.
Desde luego, esto es una emergencia, pensó. Empujó la puerta y ésta se abrió de par en par activando otra alarma cuyo alarido se sumó a los ya existentes. Soltó a la cajera dándole un brusco empujón y corrió hacia un callejón. Podía oír más disparos procedentes de la parte delantera del banco. Siguió corriendo, pensando únicamente en alejarse de allí el máximo posible, alejarse del ruido de los disparos.
Entonces se dio cuenta: Están todos muertos. Por un instante pensó en su mujer y en Olivia y casi se detuvo. La emoción le hizo sentir un gran nudo en la garganta. Inhaló con fuerza, como si el oxígeno pudiera ayudarle a recuperar la calma. Vio que el callejón estaba vacío y pensó: Aquí hay demasiada confusión. Puedes hacerlo. ¡Escapa!
Corre, se dijo. ¡Corre! ¡Corre!
Megan escuchó el ruido de sirenas y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Unos segundos antes había oído también disparos a lo lejos. Un sonido desconocido, extraño, que le había llevado unos instantes procesar e identificar. Luego, conforme continuaba, la había sumido en la desesperación.
Lo sabía. Lo sabía. Lo sabía.
Todo se ha terminado antes incluso de empezar.
¿Por qué no lo detuve? ¿Por qué lo dejé hacerlo?
Era incapaz de controlar sus sollozos.
Está muerto. Lo sé. Está muerto.
Se abrazó a sí misma lo más fuerte que pudo, balanceándose atrás y adelante en el asiento del conductor. Quiero irme a casa, pensó. Mi pobre bebé, perdóname. Te he dejado sin padre antes incluso de que pudieras verle la cara. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué dolor!
Sintió fuertes ganas de vomitar y consiguió abrir la puerta y arrastrarse fuera de la furgoneta. Se apoyó contra un edificio y trató de serenarse.
Entonces, todavía llorando, se enderezó.
Perdóname, bebé. Lo he estropeado todo, pero voy a sacarte de aquí. No vas a nacer en la cárcel. Vamos a ir a casa y vas a tener una buena vida. ¿Me oyes?
Miró otra vez a la furgoneta. Llevaba puestos guantes de goma. Todos los llevaban, obedeciendo las instrucciones de Olivia, para no dejar huellas. Megan se los quitó y los tiró en un contenedor cercano, sintiéndose mejor cuando los vio desaparecer.
Volvió hasta la furgoneta y la miró intentando pensar si la relacionarían con la brigada. Era alquilada; la otra la habían robado. Había sido idea de Olivia, el que la primera furgoneta, la que iban a abandonar, fuera robada y la otra, completamente legal, con todos los papeles en regla. Había que devolverla a una agencia de alquiler en Sacramento dentro de tres días.
Nos sacará de aquí, pensó.
Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para entrar en la furgoneta. Era como si su interior oliera a conspiración, a los miembros de la brigada que, estaba segura, yacían muertos a pocas cuadras de allí.
Arrancó, enjugándose las lágrimas con la manga. Metió la marcha atrás y se alejó poco a poco del punto de encuentro. Cuando llegó a la esquina se detuvo un momento y miró en ambas direcciones antes de incorporarse al tráfico. Las sirenas sonaban a lo lejos, pero donde ella se encontraba los coches circulaban con normalidad, ajenos a lo que sucedía a pocos metros de allí. Se sintió extrañamente invisible conforme se alejaba. Soy un conductor más, pensó. No soy diferente del resto. Podría ser como la anciana ésa del Sedan, o el ejecutivo del Cadillac, justo delante. Vio a una pareja de adolescentes melenudos en una furgoneta Volkswagen pintada de colores fluorescentes. Yo podría ser ellos, ellos podrían ser yo. Era como si a su alrededor se hubiera formado una burbuja que la mantenía a salvo.
– Lo vamos a conseguir -dijo en voz alta.
Frenó al llegar a un semáforo en rojo y fue entonces cuando lo vio, saliendo de entre dos edificios, medio corriendo medio caminando.
– ¡Duncan! -gritó con voz ahogada. No pensó en el peligro, sólo veía al hombre al que amaba, el padre de su hijo. Pronto estuvo fuera de la furgoneta, agitando el brazo para llamar su atención. No pensó que podría haber un agente de policía siguiéndolo o que en ese momento podía estar poniéndolos a ambos en peligro.
Vio cómo a Duncan le cambiaba la cara al verla. Cara de esperanza.
El semáforo se abrió y Megan volvió de un salto al asiento del conductor. Llegó hasta la intersección y se detuvo en una parada de autobús en la acera contraria. Un segundo después Duncan había abierto la puerta y estaba sentado a su lado.
– ¿Dónde están? -preguntó Megan-. ¿Los demás?
– Tú arranca, por favor. Están muertos, creo. O los ha atrapado la policía. Tú arranca.
Megan se incorporó al tráfico. Al cabo de unos segundos divisó la carretera que salía de la ciudad.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó mientras tomaba la autopista. No prestaba atención a la dirección; daba igual; sabía adónde iban.
– Salió mal. Desde el primer minuto. Dijo que los guardias tirarían el arma, pero no lo hicieron, empezaron a disparar y saltaron todas las alarmas y todo pasó tan rápido que no supe qué hacer.
Se levantó la camisa y mostró la pistola del 45.
– Podría haberles ayudado. Podría haberlo hecho.
– Chis -lo tranquilizó Megan-. Está bien. No podías hacer nada. Deberíamos haberlo sabido, eso es todo. Deberíamos haberlo sabido.
No necesitaba aleccionarlo, recordarle que ahora debía pensar en la nueva vida que crecía en su vientre. Sabía que probablemente él era tan consciente como ella, aunque no supiera expresarlo aún con palabras. Por el rabillo del ojo lo vio reclinarse en el asiento y cerrar los ojos.
– Seguramente nos van a atrapar. No hagas nada, obedéceles en todo. No nos resistiremos lo más mínimo, así será más fácil. Diré que tú no has tenido nada que ver y me creerán. Tu padre te conseguirá un buen abogado y tú y el bebé estarán bien. No quiero que te pase nada… -Rio sin ganas, una risa amarga que revelaba su desesperación.- Yo tampoco quiero morir, supongo. -Hizo una pausa.- Supongo que podría haberlos sacado de allí. No hice lo que se suponía que debía hacer. Fui un cobarde.
Megan le contestó airada:
– El plan estaba condenado a fracasar, era una locura. Nos convenció esa zorra de Tania. Tú hiciste lo que era bueno para mí y para el bebé. Escapar.
– ¿Tú crees? Me parece que no he ayudado a nadie con mi comportamiento.
Se reclinó y cerró los ojos queriendo apartar los pensamientos que bullían en su cabeza.
Un segundo después los abrió y miró alrededor, dándose cuenta por primera vez de dónde se encontraba.
– ¿Dónde estamos? -preguntó.
– En casa -contestó Megan.
Lo vio asentir. Aquellas dos palabras, en casa, la llenaban de una fuerza hasta entonces desconocida. Dirigió sus pensamientos hacia el interior de su vientre. No te preocupes, bebé, todo saldrá bien. Nos vamos a casa.
Cerró los dientes con determinación.
Condujeron hacia el este en silencio, dejando que la creciente oscuridad los engullera y ocultara.
<a l:href="#_ftnref1">*</a> Wobblies: nombre popular que se daba a los miembros del Industrial Workers of the World, una organización sindical estadounidense muy activa durante las primeras décadas del siglo XX y que propugnaba el fin del capitalismo. El cantautor y activista político radical Joe Hill (1879-195) fue uno de sus militantes más famosos. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref1">*</a> * El matrimonio Julius y Ethel Rosenberg fueron los únicos civiles norteamericanos ejecutados en la silla eléctrica, en junio de 1953, acusados de espiar para los rusos durante la Guerra Fría. Su juicio, muy polémico, estuvo en el centro del debate político de la época. (N. de la T.)