177684.fb2 Un Asunto Pendiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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PARTE 3. Martes por la noche

Se preguntaba por qué no le habían pegado.

Lo último que había visto antes de que le pusieran la capucha había sido a un hombre apuntando con una pistola a la sien de su abuelo, también encapuchado. Mientras permanecía tumbado en el suelo del coche oía la respiración corta pero regular de su abuelo. Eso lo reconfortaba y le recordaba cuando era más pequeño y pasaba horas en los brazos del anciano, que se quedaba dormido mientras le leía un cuento.

No quería moverse, cambiar de postura, pero empezaba a sentir calambres en las piernas y no estaba seguro de poder soportar el dolor. Trató de calcular cuánto tiempo llevaban en el coche. Sólo unos minutos, seguramente, pero el miedo altera la percepción del tiempo, así que no podía estar seguro. Oía el motor del coche, el sonido de los neumáticos en la carretera y notaba cada uno de los baches. Nadie hablaba, ignoraba cuántas personas iban en el coche con él y su abuelo. Sólo sabía que tenía motivos para estar asustado y permaneció quieto. Finalmente alguien se rio. Fue una carcajada corta, más de alivio que de alegría.

– Bueno -dijo la voz-. Ha sido más fácil de lo que pensaba.

Era una voz de hombre, pensó Tommy. Voz Número Uno.

– Sabía que sería fácil. Coser y cantar.

Otra voz de hombre. La Número Dos.

– Los mejores secuestros son los que toman a la víctima por sorpresa. Es más divertido asaltar a alguien que no lo espera. Los que no saben que son objetivo de secuestradores se quedan tan sorprendidos que son incapaces de pensar. Estos dos eran perfectos -dijo la voz Número Uno.

– Vamos. ¿Alguna vez has secuestrado a alguien que sabía que era un objetivo? -preguntó la voz Número Dos.

– No, pero una vez planeé…

– Cállate.

Tommy sintió un escalofrío al escuchar una voz femenina. Le daba miedo.

– Mantén la boca cerrada hasta que lleguemos -continuó la mujer-. ¡Joder! Sólo te ha faltado darles tu tarjeta. No seas estúpido.

– Perdón -contestó la voz Número Uno.

– Aún no estamos en territorio seguro -continuó la mujer. A continuación se rio. A Tommy no le gustaba aquella risa; lo hacía sentir mareado y por primera vez tuvo ganas de llorar. No pudo contener las lágrimas, sobre todo cuando pensó en su madre y su padre. Quiero irme a casa, pensó. Sentía cómo le temblaban los labios.

– Aún no, pero falta poco, joder.

Las voces Número Uno y Número Dos rompieron a reír y Tommy notaba cómo empezaban a relajarse. El coche seguía avanzando y ocasionalmente seguía percibiendo baches. Permanecieron en silencio durante varios minutos. Entonces escuchó a la mujer:

– Ya estamos.

El coche tomó una curva y avanzó por un sendero de grava. Podía oír el crujido de las ruedas contra las piedras. Contó despacio hasta treinta y cinco y pensó: debe de ser un camino de entrada a una casa, uno largo, como el de nuestra casa. Cuando el coche se detuvo buscó en la oscuridad la mano de su abuelo y una vez que la encontró la agarró con fuerza. Sintió una inmensa alegría al notar que éste le devolvía el apretón y tuvo que hacer esfuerzos para no echarse a llorar.

– Bien -dijo la mujer-. Salgan despacio.

Su abuelo le apretó fuerte la mano y después lo soltó. Tommy comprendió y esperó.

Escuchó cómo se abrían las puertas del coche. En pocos segundos otras manos lo agarraban y lo empujaban fuera del coche. Se le había dormido una pierna y la sacudió una vez que estuvo de pie. La capucha hacía que pareciera de noche y confiaba en que se la quitaran pronto. Escuchó gemir de nuevo a su abuelo y luego el sonido de pies arrastrándose mientras lo ayudaban a salir del coche. Notaba su presencia junto a él. De nuevo buscó su mano y cuando la encontró sintió otra vez la fuerza del anciano. Se apretó contra su costado y él le pasó el brazo por los hombros.

– No pasa nada, Tommy. Estoy aquí. Tú haz lo que te digan. No dejaré que te hagan daño.

– Bonito discurso -escuchó decir a la mujer-. Caminen despacio. Tú, abuelo, sujeta al niño. Yo los guiaré desde detrás, ¿preparados? A ver, caminen diez pasos y llegarán a unas escaleras.

Tommy echó a andar aún agarrado a su abuelo. Notó la grava crujir bajos sus pies y después algo que parecía un sendero. Se detuvo cuando lo hizo su abuelo.

– Muy bien -dijo la mujer-. Y ahora tres escalones, después viene un porche y un escalón más para entrar.

Ambos obedecieron. Tommy pensó que aquello se parecía un poco al juego de poner la cola al burro con los ojos tapados al que había jugado una vez en la fiesta de cumpleaños de un vecino. Recordaba cómo le habían hecho dar vueltas y vueltas, para después guiarlo a la posición correcta.

– Bien. Ahora vuélvase hacia la derecha, juez. Extienda la mano y encontrará una barandilla… bien. Subamos. Una vez arriba iremos hacia la izquierda; hay un rellano y después otro tramo corto de escaleras.

Los dos Tommys subieron. El niño tropezó una vez pero su abuelo lo sujetó rápidamente evitando que cayera al suelo.

– Bien, bien… -dijo la mujer-. No queremos que el paquete se rompa por el camino.

Dio un fuerte empujón al anciano en la espalda y éste tuvo que esforzarse por no caer. Subieron la segunda escalera.

– De acuerdo. Ahora sigan por el pasillo unos veinte pasos… Muy bien. Esperen a que abra la puerta. Arriba otra vez. Cuidado, es estrecha.

Debe de ser el ático, pensó Tommy.

– Bien -dijo la mujer por fin-. Bienvenidos a su nuevo hogar.

Tommy notó que ella se acercaba a su abuelo y lo dirigía hacia algo. Avanzó hacia ellos.

– Siéntate -dijo la mujer.

Palparon los bordes de una cama y ambos se sentaron.

– Muy bien. Quítense las capuchas.

***

El juez Pearson se llevó la mano a la capucha negra, ansioso por quitársela y respirar libremente. Con ella en la cabeza se había sentido cerca de la muerte, tan vulnerable como un niño recién nacido. Había pensado: Cuando llegue el momento quiero verlo venir. Si pretenden matarme quiero que primero me miren a los ojos. Se levantó parcialmente la capucha y después se detuvo. Lo asaltó un pensamiento aterrador: Si les vemos la cara… Volvió a colocarse la capucha y dijo:

– No necesitamos verles la cara. Así no podremos identificarlos. ¿Por qué no nos las dejamos…?

La mujer lo interrumpió, furiosa.

– ¡Fuera las capuchas! ¡Ahora!

El juez obedeció desviando la mirada.

– No, abuelo, me parece que no lo entiendes -dijo ésta, iracunda.

Se acercó y sujetó la barbilla del juez entre sus dedos índice y pulgar, haciéndole girar la cara de forma que la mirara directamente a los ojos y estuvieran a sólo unos centímetros de distancia el uno del otro. Estaba encorvada hacia el anciano, como una maestra enfadada que se dispone a regañar a un alumno díscolo.

– Mírame -dijo en un susurro que a Tommy le pareció tan violento como un grito-. Recuerda bien esta cara, quiero que memorices cada uno de sus rasgos. ¿Dirías que alguna vez fueron bonitos? ¿Ves las arrugas sobre las cejas? ¿Ves las patas de gallo junto a los ojos? Fíjate en la flaccidez del cuello. ¿Y qué hay del color de los ojos, de la forma de la nariz y la barbilla? ¿Los pómulos? ¿Ves la pequeña cicatriz en la frente, justo donde arranca el cabello?

Se apartó el pelo con brusquedad dejando ver una pequeña línea blanca.

– ¿La ves? Quiero que congeles esta imagen de forma que no la olvides nunca.

Se levantó y miró a los dos Tommys.

– Vamos a tener ocasión de conocernos muy bien antes de que todo esto termine -dijo-. Tienen mucho que aprender. Los dos.

Se inclinó y de sopetón empujó al juez hasta hacerlo caer de espaldas sobre el catre. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche. Después se enderezó y rio.

– Sobre todo tú, cerdo. Te vamos a reeducar por completo.

Sonrió. Tommy pensó en cómo lo asustaba esa sonrisa.

– Mira a tu alrededor, juez. Calcula las dimensiones de esta habitación. ¿Has estado alguna vez en una de esas celdas a las que enviabas a la gente? ¿Por qué no haces una marca en la pared? Eso hacen los presos para pasar el rato. Después imagínate seis mil quinientas setenta y tres marcas. Son las que yo hice.

Hizo otra pausa dejando que su ira llenase la habitación. Sonrió:

– Pronto les traeré la cena.

Se volvió para salir y después añadió:

– Será mejor que cooperen en todo sin protestar.

– Eso haremos -replicó el juez.

– Sí, señor. Porque, de lo contrario, morirán.

Se volvió y miró a Tommy.

– Los dos.

Después salió y escucharon el ruido de un cerrojo.

El juez Pearson se apresuró a abrazar con fuerza a su nieto, atrayéndolo hacia sí.

– Bueno, parece que estamos en un pequeño lío. No te preocupes, saldremos de ésta.

– ¿Cómo, abuelo?

– Pues… no estoy seguro, pero encontraremos una manera.

– Quiero irme a casa -dijo Tommy luchando por contener las lágrimas-. Quiero irme a casa con mamá y papá.

Empezaba a derrumbarse. Su abuelo le acarició con un dedo las mejillas, por las que empezaban a deslizarse las lágrimas.

– Está bien, Tommy. Llorar suele hacerte sentir mejor -dijo suavemente-. No te preocupes. Estoy aquí, contigo.

Tommy dejó escapar un sollozo, luego otro y hundió la cabeza en la camisa del anciano rompiendo a llorar ruidosamente. El abuelo lo meció atrás y adelante abrazándolo fuerte y susurrando una y otra vez:

– Estoy aquí. Estoy contigo.

El niño se tranquilizó.

– Lo siento, abuelo.

– No pasa nada. Llorar un poco te sienta bien.

– Me siento un poco mejor.

Se apretó más contra su abuelo.

– Voy a ser fuerte, ¿sabes? Seré un soldado, como tú lo fuiste.

– No lo dudo.

– Abuelo, es difícil ser valiente cuando estás asustado. Ha dicho que nos va a matar.

– Lo que quiere es asustarnos.

– A mí me da mucho miedo.

– Claro, a mí también. No sé muy bien lo que pretende, pero creo que quiere que estemos asustados para que hagamos todo lo que nos diga. Si dejamos que nos dé miedo se sentirá más poderosa. Así que no debemos dejar que nos asuste demasiado, de esa forma podremos pensar en un plan.

– Abuelo, ¿nos han secuestrado?

El viejo sonrió y siguió abrazando a su nieto.

– Eso parece -dijo con el tono más despreocupado posible-. ¿Dónde has aprendido esa palabra?

– De un libro que me leyó papá el año pasado. ¿Es una pirata?

El juez intentó recordar qué libro era. Pero sólo se le ocurría La isla del tesoro y su imaginación se llenó de Billy Bones, puntos negros y Long John Silvers.

– Supongo que es una especie de pirata moderna.

Tommy asintió.

– Habla como una.

– Desde luego -el juez abrazó de nuevo al niño.

– ¿Nos va a matar? -preguntó éste.

– No, no. ¿De dónde sacas esa idea? -contestó el juez rápidamente. Demasiado rápidamente, pensó.

Tommy no dijo nada, pero parecía concentrado pensando.

– Creo que quiere matarnos. No sé por qué, pero creo que nos odia.

– No, Tommy. Te equivocas. Sólo da esa impresión porque también ella está asustada. ¿Qué sabes tú de secuestros?

– Bueno, no mucho.

– Pues es algo que va contra la ley, por eso está tan nerviosa.

– ¿Podrías meterla en la cárcel, abuelo?

– Desde luego, Tommy. Encerrarla para que no pueda seguir asustando a niños pequeños.

Tommy sonrió entre lágrimas.

– ¿Va a venir la policía?

– Sospecho que sí.

– ¿Le harán daño?

– Sólo si intenta resistirse.

– Espero que le hagan daño. Como ella a ti.

– Estoy bien.

El juez se llevó la mano a la sien y notó una contusión. Nada grave, pensó.

– Son tres. Dos de ellos hombres.

– Así es, Tommy. Pero puede haber más, aunque no los hayamos oído, así que conviene tener cuidado. Estaremos alerta e intentaremos averiguar cuántos son.

– Si te pega otra vez le pegaré yo a ella.

– No, Tommy. No hagas eso.

Abrazó al niño una vez más.

– No debemos luchar con ella todavía, tenemos que esperar a saber lo que está pasando. Lo importante ahora es hacer todo lo que nos sirva para escapar.

– ¿Y qué está pasando?

– Bueno, en los secuestros normalmente se pide dinero. Seguramente ahora estará llamando a papá y mamá para decirles que estamos bien y que nos dejará libres cuando le den dinero.

– ¿Cuánto?

– No lo sé.

– ¿No podemos pagarle nosotros ahora y marcharnos?

– No, cariño. Las cosas no funcionan así.

– ¿Y por qué no se llevó a Karen y a Lauren en lugar de a nosotros?

– Supongo que se imaginó cuánto te quieren mamá y papá y decidió que estarían dispuestos a pagar mucho dinero para tenerte otra vez en casa.

– ¿Y qué pasa si no tienen suficiente?

– No te preocupes por eso, tu padre puede ir al banco a sacar más.

El niño pareció estar pensando en algo y el juez esperó su siguiente pregunta.

– Abuelo, todavía estoy asustado, pero también tengo hambre. Hoy había pastel de queso en la cafetería y no me gusta mucho.

– Ahora nos traerán la cena. Sólo tienes que aguantar un poco.

– Bueno, pero no me va a gustar. Mamá habría hecho hoy estofado, y me gusta mucho. -El juez sintió deseos de llorar. Miró a su nieto y le pasó una mano por los cabellos revueltos, después tomó su cara entre las manos. Vio las líneas azules de sus manos viejas y venosas y las manchas oscuras de su piel contra la joven y pálida del niño. Tomó aire, estrechó al pequeño contra su cuerpo y pensó: No te preocupes, Tommy. No dejaré que te hagan nada. Le sonrió y el niño le devolvió la sonrisa. No saben que tienes toda la vida por delante y no permitiré que te la roben.

– Muy bien, Tommy, seremos soldados.

El niño asintió.

El viejo echó un vistazo a la habitación. Era un ático polvoriento y sin ventanas, de techo bajo y amueblado sólo con dos camas plegables. Era poco más grande que una celda, como había dicho la mujer, e igual de desolador. El techo inclinado le daba forma triangular. Sobre una de las camas había mantas apiladas, pero en la habitación no hacía frío. Caminó hasta la única puerta. Le habían puesto un cerrojo moderno. Durante esta breve inspección de la estancia no vio nada más. Pero eso no quiere decir nada, pensó, una habitación como ésta siempre tiene algún secreto. Encontrarlo sólo es cuestión de tiempo.

Miró los catres y la pila de mantas color verde y recordó dónde las había visto antes. Fue en otra vida, pensó. Se recordó vadeando agua tibia que parecía sangre y masticando arena cuando por fin consiguió arrastrarse hasta la playa, demasiado aterrorizado para pensar en la muerte que lo rodeaba por todas partes. Entonces era joven, pensó, casi un niño, y tuve que hacer once desembarcos bajo fuego enemigo. Recordó la voz histérica de un sargento:

– ¡Si mueren marines en este combate entonces es que merece la pena seguir luchando!

En ese momento no entendió a qué se refería hasta que se encontró combatiendo en una playa desolada del Pacífico. Los nombres se agolpaban en su cabeza: Guadalcanal, Tarawa, Okinawa. Recordó como, cada vez que saltaba al cabeceante e inestable lanchón de desembarco, pensaba que aquélla sería su última batalla. Todas las veces pensó que iba a morir, que volvería a casa en un ataúd y recordó su sorpresa al comprobar que había sobrevivido a la guerra. Bueno, pensó. No combatí en el Pacífico siendo casi un niño para morir ahora como un pobre animal en el matadero ahora que soy viejo.

Asió a Tommy por los hombros.

– Muy bien, Tommy. Vamos a trazar un plan.

El niño asintió con la cabeza.

El juez pensó: No se parece mucho a un campo de batalla pero, si llegara el momento, es un lugar para morir tan bueno como cualquier otro.

***

Olivia Barrow cerró la puerta tras sí y corrió el cerrojo automático. El sonido seco le hizo recordar todo el odio de los años pasados y concentrarlo en aquella habitación. Hizo un esfuerzo por calmarse: Esto es sólo el principio, la partida no ha hecho más que empezar.

Estaba exultante. Está funcionando, se dijo. La planificación, los esfuerzos están dando resultado. Llevo esperando esto dieciocho años y ahora que por fin ha llegado, me encanta.

Bajó ligera las escaleras y se encontró a Bill Lewis en la cocina, preparando sándwiches.

– ¿Crees que querrán mayonesa o mostaza? -preguntó.

Sus miradas se encontraron y rompieron en carcajadas. Todavía riendo, Bill volvió a los sándwiches.

– Les haré también un poco de sopa -dijo-. Es importante que piensen que los tratamos bien. Que se den cuenta de que estamos al mando.

Olivia se le acercó por detrás y apretó su cuerpo contra el suyo.

– Estamos al mando -susurró.

Bill dejó lo que estaba haciendo y se volvió.

– No -dijo ella-. Luego.

Con un dedo le acarició el pecho, después la hebilla del pantalón y por último la cremallera. Él dio un paso adelante pero ella levantó el brazo.

– Hay mucho que hacer.

– No puedo evitarlo -dijo él-. Han sido muchos años.

Lo hizo callar con una mirada seca.

– ¿Dónde está Ramón? -preguntó.

– Fue a inspeccionar la calle, para asegurarse de que no nos siguieron.

– Bien. Voy a hacer la llamada, puede llevarme en el coche.

– ¿Y qué hay de nuestros invitados?

– Te encargas tú.

– Bien -dijo Bill-. Nos vemos en una hora más o menos. -No creo que tardemos tanto.

Dejó a Bill Lewis, a quien ya no llamaba Che, en la cocina abriendo una lata de sopa de tomate. Tomó una pequeña bolsa de lona que había preparado previamente y salió al aire frío de la noche. Escudriñó la oscuridad buscando a Ramón Gutiérrez. Podía oír sus pasos acercándose por el camino de grava, así que lo esperó. Era un hombre musculoso de pequeña estatura con espeso bigote negro brillante y cabello rizado. Todo en él es grasiento, hasta sus movimientos son grasientos, pensó. Lo había reclutado Bill, quien durante un tiempo fue su amante, cuando ambos trabajaban en la clandestinidad. Ramón había participado en el movimiento nacionalista de Puerto Rico, pero lo habían expulsado de la organización a raíz de un incidente con la hija de uno de los líderes independentistas. Era un nombre nervioso, con un pasado criminal a sus espaldas y convicto en más de una ocasión a causa de sus violentas inclinaciones sexuales. En una ocasión cumplió condena por violar a una anciana. Una niña, una anciana, una aventura con otro hombre… eran debilidades que le daban valor a los ojos de Olivia. Ésta sabía que mientras controlara sus inclinaciones eróticas podía manipularlo a su antojo. Me desea, pensó. Y Bill también. Los dos son míos.

– Ramón -ordenó bruscamente-. Toma las llaves. Tenemos que hacer la llamada y llevarnos el coche del viejo cerdo antes de que alguien lo vea.

Ramón sonrió.

– Veo que lo tienes todo pensado -dijo.

– Así es -replicó ella-, llevo años planeándolo.

Ya en el coche Ramón dijo:

– No me gustó tener que pegarle al viejo, pero no pude contenerme. Me vinieron a la cabeza todos los hermanos y hermanas que ha metido en la cárcel y le pegué. No estaría bien hacerle daño, lo necesitamos.

– Hiciste bien. Pero recuerda que debes controlarte siempre; estas cosas se estropean siempre por falta de control. Todo está planeado al detalle. Nosotros lo sabemos, pero ellos no. Por eso tenemos la sartén por el mango. Debemos atraparlos siempre desprevenidos, tanto a nuestros huéspedes como a nuestros objetivos.

Permanecieron en silencio durante unos instantes. Había más coches circulando por la carretera, sus faros atravesando la oscuridad del atardecer. Van camino a casa, pensó Olivia. Una buena cena y después un poco de televisión. Tal vez alguno se tome una cerveza viendo el partido o una telecomedia. Después quizás un poco de sexo aburrido bajo las sábanas antes de dormir. Son tan complacientes, tan vulgares. No saben quién está aquí, entre ellos.

– Haces que parezca fácil -dijo Ramón con admiración.

– Es que lo ha sido, hasta ahora. Y, ¿sabes qué?

– ¿Qué?

– Que cada vez lo será más. De hecho, ya lo es.

Estaban entrando en la calle principal del pueblo. Pasaron delante de la oficina de correos y la estación de policía, el hotel College Inn y algunos restaurantes. Olivia reparó en grupos de estudiantes dirigiéndose hacia los puestos de pizza y cafeterías, en hombres y mujeres de negocios con gabardinas y maletines camino a los estacionamientos. Era todo tan provinciano, tan inocuo.

Señaló una cabina de teléfono en la esquina, frente a un modesto y moderno edificio de oficinas. Después hacia una estación de servicio.

– Déjame aquí y cuida del coche mientras hago la llamada.

– ¿Ha sido aquí? -Ramón preguntó con un dejo de nerviosismo en la voz.

– Aquí fue -rio ella-. Exactamente aquí. Y no tiene ni idea de lo que le espera.

Ramón asintió y tragó saliva.

– Llenaré el tanque -dijo-. Es bueno tener siempre el tanque lleno.

– Correcto -replicó Olivia.

En la fría oscuridad salía vaho de su boca, como humo. Miró a Ramón mientras éste sacaba el coche de donde estaba estacionado y lo conducía hacia el surtidor de autoservicio, saludándola con la mano mientras se alejaba.

No tiene huevos, pensó. Cuando actúa es por debilidad. No debo olvidar eso.

Luego apartó ese pensamiento y se concentró en la tarea que le esperaba. Caminó hasta la cabina y metió una moneda en la ranura. Se había aprendido el número de memoria, así que marcó directamente. Eran sólo las cinco de la tarde, pero no estaba segura de que su secretaria siguiera allí. El teléfono sonó dos veces y entonces escuchó la voz que llevaba tantos años esperando oír.

– Hola. Estoy prácticamente saliendo -dijo la voz sin más preámbulos.

La respuesta de Olivia salió de su boca sin que le diera tiempo a pensar siquiera.

– ¿Ah, sí? Me parece que no. Me parece que no vas a ninguna parte. Ya no.

Su corazón saltó de alegría al escuchar el silencio al otro lado de la línea.

¡Lo sabe!, pensó. ¡Lo sabe!

Y en esos escasos segundos, mientras Duncan Richards trataba de asimilar el pánico que lo invadía y sentía el pasado que volvía, fue como si aquellos dieciocho años se evaporaran. Tuvo que hacer esfuerzos por contenerse.

***

En el ático, el juez Pearson escuchó el motor de un coche que arrancaba y después salía por el camino de grava. Van a una cabina, pensó, son demasiado listos para usar su propio teléfono. Se sentó en el borde del jergón, con Tommy junto a él. Después se enderezó.

Una oportunidad, pensó. Quizás.

Se puso de pie con rapidez.

– Bien, Tommy, vamos a intentar algo. Tú métete debajo de la cama y mantén la cabeza agachada, por si pasa cualquier cosa. ¡Ahora, rápido!

Tommy asintió y desapareció bajo la cama. El juez caminó hasta la puerta y la golpeó ruidosamente.

– ¡Eh, eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda!

Esperó a ver si oía algo.

– ¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Vamos! ¡Ayuda!

Esperó un momento y después golpeó la puerta de nuevo. Notó que el cerrojo parecía resistente, pero que el marco temblaba ligeramente cuando golpeaba la puerta. Se dio cuenta de que no era muy sólido. Como la mayoría de las puertas modernas: madera prensada y hueca.

– ¡Eh! ¿Hay alguien?

Esperó y por fin escuchó ruido de pisadas en las escaleras. -¿Qué quieres, viejo?

El Número Dos, pensó Tommy. Se acurrucó más debajo de la cama pero mantuvo la cabeza levantada, de forma que pudiera oír a su abuelo y enterarse de lo que pasaba.

– Escuche. Necesito ir al baño. Tengo mal la próstata… -empezó a decir el juez- y con los nervios me he puesto peor.

– ¿Qué?

– Que tengo que ir al baño.

– ¡Joder!

– Mire, uno de ustedes puede venir conmigo mientras otro vigila al niño, pero por favor…

– No, ahora no se puede.

¡Está solo!, pensó el juez súbitamente excitado. Son sólo tres y los otros dos se fueron con el coche. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza.

– Use el balde.

– ¿Qué balde?

– ¡Mierda! ¿No hay un balde ahí dentro?

– No.

– ¡Mierda!

Bill Lewis miró a su alrededor y vio en una esquina del rellano el balde que había subido esa mañana con intención de dejarlo en la habitación del ático. Mierda, pensó, esto no me gusta, no me fío un pelo de este viejo. ¿Dónde diablos estará Olivia?

Al juez Pearson le latía con fuerza el corazón. Está solo, decidió, los otros se fueron en el coche y lo dejaron aquí. Es inexperto, está asustado e inseguro.

Respiró hondo. Ahora, pensó. Ahora. Si abre la puerta para llevarme al baño o darme el balde, será el momento. Da igual el arma que lleve.

El juez se preparó mentalmente, conminando a sus viejos músculos: Piernas, deben saltar. Brazos: agarren al hombre. Manos: asfíxienlo. Flexionó las piernas, luego se enderezó y por último adoptó la posición de ataque, preparado para que se abriera la puerta.

Bill Lewis permaneció indeciso unos instantes. Ha pasado tanto tiempo, pensó. Y nunca he hecho nada como esto. El corazón pareció encogérsele por la repentina indecisión. Después apartó estos pensamientos y se dijo: Para esto has venido. Vas a ser rico, no la jodas ahora.

Por unos segundos se preguntó si no se estaría mintiendo a sí mismo. Después tragó saliva y empuñó el arma que había agarrado cuando escuchó al viejo llamar. Era una pistola automática pequeña y la comprobó dos veces para asegurarse de que estaba bien cargada. Le quitó el seguro y la colocó en posición automática. Deseó haber tenido más ocasiones de practicar con ella. Con miedo, pasó el dedo por el gatillo.

Apoyó la mano en el cerrojo.

– Por favor, tengo que ir…

El juez Pearson estaba agazapado detrás de la puerta, listo para saltar. Se escuchaba hablar con temor fingido y no reconocía su propia voz. Cerró los ojos una vez y se preparó para abalanzarse sobre quien abriera la puerta.

– De acuerdo -dijo Lewis.

Pero antes de abrir la puerta se detuvo.

– Escucha, viejo -dijo tras pensar unos instantes-. Te lo advierto, voy armado y no estoy dispuesto a que hagas tonterías. Voy a dejar el balde junto a la puerta y luego descorreré el cerrojo. Tú espera a que te dé la orden, entonces abres la puerta y tomas el balde.

Respiró hondo y acercó el balde a la puerta.

– Escucha con atención, abuelo. Te mataré. Te mataré tan rápido que cuando te des cuenta estarás ya camino al infierno. Haces cualquier movimiento raro y estás muerto.

Hizo una pausa para darle tiempo al viejo a que asimilara sus palabras.

– Y aún tendremos al niño.

Esperó, con la mano en el pomo de la puerta.

– Qué me dices, abuelo. Quiero oírte.

– De acuerdo -dijo el juez, sin cambiar de postura.

– Escucha esto -replicó Bill.

Hizo sonar el seguro de la automática, preparándola para disparar.

– ¿Sabes qué es este ruido?

– No…

– Es de una pistola automática lista para disparar.

Hizo otra pausa.

– Es una manera fea de morir: balas y mucha sangre.

– De acuerdo.

El juez dudaba. Notaba como sus músculos perdían tensión y todo eran preguntas: ¿Ahora? ¿Es el momento? ¿Está solo? ¿Podré con él? ¡Lo haré! No, un momento. Mejor esperar. ¡No, ahora es el momento! ¡Adelante!

Era como si dos voces desconocidas gritaran en su interior, cada una intentando convencerlo. Se enderezó. Una tercera voz, la suya propia, que tantas veces había dictado sentencia después de presenciar discusiones, le habló: No. Ahora no. Mejor esperar.

– Con esta arma no puedo fallar el tiro.

– Lo entiendo -dijo el juez. Por un instante sintió el peso de los años, un cansancio triste y abrumador.

Bill Lewis gritó:

– ¿Estás preparado, viejo?

– Sí.

– No te he oído.

– Sí, ¡estoy preparado para que me des el balde!

Mientras el juez hablaba Bill Lewis abrió el cerrojo con la llave y dio un paso atrás. Imaginó que el hombre se habría distraído con los gritos. Levantó el arma a la altura de la cadera y apuntó a la puerta.

– Vamos. Abre la puerta y toma el balde.

Vio como la puerta se abría lentamente dejando ver al juez, que lo miró de arriba abajo. Lewis señaló con la pistola en dirección al balde. El juez asintió con la cabeza y lo tomó por el asa.

– Gracias -dijo-. Es muy amable.

Lewis se quedó mirándolo.

– No hay problema. Queremos que estén cómodos durante su estancia aquí -dijo con perfecta pronunciación. Sonrió mientras el juez asentía.

– Una cosa, juez.

– ¿sí?

– Para los sándwiches, ¿mayonesa o mostaza?

– Mayonesa.

Bill Lewis rio mientras corría el cerrojo tras cerrar la puerta y se alejó, olvidando por completo lo asustado que había estado unos minutos antes. Una flaqueza que podía ser tan peligrosa como el miedo.

***

Olivia Barrow dejó que el silencio al otro lado de la línea creciera hasta que pareció engullir toda la negrura de la noche. Podía imaginar la palidez pastosa en el rostro de su víctima.

– ¿Quién es? -escuchó finalmente.

– ¡Vamos, Duncan! Sabes perfectamente quién soy.

Esto lo dijo con el tono que emplearía una vieja tía que riñe sin gran convencimiento a su sobrino predilecto por haber roto un jarrón.

– ¿De verdad quieres jugar a las adivinanzas? -le preguntó.

– No -replicó él.

– Di mi nombre, entonces -pidió ella-. Dilo.

– Olivia. Tania.

– Eso es. Bien -continuó ella-. ¿No saludas a tu vieja camarada de guerra? Ha pasado tanto tiempo que esperaba algo más de entusiasmo, ya sabes: Cómo te trata la vida, un saludo entre camaradas, recordar los viejos tiempos…

– Ha pasado mucho tiempo -replicó Duncan.

– Pero te acuerdas, ¿no? ¿Te acuerdas de todo, aunque fuera hace mucho tiempo?

– Sí, me acuerdo.

– Sí, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo me dejaste tirada, cobarde hijo de puta?

– Me acuerdo -contestó Duncan.

– ¿Te acuerdas de cómo murió Emily porque tú nos dejaste tiradas? ¿Tiradas en aquella calle frente a todas esas pistolas de los cerdos como la asquerosa rata que eres?

– Me acuerdo.

Olivia ya no podía controlar su ira. El auricular le temblaba en la mano.

– ¿Sabes cuántas veces he pensado en este momento?

– Me lo imagino.

– Cada minuto del día, durante dieciocho años.

Duncan no dijo nada.

Olivia tomó aire una vez y luego otra. Permanecía callada, atenta a los sonidos de la noche y respirando con la boca pegada al auricular. Notaba el frío aire que la envolvía despejando sus pensamientos.

– ¿Tienes algo que decir? -preguntó.

Duncan no dijo nada.

– Eso me parecía.

Respiró una vez más y sintió que su ira cedía paso a la vieja y continua comezón que tan bien conocía.

– Bueno. Ha llegado el momento de ajustar cuentas.

Dejó que sus palabras quedaran flotando en el aire.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él.

– Es lenguaje carcelario, Duncan, algo que yo conozco muy bien y tú no, gracias a mí. Yo no te delaté. Quiere decir que tú me debes algo y ahora quiero cobrarlo. Por eso estoy aquí, Duncan. Para cobrarme mi deuda.

Susurró al auricular:

– Los tengo, rata asquerosa. Los tengo y vas a pagar.

– ¿A quién? ¿De quién hablas? ¿Qué estás diciendo?

Olivia sintió el pánico en su voz y su corazón se alegró.

– Tengo a los dos. Me los llevé del estacionamiento del colegio y los tengo. Ya sabes a quién me refiero.

– Por favor… -empezó a decir Duncan.

Aquella expresión la enfureció.

– ¡Nada de pedir ni de suplicar! ¡Cobarde! Pudiste salvarnos y no lo hiciste. ¡Tenías que haber estado allí y te largaste!

De nuevo se hizo el silencio en la línea.

– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Duncan transcurridos unos segundos.

Olivia esperó antes de contestar.

– Pues verás, Duncan. Parece que te van bien las cosas. Durante estos años has prosperado, te lo has montado bien.

Tomó aliento y continuó:

– Lo quiero todo.

– Por favor, no les hagas daño. Puedes quedarte con todo.

– Desde luego que puedo.

– Por favor -repitió Duncan, olvidando que no debía usar esa expresión.

– Si los quieres de vuelta tendrás que pagar, Duncan.

– Pagaré.

– ¿Supongo que no hará falta que te recuerde todo lo que no debes hacer, como en la televisión? Ya sabes: nada de llamar a la policía ni de contárselo a nadie. Prepárate para obedecerme en todo. ¿Necesitas más detalles?

– No, no. Lo que tú digas. Estoy dispuesto a… a lo que sea.

– Bien. Volveremos a hablar pronto.

– ¡No! ¡Espera! Mi hijo Tommy. ¿Dónde…?

– Está bien. Y también el cerdo fascista del juez. No te preocupes, todavía no los he matado, no como tú hiciste con Emily. Por el momento han tenido suerte.

– Por favor, no sé…

– Pero lo haré, Duncan. Los mataré con la misma facilidad con que tú mataste a Emily y casi me matas a mí. ¿Lo entiendes?

– Sí, sí, pero…

– ¿Lo entiendes? -gritó Olivia.

– Sí.

Se quedó callado.

– Bien, Duncan. Ahora espera. Estaremos en contacto. He sido capaz de esperar dieciocho años para esto. Seguro que tú podrás esperar unas cuantas horas.

Se rio.

– Que pases una buena noche. Saluda a tu chica de mi parte, matemático.

Y colgó el teléfono.

***

Se alejó de la cabina de teléfono, como si ésta estuviera viva y se quedó mirándola como el perito que mide un terreno. Vio a Ramón, que había estacionado a escasos metros calle arriba. Agitó el brazo en su dirección y apretó el paso. Él le abrió la puerta y ella subió.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó Ramón.

Olivia estaba roja. Cerró los puños y golpeó con ellos el tablero, que retumbó como un tambor.

– ¿Pasa algo? -preguntó Ramón, preocupado.

– No -replicó ella-. Es sólo que me siento tan bien que tenía que hacer algo.

Ramón pareció relajarse.

– Bien, bien -dijo-. Cuéntame.

– Luego, cuando estemos en casa -contestó Olivia-. Se lo contaré a los dos a la vez.

– De acuerdo -dijo Ramón algo ofendido-. ¿Pero va a soltar la pasta, no?

– Pagará, no te preocupes.

Ramón sonrió.

– Bien -dijo. Y arrancó el coche.

– Espera -ordenó Olivia.

– ¿No quieres que nos larguemos de aquí?

– Aún no. Nos falta hacer una cosa.

– No te entiendo.

Pero Olivia no contestó y permaneció en silencio mirando por la ventanilla del coche.

– Serán sólo dos minutos -dijo.

Vigilaba la puerta del banco. Vamos, Duncan, pensaba, quiero verte la cara.

Dentro del banco empezaron a apagarse luces y un segundo después las puertas delanteras se abrieron. Desde la acera contraria Olivia vio a Duncan.

– Bueno -rio-. Por lo menos no le ha dado un ataque al corazón.

Vio como se le caían al suelo las llaves del banco y luego lo vio agacharse a recogerlas y después cerrar las puertas. Llevaba la gabardina al hombro y movía las manos frenéticamente. De su maletín mal cerrado rebosaban papeles y sus apresurados movimientos delataban el pánico que debía estar sintiendo. Olivia observó que había usado dos juegos de llaves y después había desconectado un panel electrónico situado junto a la puerta principal, pulsando una serie de números en lo que supuso era un teclado. Se preguntó si no le temblarían las manos.

– ¡Vaya! -exclamó en voz alta-. El muy hijo de puta sabe activar el sistema de alarma.

Observó cómo Duncan se alejaba del banco, medio corriendo medio tambaleándose en dirección a un pequeño estacionamiento. Ramón la miró con una sonrisa nerviosa.

– ¿Nos vamos?

– Paciencia, Ramón, paciencia. Estamos aprendiendo cosas.

Vio cómo el coche de Duncan salía del estacionamiento y pasaba acelerando delante de ellos.

– Muy bien, Ramón, ahora vamos a seguir al BMW de ese hijo de puta.

– ¿Por qué?

– ¡Tú hazlo!

Ramón arrancó y pronto estuvieron detrás del coche de Duncan.

– ¿Y si te reconoce?

– ¿Qué posibilidades hay? Tendrá suerte si consigue llegar a casa sin atropellar a alguien pero, si eso te tranquiliza, aléjate un poco, lo justo para no perderlo de vista.

– Entendido.

Dejó que Duncan se alejara un poco antes de seguir.

– ¿Por qué hacemos esto? -preguntó-. Sabemos dónde vive, ya hemos estado allí.

– Así es. Sólo quiero asegurarme de que va directo a casa y no al FBI.

– Ya veo. Tenemos que asegurarnos.

– Afirmativo.

Era una lógica que Ramón podía entender. Siguió conduciendo más animado durante varios minutos. Atravesaron el centro de la ciudad hasta llegar a las tranquilas avenidas arboladas de las afueras siguiendo las luces del coche de Duncan.

– Va a girar por East Street.

– Falta media cuadra. Dale un minuto y nos vamos.

Olivia se volvió mientras pasaban por delante de la casa y pudo ver a Megan y a Duncan de pie, en la puerta, petrificados por lo que acababa de sucederles.

– Bien -dijo satisfecha-. Dejémoslos pensar un rato. Que sufran y se preocupen hasta que no puedan más.

Ramón asintió con una sonrisa.

– ¿A casa?

– Primero tengo que recoger el coche del juez y esconderlo en el bosque. Después veremos cómo siguen nuestros huéspedes.

Pensó: esto es como cocinar. Ahora hay que dejar que el plato repose antes de calentarlo.

***

Megan y Duncan entraron tambaleándose en el salón de su casa y se sentaron uno frente al otro, abrumados por una marea de preguntas que les venían a la cabeza pero incapaces de formular ninguna. Tras el golpe inicial de la noticia y un ataque de llanto, los dos se habían quedado callados, en algún lugar al borde del pánico.

Megan intentaba controlarse. No sabía si había transcurrido una hora o tan sólo segundos, pues era como si hubiera perdido toda percepción del tiempo, que súbitamente la envolvía como un torbellino. Se forzó a centrarse: es jueves, es la hora de cenar.

Pero la concentración le duraba poco. Tengo que fijarme algo, se dijo, y recorrió la habitación con la vista deteniéndose en objetos ya familiares, tratando de recordar la historia de cada uno: la cómoda antigua comprada en Hadley y que ella misma había restaurado a mano; los cuencos de la tienda de artesanía de Mystic; la acuarela de barcos en un puerto pintada por una amiga, que había vuelto a dedicarse a la pintura una vez que sus hijos se hicieron mayores. Cada uno de estos objetos le recordaba un momento, un día de su vida. Pero seguía a la deriva, desorientada. Así debe de ser la muerte, pensó.

– No lo entiendo -dijo por fin.

– ¿Qué no entiendes? -preguntó Duncan secamente-. Vale, esto es lo que sé. Pocos minutos después de las cinco de la tarde, después de que habláramos por teléfono, recibí una llamada de Olivia Barrow. Me dijo que había secuestrado a los dos Tommys en el patio del colegio y que tendremos que pagar para recuperarlos.

– Pero… creía que estaba en la cárcel…

– Todo indica que no.

– ¡No seas sarcástico conmigo!

– ¡Es que no sé qué mierda importa eso! ¡Se los ha llevado! Eso es lo único que importa ahora.

Megan se levantó como impulsada por un resorte y corrió por la habitación sin saber lo que hacía, presa de la angustia.

– ¡Es tu culpa! ¡Mi Tommy! ¡Mi padre! ¡Es culpa tuya! Eran tus estúpidos amigos. ¡Yo no quería tener nada que ver con ellos! ¡Cómo pudiste! ¡Hijo de puta!

Intentó dar un puñetazo a Duncan, que retrocedió, sorprendido. El primer golpe falló y Duncan detuvo el segundo con el brazo. Megan se abalanzó sobre él agitando los brazos y sollozando ruidosamente. Duncan la sujetó con firmeza y Megan se desmoronó en sus brazos. La acunó y juntos empezaron a mecerse de atrás hacia delante.

Siguieron unos minutos de silencio, roto únicamente por el crujido de la silla mientras se balanceaban y los sollozos apagados de Megan. Después ésta habló:

– Lo siento, no sé qué me ha pasado. ¡Duncan!

– No pasa nada -susurró él-. Lo entiendo.

Después añadió:

– Éramos diferentes entonces.

Ella lo miró entre lágrimas.

– Duncan, por favor, tienes que ser razonable. Siempre, desde que nos conocimos, has sido sensato, por favor no cambies ahora. Si lo haces no sé cómo podré superar esto.

– Lo seré -respondió él-. Haré todo lo posible.

Se quedaron callados.

– Mi pobre niño… -dijo Megan apretando la mano de Duncan y con la cabeza llena de pensamientos contradictorios. Tragó saliva.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó finalmente en una voz neutra.

– No lo sé.

Ella asintió y continuaron meciéndose.

– Mi niño -dijo-. Mi padre.

– Megan, escúchame. Estarán bien. El juez se las arreglará. Y cuidará de Tommy, lo sabes.

Megan se enderezó y lo miró:

– ¿Tú crees?

– Claro. Al viejo le sobran agallas.

Megan sonrió.

– Desde luego.

Colocó su mejilla junto a la de Duncan.

– Aunque estés mintiendo, lo que dices me tranquiliza.

– Escucha, lo importante es mantener la calma.

– Pero ¿cómo? ¿Cómo vamos a permanecer tranquilos?

– Ojalá lo supiera.

Megan empezó a llorar.otra vez, pero se detuvo bruscamente al escuchar una voz.

– ¿Mamá? ¿Papá? ¿Qué pasa?

Era Karen, de pie en la puerta. Lauren asomaba su cara por encima de su hombro.

– Los oímos llorar y luego discutir. ¿Dónde está Tommy? ¿Y el abuelo? ¿Pasó algo? ¿Están bien?

Las dos muchachas parecían asustadas.

– ¡Dios! Hijas… -empezó Megan.

Duncan vio como palidecían y durante un momento fue incapaz de hablar mientras veía el miedo dibujarse en sus rostros.

– ¿Están heridos? -preguntó Karen, levantando la voz.

– ¿Dónde están? ¿Qué ha pasado? -preguntó otra vez Lauren-. ¿Mamá? ¿Papá?

Las dos niñas rompieron en llanto producto de la confusión y el miedo.

Duncan respiró hondo.

– Vengan aquí, chicas, y siéntense. Están los dos bien, por lo que sabemos.

Las miró entrar en la habitación, sincronizadas como siempre, unidas por un lazo invisible. Podía ver que estaban asustadas, presas de un miedo irracional. Se sentaron en un sofá frente a sus padres.

– No, acérquense más -dijo.

Las gemelas se sentaron entonces en el suelo, a los pies de sus padres. Las dos lloraban quedamente, sin saber en realidad por qué, sólo conscientes de que algo terrible había trastocado el equilibrio familiar.

Duncan fue directo al grano:

– Han secuestrado a Tommy y al abuelo -dijo.

Las niñas enrojecieron, los ojos abiertos como platos.

– ¿Los secuestraron? ¿Quién?

No sabía cómo contestar a esta pregunta y dejó que el silencio llenara la habitación. Vio que las lágrimas de las niñas eran sustituidas por una expresión que no era tristeza ni miedo. No lograba descifrarla, y eso lo preocupó. Levantó la mano:

– Un momento.

Sintió la mano de Megan en la rodilla. Se volvió y vio que su rostro reflejaba una preocupación nueva.

– Tenemos que contárselo -dijo Duncan-. Ellas forman parte de esto. Aún somos una familia y estamos juntos en esto. Tienen que saber la verdad.

– ¿Pero qué verdad? ¿Y hasta dónde les contamos?

Duncan negó con la cabeza:

– No lo sé.

– Duncan, ¡todavía son niñas!

Megan se inclinó y abrazó a las gemelas. Éstas se zafaron del abrazo.

– No lo somos. ¡Mamá, por favor!

Duncan se quedó un momento pensativo.

– Y hay otra cosa, Megan, que no se me había ocurrido hasta ahora. ¿Cómo sabemos que nosotros no estamos también en peligro?

Megan se desplomó en la silla como si la hubieran golpeado.

– ¡No! ¿Crees que lo estamos?

– No lo sé. No sé nada.

Megan asintió. Tragó saliva y se obligó a enderezarse.

– Niñas, quiero que vayan a la cocina y hagan café. Si tienen hambre coman algo. Déjennos a su padre y a mí solos unos minutos mientras discutimos esto y después se lo contaremos -dijo Megan con el tono de su-madre-sabe-lo-que-les-conviene que empleaba siempre que quería poner fin a una discusión.

– ¡Mamá!

– ¡Vamos!

Duncan vio como Karen tiraba de la manga de su hermana. Se volvieron hacia él y asintió con la cabeza. Parecían abatidas y decepcionadas, pero se levantaron y fueron a la cocina sin protestar.

Duncan se volvió hacia Megan.

– Bueno. Entonces, ¿qué les contamos?

Su voz ganó intensidad.

– ¿Empezamos diciéndoles que su padre es un criminal? ¿Que la policía de Lodi, California, estaría encantada de echarme el guante, incluso después de dieciocho años? O tal vez deberíamos empezar contándoles que su padre es un cobarde que dejó a sus compañeros desangrándose en la calle y salió corriendo. ¿Y qué hay de que nos casamos cuando ya estabas embarazada de ellas? Creo que eso les servirá de consuelo. ¿Cómo les decimos que nuestras vidas tal y como las conocen son una mentira, una coartada para algo que ya es historia antigua?

– ¡No lo son! -gritó Megan-. ¡Nuestra vida no es ninguna coartada! ¡Nosotros somos así! ¡Ahora no somos los de entonces! ¡Ninguno lo es!

– Olivia sí.

Megan se quedó cortada.

– Olivia sí -repitió angustiada. Después pareció concentrarse-. ¿Lo es? En realidad no lo sabemos, todavía.

– Bueno -preguntó Duncan-. Entonces, ¿por dónde empezamos? ¿Cómo se lo explicamos?

– No lo sé -contestó Megan-. Por el principio, supongo.

La ira de Duncan desapareció tan rápido como había venido. Dudó un momento y después asintió.

– De acuerdo -replicó-. Se lo contamos y esperemos lo mejor.

Pero en ese instante ambos esperaban lo peor, aunque no podían imaginar hasta qué punto.

***

Olivia Barrow estaba de pie en el estacionamiento, junto al coche del juez, dejando que el frío aire de la noche la abrazara. Sus ojos escrutaban la oscuridad. Cuando se cercioró de que no había nadie, abrió la puerta del sedan y se sentó al volante. Pasó la mano por los asientos de cuero, después arrancó y metió la marcha atrás con un golpe seco.

Condujo rápida pero cuidadosamente por la noche de Greenfield. La ciudad parecía detenida, indecisa; había poca gente en las calles. Incluso las luces de neón que anunciaban comida rápida parecían brillar menos que de costumbre.

En pocos minutos se encontraba ya fuera del centro de la ciudad, atravesando una zona residencial. Miró de reojo las casas simétricas y ordenadas y enseguida volvió los ojos a la carretera mientras se adentraba en la negra campiña.

Giró por una carretera secundaria y después por otra hasta que vio la desviación de su casa y entonces redujo la marcha. Dejó el desvío atrás y tomó un camino rural que se adentraba en el bosque. Redujo más la velocidad, conduciendo el Sedan por el camino boscoso y lleno de baches. Las ramas de árboles y arbustos arañaban los laterales del coche y producían un sonido como el de las chicharras en los días de verano. Pasados unos momentos encontró el lugar que había localizado antes, cuando había inspeccionado el terreno a pie. Cuidando de que el coche no se atascara en el barro, lo estacionó.

Apagó el motor, tomó su bolsa de lona del suelo del asiento del pasajero y comprobó su contenido: una muda, artículos de aseo, un carné falso, cien dólares en metálico, tarjetas de crédito falsas y una Magnum 357. Satisfecha, cerró la bolsa y la volvió a dejar en el mismo sitio. Después salió del coche dejando las llaves puestas. Mi válvula de seguridad, pensó. Por si acaso.

Después emprendió el camino de vuelta entre oscuros árboles y matojos, y pronto estuvo en la granja.

***

Tommy se apresuró a tomar la primera cucharada de sopa y el líquido caliente le hizo olvidar dónde se encontraba. Su cabeza se llenó recuerdos de casa y por un momento se preguntó si sus padres y sus hermanas estarían sentados alrededor de la mesa cenando. Después se dio cuenta de que probablemente eso no sería así, por su abuelo y por él, y entonces se preguntó qué estarían haciendo. Pensó en sus hermanas y deseó que estuvieran allí con él. No serían tan buenos soldados como él y su abuelo, pero seguro que se les ocurrirían juegos con los que pasar el rato. Siempre han jugado conmigo, pensó, incuso cuando los otros niños no querían, o cuando se reían de mí y me decían cosas. Nunca me importó. Recordó una ocasión en que había nevado y permaneció afuera de pie, durante una hora, intentando atrapar un copo de nieve. Los niños del vecindario se reían de mí y dijeron que no podría, pero Karen y Lauren salieron a ayudarme, y pronto todos los niños las imitaron. Y aquel niño que vivía calle arriba y solía darme puñetazos en el hombro hasta que un día Karen le pegó a él y entonces dejó de hacerlo. Este recuerdo lo hizo sonreír. Le dio fuerte, pensó; hasta le sangró la nariz, pero Karen no le pidió perdón. Recordó cuando la noche y la oscuridad le daban miedo y Karen y Lauren se trasladaban con sus bolsas de dormir a su habitación y se acostaban en la alfombra hasta que él se dormía. Entonces se marchaban, pero él se daba cuenta; lo que ocurría era que para entonces se le había pasado el miedo. Miró el sándwich que tenía en la mano. Ellas le habrían puesto lechuga y tomate, y se lo habría servido con papas fritas. Y Lauren me habría dado una galleta de chocolate de la estantería donde las guarda mamá.

Vendrán a buscarme, pensó. Y también mamá y papá. Y papá le pegará a esa mujer que me da tanto miedo y la arrestará y el abuelo la mandará a la cárcel, que es donde debe estar.

Espero que Karen y Lauren se acuerden de traerme galletas.

Paró para beber un poco de leche, que habría sabido mejor con una gota de sirope de chocolate, y dio otro mordisco al sándwich. Mientras masticaba miró a su abuelo, sentado en el borde de la cama con la mirada perdida.

– Abuelo, prueba la sopa. Está buena -dijo.

El juez negó con la cabeza, pero le sonrió.

– Ahora mismo no tengo mucha hambre -contestó.

– Pero tenemos que estar fuertes, los dos, si vamos a luchar.

El juez sonrió de nuevo.

– ¿He dicho yo eso?

– Sí.

Tommy apartó el plato de sopa vacío y se acercó al anciano.

– Por favor, abuelo -dijo con un ligero temblor de voz-. Por favor, come.

Tomó la mano de su abuelo.

– Mamá dice siempre que con el estómago vacío no se puede hacer nada, ni correr, ni nada.

El juez miró al niño y asintió.

– Eso que dices, Tommy, es de lo más sensato.

Tomó el plato de sopa y empezó a comer. Para su sorpresa, estaba buena. Siguió comiendo bajo la mirada vigilante de su nieto.

– Tenías razón, Tommy, ya me siento más fuerte.

El niño rio e hizo ademán de aplaudir.

– Tommy, creo que voy a ponerte al mando. Tú deberías ser el general y yo el soldado. Pareces saber mejor que yo lo que hay que hacer.

El juez Pearson dio un bocado a su sándwich. Demasiada poca mayonesa.

Dios mío, pensó, hace años que no tomaba leche, sopa y un sándwich para cenar. Comida de niños. Me pregunto si piensan que así nos volveremos más sumisos, que podrán tratarme como a un niño.

Por primera vez se le ocurrió que haría falta algo más que fuerza física para escapar de aquel ático. Decidió que más tarde estudiaría las posibles ramificaciones psicológicas de su confinamiento. Pero primero, pensó, un poco de acción.

– Tommy, ¿te das cuenta de que han pasado ya varias horas desde que nos capturaron y aún no hemos hecho la inspección?

Miró su reloj, eran más de las nueve. No han sido muy listos, pensó. Deberían haberme quitado el reloj. Así estaría más desorientado. Pero ahora sabemos qué hora es, y han pasado más de cuatro horas desde el secuestro. Eso ya es algo.

– ¿Qué quieres decir, abuelo?

– ¿Qué sabemos de esta habitación?

El juez se puso de pie. Sentía la energía circular por su cuerpo.

– Es un ático -dijo Tommy.

– ¿Dónde crees que estamos?

– En algún sitio del campo.

– ¿Como cuánto de cerca de Greenfield?

– No podemos estar muy lejos, porque no pasamos mucho tiempo en el coche.

– ¿Qué más sabemos?

– Que el camino de entrada a la casa es largo.

– ¿Cómo lo sabes?

Conté hasta treinta y cinco cuando salimos de la autopista.

– Buen chico.

– Así que mamá y papá no tienen que ir muy lejos a buscarnos.

El juez sonrió.

– Probablemente ellos nos lleven con tus padres, es como suelen funcionar estas cosas.

– Genial. Ojalá se den prisa. Abuelo, ¿crees que nos iremos a casa esta noche?

– Me parece que no.

– Papá podría darles un cheque.

– Seguramente querrán dinero en efectivo.

– Yo tengo casi cincuenta dólares en mi alcancía de casa. ¿Crees que lo necesitarán?

El juez sonrió de nuevo.

– No, no usarán tu dinero. ¿Estabas ahorrando para algo?

Tommy asintió pero no dijo nada.

– ¿Y bien?

– Tienes que prometerme que no se lo dirás a mamá.

– De acuerdo. Te lo prometo.

– Quiero un monopatín.

– ¿No son un poco, ya sabes, peligrosos?

– Sí, pero llevaré siempre casco y rodilleras, como los niños mayores del colegio.

– Pero ya tienes una bicicleta. ¿Te acuerdas cuando tu padre y yo fuimos a comprarla?

El niño asintió con la cabeza.

– ¿Y qué tiene de malo?

– Nada… lo que pasa es que…

– Quieres un monopatín.

– Sí.

– Bueno. No se lo diré a nadie. Y escucha una cosa, cuando volvamos a casa te daré un billete de cinco dólares para que lo metas en la alcancía.

– Genial.

El juez paseó de nuevo la mirada por el ático. Había una única bombilla desnuda colgando del techo en el centro de la habitación. El interruptor estaba junto a la puerta.

– Tommy, creo que ha llegado el momento de que inspeccionemos este ático.

– Sí -dijo Tommy poniéndose en pie.

– Mejor quítate los zapatos -dijo el juez con voz tranquila-. Pero no los dejes caer al suelo, déjalos junto a la cama y camina sin hacer ruido. ¿De acuerdo?

Tommy asintió e hizo lo que le indicaba su abuelo.

– De acuerdo -dijo el juez-. Empecemos.

El viejo y el niño comenzaron a palpar las paredes.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó el niño en un susurro.

– No sé. Cualquier cosa.

Terminaron de recorrer una pared y Tommy reparó en un gran clavo tirado en el suelo. Se lo dio a su abuelo.

– Estupendo -dijo éste guardándoselo en el bolsillo.

Continuaron por la siguiente pared. De pronto el viejo se detuvo y puso la mano sobre la madera.

– Toca esto.

– Está fría. Por todo este lado está fría.

El juez Pearson apretó el tablón de madera con la mano. -Tal vez podamos abrir aquí un agujero. No hay aislamiento. ¡Quizá sea una antigua ventana tapada!

Siguieron moviéndose. Cuando llegaron a la puerta Tommy reparó en que los tornillos que la sujetaban al quicio no estaban bien fijados.

También inspeccionaron los dos catres. En uno de ellos, uno de los muelles metálicos estaba flojo. El juez lo aflojó aún más.

– Puedo arrancarlo -dijo. Después se sentó en la cama y volvió a ponerse los zapatos. Tommy hizo lo mismo.

– No hemos encontrado mucho -dijo el niño.

– No, no, te equivocas. Tú encontraste un clavo y también descubrimos un posible agujero por donde escapar y un trozo de metal con el que podríamos fabricar un arma. También aprendimos algo sobre la puerta, aunque es muy pronto para saber de qué puede servirnos. Ha sido mejor de lo que esperaba, mucho mejor.

El optimismo de su voz animó al niño. Pasado un momento, dijo:

– ¡Ay, abuelo! Estoy cansado y me gustaría estar en casa. Se subió a la cama y apoyó la cabeza en el regazo del viejo. -Todavía estoy asustado. No tanto como antes, pero un poco.

El niño cerró los ojos y el juez rezó en silencio para que se durmiera. Le acarició la frente y se dio cuenta de que él también tenía sueño. Su sentido de alerta había desaparecido y notaba que su cuerpo le pedía descanso, venciendo el miedo y la tensión. Echó la cabeza hacia atrás.

De pronto Tommy se sentó en la cama.

– ¡Ya vienen! -dijo.

El juez abrió los ojos. Escuchó pisadas en el pasillo y una mano en el pomo de la puerta.

– Estoy aquí, Tommy. No te preocupes.

***

Olivia Barrow abrió la puerta y entró en el ático. Vio que sus prisioneros se habían refugiado contra la pared y leyó el miedo en sus rostros.

– ¿Comieron? -preguntó.

Tommy y su abuelo asintieron.

– Bien. Tienen que estar fuertes -continuó, emulando sin saberlo a Tommy minutos antes-. No sabemos cuánto tiempo durará esto.

Se acercó.

– Oye, viejo, déjame ver cómo tienes la frente.

– Estoy bien -dijo el juez.

No pienso dejar que me toque, pensó. Esta vez no.

– ¡Déjame verla!

– Le he dicho que estoy bien.

Olivia calló un instante.

– ¿O sea que quieres jugar?

El juez negó con la cabeza.

– ¿Entiendes lo que te digo, viejo cabrón?

– ¿Cómo?

– ¡Te hice una pregunta!

– ¿Que si entiendo qué?

– ¡Qué vulnerable eres!

– Mire -dijo el juez, haciendo acopio de todos sus recursos de oratoria, como si fuera a dar un discurso-. Nos han capturado. Nos secuestraron sin darnos oportunidad de defendernos. Me pegaron a mí y asustaron al niño. Nos encerraron en este agujero. Lo más probable es que sus padres estén muertos de miedo. Está usted al mando, ¿no? Pues enhorabuena. Y ahora, ¿por qué no se ocupa de sus asuntos? ¿Qué es usted, una aprendiz de secuestrador o qué? Hablemos claro, señora, y dejémonos de tonterías. No hay por qué alargar esto ni un minuto más de lo necesario. ¡Consiga su dinero y déjenos irnos a casa!

Olivia sonrió.

– Ay, juez. No entiendes nada.

– Déjese de adivinanzas.

Olivia sacudió la cabeza, como riéndose de un chiste que sólo ella conocía.

– Viejo, eres un ingenuo. Te crees que puedes mantener el control poniendo resistencia, no física, sino intelectualmente. Discutes con tus secuestradores. Les pides cosas, como un balde. Los manipulas. Lo siguiente será pedir más mantas, aunque aquí hace calor suficiente.

– Bueno, no nos vendría mal alguna más, y alguna almohada…

– O quejarse de la comida…

– Ahora que lo menciona, sopa y sándwiches no puede considerarse una cena como Dios manda…

– Ya tuvieron cinco horas para recuperarse del shock inicial. Seguramente has tenido tiempo de analizar la situación. No pinta demasiado mal. Ninguno de los dos está herido y este ático no es el peor sitio que han visto en su vida. Los secuestradores, bueno, pueden parecer un poco indecisos, pero piensas que podrás con ellos. Las circunstancias te resultan familiares, ¿no? Probablemente escuchaste testimonios de secuestros en el juzgado, ¿no? A pesar de todo, las cosas podrían ser mucho peores. Así que te pusiste a pensar, ¿no?

– Vaya al grano.

Olivia sacó una pistola de gran tamaño y la agitó en el aire.

– Lo que quiero decir es que me estás obligando a amenazarlos otra vez. Conozco a los de tu calaña, juez, todos los carceleros son iguales. Creen que pueden manipular a la gente. Saben que lo importante es tener el control. Así es como funcionan las cosas en la cárcel. Los criminales más duros, cientos de ellos, todos a las órdenes de unos cuantos guardias uniformados. La autoridad, la fuerza, el poder, están en la cabeza.

Aquí funciona igual, juez, eres mi prisionero y tengo que mantenerte bajo control. Inventas pequeñas estratagemas para mantener tu identidad. Pero aquí yo tengo las de ganar.

Sonrió, apuntándoles con el arma y después apartándola, como jugando con ella.

– ¿No te das cuenta? Aquí yo soy la experta.

De repente miró a Tommy.

– Aquí va la primera amenaza, juez. Me llevo al niño.

– ¿Qué?

– Es muy sencillo, juez. Veo que los dos juntos se sienten fuertes, así que tal vez los separe. También tenemos sótano, ¿sabes? Al principio pensamos en ponerlos allí, pero pensamos que sería demasiado cruel, la verdad. Es el peor agujero que he visto. No hay luz. Es frío y húmedo, y además huele a cloaca. Un sitio deprimente, lleno de porquería y de Dios sabe qué más. Tal vez encierre al niño ahí por un tiempo.

– ¡No, por favor! ¡Quiero quedarme aquí! -casi gritó Tommy. El juez notaba como el cuerpo del niño comenzaba a temblar.

– Eso no será necesario -dijo-. Haremos lo que nos diga.

– La frente.

– Míremela.

Olivia guardó el revólver y sacó un pequeño botiquín. Aplicó Betadine en la herida del juez.

– ¿Dolor de cabeza? -preguntó.

– No más del que cabría esperar.

– Bien -dijo Olivia-. Si tiene mareos dígamelo.

– Lo haré.

Guardó el botiquín y se irguió.

– Tienes que entender algo, juez.

– ¿Qué?

– Ya te lo he dicho. Esto no es un secuestro normal, no se parece a nada que conozcas.

El juez la miró perplejo y ella dio una palmada.

– De acuerdo, chicos. ¿Quién necesita ir al baño antes de acostarse?

Ni el juez ni Tommy respondieron.

– ¡Vamos! Es su oportunidad de ahorrarse la vergüenza del balde. ¿Quién quiere ir?

Siguieron callados.

– Bueno, pues van a ir los dos. Juez, tú primero. Levántate y sal, mi camarada te espera afuera armado con su pequeña pistola. Un arma de primera, juez. No hace prácticamente ruido al matar a alguien.

El juez Pearson no sabía si hablaba por experiencia o por mera suposición.

Olivia rio otra vez.

– Ya veo lo que estás pensando, juez. Bueno, de momento mantendremos el misterio. ¿No?

Cambió de tono abruptamente y dijo con dureza:

– Ahora levántate y ve al cuarto de baño. Yo me quedaré aquí haciéndole compañía a Tommy.

– ¡Abuelo, por favor, no te vayas!

El juez se levantó y permaneció de pie, indeciso.

– Muévete, juez.

– ¡Abuelo!

Olivia se acercó a la cama y apoyó una mano en el hombro de Tommy.

– Por favor, abuelo, no me dejes solo. ¡Por favor! ¡No quiero que te vayas!

– ¿Ves qué decisiones tan difíciles hay que tomar, juez? ¿Te preocupa lo que pueda hacer a tus espaldas? ¿Qué pasará? Tal vez cuando vuelvas el niño ya no esté, lo habré llevado al sótano. Pero si no vas, tal vez haga lo mismo. Vamos, juez, decídete. Eso es lo que hacen los jueces, ¿no? Tomar decisiones. Si lo haces estás jodido. Si no lo haces, también. Vamos, juez, adivina. ¿Qué es lo que voy a hacer? ¿Cuán cruel puedo ser? ¿Cuál es la elección correcta?

– ¡Abuelo!

– Voy a ir, Tommy. Volveré enseguida.

– ¡Abuelo, por favor!

Olivia tomó al niño por los hombros y miró al juez.

Maldita seas, pensó él. Se giró y salió a paso rápido por la puerta del ático. A cada paso que daba le parecía oír un nuevo sollozo de su nieto. Los sonidos lo desgarraban y dudaba entre atender el llanto de su nieto o las amenazas que pesaban sobre él. ¿Qué hará esa mujer? ¡Tommy! Quería gritar su nombre para tranquilizar a su nieto, que seguía llorando desconsolado. Vio a Bill Lewis sonriendo y apuntándole con la pistola desde el rellano.

– Por aquí -dijo-. Deja la puerta abierta. Querrás oír lo que pasa afuera.

El juez se dio prisa y orinó con impaciencia.

– Date prisa, juez.

– Tiró de la cadena y volvió corriendo al ático, donde Tommy continuaba sollozando. Se sintió aliviado. Al menos no se lo habían llevado.

– Ya estoy aquí, Tommy. Ya estoy aquí. No pasa nada, no pasa nada.

Lo abrazó y lo consoló. Mientras sujetaba al niño en sus brazos y lo mecía se sentía lleno de rabia.

Olivia los dejó seguir así más o menos un minuto.

– Bueno -dijo entonces-. No ha sido para tanto. Pero ahora viene lo peor. Tommy, ¡levántate! ¡Te toca!

– Puede usar el balde -dijo el juez.

– No, no puede. Ahora no.

– Por favor -rogó el juez-. Déjeme acompañarlo.

– Nada de eso.

– ¡Abuelo! -gimió Tommy-. ¡Me va a llevar al sótano!

Olivia sonrió.

– Tal vez… es una posibilidad. La vida está llena de posibilidades…

Sonrió.

– ¡Vamos!

– No, abuelo, no. Quiero quedarme aquí contigo. ¡No tengo que ir! Por favor, déjame quedarme aquí contigo. ¡Por favor, abuelo!

El juez sabía que las súplicas del niño no tendrían efecto en aquella mujer.

– Está bien, Tommy. Vete, haz lo que tengas que hacer y vuelves aquí enseguida. No te preocupes.

El niño lloraba amargamente y sus hombros temblaban. El juez se acercó y lo condujo suavemente hasta la puerta. Se sentía orgulloso.

– ¡Rápido! Te estaré esperando.

Tommy salió por la puerta con ademán resuelto. Olivia lo miró y después se volvió hacia el juez.

– ¡Siéntate!

Obedeció. Esperaba un nuevo discurso pero, en lugar de eso, Olivia se dio la vuelta y salió por la puerta.

– ¡Eh! -dijo el juez.

Desapareció y el cerrojo se cerró detrás de ella.

– ¡Eh! ¡Maldita sea! ¡Espere! ¡Tommy!

Oyó al niño gritar:

– ¡Abuelo! ¡Abuelo!

El juez se levantó y de un salto estuvo en la puerta. Empezó a golpearla con la mano.

– ¡Devuélvamelo! ¡Devuélvamelo! ¡Tommy! ¡Tommy! ¡Devuélvanmelo, malditos sean!

En su cabeza se agolpaban la ira, el miedo, el asombro y la consternación. Se sentía rabioso y traicionado y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¡Tommy!, ¡Tommy! -sollozó.

Se recostó contra la pared, sintiendo que lo abandonaban las fuerzas cuando, de repente, la puerta se abrió. Se levantó sin pensar, feliz y aliviado de ver la pequeña figura de su nieto. Luego se detuvo. Olivia sujetaba a Tommy y le tapaba la boca con la mano. Después lo soltó y el niño se arrojó a los brazos del abuelo. El juez abrazó al lloroso muchacho dejando que sus lágrimas se mezclaran con las de su nieto.

– Estoy aquí, Tommy, no te preocupes. Estoy aquí. Te voy a cuidar. No te preocupes. Estoy aquí, contigo…

Estas últimas palabras las susurró al oído del niño y así consiguió calmarlo poco a poco.

El juez levantó los ojos. Acarició el pelo de Tommy y sujetó al niño cerca de su pecho, pero su mirada se encontró con la de Olivia.

– ¿Quién está al mando, abuelo?

– Usted.

– Vas aprendiendo, cerdo -contestó Olivia. Se volvió y se marchó dejándolos de nuevo encerrados.