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Cuando Olivia se marchó Duncan permaneció pegado a la silla durante un rato; no supo cuánto, cinco, quince minutos, tal vez media hora, pues el tiempo se había vuelto maleable de repente. Era como si de pronto hubiera enfermado de unas extrañas fiebres tropicales, la cara le ardía y sentía la frente empapada en sudor y cuando se miró las manos vio que las tenía agarrotadas y temblorosas.
¡Róbalo!
El zumbido del teléfono lo sacó de su ensimismamiento. Miró el aparato perplejo antes de volver a la realidad. Hizo ademán de descolgar pero se detuvo, dejando que zumbara y zumbara como un moscardón furioso. Cuando vio que no dejaba de sonar, lentamente descolgó el auricular.
– ¿Sí? -preguntó con tono ausente.
– ¡Duncan!
– ¿Sí? -repitió, como despertando de un sueño-. ¿Megan? ¿Qué pasa?
La angustia en la voz de su esposa lo hizo levantarse como un resorte.
– ¡Bill Lewis! Creía que estaba muerto, pero está con ella, Duncan, le ayudó a secuestrar a Tommy.
– ¿Bill Lewis? -Duncan se sentía como si los finos hilos que lo mantenían de pie se fueran rompiendo uno a uno dejándolo suspendido en el vacío.
– Dijo que mataría a las niñas, y a ti, si no hacías lo que te ordenara Olivia. Está con ella en esto, no lo podía creer. Estaba igual que siempre, sólo que distinto. Era como si…
– ¿Bill Lewis? Pero creía que había desaparecido.
– ¡Estuvo aquí! Fue horrible, no se parece en nada a como era antes.
– ¿Está con Olivia?
– Sí, están juntos en esto.
– ¡Dios mío! ¿Y quién más?
– No lo sé -gimió Megan.
– Bill Lewis es un salvaje. -Duncan lo recordó sentado a la mesa de la cocina en Lodi apuntándole con una pistola del 45 y apretando el gatillo. Recordó el chasquido del tambor y la risa cruel de Bill cuando saltó y empezó a gritarle.- Un psicópata y un cobarde -continuó Duncan sin pensar en el impacto que tendrían sus palabras-. Es capaz de disparar a cualquiera siempre que sea por la espalda.
– No, no lo haría, Duncan. Entonces estaba confuso, como lo estábamos todos, pero no era tan mala persona…
– Acabas de decir que fue horrible…
– Y lo fue. Dios, Duncan, lo siento, es que estoy histérica.
– ¿Qué te dijo?
– Rompió una fotografía de Tommy y dijo que lo mataría.
– No mientras esté Olivia; en eso podemos estar tranquilos. Siempre lo ha dominado, hacía siempre exactamente lo que ella le pedía.
– Duncan, pensé que no podría asustarme más, pero no es así; ya no sé qué pensar.
– Tranquilízate. ¿Dónde están las niñas?
– Fueron a comprar leche.
– ¿Cómo?
– Necesitaban salir de casa y no pensé… fue antes de que Bill apareciera y…
Duncan respiró hondo e hizo un esfuerzo por controlarse.
– Está bien. Cuando vuelvan que se queden en casa hasta que yo llegue y no abran la puerta a nadie, a no ser que los conozcan personalmente.
Calló un momento pensando en la tontería que acababa de decir. Ese precisamente era el problema, que conocían a los secuestradores personalmente.
– ¿Vienes ya? -preguntó Megan.
– Enseguida, antes tengo que hacer una cosa.
– ¿Qué?
Duncan tomó el sobre que Olivia le había dejado en la mesa.
– Me ha dejado una especie de mensaje y tengo que descifrarlo. Eso es lo que dijo, no sé lo que es ni cuánto tiempo me llevará.
– ¿Te dijo cuánto tenemos que pagar para que nos devuelvan a los Tommys?
– Más o menos -contestó Duncan percibiendo la angustia en la voz de su mujer-. Te lo explicaré cuando llegue a casa. Espera a las niñas e intenta tranquilizarte, yo llegaré enseguida.
– Por favor, date prisa.
– Muy bien.
Colgó el teléfono y tomó el sobre. Está al borde de un ataque de histeria, pensó. Si Megan no era capaz de soportar la tensión, no sabía qué iba a hacer. Movió la cabeza y se preguntó qué haría él si tampoco era capaz de resistir la presión. Respiró hondo.
– Muy bien, Olivia -dijo en voz alta-. Vamos a jugar a tu estúpido juego. -Era fácil hacerse el valiente cuando no estaba ella delante mirándolo a la cara, pensó con tristeza. Cuando se ha ido, entonces se me ocurre qué decir.
Abrió el sobre y volcó su contenido en la mesa; primero vio una fotografía: eran los dos Tommys. Vio la expresión asustada de su hijo, como si acabaran de pincharlo con un punzón. Sostuvo la foto con manos temblorosas y se obligó a estudiarla detenidamente, había sido tomada con una cámara instantánea y el juez sostenía el periódico de la mañana. Posaban en actitud forzada como en otras fotografías que recordaba haber visto en las noticias. Trató de extraer alguna información sobre dónde podían estar, parecía un ático de alguna parte, eso lo sabía por las vigas inclinadas que aparecían al fondo.
Al menos parece un lugar seco y seguro, pensó. Se fijó en las mantas, lo que también lo tranquilizó y examinó la cara del juez en busca de indicios de preocupación, pero sólo vio disgusto y desagrado. Lo asaltó un pensamiento revolucionario: tú, hijo de puta exigente y mandón, hazles la vida imposible. Una parte de él deseaba que el juez los hiciera pedazos con su oratoria y otra se daba cuenta de lo arriesgado que podría resultar aquello, en especial sabiendo cuán débil era la personalidad de Bill y qué peligrosa. Siempre se reía en los peores momentos, pensó, y lloraba por las cosas más nimias, como el final triste de una película. Tenía un temperamento tan inestable como la marea.
Se pasó la mano por las arrugas de la frente mientras miraba otra vez a Tommy y se atrevió a admitir que su hijo parecía sano, aunque asustado. Se obligó a tranquilizarse, no estaba dispuesto a pensar en la tristeza y el desamparo que traslucía la expresión del niño; pero era muy duro, así que inspiró profundamente y se dijo, como si sus palabras pudieran recorrer la distancia que lo separaba de su hijo: Estoy en ello, Tommy, estoy en ello. Haré todo lo necesario para traerte a casa.
Dejó la fotografía y se preguntó si debería enseñársela a Megan, después tomó el segundo artículo que había caído del sobre abierto. Era un recorte de diario sin fecha, una esquela recortada de la sección de necrológicas de un diario sin identificar. La leyó dos veces mientras aumentaba su consternación:
MILLER, ROBERT EDGAR, de 39 años, en su domicilio el 5 de septiembre de 1986. Amante esposo de Martha, de soltera Mathews, y padre de dos hijos, Frederic y Howard. Lo sobreviven sus padres, el señor y la señora E. A. Miller, de Lodi; su tío, el señor R. L. Miller, de Sacramento; su hermano, Wallace Miller, de Chicago; sus hermanas, la señora de Martin Smith de Los Ángeles y la señora de Wayne Schults de San Francisco, así como sobrinos y sobrinas. El funeral se celebrará en la iglesia de Nuestra Madre de la Sagrada Redención el viernes 8 de septiembre a las 13.00. La familia solicita que, en lugar de flores, se entreguen donaciones al Centro de Veteranos de Vietnam del condado de Orange. El velatorio será en la funeraria Johnson, en el 1120 de Baker Street, Lodi.
Duncan no sabía quién era Robert Miller ni qué relación podía tener con Olivia y con él. Era evidente que el hombre había muerto hacía más de dos meses, y que, por su edad, había nacido en los últimos cincuenta años. Era natural de Lodi, es decir, del lugar donde habían vivido cuando preparaban el asalto al banco, pero nada más. Supuso también que había sido veterano de Vietnam, pero en la esquela había poco más que lo relacionara con lo que estaba ocurriendo ahora. Repasó el nombre del muerto una y otra vez tratando de descubrir alguna conexión. Miró fijamente la esquela preguntando silenciosamente: ¿Quién eres? ¿Qué tienes que ver conmigo? ¿Cómo has muerto y por qué?
Al principio no imaginaba cómo podría descubrirlo, pero después descolgó el teléfono y marcó el número de información de California y pidió el de la funeraria. Hizo una breve pausa para inventar una excusa plausible para las preguntas que quería hacer. Mientras marcaba se dio cuenta de que era la primera vez en dieciocho años que llamaba a California y por un momento sintió miedo, miedo de que alguien reconociera su voz y supiera lo que había hecho él allí en 1968. Al segundo timbrazo le contestó una voz de mujer:
– Funeraria Johnson, ¿dígame?
– Hola -dijo Duncan-. Me llamo, eh, Roger White y acabo de enterarme de un velatorio que organizaron ustedes en septiembre y no estoy seguro de si la persona era un amigo mío o no. He estado fuera del país y desconectado durante tanto tiempo que, bueno, me llevé un disgusto cuando vi…
La mujer lo interrumpió.
– ¿Cómo se llamaba el difunto?
– Robert Miller, fue en…
– Sí, en septiembre, lo recuerdo. ¿Y de dónde dice que lo conocía?
Duncan se arriesgó:
– De Vietnam.
– Ah, claro, otro veterano. Déjeme mirar los archivos; no recuerdo que hubiera detenciones.
– ¿Detenciones?
– Sí, lo siento, ¿no sabía que el señor Miller murió asesinado?
– No, es la primera vez que lo oigo.
– Bueno, no conozco muy bien los detalles. Sé que fue algo relacionado con un robo. Puede intentar hablar con Ted Reese, del periódico local; fue el encargado de cubrir la noticia.
Duncan apuntó el nombre mientras oía cómo la mujer pasaba papeles.
– Pero, bueno -continuó ésta-, estaba con la 101 de Aviación desde 1969 hasta finales de 1967, le concedieron dos corazones púrpuras y la estrella de bronce al valor. Fue socio del Elks Club y estuvo en las ligas de rugby Little League y Pee Wee, también fue miembro de la Asociación de Profesionales de la Seguridad. Al velatorio vinieron muchos policías y agentes de seguridad.
– ¿Fue mucha gente?
– Sí, era un hombre muy popular, muy conocido por los alrededores. El hombre del periódico podrá darle más detalles. ¿Es el mismo Miller que conoció en Vietnam?
– Sí -mintió Duncan.
– Vaya, lo siento.
Duncan colgó y mantuvo presionado el botón para cortar la conexión. Entonces marcó el número del periódico y preguntó por el reportero. Seguía sin comprender lo que quería decirle Olivia y tampoco veía qué relación podía haber entre él y aquel hombre asesinado.
– Aquí Reese.
– Hola -dijo Duncan-. Mi nombre es White y acabo de regresar al país después de seis meses y me enteré de que un viejo amigo fue asesinado. Los de la funeraria me dijeron que usted podría contarme algo sobre Robert Miller.
– ¿El guardia de seguridad?
– Sí.
– ¿Y dice que era amigo suyo?
– De la guerra. El 101 de Aviación.
– Sí, claro, bueno, siento tener que darle los detalles.
– ¿Qué pasó?
– Mala suerte, supongo, aunque no para su mujer y sus hijos. Se habían ido de vacaciones, así que estaba solo en casa. La policía supone que alguien llamó a la puerta y él abrió y los dejó pasar. Lo obligaron a abrir la caja fuerte y se llevaron todo, pusieron la casa patas arriba. El hombre tenía una buena colección de armas, incluidos rifles automáticos. Tenía licencia para todas, por increíble que parezca. Ya sabe lo que dice la policía sobre el precio que tienen esas cosas en el mercado negro. Bueno, el caso es que le dispararon con una pistola, dentro de la casa. Fue una auténtica carnicería… Perdóneme.
– No se preocupe -se apresuró a decir Duncan-. Continúe, por favor.
– No hay mucho más que contar. Parece ser que se dirigía hacia su mesa, donde escondía una pistola; no era de los que se rinden sin luchar, todo el mundo lo decía. Supongo que se marcharon enseguida. Además de las armas robaron unas cuantas cosas, incluyendo una peluca roja que usaba su mujer. Casi siete de los grandes se llevaron en total, Miller tenía la costumbre de guardar bastante dinero en casa, lo que no era muy inteligente. Pero claro, era ejecutivo en una empresa de seguridad, y antes había sido guardia de furgón blindado. Así que tenía un buen sistema antirrobos, pero, claro, no sirve de nada si luego vas y le abres la puerta a tu asesino. Por eso la policía estaba tan desconcertada, no entienden por qué lo hizo.
– Puede que conociera al asesino.
– Sí, eso es lo que todos piensan, pero hasta ahora todos los sospechosos tienen coartadas. Además, para su familia Miller tenía más valor vivo que muerto, ¿sabe? No tenía contratado un seguro de vida ni nada por el estilo.
– ¿Y nadie vio ni escuchó nada?
– Bueno, vivía en una zona residencial y las casas están muy separadas unas de otras. Y uno de los policías me dijo que esas pistolas no hacen casi ruido, así que de todas formas es probable que no hubiera nada que oír. Y además era de noche.
Duncan no sabía qué más preguntar, se imaginaba claramente a Olivia de pie en la puerta de la casa de aquel hombre, esperando pacientemente a que abriera y la dejara pasar. Sabía que lo haría: ¿quién se negaría a abrirle la puerta a una mujer atractiva de mediana edad y bien vestida, incluso en plena noche, incluso si era una completa desconocida? El hombre habría observado por la mirilla y después habría abierto la puerta, preguntándose qué haría esa mujer en la puerta de su casa y sin pensarlo dos veces.
Pero seguía sin comprender qué hacía Olivia allí. Escuchó la voz del reportero.
– Es una pena, imagínese. Sobrevivir a dos años en Vietnam, a un disparo durante el asalto a un banco, llegar por fin a un puesto directivo y morir a manos de un vulgar ladrón. Le diré, la gente de por aquí se asustó mucho cuando ocurrió aquello, pensaban que si a alguien como Miller podía pasarle algo así, entonces a quién no.
– Disculpe -lo interrumpió Duncan bruscamente-. ¿Qué acaba de decir?
– Decía que es una pena.
– No, después de eso.
– Pues que este hombre, después de luchar en Vietnam y de sobrevivir al asalto a un banco…
– El asalto a un banco.
– Sí, en el 68. Salió en los titulares de los periódicos durante unos cuantos días. Un grupo de hippies locos intentó robar un banco, dos vigilantes resultaron muertos y a Miller le dispararon en la pierna. Dos de los asaltantes murieron también. A Miller le dieron la medalla al valor del Estado.
– Lo recuerdo -dijo Duncan.
– Desde luego, durante unos diez minutos fue la noticia del año, pero es que en el 6.8 cada nueva noticia eclipsaba a la anterior.
– Lo recuerdo -repitió Duncan.
Dejó caer los hombros, de pronto sentía náuseas y por un instante pensó que iba a vomitar de miedo. Ahora lo sé, se dijo, ahora lo entiendo. Tragó la bilis que le subía a la garganta y preguntó:
– ¿La policía tiene algún sospechoso?
– Bueno, tienen varias teorías, la principal es que fue obra de una banda que opera en San Francisco, al parecer ha habido otros robos a casas en los últimos meses. Pero Miller, con el trabajo que tenía, debió de cruzarse con más de un criminal a lo largo de su vida. Y esto es California, ya sabe.
– Gracias -murmuró Duncan con voz apenas audible.
– Oiga. ¿Sabe usted algo del caso que pueda ayudar a la policía? Su empresa ofreció una recompensa de veinte de los grandes.
Pero Duncan colgó.
Se sentó de nuevo en su silla pensando que ya sabía quién era Robert Miller: el hombre que le disparó a Emily en la calle en Lodi en 1968.
Y Duncan sabía por qué había muerto.
Venganza.
El juez Thomas observaba a su nieto, que parecía algo más tranquilo conforme se familiarizaba con su nuevo entorno. Pero seguía sobresaltándose cada vez que un ruido llegaba al pequeño ático procedente del piso inferior. Podía ver que su irritación crecía fruto de la combinación del miedo y el aburrimiento. Tan pronto caminaba por la habitación como se acurrucaba en uno de los jergones en posición fetal para levantarse inmediatamente y empezar a caminar otra vez. Había rechazado todos los intentos de su abuelo por distraerlo. Toda la mañana habían estado solos, preguntándose qué pasaría a continuación; luego, después de que Olivia les sacara las fotos, la tarde transcurrió sin noticias, en completo silencio. El juez se preguntó varias veces si estarían solos en la casa, pero, aunque así fuera, no se le ocurría qué podía hacer.
Observó de nuevo la habitación. Es una trampa diabólica, pensó, encerrado entre cuatro paredes. Pero también era una gran responsabilidad. Si algo le ocurriera a Tommy no podría volver a mirar a Megan ni a Duncan a la cara. Miró su reloj y vio que había pasado ya la hora de la cena. Nuestra segunda noche aquí, afuera está oscuro y el cielo parece envuelto en un sudario. Empieza a hacer frío y los rescoldos del calor diurno se desvanecen entre las sombras.
Hizo un gesto a Tommy para que se sentara a su lado y cuando éste obedeció le pasó un brazo por los hombros.
– Está todo tan silencioso, abuelo -dijo el niño pensando en voz alta-. A veces me pregunto si siguen aquí.
– Lo sé -contestó el juez-. Pero luego, justo cuando pensamos que es el momento de levantar una de las camas e intentar echar la puerta abajo se oye un ruido y te das cuenta de que sí están.
– ¿Cuánto tiempo crees que tendremos que estar aquí, abuelo?
– Ya me lo has preguntado antes, y no tengo la respuesta.
– Pues intenta adivinarlo.
– ¿Qué sentido tiene eso, Tommy?
– Por favor.
Sentía la tensión de su nieto y dudaba entre mentirle y decirle la verdad, el eterno dilema con los niños, pensó. Nunca estamos seguros de si la verdad los tranquilizará o los asustará más. De pronto se recordó conduciendo con su mujer y sus hijos, hacía muchos años, durante unas vacaciones. Tommy le recordaba mucho a Megan cuando tenía su edad.
– ¿Cuándo llegamos? -había preguntado ésta con voz lastimera una y otra vez.
– Cuando hayamos llegado -le había contestado él.
– ¿Pero cuánto falta? -había insistido la niña.
– Kilómetros y kilómetros.
– Pero ¿cuántos?
Por fin, tras veinte minutos de preguntas y respuestas, le había dicho la verdad:
– Megan, todavía faltan por lo menos dos horas, así que intenta tranquilizarte, mira por la ventana o juega a algo con tu madre, pero deja de preguntar cuánto falta.
– ¡Dos horas! -había exclamado impaciente, llorando y rechinando los dientes-. ¡Dos horas! ¡Quiero irme a casa!
Pero aquella había sido una verdad sin gran trascendencia. ¿Qué pasaría en cambio con grandes verdades? Como, por ejemplo, ¿qué posibilidades tenemos? ¿Vamos a morir o no?
– Bueno, sospecho que tendremos que estar aquí al menos otro día.
Vio cómo temblaba el labio de Tommy.
– ¿Por qué? -preguntó el niño con un escalofrío.
– Bueno, me imagino que habrán pedido dinero a papá y le llevará tiempo reunirlo; ya te lo he explicado.
Tommy asintió con la cabeza, pero seguía temblando.
– Quiero irme -dijo y el juez vio como se le llenaban los ojos de lágrimas-. Quiero irme a casa -continuó con voz cada vez más alta y mezclada con sollozos-. Quiero irme a casa, a casa, a casa…
Su abuelo lo abrazó con fuerza, pero el niño lo rechazó con brusquedad, empujándolo de espaldas.
– ¡Quiero irme! ¡Quiero irme! ¡Quiero irme! -empezó a gritar pateando el suelo con furia. Después corrió hacia la puerta y empezó a golpearla fuertemente con la palma de la mano. ¡Quiero irme!
El juez se levantó deprisa y lo sujetó por los hombros tratando de apartarlo de la puerta, pero Tommy se soltó.
Aquí no, por favor, pensó el juez. Aquí no, Tommy, por favor.
El niño volvió a soltarse de los brazos del abuelo y se lanzó sobre la puerta, que crujió bajo su peso.
– ¡Irme, irme, irme! ¡A casa, a casa, a casa! -gritaba.
El juez retrocedió asombrado de la fuerza del pequeño. Dios mío, pensó, le va a dar un ataque y no puedo con él. Cuando se ponía así eran Duncan y Megan quienes lo sujetaban, yo solo no puedo.
Tommy volvía a golpear la puerta con los puños con tal estruendo que parecía que iba a echar la casa abajo, resonando como truenos en las viejas vigas de madera. El juez escuchó ruido de pasos subiendo las escaleras en dirección al ático. Dios mío, pensó, ya vienen.
– Tommy, por favor, para -suplicó intentando sujetar al niño, algo que resultaba tan inútil como intentar detener el viento con las manos.
– ¡Suéltame! ¡Suéltame! -gritaba Tommy histérico.
– ¡Tommy! ¡Tommy!, por favor. Soy yo, el abuelo… -el juez intentó arrancarlo una vez más de la puerta cuando vio que las manos del niño sangraban. La visión de la sangre lo aterrorizó.
– ¡Tommy! -gritó-. ¡Tommy!
– ¡No! ¡No! ¡Nooo! -gritó Tommy cuando el juez lo sujetó otra vez por los hombros.
Éste podía oír el ruido del cerrojo de la puerta descorriéndose y por un momento logró apartar a Tommy, que dejó escapar un largo aullido apenas humano y que resonó en la diminuta habitación llenándola de terror. El grito reverberó en toda la casa.
Olivia Barrow y Bill Lewis entraron portando sendas pistolas, sus caras una mezcla de confusión y pánico, y se quedaron mirando al niño que gritaba y se retorcía en brazos de su abuelo.
– ¡Quiero irme! ¡Quiero irme! -chillaba-. ¡Déjenme irme! ¡Quiero irme!
– ¡Cállate! -le ordenó Bill.
– ¡Silencio! -gritó Olivia.
Sus gritos no tuvieron ningún efecto en Tommy, que tenía los ojos cerrados y el cuerpo arqueado como por una corriente eléctrica.
– No puedo con él -exclamó el juez de repente, mientras Tommy se liberaba de su abrazo. Lo soltó, para no romperle los brazos y Tommy se lanzó hacia la puerta ajeno a las dos personas armadas que le cerraban el paso.
– ¡Jesús! -gritó Bill mientras sujetaba a Tommy y retrocedía por la fuerza de éste, que continuaba chillando y se retorcía y pataleaba intentando soltarse.
– ¡Le voy a disparar! -gritó Lewis al juez.
– ¡No lo hace adrede, tiene que sujetarlo!
– ¡No te muevas! -gritó Olivia blandiendo su arma ante el juez.
– ¡Mierda, dame una mano! -gritó Lewis soltando un aullido mientras se caía al suelo en su intento por contener al niño. El arma cayó al suelo.
– ¡Mierda, Olivia! -chilló.
– ¡Que nadie se mueva! -gritó ésta.
– Púdrete -contestó el juez mientras trataba de ayudar a Lewis a controlar a su nieto. En unos pocos segundos ambos sujetaban las piernas y los brazos de Tommy, y lo mantenían acostado en el suelo.
– Que nadie se mueva -repitió Olivia, pero esta vez sin necesidad, pues estaban todos paralizados, ocupados en sujetar el cuerpo en tensión de Tommy.
El juez bajó la vista y reparó en que la pistola de Lewis estaba a su alcance. Dios mío, pensó, la pistola. Alargó la mano unos milímetros pero enseguida oyó la voz de Olivia, ahora en tono normal, que después de los gritos parecía sólo un susurro.
– Tócala y te mato, viejo. Te lo aseguro.
El juez cerró los ojos un instante y pensó en cuántas oportunidades como ésa tendría, pero dijo:
– No sé de qué me habla.
Por su parte, Bill Lewis, ajeno a lo que sucedía, miró al juez y murmuró:
– Gracias, yo solo no podía con él.
Rechinó los dientes cuando vio que el niño comenzaba otra vez a moverse. Entonces, de pronto, su cuerpo quedó como muerto en sus brazos.
– ¡Diablos! -exclamó Bill-. ¿Qué mierda le pasa? ¿Le hice daño? ¿Está muerto?
– No -contestó el juez algo más tranquilo-. Es una especie de ausencia; le pasa siempre después de uno de estos ataques. Ayúdeme a llevarlo a la cama.
Los ojos de Tommy estaban abiertos de par en par y su respiración era lenta y corta.
– Vamos -repitió el juez y miró a Olivia-. Déjenos pasar.
Ésta dudó un momento y después se apartó con rapidez e hizo sitio en una de las dos camas.
– ¿Se va a poner bien? -preguntó Lewis-. ¡Dios! Vaya cosa…
– Estará bien en cuanto salga de aquí.
El juez miró a Olivia y la señaló con el dedo.
– Tráigame Betadine y tiritas para las manos, se las ha cortado. ¿Sabía esto, no es así? Lo tenía todo planeado y sabía que tenía estos ataques.
– Sabía que estaba en educación especial, pero no… -empezó a decir Olivia. Después se calló y miró al juez, furiosa-. Lo siento, es tu puta mala suerte, tendrás que mantenerlo controlado.
– Haré lo que pueda -espetó el juez.
– ¿Necesita medicación o algo? Podemos conseguirla… -empezó a decir Lewis. Estaba de pie junto a la cama mirando a Tommy-. ¿No deberíamos taparlo con una manta?
– Sí -contestó el juez con los ojos aún fijos en Olivia.
– Nunca había visto una cosa igual -dijo Lewis.
Olivia lo miró:
– Ve por el botiquín -dijo- y cúralo.
Después salió de la habitación dejando al juez sentado en la cama esperando a que Lewis volviera.
Ramón Gutiérrez estacionó a unas tres cuadras de la casa de Megan y Duncan y salió al frío y a la oscuridad. Al primer escalofrío se arrebujó en su campera y recordó las noches de invierno en el sur del Bronx, cuando era joven y el frío se mezclaba con la miseria, y pensó que aquellos tiempos habían sido los peores, puesto que no había esperanza. Después intentó recordar Puerto Rico y el calor tropical que bañaba la isla, pero no pudo; había venido a Estados Unidos siendo niño y sólo había vuelto una vez a su tierra natal, de adolescente, para visitar a un tío. El movimiento de independencia de Puerto Rico había fraguado en los guetos de Nueva York; él se había unido primero por curiosidad, después porque descubrió que una determinada actitud política era el pasaporte para ser aceptado en un grupo. Tras haber vivido tanto tiempo aislado, primero de su familia, luego por los vecinos, la sensación de pertenencia le resultaba sorprendentemente grata y había hecho suyo un discurso político aprendido por el que no sentía el mínimo interés.
Mientras dejaba atrás los árboles oscuros y las casas iluminadas en dirección a la de Megan y Duncan pensó en su antiguo barrio, en el que siempre hacía demasiado frío o demasiado calor. Se acordó de un viejo adicto a la heroína que vivía en un edificio abandonado al final de su calle; había muerto congelado una noche en que la temperatura descendió bruscamente y el viento gélido penetró por las numerosas ranuras de las paredes y el tejado. Ramón y otros chicos lo habían encontrado, encogido y abrazado a un lavabo roto. Su piel morena tenía ahora el color del barro helado en un prado; parecía una máscara de Halloween.
Negó con la cabeza.
No volveré allí jamás. No tendré que hacerlo cuando esto haya terminado.
Se detuvo para admirar un Cadillac estacionado en la entrada a una casa y luego continuó, recordando las instrucciones de Olivia: comprobar que la familia estaba en casa y que, una vez más, no había indicios de presencia de la policía. Recorre seis cuadras, le había ordenado; estaciona, sal del coche y simplemente camina, sin pararte a pensar. Después vuelve al coche y directo a la granja.
Para olvidarse del frío, se forzó a pensar en el dinero que ganaría. Deseó que Olivia le hubiera permitido llevar un arma, aunque entendía sus razones. De todas formas, pensó, ojalá la tuviera.
Por un momento se preguntó si alguna de aquellas personas cuyas siluetas veía moverse dentro de las casas habría estado alguna vez en la cárcel. La vida es una cárcel, pensó. Attica no era muy distinta del barrio del Bronx donde crecí; sólo cambiaba que en Attica los cerrojos de las puertas funcionaban y en mi barrio nunca.
Si el cerrojo hubiera funcionado no habría tenido tantos problemas. La vergüenza que le producía ese recuerdo le hizo detener el paso. Le había dicho que tenía trece años. ¿Cómo podía él saber que sólo tenía diez en realidad? Por un instante recordó el tacto de la suave piel aceitunada bajo sus manos. Tampoco sabía que era retrasada, pensó irritado. Pero aun así, ¿cuál sería la diferencia? Ahuyentó aquellos recuerdos y los de su madre gritando en español un torrente de obscenidades e insultos, y a su padre desabrochándose el cinturón y enrollándolo amenazador alrededor del puño.
Inspiró hondo y la bocanada de aire frío fue como tragarse un cuchillo. Se detuvo frente a la casa de Duncan y Megan a tiempo de ver a las gemelas moviéndose por el cuarto de estar. El pulso se le aceleró y por un momento se imaginó a solas con ellas. Olivia dice que todos deben pagar, pensó, y ¿qué manera mejor que ésa? Se estremeció, pero no de frío, y cerró los puños. Miró la casa y pensó: ¿Qué tal una cita, eh? Antes de que todo esto haya acabado.
Quería reírse en voz alta. No los odio, se dijo, quiero quererlos, por lo que me van a dar. Lo que odio es lo que son.
Los ricos piensan que el dinero da la seguridad, pero no es así, sólo compra más miedo, nuevos peligros. Recordó la imagen de Olivia diez semanas antes, en California, sentada pacientemente en el asiento delantero del coche, comprobando su pistola automática antes de volverse hacia Bill y decirle:
– A ver. El cerdo abrirá la puerta. Yo llamo y me observará por la mirilla. Estará amable y solícito y me invitará a pasar. Cuando haya acabado les haré una señal, hasta entonces sigan agachados.
La había escuchado con una mezcla de miedo y admiración; entendía por qué quería matar a aquel hombre, sólo que hubiera preferido que lo hiciera sin su ayuda. Pero ella había insistido diciéndole:
– Éste es nuestro compromiso; estamos juntos en esto y en todo lo que está por venir.
Ramón recordó cómo había rodeado el coche con gesto decidido y abierto el capó, simulando una avería. Después había caminado hacia la casa y tocado el timbre. Por unos instantes se había preguntado si aquel hombre del umbral sabía que estaba a punto de morir.
Y todo había ocurrido exactamente como ella había dicho.
Miró de nuevo a las gemelas y cambió de pensamiento. Lo pasaremos bien, se dijo. Algo que no olvidarán jamás y que no podrán contar nunca a sus maridos.
Se sonrió y deseó llevar encima su cuchillo.
Los faros de un coche que salía de una casa vecina lo iluminaron por un momento y sintió pánico. Se ocultó rápidamente a la sombra de un árbol y vio al coche marcharse.
Tiene razón, pensó. En todo. Esta ciudad no conoce lo que es el miedo, podemos hacer cualquier cosa aquí.
Miró de nuevo a la casa; las gemelas habían desaparecido.
– Buenas noches, señoritas -dijo en voz alta-. Nos veremos pronto.
Caminó por la oscuridad pensando en el dinero y en cuánto le tocaría. Lo suficiente para ir donde quisiera y empezar de nuevo. Se preguntó si Bill lo acompañaría. Lo dudaba, y eso lo entristeció momentáneamente. Se irá con Olivia, que nunca lo querrá como yo, sólo lo utilizará y le romperá el corazón. Está embobado con ella y eso acabará por matarlo; conmigo sería más feliz, en México tal vez, donde puedo pasar por nativo y donde seríamos ricos, porque allí todo el mundo es pobre. Viviríamos como reyes, junto al mar, donde siempre hace calor y las noches nunca son tan oscuras como aquí. No lo entiende, concluyó. Es sólo placer, pero él lo confunde con culpa y eso lo vuelve triste y vulnerable.
Pero yo no, pensó orgulloso, y por eso soy libre.
Hundió las manos en los bolsillos del abrigo y las apretó contra la entrepierna. Caminó por la noche, ligeramente excitado y ajeno al frío y las tinieblas que lo rodeaban.
Tommy sentía la mano de su abuelo que le acariciaba la frente, pero era como un recuerdo, como si no estuviera sucediendo realmente. Miraba fijamente al techo del ático y se imaginó que el tejado desaparecía y se abría a un gran espacio negro salpicado de estrellas como diamantes y bañado por la luna. Tenía los ojos abiertos de par en par.
Pero solo veía las imágenes de su cabeza: tenía la sensación de estar flotando libre por el cielo nocturno; el viento en las mejillas era cálido y reconfortante y mientras giraba y giraba en un torbellino oía a sus padres llamarlo y veía a sus hermanas agitando los brazos hacia él, llamándolo. Sonrió, rio y les devolvió el saludo, para después intentar nadar hacia ellas por el aire. Pero entonces el viento cambiaba y de pronto se encontraba luchando contra un huracán que le azotaba la cara y le tiraba de las ropas alejándolo de su familia. Intentó alcanzarlos pero se alejaban cada vez más y sus voces se apagaban hasta desaparecer del todo.
Dio un respingo y se estremeció; entonces escuchó la voz de su abuelo.
– Tommy, Tommy, estoy aquí contigo. Todo saldrá bien, estoy aquí.
Se estremeció de nuevo y se volvió hacia su abuelo. Vio la cara de Bill mirándolo por encima del hombro de éste, pero no sintió miedo.
– Está volviendo -dijo Lewis-. Madre mía, eso sí que da miedo.
Tommy alargó la mano y asió la de su abuelo, entonces vio que Bill sonreía.
– ¡Eh, chico! ¿Estás bien?
Tommy asintió.
– ¿Necesitas algo? ¿Tienes hambre? ¿Sed?
Tommy asintió de nuevo.
– Ya les subí la cena; está afuera.
Lewis desapareció de su vista y Tommy miró a su abuelo. -Estoy bien -dijo-. Lo siento, abuelo. No pude evitarlo.
– No te preocupes -dijo el anciano.
– Me duelen las manos.
– Te hiciste daño cuando dabas golpes a la puerta.
– ¿Eso hice?
El juez asintió.
Tommy levantó las manos para verlas.
– No es nada -dijo-. Sólo me duelen un poco.
Entró Bill llevando una bandeja.
– Calenté un poco de estofado; es de lata pero está bastante bueno. Lo siento, hijo, no sé mucho de cocina. También te traje un refresco y un par de aspirinas, por si te duelen las manos.
– Gracias -dijo Tommy sentándose en la cama-. Tengo hambre.
– Tú también deberías comer algo, juez. Me quedaré aquí para ayudarte con el niño si hace falta.
Bill se sentó en el borde de la cama, donde antes estaba el juez, quien observó a Tommy mientras éste comía una cucharada de estofado. De pronto se dio cuenta de que él también estaba muerto de hambre y empezó comer.
– Tomate tu tiempo, Tommy -dijo Bill-. También te traje pan y manteca y un par de galletas de postre. ¿Te gustan de chocolate?
– Sí, gracias -hizo una pausa-. No sé cómo se llama usted.
– Llámame Bill.
– Gracias, Bill.
– No hay de qué.
– ¿Bill?
– ¿sí?
– ¿Sabes cuándo podremos irnos a casa?
El juez se puso rígido y pensó. ¡Ahora no!
Pero Bill se limitó a sonreír.
– ¿Qué pasa? ¿Ya te cansaste de estar aquí?
Tommy asintió.
– No te culpo. Hace mucho tiempo yo tuve que pasar un mes encerrado en la habitación de una casa. No me atrevía a salir, ni a hacer nada. Fue bastante horrible.
– ¿Por qué?
– Bueno… -Bill dudó, luego pensó: A la mierda.- Bueno, estaba seguro de que la policía me buscaba y tenía que esperar a que unas personas vinieran a ayudarme. Estaba bajo tierra. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– ¿Como un topo?
Bill rio.
– No exactamente. Bajo tierra quiere decir escondido.
– Ah -dijo Tommy-. ¿Nosotros estamos escondidos?
– Más o menos.
– ¿Y te encontraron?
Lewis sonrió de nuevo.
– No, hijo. Conseguí evitarlos y, pasado un tiempo, supongo que dejaron de buscar. Al menos eso parecía. Así que después de unos años todo se olvidó.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó el juez.
– En los sesenta -contestó Lewis sin pensar.
– ¿Por qué no se lo cuentas todo? -dijo Olivia secamente.
Su voz pareció cortar el aire de la habitación, haciendo añicos ese breve lapso de tranquilidad y devolviendo la tensión a la situación. Estaba de pie en la puerta mirando furiosa a Bill y empuñando un revólver.
– No les estaba contando nada. Al menos nada que no se imaginen ya.
– Seguro -replicó Olivia.
Lewis miró a Tommy:
– Lo siento, chico.
– Está bien -contestó Tommy-. Gracias por la cena.
– Quédate con las galletas. Puedes comértelas luego.
– Gracias.
Lewis puso los platos en la bandeja y pasó delante de Olivia, que le dirigió una mirada cortante. Después le habló al juez:
– Es un tipo muy emocional -dijo transcurridos unos instantes-. Muy voluble, capaz de pasar de la amabilidad total a la violencia extrema en un momento. Por favor, recuérdelo cuando trate con él, no me gustaría que ocurriera algo desagradable.
El juez asintió.
– Tal vez sea mejor que Ramón traiga la comida la próxima vez; le encantan los niños pequeños, pero no de la forma tradicional.
El juez no dijo nada. Olivia se acercó a ellos y miró a Tommy.
– Los niños de esta edad resultan encantadores -dijo-. Te vuelven loco. O los adoras o te desquician.
– ¿Usted tiene hijos? -preguntó el juez.
Si los tuvieras, pensó, nunca harías esto.
Olivia rio.
– No tuve ocasión. La cárcel no es el mejor lugar para concebir un hijo. No, en la prisión lo único que se conciben son planes de venganza. Ésos son mis hijos.
– Está amargada -dijo el juez.
Olivia rio de nuevo.
– Por supuesto que lo estoy, tengo razones de sobra.
– ¿Por qué?
Olivia sonrió:
– Mira quién va a contar su vida ahora.
El juez no contestó y Olivia se encogió de hombros.
– ¿Y por qué no? -dijo-. Juez, ¿nunca se preguntó por qué no nos molestamos en taparnos la cara?
– Sí, desde el principio.
– Seguramente habrá juzgado muchos casos de secuestro, de extorsión, ¿no?
– Sí, pero ninguno como éste.
– Exacto, ya se lo había dicho. Verá, juez, hay una clave para que todo esto funcione.
– No entiendo.
– Su hija y su yerno, juez -hizo una pausa-. ¿Qué sabe de ellos?
– ¿Qué quiere decir? Son mis…
– ¿A qué se dedicaban hace dieciocho años?
El juez Pearson hizo memoria: 1968. Entonces era más joven, pensó, y más fuerte. Mi mujer aún vivía y estábamos preocupados. No sabíamos en qué andaban, no nos contaban nada. Yo era demasiado exigente y severo así que nos dejaron esperando ¿qué? Estaba la guerra, que todos odiábamos. Había desórdenes y pelos largos y manifestaciones y ellos formaban parte de aquello. Yo era juez y por tanto parte del sistema, y ellos odiaban al sistema. Recordó una serie de discusiones a gritos con Duncan, discusiones que había prácticamente olvidado y que se disolvieron en meses de tranquilidad cuando se trasladaron a la costa. Entonces todo cambió. Recordó cuando Megan y Duncan volvieron inesperadamente a Greenfield, una noche. Megan estaba embarazada de las gemelas. Fue algo mágico. Habían estado perdidos y ahora volvían a casa y todos sus temores se disiparon. Querían nuestra ayuda, empezar una nueva vida, una vida normal allí, en Greenfield. No más discursos políticos, ni acusaciones sobre lo podrido de la sociedad, las maldades del sistema. Y cuando nacieron las gemelas fue como empezar de nuevo, éramos una familia otra vez, sin iras ni reproches.
– ¿Qué hacían en 1968? -preguntó Olivia de nuevo en tono exigente.
– No sé lo que quiere decir. Megan había terminado la universidad y se trasladó a California con Duncan mientras éste terminaba su máster en Berkeley. Vivían allí… es todo lo que recuerdo.
Olivia resopló.
– ¿Y qué hay de la política? -preguntó sarcástica.
– Bueno, Duncan militaba contra la guerra y contra el reclutamiento forzoso. Cuando estudiaba en Columbia perteneció a la agrupación de Estudiantes para la Democracia y tomó parte en algunas manifestaciones. Creo que estaba relacionado de alguna manera con la facción Weatherman, pero luego dejó todo aquello, cuando volvieron aquí.
Olivia lo interrumpió y luego resopló de nuevo.
– Port Huron y Weatherman vinieron después.
– No lo sabía. Son sólo nombres, de todas maneras.
– No seas estúpido.
– No lo sabía, maldita sea. ¿Adónde quiere llegar?
– A que hicieron algo más que apoyar los movimientos civiles -dijo Olivia con voz que dejaba traslucir su ira-. Todos lo hicimos. Y no lo dejó, como dices. No señor, de ninguna manera.
– ¿Y?
– ¡No seas estúpido!
– ¡No lo soy, maldita sea! No hicimos preguntas, nos conformamos con que hubieran vuelto a casa.
– Pues estaban escondidos en las montañas del condado de Marin armados y preparándose para la revolución; aprendiendo a fabricar bombas y a escribir propaganda. Eso es lo que andaba haciendo.
– Bien…
El juez no sabía qué decir. De repente sintió que no quería oír lo que vendría a continuación.
– Allí fue donde los conocí. Pronto las cosas se volvieron más intensas, éramos un grupo de revolucionarios, teníamos un compromiso, estábamos armados. Nos separamos del resto, lo cual fue perfecto, porque todos terminaron en manos del FBI gracias a los soplones y a los infiltrados en la organización. ¡Pero nosotros no! ¡Nosotros estábamos juntos y preparados!
Olivia había empezado a dar grandes zancadas por la habitación haciendo gestos con el revólver en la mano. El juez podía sentir como crecía su exaltación.
– Íbamos a arrancar el corazón podrido de este país y empezar de nuevo. Y ellos eran parte de nosotros, igual que Bill y Emily y los otros. Sólo que ellos la jodieron, juez, la jodieron y salieron corriendo. ¡Fueron unos cobardes! En el campo de batalla la cobardía y la desobediencia al superior se castigan con la muerte. Y eso es lo que hicieron cuando les entró el pánico y salieron corriendo, de vuelta a su pequeña sociedad burguesa, donde se escondieron. Tenían el disfraz perfecto, se volvieron gente normal, se integraron en el sistema. Empezaron a interesarse en cosas como hipotecas y coches nuevos y paquetes de acciones y ascender en el trabajo y ganar más dinero. Y tú les ayudaste a volverse invisibles, anónimos, juez, igual que al resto de traidores de nuestra generación, sólo que ellos eran peores, ¿no crees? Porque yo fui a la cárcel y Bill tuvo que esconderse y Emily murió. Y el tiempo pasó. Ellos disfrutaban siendo personas anónimas, se volvieron felices, gordos, ricos y normales, juez. ¡Jodidamente normales! ¡Pero eran traidores! -escupió.
Se detuvo y asió la pistola tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.
– Pero yo no, yo nunca me volví gorda, burguesa y feliz, sino más delgada y más fuerte, y durante dieciocho años todo lo que hice fue esperar este momento, en que les haría pagar por todo lo que me hicieron. Pasé dieciocho años de condena íntegra, sin atenuantes, hasta que llegó la condicional. Así es como funciona el sistema, ya lo sabe. Te dan el nombre de tu supervisor de la condicional, ropas nuevas y cien dólares. Así que salí y me vine aquí, pues sabía que los encontraría, juez. Tal vez hayan sido invisibles para el resto del mundo, ¡pero no para mí!
Miró al juez.
– Me deben dieciocho años y no hay nada que tú ni nadie pueda hacer para evitarlo. Eran tan culpables como yo, cometieron el mismo crimen.
Se sentó bruscamente en la cama contigua y acercó su cara a la del juez.
– ¿Crees que estarán dispuestos a pagar por estos dieciocho años?
El juez negó con la cabeza.
– No es así como funcionan las cosas.
– ¿Ah, no?
– Han cambiado. Todo el mundo lo ha hecho. Ahora ni siquiera los acusarían…
Olivia echó el cuerpo hacia atrás.
– ¿No lo crees? Así que, dime, juez. ¿Cuándo prescribe un cargo de asesinato?
El juez tragó saliva. No, pensó. No es posible que lo hicieran.
– No prescribe -contestó.
Olivia agitó la cabeza, se reclinó y soltó una carcajada.
– ¡Cuánto sabes de leyes, juez!
Después se inclinó hacia él y le susurró en tono de confidencia:
– Así que ya sabes algo nuevo de tus queridos hijos. Tal vez lo sospechabas, pero la verdad es peor que la fantasía, ¿no es así? Y tú, pequeña monada, ahora sabes algo nuevo de mamá y papá, ¿eh?
Se levantó con brusquedad y se dirigió de prisa hacia la puerta. Después se volvió:
– Son asesinos, igual que yo.
Y salió dando un portazo.
Duncan tomó la fotografía de Tommy con el vidrio roto todavía pegado al marco y, sin pensar, acarició una de las aristas que atravesaban la cara del niño cortándose el dedo. Sin embargo no soltó ningún improperio, como habría sido habitual, sino que se limitó a sumar este nuevo dolor a los que ya sentía y que lo unían a su hijo. Se llevó el dedo a la boca y probó el sabor salado y dulce a la vez de la sangre.
– Duncan, ¿te pongo una curita? -preguntó Megan.
Negó con la cabeza. Necesito algo más que una curita, pensó mientras miraba a Karen y a Lauren, sentadas en una esquina, calladas.
– Si algo les pasara a alguna de las dos… -empezó a decir.
– ¡Estaremos bien! -lo interrumpió Karen.
– No vamos a dejar que ningún extraño nos amenace -continuó Lauren.
– No lo entienden, chicas -dijo Megan-. Son demasiado jóvenes para entender lo vulnerables que somos ahora mismo.
Llevaban discutiendo sobre eso desde que Duncan volvió a casa. Megan les había contado a él y a las gemelas la visita de Bill y la reacción de éstas había sido de desafiante obstinación, un rasgo que Megan reconocía que habían heredado de su padre. De alguna manera, aunque estaba enfadada con ellas por negarse a dejarse dominar por el pánico y el miedo, se sentía muy orgullosa. Tienen la arrogancia propia de la juventud. Recordó que cuando Duncan y ella tenían su edad también se sentían igual, inmortales. No eran conscientes de que las armas con las que practicaban en las montañas podían matar a alguien. No tenían sensación de peligro real, tan sólo de estar viviendo al límite. Miró a Duncan y a las chicas, que se habían quedado calladas, y se dio cuenta de que parecía que habían ganado la discusión. Así funcionaban las cosas en aquella familia: todos defendían su postura y, al estar convencidos de tener la razón, daban por hecho que los demás pensaban lo mismo, aunque no fuera así. Todas las familias fabrican sus propias mentiras, pensó. Todas se basan en suposiciones implícitas. Hasta Tommy sabía eso. Oyó a Duncan decir:
– Bien, debemos tener cuidado, aunque no creo que Bill Lewis sea nuestro principal problema, sino Olivia.
– Pero ¿qué quiere? -preguntó Megan.
– Eso es lo que lo hace tan difícil -explicó Duncan-. Se niega a dar una cantidad concreta. Creo que el dinero no es lo que realmente le importa, sino la forma en que debo conseguirlo.
– ¿Y cuál es?
– Quiere que robe mi propio banco.
Todos callaron. A Megan la cabeza le daba vueltas e intentó aferrarse a una única idea y concentrarse en ponerla en palabras, pero se sentía incapaz. Oyó las voces de las gemelas como un eco que resonara desde la distancia.
– ¿Qué?
– Pero ¿cómo?
– Puedo hacerlo -dijo Duncan-. Tengo que estudiar los detalles, pero puedo hacerlo.
– ¡Pero, papá! Si te atrapan…
– ¡Podrías ir a la cárcel! Y de qué nos serviría recuperar a Tommy y al abuelo si tú vas a la cárcel. Y además, ¿por qué Olivia…?
– Tiene todo el sentido del mundo tal y como lo ve ella. Cree que la traicioné durante el asalto al banco y ahora quiere que termine lo que empecé. En cierto modo es lo justo.
– ¡Duncan!
– Lo es, Olivia no es tonta.
– Pero ¿y si…?
– ¿Y si qué? Karen, Lauren, díganme, ¿qué alternativa tenemos?
– Creo que deberíamos ir a la policía; nos darán el dinero.
– No podemos hacer eso. Escuchen, se lo explicaré por última vez: si vamos a la policía y Olivia lo descubre podría decidir terminar con todo y matarlos a los dos. Y déjenme que les diga algo: es perfectamente capaz; no piensen por un instante que no lo es. Pero de momento está tranquila y piensa que nos tiene controlados, así que no debemos hacer nada que pueda inquietarla, porque entonces no sé lo que haría…
Duncan hizo una pausa y pensó en el sobre que llevaba en el bolsillo y en todo lo que había descubierto aquella tarde.
– Es una asesina, no hay que olvidarlo.
Se detuvo de nuevo esperando una reacción a sus palabras, después continuó:
– En segundo lugar, si vamos a la policía su madre y yo tendremos que enfrentarnos a cargos en California, ¿y de qué nos serviría eso? Y tercero, incluso si vamos a la policía no tenemos garantía de que sean más capaces de recuperar a los Tommys que nosotros. ¡Piénsenlo!
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Megan.
– Bueno, las chicas no se acuerdan, pero nosotros sí. Piensa en todos los secuestros de los que hemos oído hablar. El bebé de los Lindbergh, por ejemplo. La familia llamó a la policía y el bebé terminó muerto. ¿Y qué hay de Patty Hearst? El FBI entero buscándola y no la encontraron hasta que se convirtió en revolucionaria y empezó a robar bancos. ¡Si hasta se hacía llamar Tania!
– Me acuerdo -murmuró Megan-. También Olivia usaba ese nombre, mucho antes que Patty Hearst.
Duncan casi sonrió.
– Cuando fue a la cárcel perdió hasta su apodo. -Y continuó:- No creo que la policía fuera de gran ayuda. ¿No están de acuerdo?
Megan negó con la cabeza.
– Lauren, Karen, ¿recuerdan haber leído algo en los diarios que las haga confiar en la policía de Greenfield?
Era una pregunta injusta, pero la hizo de todos modos. Las chicas se quedaron calladas.
– Pues eso. Así que, tal vez, después de que recuperemos a los Tommys, podremos llamar a la policía, pero no hasta entonces.
– Pero, Duncan -Megan oía su voz como si procediera de otra persona-, si atracas el banco para conseguir el dinero todo esto se llenará de policías. ¿Cómo podremos escapar?
– No tenemos que hacerlo.
– No te entiendo.
– Mira -dijo Duncan-. Todo lo que necesitamos es el dinero y un poco de tiempo. Si lo hago, digamos, el viernes por la noche, nadie lo descubrirá hasta el lunes y podremos recuperar a los Tommys durante el fin de semana. Después, el lunes puedo ir a ver a Philips y contarle la verdad, o al menos parte de ella, para justificar lo que hice. Recuerda que es un viejo amigo de papá. Después podemos devolver el dinero al banco, venderemos todo lo que tenemos y tu padre nos ayudará. Y dadas las circunstancias, no creo que me lleven a juicio.
– Todo eso suena ridículo.
– ¿Tienes una idea mejor?
– Lo que quiero decir es que es un plan que depende de…
– Ya lo sé, de la suerte, de la voluntad de Dios. ¡Yo qué sé! Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
– Podríamos…
– ¿Qué? Mañana llamaré a nuestro agente de bolsa y le diré que venda todas nuestras acciones. También llamaré a una inmobiliaria en Vermont y pondré el terreno en venta. Podemos reunir el dinero, pero necesitamos tiempo y dos días es todo lo que Olivia nos da.
– ¿De verdad crees que puedes hacerlo?
Duncan rio con amargura.
– Probablemente es la fantasía de todo banquero. Por lo general lo consiguen falseando las cuentas, pero yo no, yo voy a atracar el puto banco como si fuera el jodido Jesse James o los jodidos Bonnie and Clyde.
– A todos los atraparon -lo interrumpió Megan con brusquedad e ignorando el vocabulario empleado por su marido pensando que era pertinente dado el cariz que iba tomando la conversación-. Y los mataron.
Duncan frunció el ceño.
– Dos días, es todo lo que tenemos. Y de todas maneras, ¿qué estamos apostando? La vida de nuestro hijo, la del juez. No tenemos más remedio que obedecerla en todo, aunque nos parezca mal o aunque signifique arruinar nuestro futuro. Lo que importa ahora es el presente y además, Megan, el dinero no es lo que le importa, quizás a los otros sí, a Bill Lewis y a quien quiera que la esté ayudando también, pero a Olivia no. No quiere dinero…
Miró a su mujer y a sus hijas y despacio sacó el sobre que contenía la esquela del diario y la foto de los dos Tommys. Las dejó en la mesita que había frente a Megan y las gemelas.
– Nos quiere a nosotros.