177685.fb2 Un baile en el matadero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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14

Me desperté hacia las dos de la tarde, después de cinco horas de un sueño inquieto y lleno de pesadillas, la mayoría de ellas solo un grado o dos por debajo del umbral de la consciencia. La gran cantidad de café que tomé durante la velada pudo tener parte de la culpa, sobre todo si tenemos en cuenta que casi todo había ido a parar a un estómago en el que no había entrado nada de comida desde el pastel de espinacas que había tomado en Tiffany's.

Bajé zumbando por las escaleras y le dije al empleado de recepción que podía volver a pasarme las llamadas. El teléfono sonó mientras me encontraba en la ducha. Llamé al vestíbulo para ver quién era, pero el recepcionista me informó de que no habían dejado mensaje.

– También tuvo otras llamadas a lo largo de la mañana -me comentó-, pero tampoco le dejaron mensajes.

Me afeité, me vestí y bajé a desayunar. Había dejado de nevar, pero la nieve aún estaba fresca y blanca en los lugares en los que ni el tráfico humano ni el rodado la habían convertido aún en una pasta oscura y desagradable. Compré el periódico y me lo llevé a la habitación. Lo leí y miré por la ventana la nieve, que había cuajado en los tejados y en los alféizares. Había casi ocho centímetros de espesor, suficiente como para silenciar parte del ruido de la ciudad. Resultaba un bonito espectáculo con el que entretenerme mientras esperaba a que sonase el teléfono.

La primera en ponerse en contacto conmigo fue Elaine, y le pregunté si me había llamado antes. Pero no había sido ella, así que quise saber cómo se encontraba.

– No demasiado bien -me comunicó-. Tengo algo de fiebre y diarrea; parece que mi cuerpo está intentando deshacerse de lo que no necesita, lo cual parece incluir todo salvo los huesos y los vasos sanguíneos.

– ¿No crees que debería verte un médico?

– ¿Para qué? Me dirá que he pillado la mierda esa que hay por ahí, y eso ya lo sé yo. «Tápate bien y bebe mucho líquido», me recomendará. Bien. La cosa es que, ya ves, me estoy leyendo un libro de Borges, ese escritor argentino que es ciego. Bueno, en realidad ya está muerto, pero, por supuesto…

– Pero, por supuesto, no lo estaba cuando lo escribió.

– Exacto. El caso es que su obra es más bien surrealista, hasta un tanto narcótica, diría yo; y la verdad es que ya no sé dónde acaba el libro y dónde empieza la fiebre, ¿me entiendes? Casi todo el tiempo me da la impresión de que este no es el mejor estado para leer este tipo de literatura, pero otras veces creo que es el único modo de hacerlo.

Le conté algunas de las cosas que habían ocurrido desde nuestra última conversación. Le hablé del encuentro con Thurman en el Paris Green, y le dije también que había pasado toda la noche con Mick Ballou.

– Ah, bueno -dijo ella-. Hombres.

Continué leyendo el periódico. Había dos historias que me llamaron particularmente la atención. Una informaba de que un jurado había absuelto a un capo de la mafia a quien se había acusado de ordenar el asalto a un directivo de un sindicato. La absolución no resultó una sorpresa para nadie, especialmente porque la víctima, que recibió varios tiros en las piernas, había visto adecuado testificar para la defensa; y se publicaba una foto del impecable abogado rodeado de admiradores y simpatizantes de camino al juzgado. Era la tercera vez que lo llevaban a juicio en los últimos cuatro años, y la tercera vez que lo exculpaban. Era, según el reportero, una especie de héroe popular.

La otra historia trataba de un trabajador que salía de la estación de metro con su hija de cuatro años, cuando un vagabundo que aparentemente estaba afectado por algún tipo de perturbación mental, los atacó y los escupió. Mientras el padre trataba de defenderse, golpeó la cabeza del lunático contra el suelo, y cuando dejó de hacerlo, se dio cuenta de que el vagabundo estaba muerto. Un portavoz de la oficina del fiscal del distrito había anunciado que se había decidido procesar al hombre por homicidio involuntario. Sacaban una foto suya, con mirada confusa y cara de sentirse asediado. A él no se le veía impecable, y era bastante poco probable que se convirtiese en un héroe popular.

Dejé el periódico y volvió a sonar el teléfono. Lo cogí, y una voz me preguntó:

– Así que ese eres tú.

Me costó un rato percatarme de quién era mi interlocutor, pero luego le dije:

– ¿TJ?

– Hola, Matthew. Todo el mundo quiere saber quién es el tío ese que anda dando vueltas por el Deuce, dándole tarjetas a todo el que se encuentra y preguntándole dónde está TJ. Estaba en el cine, tío, viendo una de esas mierdas de kung fu. ¿Tú sabes hacer esas cosas?

– Yo, no.

– Era una puta pasada, tío. Ya me gustaría poder aprender algo así alguna vez.

Le di mi dirección y le pregunté si podía acercarse a verme.

– No lo sé -me dijo-. ¿Qué tipo de hotel es ese? ¿Uno de esos grandes de lujo?

– No, es un hotel modesto. En recepción no te pondrán ningún inconveniente para que entres, y si lo hacen, diles simplemente que me llamen por la línea interna.

– Supongo que no habrá problema.

Colgué, y el teléfono volvió a sonar casi de inmediato. Era Maggie Hillstrom, la mujer de Testament House. Les había enseñado a los críos y a los trabajadores del centro los retratos robot que yo le había dejado, tanto a los de Old Testament House como a los de New Testament House. Nadie fue capaz de identificar al chaval más joven ni al hombre, aunque alguno de los chicos le había dicho que uno, el otro, o incluso los dos, le resultaban familiares.

– Pero, la verdad es que no sé si es una información muy útil -me dijo-. Bueno, a lo que íbamos… Hemos podido identificar al chico mayor. No llegó a vivir aquí, pero sí se quedó a dormir en algunas ocasiones.

– ¿Ha podido enterarse de su nombre?

– Happy -respondió-, así es como se hacía llamar. Parece irónico, ¿verdad? Y, sobre todo, injusto. No sé si ese apodo ya lo tenía de antes o se lo pusieron aquí en la calle. Hemos llegado a la conclusión de que era del sur o del sudoeste. Un empleado asegura recordar que decía que era de Texas, pero un chaval que lo conocía está igual de seguro de que dijo que venía del norte de Carolina. Pero claro, pudo contar diferentes historias a diferentes personas.

Era chapero, me dijo, se iba con tíos por dinero, y consumía drogas cuando se las podía permitir. Nadie recordaba haberlo visto en el último año.

– Desaparecen continuamente -me dijo-. Es normal no verlos durante una temporada; de pronto te das cuenta de que llevas sin ver a alguien durante una o dos semanas, o incluso un mes. A veces vuelven, pero otras veces no, y nadie sabe si el último sitio al que fueron resultó ser para ellos mejor o peor.

Suspiró.

– Un chico me dijo que creía que Happy había vuelto a casa. Y en un cierto sentido, quizá lo haya hecho; a la casa del Padre, quiero decir.

La siguiente llamada fue desde recepción, y me anunciaba la llegada de TJ. Les dije que lo mandaran subir, y me reuní con él en la puerta del ascensor. Lo llevé hasta mi habitación, y él dio unas cuantas vueltas como un bailarín, mirándolo todo.

– Eh, esto es guay, tío -me dijo-. No verás el Trade Center desde aquí, ¿verdad? Y encima tienes tu propio cuarto de baño. Jo, está muy bien.

Por lo que yo recordaba, llevaba la misma ropa que el otro día. La chaqueta vaquera con la que me había dado la impresión de que se estaba cociendo en verano, ahora me parecía poco apropiada para el frío invernal. Sus zapatillas deportivas de caña alta parecían nuevas, y había añadido al conjunto una gorra de color azul marino.

Le enseñé los retratos. Miró el de arriba y luego me miró a mí con ojos recelosos.

– ¿Qué quieres, dibujarme? ¿De qué te ríes?

– Estoy seguro de que serías un estupendo modelo -le dije-, pero yo no soy artista.

Miró los tres y examinó la firma.

– Raymond algo. ¿Qué hay, Ray? ¿Qué pasa?

– ¿Reconoces a alguno de los tres?

Me dijo que no, pero yo seguí insistiendo.

– El chaval más mayor se llama Happy -le informé-, y creo que está muerto.

– Lo que crees es que los dos lo están, ¿verdad?

– Sí, me temo que sí.

– ¿Y qué quieres saber de ellos?

– Sus nombres, de dónde son…

– Ya sabes su nombre, si lo acabas de decir. Happy, ¿no es eso lo que has dicho?

– Hombre, supongo que él se llama Happy igual que tú te llamas TJ.

Me echó una buena mirada.

– Si me llamas TJ, cualquiera a quien le preguntes sabrá a quién te refieres.

Volvió a mirar el retrato robot.

– Quieres decir que Happy es su nombre de la calle.

– Sí, eso es.

– Pues si es su nombre de la calle es el único nombre por el que le van a conocer. ¿Quién te ha dado ese nombre, Testament House?

Asentí.

– Me dijeron que no vivía allí, pero que se había quedado unas cuantas noches.

– Sí, claro, son buena gente, pero no todo el mundo es capaz de cumplir sus normas y toda su mierda, ¿entiendes?

– ¿Has estado alguna vez allí, TJ?

– Joder, ¿por qué iba a estar? A mí no me hace falta meterme en ninguno de esos sitios. Tengo casa, ¿sabes, tío?

– ¿Dónde?

– No te importa dónde. Lo único que importa es que yo pueda encontrarla.

Volvió a repasar los dibujos, y finalmente dijo de forma distraída:

– A este tipo le he visto.

– ¿Dónde?

– No lo sé. En el Deuce, pero no me preguntes dónde ni cuándo.

Se sentó en el borde de la cama, se quitó la gorra y le dio vueltas en sus manos, y al final, dijo:

– ¿Qué quieres de mí, tío?

Saqué un billete de veinte dólares de mi cartera y se lo acerqué. No se movió para cogerlo, y sus ojos repitieron la pregunta: ¿qué es lo que quería yo de él?

– Conoces el Deuce, la terminal de autobuses y a los chicos de la calle -le dije-. Podrías ir a sitios que yo no conozco y hablar con gente que no hablaría conmigo.

– Eso es mucho por veinte dólares -me aseguró, sonriendo-. La última vez que te vi me diste cinco y no hice nada.

– Tampoco ahora has hecho nada -repuse.

– Sí, pero lo que me dices podría llevarme mucho tiempo, tío. Hablar con la gente, ir de un lado para otro…

Empecé a guardarme otra vez el billete, pero su mano fue más rápida y me lo arrancó de entre los dedos.

– No hagas eso, tío, yo no he dicho que no, ¿verdad? Solo quería ajustar un poco las cosas.

Miró a su alrededor por toda la habitación.

– Pero supongo que no eres un tipo rico, ¿no es cierto?

No tuve más remedio que echarme a reír.

– No, no lo soy -le respondí.

También me llamó Chance. Le había preguntado a unas cuantas personas relacionadas con el mundillo del boxeo, y algunos parecían recordar a un padre con su hijo sentados junto al ring el jueves pasado. Nadie se acordaba de haberlos visto antes, ni en Maspeth ni en ningún otro sitio. Yo comenté que el hombre no tenía necesariamente que haber ido con el chico en otras ocasiones, y él me dijo que lo que la gente recordaba era haberles visto a los dos juntos.

– Así que por separado probablemente no los reconocieran -me dijo-. ¿Vas a volver al boxeo mañana por la noche?

– No lo sé.

– También podrías verlo por la tele. Es posible que lo localices si es que vuelve a estar en primera fila.

No hablamos mucho tiempo porque yo quería dejar la línea libre cuanto antes. Colgué y esperé, y Danny Boy Bell fue quien hizo la siguiente llamada.

– Voy a cenar en Poogan's -me dijo-. ¿Por qué no vienes conmigo? Ya sabes lo poco que me gusta comer solo.

– ¿Has conseguido algo?

– Nada importante -aseguró-, pero tendrás que cenar, ¿no? Quedamos a las ocho y media, ¿vale?

Colgué y miré la hora. Eran las cinco. Encendí la tele, vi la cabecera del informativo pero volví a apagarla al darme cuenta de que no le estaba prestando atención. Cogí el teléfono y marqué el número de Thurman. Cuando me respondió el contestador, no dije nada, pero tampoco colgué. Me quedé allí, esperando, con la línea abierta durante unos treinta segundos antes de cortar definitivamente la comunicación.

Cogí el The Newgate Calendar y sonó el teléfono casi de inmediato. Contesté, y enseguida me di cuenta de que era Jim Faber.

– Ah, hola -lo saludé.

– Pareces decepcionado.

– Llevo toda la tarde esperando una llamada -le confesé.

– Descuida, no te entretendré -me dijo-, no tengo nada importante que decirte. ¿Vas a ir a San Pablo esta noche?

– No, no creo, voy a reunirme con alguien a las ocho en la calle Setenta y Dos y no sé cuánto tiempo vamos a estar juntos. De todos modos, fui anoche.

– ¡Qué raro! Estuve buscándote y no te vi.

– Bueno, lo que pasa es que fui al centro, a la calle Perry.

– ¿Ah, sí? Ahí terminé yo el domingo por la noche. Es perfecto, puedes decir lo que quieras y a nadie le importa un bledo. Dije cosas terribles sobre Bev, y luego me sentí muchísimo mejor. ¿Estaba Helen anoche? ¿Te contó lo del atraco?

– ¿Qué atraco?

– El de la calle Perry. Mira, estás esperando una llamada y no quiero entretenerte.

– No, no te preocupes -le dije-. ¿Alguien entró en la calle Perry? ¿Y qué se han llevado? Si ya no tienen ni café.

– Bueno, me temo que no fue un delito especialmente bien planeado. Era su reunión de los viernes por la noche sobre los doce pasos. Estaba hablando un tipo llamado Bruce, no sé si le conoces, y en cualquier caso eso no es lo importante. Estuvo hablando unos veinte minutos, y después un colgado se puso en pie y anunció que había ido a esa reunión un año antes, que había puesto cuarenta dólares en el cesto por error, que tenía una pistola en el bolsillo y que si no recuperaba su dinero iba a empezar a liquidar gente.

– ¡Dios mío!

– Espera, que aún falta lo mejor. Va Bruce y le dice: «Lo siento, no es tu turno, no podemos interrumpir la reunión por esa tontería. Tendrás que esperar al descanso de las nueve menos cuarto». El tipo empezó a decir algo, y Bruce va y coge el martillo que tienen en esa especie de podio, le dice que se siente, llama a otra persona y la reunión continúa.

– ¿Y ese chalado se quedó allí sentado?

– Me imagino que pensó que no le quedaba más remedio. Las reglas son las reglas, ¿no? Después, otro tipo, un tío llamado Harry, se le acercó y le preguntó si quería café o un cigarro, y el colgado va y le dice que sí, que un café le vendría muy bien. «Voy ahora mismo y te traigo uno», le susurró Harry, y lo que hizo fue escaparse y acercarse a la comisaría, creo que hay una bastante cerca.

– Sí, la del Distrito 6, en la Diez Oeste.

– Sí, pues fue a esa, y volvió con un par de agentes que inmovilizaron al loco y se lo llevaron. «Espera un momento», dijo. «¿Dónde están mis cuarenta dólares? ¿Y dónde está mi café?» Estas cosas solo pasan en la calle Perry.

– Qué va, esas cosas pasan en todas partes.

– Pues no estoy yo tan seguro. No me imagino una reunión del Upper East Side en la que se pusieran a distraer al hijo de puta y después intentasen encontrarle un apartamento. Bueno, no te entretengo más; sé que estás esperando una llamada, pero tenía que contártelo.

– Y te lo agradezco -le dije.

Quedarse sentado esperando puede volver loco a cualquiera, pero la verdad es que no quería ir a ninguna parte. Sabía que me iba a llamar y no quería perder la llamada.

El teléfono sonó a las seis y media. Lo cogí y saludé, pero no hubo respuesta. Insistí y esperé. Sabía que la comunicación no se había cortado, así que dije hola por tercera vez y entonces sí me colgaron.

Cogí el libro y volví a dejarlo; luego consulté mi cuaderno y marqué el número de Lyman Warriner en Cambridge.

– Sé que le comenté que no iba a pasarle informes sobre mi trabajo -le dije-, pero quería que supiera que hemos hecho algunos progresos. Tengo una idea bastante clara de lo que ocurrió.

– Es culpable, ¿verdad?

– Me temo que no hay lugar a dudas -le confirmé-. Yo no las tengo y él tampoco.

– ¿Cómo que él tampoco?

– Lleva algo dentro, no sé si es culpa, miedo o las dos cosas. Me acaba de llamar hace un minuto, pero ni siquiera abrió la boca. Tiene miedo de hablar, pero tampoco quiere callárselo, por eso me ha llamado. Estoy convencido de que volverá a hacerlo.

– Parece que espera que se confiese con usted.

– Creo que quiere hacerlo. Y al mismo tiempo estoy seguro de que le da miedo. La verdad es que no sé por qué le he llamado, Lyman. Debería haber esperado hasta que todo esté resuelto.

– No, me alegro de que se haya puesto en contacto conmigo.

– Tengo la impresión de que una vez que las cosas echen a rodar van a ir con bastante rapidez -dije, tras un segundo de duda-. El asesinato de su hermana solo es una pieza del rompecabezas.

– ¿De verdad?

– Eso es lo que parece ahora mismo. Volveré a hablar con usted cuando tenga algo más concreto. Pero, mientras tanto, quería ponerle al día de la marcha de las investigaciones.

Tuve otra llamada a las siete. La cogí, saludé e inmediatamente se oyó un clic que indicaba que habían colgado. Marqué el número del apartamento de Thurman y le devolví la llamada de inmediato. Sonó cuatro veces, y saltó el contestador. Colgué.

A las siete y media volvió a llamarme. Saludé, y al ver que no había respuesta dije:

– Sé quién eres. Puedes hablar con toda confianza.

La única respuesta fue el silencio.

– Ahora tengo que salir -añadí-. Volveré a las diez en punto. Llámame a esa hora.

Podía oír su respiración.

– A las diez en punto -repetí.

Y luego corté la comunicación. Esperé diez minutos por si volvía a llamar con la intención de confesármelo todo, pero no fue así; por el momento, aquel era el final. Cogí mi abrigo y me fui a cenar con Danny Boy.