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– La Five Borough Cable -dijo Danny Boy-. Muy buena idea, teniendo en cuenta que los neoyorquinos están más interesados en la programación local de deportes que en la pesca del róbalo de los famosos o en las bases del fútbol australiano. Empezaron poco a poco y cometieron un error muy frecuente: la descapitalización.
»Hace aproximadamente un año resolvieron el problema vendiendo una parte importante de las acciones a un par de hermanos con un apellido que soy incapaz de pronunciar, pero que me han asegurado que es iraní. Eso es todo lo que saben de ellos, aparte del hecho de que viven en Los Angeles, y que aquí les representa un abogado.
»Para la Five Borough no es más que un negocio. No ganan dinero, pero tampoco lo pierden, y además a los nuevos inversores no les importa tener que perder dinero durante unos cuantos años. De hecho, creo que estarían dispuestos a perderlo para siempre.
– Entiendo.
– ¿De verdad? Lo más curioso es que los hermanos parecen satisfechos con el papel prácticamente pasivo que han adoptado. Cualquiera esperaría que fueran a hacer cambios en la ejecutiva de la compañía, pero la verdad es que se quedaron con todos los antiguos trabajadores y tampoco trajeron a nadie nuevo. El único cambio es que ahora hay una persona que anda por allí muy a menudo. No trabaja para la cadena ni cobra un salario, pero si vas por las instalaciones, sin duda lo verás por el rabillo del ojo.
– ¿Quién es?
– Esa es una pregunta muy interesante -me respondió-. Se llama Bergen Stettner; suena a alemán, ¿verdad? O al menos a teutón, pero me temo que no es el nombre que le pusieron sus padres. Vive con su mujer en un apartamento, en el ático de uno de los hoteles de Trump, al sur de Central Park. Tiene una oficina en el edificio Greybar, en Lexington. Se dedica al cambio de divisas y a la compraventa de metales preciosos. ¿Qué te sugiere todo eso?
– Que blanquea dinero.
– Y que la Five Borough actúa como tapadera. Cómo, o por qué, o para quién, o hasta qué punto… son preguntas que no estamos en condiciones de responder -dijo mientras se servía un vodka-. Así que no sé si toda esta información te servirá para algo, Matthew. No he podido descubrir nada sobre Richard Thurman. Si contrató a alguna escoria de la calle para que lo atase y se cargase a su mujer, o dio con una pareja muy discreta de delincuentes cuya paga incluía un pasaje a Nueva Zelanda es algo que no he podido averiguar, porque, desde luego, en la calle no se habla de ello.
– Eso encaja.
– ¿De veras? -dijo, al tiempo que volvía a dejar el Stoly-. Espero que lo que te he contado de la Five Borough te sirva de algo. Lo cierto es que no te lo quería decir por teléfono. Nunca me ha hecho mucha gracia, y, encima, tus llamadas pasan por la centralita del hotel, ¿verdad? ¿Eso no es un verdadero fastidio?
– Yo puedo llamar directamente al exterior -le informé-. Ellos solo me cogen los mensajes.
– Sí, claro, claro que te los cogen. Lo que pasa es que a mí no me gusta dejar mensajes si puedo evitarlo. Me ofrecería a investigar un poco más sobre Stettner, pero me temo que me costaría mucho ya que procura mantenerse escondido. ¿Tú qué has descubierto?
– Creo que tengo su retrato robot -le dije desplegando el dibujo.
Danny Boy lo miró y después me miró a mí.
– Entonces, ya lo conocías -me dijo.
– No.
– Ah, o sea que ha sido casualidad que tuvieras un dibujo suyo a lápiz guardado en el bolsillo de tu chaqueta. Pero, por Dios, si hasta está firmado. ¿Quién es Raymond Galíndez?
– El próximo Norman Rockwell. ¿Entonces este es Stettner?
– No lo sé, Matthew. Nunca le he puesto la vista encima.
– Bueno, en eso te llevo ventaja. Yo sí le he visto, el único problema es que entonces no sabía que era él -dije, mientras doblaba el dibujo y volvía a recogerlo -. No cuentes nada de esto por el momento, pero si las cosas salen como espero, se va a pasar una buena temporada en la cárcel.
– ¿Por blanqueo?
– No -le dije-. Eso es su trabajo. Lo que lo va poner a la sombra son sus pasatiempos.
De camino a casa pasé junto a San Pablo. Eran las nueve y media cuando llegué, y me quedé a la última media hora de la reunión. Me tomé una taza de café y me dejé caer en una silla de la última fila. Me fijé en Will Haberman, que estaba sentado unas cuantas filas delante de mí, y me imaginé poniéndolo al día de los últimos acontecimientos. «Will, de momento sabemos que en esa versión de Doce del patíbulo que me dejaste, el papel del hombre de goma lo representaba Bergen Stettner. Un chaval sin experiencia previa en la interpretación hacía de galán joven. Utilizaba el nombre artístico de Happy. Aún no estamos seguros de quién es la mujer de cuero, pero existe la posibilidad de que se llame Chelsea».
Aquel era el nombre que Thurman había dejado caer la noche pasada. «¿Quién, Chelsea? No es más que una zorra, créeme». Y, desde luego, lo creí. Pero cada vez estaba menos convencido de que la chica que se contoneaba en el cuadrilátero con los carteles numerados fuese la mujer de la máscara de cuero.
No me estaba enterando mucho de lo que pasaba en la reunión. El coloquio seguía a mi alrededor, mientras mi mente giraba describiendo sus propios círculos. Había bajado al sótano de la iglesia no por lo que pudiese escuchar allí, sino simplemente para encontrarme en un lugar seguro durante unos minutos.
Me largué del local muy temprano, y volví a mi habitación con un par de minutos de adelanto sobre la hora prevista. Las diez de la noche llegaron y pasaron, y cinco minutos después sonó el teléfono y yo lo cogí.
– Scudder -dije.
– ¿Sabes quién soy?
– Sí.
– No digas mi nombre. Solo dime de qué me conoces.
– Del París Green -le respondí-, entre otros sitios.
– Sí, vale. No sé cuánto bebiste la otra noche, ni cuánto recuerdas.
– Tengo bastante buena memoria.
– También yo; y te diré algo, hay veces que preferiría no tenerla. Eres detective.
– Sí, lo soy.
– ¿De verdad que lo eres? No he podido encontrarte en la guía.
– Porque no estoy en ella.
– Trabajas para una agencia. Me enseñaste la tarjeta, pero no me acuerdo del nombre.
– En realidad no pertenezco a la empresa, aunque a veces trabajo para ellos. Pero generalmente lo hago por mi cuenta.
– Entonces podría contratarte directamente.
– Sí -le dije-, claro que podrías.
Se hizo una pausa mientras se lo pensaba.
– El problema -me confesó- es que creo que me he metido en un lío.
– No sé a qué te refieres.
– ¿Qué sabes sobre mí, Scudder?
– Lo mismo que todo el mundo.
– La otra noche no reconociste mi nombre.
– Eso fue entonces.
– Ya, y esto es ahora, ¿verdad? Mira, creo que tenemos que hablar.
– Sí, yo también lo creo.
– Bueno, el problema es dónde vernos. Desde luego, no podemos quedar en el Paris Green.
– ¿Y por qué no quedamos en tu casa?
– No. No creo que eso sea buena idea. Prefiero algún lugar público, pero donde no puedan reconocerme. Ningún sitio de los que se me ocurren nos sirve, porque son a los que voy habitualmente.
– Ya sé de uno al que podemos ir -le comenté.
Me dijo:
– ¿Sabes?, este sitio es perfecto, a mí jamás se me hubiese ocurrido. Se podría decir que esta es la típica taberna irlandesa de vecindario, ¿verdad?
– Sí, efectivamente.
– No está a más de unos bloques de donde yo vivo y ni sabía que existía, pero podría haber pasado junto a ella todos los días y ni siquiera le habría prestado atención, ¿sabes? Pertenece a un mundo totalmente diferente al mío. Aquí lo que viene es gente decente de clase trabajadora, gente honesta, la sal de la tierra. Y mira, tiene hasta su techo de hojalata, su suelo de baldosas, y su diana en la pared. Es perfecto.
Por supuesto, estábamos en Grogan's, y me pregunté por un instante si alguien habría definido alguna vez a su dueño como la sal de la tierra, o como una persona honesta. Aun así, el lugar sí parecía muy adecuado para nuestros propósitos. Era silencioso, estaba casi vacío, y además era muy poco probable que apareciese por allí alguien que conociese a Thurman.
Le pregunté qué quería beber. Me dijo que creía que una cerveza estaría bien, y yo me acerqué a la barra a por una botella de Harp y un vaso de Coca-Cola.
– El gran hombre se ha ido -me informó Burke-. Hace por lo menos una hora. Dice que lo tuviste despierto toda la noche.
Volví a la mesa y Thurman se dio cuenta de que lo que llevaba en mi vaso era un refresco de cola.
– Eso no es lo que bebías anoche -me dijo.
– Bueno, tú estabas bebiendo stingers.
– No me lo recuerdes. El caso es que por lo general no bebo demasiado. Un martini antes de cenar y tal vez un par de cervezas. La última noche cogí una buena. De hecho, no estoy muy seguro de cuánto te conté. Ni de cuánto sabes.
– Pues te diré que sé más de lo que sabía la otra noche.
– Y la otra noche ya sabías más de lo que demostraste saber.
– Tal vez deberías decirme de una vez lo que te preocupa.
Se lo pensó un segundo, y después asintió brevemente. Se llevó las manos a los bolsillos y encontró el retrato robot que le había dado la vez anterior. Lo desdobló y lo miró, primero a él y luego a mí. Me preguntó si sabía quién era aquel tipo.
– ¿Por qué no me lo dices tú?
– Se llama Bergen Stettner.
Empezamos bien, pensé.
– Creo que quiere matarme.
– ¿Por qué? ¿Ha matado a alguien antes?
– ¡Dios mío! -exclamó-. No sé ni por dónde empezar.
Dijo:
– Nunca había conocido antes a alguien como Bergen. Empezó a venir por la cadena después de que vendiésemos las acciones y nos hicimos amigos de inmediato. Me pareció un hombre fantástico, muy fuerte, muy seguro de sí mismo. Cuando estás con él es fácil creer que el mundo ha cambiado sus reglas. La primera vez que lo vi me llevó a su apartamento. Bebimos champán en la terraza con todo Central Park a nuestros pies como si fuese su jardín privado.
»La segunda vez que fui a su casa, conocí a su esposa, Olga. Es una mujer preciosa, y desprende tanta energía sexual que marea. Él se fue al baño y ella se sentó a mi lado, me puso la mano en el regazo y empezó a acariciarme a través de los pantalones. "Quiero chupártela", me dijo, "y quiero que me lo hagas por detrás. Quiero sentarme en tu cara". No podía creer lo que me estaba ocurriendo. Estaba seguro de que Bergen iba a entrar y pillarme así, pero para cuando volvió, ella ya estaba sentada en una silla al otro lado de la habitación y hablaba de uno de los cuadros.
»Al día siguiente, él no dejaba de comentarme lo bien que le había caído a Olga, y que ella decía continuamente que deberían verme más a menudo. Unos días después, mi mujer y yo fuimos a cenar con ellos. Fue bastante raro por todo lo que había pasado entre Olga y yo. Al final de la velada, Bergen besó a Amanda en la mano; todo muy correcto, pero a la vez cargado de una cierta ironía. Olga también me ofreció su mano para que la besase, y sus dedos olían…, bueno…, olían a coño. Debía de haberse estado tocando. Y yo la miré, ya sabes. Tenía una expresión en la cara que me atrajo tanto como aquel olor.
– Por supuesto, él sabía todo lo que estaba pasando. Lo habían planeado juntos; ahora lo sé. Cuando volví a su apartamento él me dijo que tenía algo para enseñarme, que no era nada que se pudiese ver por el cable, pero que probablemente me interesase. Puso en el video una película porno, una grabación doméstica. Dos hombres con una mujer. A la mitad, vino Olga y se sentó a mi lado. Yo ni siquiera sabía que ella estaba en casa, creía que Bergen y yo estábamos solos.
«Cuando la cinta terminó, el hombre la cambió por otra. En aquella salían dos mujeres, una negra y otra blanca. A la negra la estaban dominando. Tardé un minuto en darme cuenta de que la blanca era Olga. No podía apartar la vista de la pantalla.
»Cuando acabó, miré a mi alrededor y Bergen se había ido. Olga y yo nos arrancamos la ropa y nos echamos sobre el sofá. Al cabo de un rato me di cuenta de que el marido estaba mirándonos desde la habitación. Después, todos nos levantamos y nos fuimos juntos al dormitorio.
Aparte del sexo, Stettner le puso a dieta constante de filosofía. Las reglas existen para que las sigan los que no tienen suficiente imaginación como para romperlas. Los hombres y las mujeres superiores establecen sus propias reglas, o viven sin ellas. Le gustaba citar a Nietzsche, y Olga le ponía un cierto toque New Age al viejo alemán. Realmente no hay víctimas si uno reclama su poder, porque su destino no es más que una manifestación de su propio deseo de sometimiento. Ellos han creado su destino igual que tú has creado el tuyo.
Una vez Stettner le llamó a su oficina. «Deja lo que estés haciendo», le dijo. «Baja las escaleras y espérame en la esquina, te recogeré dentro de quince minutos». Bergen se lo llevó a dar una larga vuelta en coche, diciéndole simplemente que tenía un regalo para él. Aparcó en un barrio que no le era familiar y condujo a Thurman por una escalera hasta llegar a un sótano. Allí había una mujer desnuda, esposada a una estructura metálica y con la boca tapada por una mordaza. «Es tuya», le dijo Stettner. «Haz con ella lo que quieras».
Mantuvo relaciones sexuales con ella. Habría sido descortés rechazarla, igual que no coger una bebida o no tomar una comida o cualquier otro signo de hospitalidad. Además, la absoluta indefensión de la mujer le resultaba fuertemente excitante. Cuando terminó con ella, Bergen le preguntó si había algo más que quisiese hacerle. El respondió que no.
Se marcharon del edificio y volvieron al coche de Stettner. El viejo le dijo que esperase un minuto, que había olvidado hacer algo. Regresó enseguida y arrancó. Le preguntó a Thurman si en alguna ocasión había sido el primer amante de una mujer. Él le respondió que sí.
– Pero no de tu esposa.
No, reconoció Thurman. Amanda ya no era virgen cuando se conocieron.
– Pues este es mi regalo -le dijo Stettner-. Ya habías sido el primer amante de una mujer, y ahora has sido el último de esta. Con esa chica que acabas de estar… nadie más podrá volver a estar, nunca. Nadie más que los gusanos. ¿Sabes lo que hice cuando volví al sótano? La maté para ti. Le quité la mordaza de la boca y le dije: «Adiós, cariño», y le corté el cuello.
Thurman no sabía qué decir.
– No sabes si creerme, ¿verdad? Es posible que haya vuelto simplemente para ir al baño o para soltarla. ¿Quieres volver y verla?
– No.
– Bien. Ya sabes que siempre digo la verdad. Estás desconcertado, no sabes cómo sentirte con todo este asunto. Pero relájate. Tú no has hecho nada, he sido yo. De todos modos, esa chica hubiera muerto un día u otro. Nadie vive para siempre.
Alargó la mano y cogió la de Thurman con la suya.
– Ahora tú y yo estamos muy cerca. Somos hermanos de sangre y semen.
Le había llevado mucho tiempo servirse la cerveza y ahora le estaba llevando aún más tomársela. Cogía el vaso, lo levantaba hasta la mitad del camino hasta sus labios, volvía a dejarlo y seguía hablando. Probablemente aquella cerveza le daba igual, lo que quería era soltarlo todo.
Me dijo:
– No sé si mató a la mujer. Probablemente fuese solo una puta que había contratado para la ocasión y no volvió más que para pagarla y dejarla marchar. O a lo mejor le rebanó el cuello, como me dijo. No hay modo de saberlo.
A partir de aquel momento, vivió dos vidas. Aparentemente no era más que un joven ejecutivo con un prometedor futuro por delante. Tenía un gran apartamento, una mujer rica y un porvenir color de rosa. Pero al mismo tiempo llevaba una vida secreta con Bergen y Olga Stettner.
– Aprendí a entrar y salir de aquel mundo -me dijo-. Igual que se deja el trabajo de la oficina, yo dejaba toda una faceta de mí mismo para cuando estaba con ellos. Los veía una o dos veces por semana. No siempre hacíamos cosas. A veces simplemente nos sentábamos y hablábamos. Pero siempre existía esa energía, esa especie de corriente que fluía entre nosotros. Y después, cerraba el grifo, me marchaba a casa y me comportaba como un marido normal.
Transcurridos unos meses desde que se conocieran, Stettner le dijo que necesitaba su ayuda.
– Lo estaban chantajeando. Habían hecho una cinta. No sé lo que había en ella, pero tenía que ser algo malo ya que el cámara se había guardado una copia y quería cincuenta mil dólares por ella.
– Arnold Leveque -le dije.
Sus ojos se abrieron de par en par.
– ¿Cómo sabes eso? ¿Cuánto sabes?
– Sé lo que le ocurrió a Leveque. ¿Ayudaste tú a matarlo?
Esta vez sí se llevó el vaso a los labios. Se los secó con el dorso de la mano y respondió:
– Juro que no sabía lo que iba a pasar. Me dijo que le daría los cincuenta mil pero que no podía llevárselos él personalmente, que al hombre le daba miedo. Es fácil imaginarse por qué. Aseguró que lo haría en una sola entrega y así se acabaría la cuestión, porque aquel tipo no sería tan tonto como para intentar la misma proeza dos veces.
»Hay un restaurante tailandés en la esquina de la Décima Avenida con la calle Cuarenta y Nueve. Me reuní con Leveque allí. Era uno de esos tipos gordos que caminan como patos y que parecen tentetiesos. No hacía más que decirme que sentía lo que estaba haciendo, pero que de verdad necesitaba el dinero. Cuanto más lo decía, más despreciable me parecía.
»Le di el maletín y dejé que lo abriese. Parecía más asustado aún cuando lo vio lleno de billetes. Se suponía que yo era abogado, eso fue lo que le dijimos, y llevaría un traje de raya diplomática de la marca Brooks. Traté de meter términos legales en la conversación, como si hiciese falta.
»Hicimos el intercambio; yo le dije que podía quedarse con el maletín, pero que no podía dejarle marchar antes de asegurarme de que el casete era el que mi cliente quería. "Mi coche está aparcado cerca", le dije, "y estamos solo a unos minutos de mi oficina; en cuanto haya visto cinco minutos de la cinta podrás marcharte con el dinero".
»Negó con la cabeza. Podría haberse puesto de pie en ese mismo momento y haberse marchado, me dijo, ¿y yo qué habría podido hacer yo? Pero creo que confiaba en mí. Caminamos juntos hasta la mitad de la Undécima Avenida y Bergen nos estaba esperando. Iba a pegarle a Leveque en la cabeza y nos íbamos a marchar de allí con el dinero y la cinta.
– Pero no fue eso lo que ocurrió.
– No -me dijo-. Antes de que Leveque pudiese reaccionar, Bergen ya le estaba pegando. Al menos, eso es lo que parecía. Pero entonces vi que tenía una navaja en la mano. Lo apuñaló allí mismo, en mitad de la calle; después lo agarró, lo metió en el callejón y me dijo que cogiese el maletín. Yo lo cogí y entré en la calle mientras él sujetaba a Leveque contra el muro de ladrillos y lo remataba. Leveque se quedó allí mirando. A lo mejor ya estaba muerto, no lo sé. No llegó a hacer el menor ruido.
Después cogieron las llaves de Leveque y registraron su apartamento. Se llevaron dos bolsas llenas de cintas domésticas. Stettner creía que aquel tipo se habría guardado una copia de seguridad del casete que estaba utilizando para sobornarlo, pero resultó que no.
– La mayor parte eran películas grabadas de la tele -dijo Thurman-, sobre todo viejos clásicos en blanco y negro. Había algo de porno, y también algunos programas antiguos de televisión.
Stettner los vio todos personalmente y acabó tirando casi todo a la basura. Thurman no llegó a ver la película que había ayudado a recuperar, la que le había costado la vida a Arnold Leveque.
– Yo sí la vi -le dije-. Salen los dos cometiendo un asesinato, matando a un chaval.
– Me imaginé que tenía que tratarse de algo así. Si no, ¿por qué iban a pagar tal cantidad de dinero por ella? Pero, ¿cómo es posible que tú la hayas visto?
– Leveque tenía una copia que se os pasó por alto. Estaba grabada encima de una película comercial.
– Pues tenía montones de ellas -recordó-. Ni siquiera nos preocupamos de mirarlas, las dejamos allí. Fue muy listo.
Cogió el vaso y volvió a dejarlo sin tocarlo.
– Aunque no le sirvió de mucho.
Los críos eran una parte de la vida de Stettner en la que Thurman nunca estuvo interesado.
– No me gustan los homosexuales -confesó abiertamente-. No forman parte de mi mundo ni nunca lo han hecho. El hermano de Amanda es gay. Nunca le caí bien, ni él a mí. Fue así desde el primer momento. Stettner decía que a él le ocurría lo mismo, que pensaba que los maricas no eran más que pobres pusilánimes, y que el sida era el modo que tenía el planeta de acabar con ellos. «Pero usar a estos chavales no es ningún acto homosexual», solía decir. «Los tomas igual que lo harías con una mujer, eso es todo. Y son tan fáciles de conseguir… Están por todas partes pidiéndote que te los lleves. Y a nadie le importa. Puedes hacer con ellos lo que te dé la gana y nadie te va a pedir cuentas».
– ¿De dónde los sacaba?
– No lo sé. Ya te lo dije. Esa era una parcela de su vida en la que yo tenía mucho cuidado de no participar. A veces lo veía con uno de esos chicos; en ocasiones se lo llevaba por ahí, igual que cuando lo viste en el boxeo la semana pasada. Lo trata como a un hijo, y de pronto un día, dejas de verle. Ni se me hubiera ocurrido preguntarle qué le había pasado.
– Pero lo sabías.
– Ni siquiera pensaba en ello. No era asunto mío, así que ¿por qué iba a planteármelo?
– Pero tenías que saberlo, Richard.
Nunca antes lo había llamado por su nombre de pila. Tal vez aquello contribuyese a que mis palabras atravesasen su armadura. No sé si fue eso, pero desde luego algo funcionó, porque hizo un gesto de dolor con la cara, como si le hubieran pegado un derechazo directo al corazón.
– Supongo que los mataba -confesó.
Yo no dije nada.
– Supongo que ha matado a un montón de gente.
– ¿Y tú?
– Yo nunca he matado a nadie -contestó rápidamente.
– Fuiste cómplice en el asesinato de Leveque. Según la ley, eres tan culpable como si hubieses empuñado tú mismo la navaja.
– ¡Pero si ni siquiera sabía que iba a matarlo!
Lo sabía, igual que sabía lo que había ocurrido con los chicos, pero no quise insistir.
– Sabías que iba a cometer un asalto y un robo -repuse yo-. Eso te hace cómplice, lo cual ya es suficiente para declararte culpable si el delito acaba en muerte. Serías culpable de asesinato aunque Leveque hubiera muerto de un ataque al corazón. A los ojos de la ley, lo eres.
Respiró profundamente un par de veces, y luego me dijo con tono de desánimo:
– Muy bien, ya lo sé. Y podría decirse lo mismo de la chica del sótano, si es que llegó a asesinarla. Supongo que también soy culpable de violación. Ella no se resistió, pero tampoco podríamos decir que me dio su consentimiento.
Se me quedó mirando.
– No puedo defender lo que hice. No puedo justificarlo. No voy a intentar decir que me tenía hipnotizado, aunque fuera verdad, puedes creerme; su modo de engañarme y…, y conseguir que hiciera lo que ellos querían…
– ¿Y cómo lo hacían, Richard?
– Ellos solo…
– ¿Cómo lograron que matases a tu mujer?
– Oh, Dios… -dijo, mientras dejaba caer la cara entre las manos.
Tal vez lo hubiesen planeado todo desde el principio. Tal vez formase parte desde el inicio de un plan secreto.
– Más vale que te des una ducha -solía decir Olga-. Ya es hora de que vuelvas a casa con tu mujercita.
Siempre pronunciaba aquello de tu mujercita, tu querida esposa, tu adorable mujer, con un toque de ironía, con cierta sorna. Le aseguraba que había pasado una hora en el mundo de los valientes, de los audaces, de los temerarios, de los atrevidos, y que ahora iba a volver a su mundo rutinario, en blanco y negro, con la muñequita Barbie con la que lo compartía.
«Es una pena que sea ella quien tiene todo el dinero», solía decir Stettner. «Pierdes todo el poder cuando tu mujer gana más dinero que tú».
Al principio había tenido miedo de que Bergen desease a Amanda sexualmente. Había permitido que Thurman y él compartiesen a Olga, y probablemente le pidiese un quid pro quo. A Richard no le gustaba la idea. Quería mantener sus dos mundos separados, y se sintió muy aliviado al ver que los Stettner no mostraban interés alguno en su esposa ni en la idea de que ella participase de su relación. La primera vez que se reunieron los cuatro no resultó ningún éxito, y, en las dos ocasiones siguientes en las que ambas parejas quedaron para tomar algo y cenar juntos, la conversación fue bastante forzada.
Fue Stettner quien le sugirió que aumentase la cobertura de su seguro de vida. «Viene un niño en camino, no querrás dejarlo desprotegido. Y supongo que también querrás que la madre esté bien cubierta. Si le pasase algo a ella, tendrías que contratar a una niñera, a una institutriz, y tendrías gastos durante muchos años». Y después, cuando las nuevas pólizas entraron en vigor, aprovechó para decir: «Ya sabes, Richard, eres el marido de una mujer rica. Si ella muriese, tú serías un hombre rico. La diferencia es considerable, ¿no te parece?»
La idea fue madurando de forma gradual, poco a poco.
– No sé cómo explicarlo -me dijo-. No era algo real. Gastábamos bromas sobre ello. Fantaseábamos con modos totalmente inverosímiles de llevarlo a cabo. «Es una lástima que los microondas sean tan pequeños», decía él, «podríamos meter a Amanda dentro, con una manzana en la boca y cocinarla de dentro para fuera». Resulta espeluznante recordarlo ahora, pero entonces nos parecía gracioso, porque no era real, no era más que una broma que no le hacía daño a nadie. Pero seguimos insistiendo en el tema, hasta que poco a poco se fue convirtiendo en algo más creíble. «Lo haremos el jueves», solía decir Bergen, pero ideábamos algún escenario de comedia negra totalmente ridículo y ahí acababa todo. Después, llegaba el jueves y Olga decía: «Oh, se nos ha olvidado, hoy era el día que íbamos a matar a la pequeña Amanda». Era un juego, un chiste nuestro.
»Cuando estaba con mi esposa, cuando ellos no estaban cerca, era un hombre normal felizmente casado. Parece imposible, ¿verdad?, pero es cierto. Supongo que albergaba la idea de que algún día Bergen y Olga sencillamente desaparecerían. No sabría decir de qué modo esperaba que ocurriese, si les iban a pillar por alguno de los delitos que habían cometido, o si dejarían de verme o se mudarían de piso…, o no lo sé. A lo mejor, lo que esperaba es que muriesen. Y en ese caso, todo el lado oscuro de mi vida que se asociaba a ellos, desaparecería también sin dejar rastro, y Amanda y yo viviríamos felices para siempre.
»Una vez, sin embargo, estaba en la cama y ella dormía a mi lado y empezaron a venirme a la cabeza diferentes imágenes sobre cómo podría matarla. No quería tener semejantes pensamientos, pero tampoco podía alejarlos de mi mente. Me imaginaba asfixiándola con una almohada, o apuñalándola, o acabando con ella de cualquier otro modo. Tuve que irme a la habitación de al lado y tomarme un par de copas. No tenía miedo de que fuera a hacerlo, simplemente me molestaba que esas cosas se me hubieran pasado por la cabeza.
»Poco antes del 1 de noviembre mencioné que nuestros vecinos de abajo se iban a pasar seis meses a Florida. "Bien", me dijo Bergen, "ahí será donde matemos a Amanda. Es el lugar perfecto para un robo, con los dueños fuera de la ciudad. Y además es muy conveniente, ella no tendrá que ir muy lejos. Y, desde luego, es mucho mejor que hacerlo en tu apartamento porque no creo que quieras tener un desfile de policías entrando y saliendo de tu casa. Hacen mucho follón, a veces incluso te roban cosas".
»Creí que era otra de sus bromas. "¿Vais a una fiesta? Bien, pues cuando volváis os estaremos esperando en el apartamento de los judíos de abajo. Os encontrareis en mitad de un robo. Espero recordar cómo forzar una puerta. Pero estoy seguro que es como andar en bici, una vez que has aprendido, nunca lo olvidas".
»La noche de la fiesta ya no sabía si aquellos planes eran en broma o no. Me resulta difícil de explicar. Lo sabía pero no lo sabía. Las dos partes de mi vida estaban tan distantes entre sí que era como si no pudiese creer que algo de un lado pudiese tocar algo del otro. Es como si supiera que iban a estar esperándonos allí, pero sin poder creérmelo realmente.
»Cuando nos marchamos de la fiesta sugerí ir a casa dando un paseo, porque quería retrasar la llegada por miedo a que estuviesen allí, a que esta vez sí fuera cierto. De camino a casa, ella empezó a hablar de su hermano, de lo preocupada que estaba por su salud, y yo hice una broma bastante pesada. Así que nos peleamos, y yo pensé: Muy bien, puta, dentro de una hora serás historia. E imaginar aquello me resultó excitante.
»Al subir por las escaleras vi que la puerta del apartamento de los Gottschalk estaba cerrada, y me sentí aliviado, pero entonces me di cuenta de que el marco estaba astillado y que había marcas de palanca alrededor de la cerradura, así que supe que los Stettner estaban dentro. No obstante pensé que si no hacíamos ruido podríamos pasar frente a la puerta cerrada y subir hasta nuestro propio apartamento, con lo que estaríamos a salvo. Por supuesto, podríamos habernos dado la vuelta y volver a bajar por las escaleras, pero en aquellos momentos ni siquiera se me ocurrió.
»Entonces llegamos a lo alto de las escaleras y la puerta se abrió; y allí estaban ellos, esperándonos. Olga llevaba un traje de cuero que se pone a veces, y Bergen un abrigo largo también de cuero. Parecía que acababan de salir de un libro de cómics. Amanda no los reconoció al principio, simplemente se los quedó mirando sin saber qué pensar, y antes de que ella pudiese decir nada, el hombre le soltó: "Estás muerta, zorra", y le dio un puñetazo en la cara. Él llevaba puestos unos de esos guantes de cuero muy fino, de los que se usan para conducir. Cerró el puño y le pegó con todas sus fuerzas en la mandíbula.
»Bergen la cogió, la metió dentro mientras le tapaba la boca con la mano, puso las manos de Amanda detrás de su espalda y la esposó. Le pusieron una cinta en la boca. Olga le puso la zancadilla y, cuando cayó, empezó a darle patadas en la cara.
»La desnudaron, la llevaron a la habitación y la tiraron en la cama. Stettner la violó, le dio la vuelta y volvió a violarla. Olga le pegó en la cara con una palanca y creo que eso pudo hacer que se desmayara. Supongo que la mayor parte del tiempo estuvo inconsciente.
»Al menos, eso espero.
»Me dijeron que también yo tenía que tirármela. Y esta es la peor parte. Creí que me iba a poner enfermo, que me iba a marear, que iba a vomitar; no sé si lo entenderás, pero estaba muy excitado. La tenía dura. No tenía ganas de sexo, yo no quería hacerlo, pero mi polla sí. Dios, me resulta repulsivo solo recordarlo. No pude terminar. Estaba encima de ella y no pude terminar, y lo único que quería era correrme para poder acabar con todo aquello, pero no pude.
»Después, mientras yo seguía encima de Amanda, Bergen le rodeó el cuello con la media, y me obligó a coger un extremo en cada mano. Me dijo que tenía que hacerlo, y yo me quedé allí de pie, mirándolo. Olga estaba de rodillas, mamándomela, y las manos del hombre enfundadas en aquellos guantes sostenían las mías, y yo sostenía los extremos de las medias y no podía soltarme de él. Separó sus manos de un tirón y eso provocó que las mías también se separasen, y los ojos de ella me estaban mirando, me miraban continuamente, ¿sabes? Y Olga me estaba haciendo aquello, ya sabes, y Bergen me estaba sujetando muy fuerte, y todo estaba lleno del olor a sangre, cuero y sexo.
»Y tuve un orgasmo.
»Y Amanda estaba muerta.