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A los periódicos les encantó la noticia. Richard Thurman había encontrado la muerte solo a unos metros de distancia de donde su mujer había sido brutalmente violada y asesinada no hacía ni tres meses. Un ganador en potencia del premio Pulitzer especulaba con la posibilidad de que lo último que hubiese visto en su vida hubiese sido un destello del apartamento de los Gottschalk, mientras pasaba junto a su ventana en la caída. Parecía poco probable, ya que generalmente uno deja las persianas bajadas cuando se marcha seis meses y un día de la ciudad, pero desde luego no iba a ser yo quien escribiese una carta al director para comentarle el detalle.
Nadie se cuestionaba que aquello pudiese no ser un suicidio, aunque sus razones para hacerlo no estuvieran del todo claras. O la pérdida de su esposa y de su hijo no nacido lo habían dejado desesperado, o estaba sumido en la culpa por haber provocado la muerte de ambos. Un editorial del News decía que aquel caso ejemplificaba el fallo de lo que se había dado en llamar la avaricia de los ochenta. «De lo único que se hablaba era de tenerlo todo», escribía. «Pues bien, hace tres meses Richard Thurman lo tenía todo: dinero en el banco, un apartamento fantástico, una mujer preciosa, un trabajo fascinante en la cada vez más floreciente industria de la televisión por cable y un bebé en camino. Y en un segundo, todo se convirtió en cenizas, y el trabajo y el dinero no fueron suficientes para llenar el vacío que su esposa y su hijo dejaron en su corazón. Se podía pensar que era un auténtico villano, que había preparado el cruel escenario que habíamos visto en noviembre en aquella casa de la calle Cuarenta y Dos Este. O se le podía ver como una víctima. Sea como fuere, desde luego era un hombre que lo había tenido todo, y que se quedó sin nada a lo que aferrarse cuando lo perdió».
– Tu instinto no te falló -me dijo Durkin-. Temías que algo le hubiera ocurrido y querías que entrásemos en su apartamento. Y al mismo tiempo, no creías que estuviera allí. Bueno, pues no estaba. El forense estima la hora de la muerte entre las siete y las nueve de la mañana, lo cual encaja perfectamente, porque a partir de las diez había gente en la cocina del restaurante de abajo y probablemente hubieran oído el impacto cuando cayó. Es raro que nadie se diese cuenta a la hora de la comida de que el cuerpo estaba allí, pero el lugar en el que estaba el cadáver no se veía bien desde la puerta de servicio, y nadie se acercó lo suficiente como para percatarse de su presencia. Cuando tienes los brazos llenos de sobras de berenjenas, supongo que lo único que quieres es tirarlas y volver dentro, especialmente si hace frío.
– Es una casa muy bonita -reconoció Joe-. Muebles modernos, todo con mucho estilo, cualquier persona podría vivir aquí muy a gusto. La decoración tal vez sea un poco recargada, pero todo está pensado para que resulte muy confortable. Eso se suele decir de las mujeres, ¿no? «Hecha para el confort, no para la velocidad». ¿Pero de dónde ha salido lo de la velocidad? No lo sabrás, ¿verdad?
– Creo que antes se decía eso mismo de los caballos.
– ¿Ah, sí? Pues tiene sentido. Siempre y cuando sea verdad que resulte más cómodo montar un caballo gordo. Le voy a tener que preguntar a los chicos de la TPF. Cuando era crío, ya quería ser poli, era a lo que quería dedicarme, ya sabes. Veía a la policía a caballo y me decía a mí mismo que eso era lo que quería hacer. Por supuesto, aquello lo superé en cuanto entré en la academia. Pero sigo creyendo que no llevan mala vida.
– Si te gustan los caballos.
– Bueno, sí, claro. Si no te gustasen ya de entrada…
– Thurman no se suicidó -le dije.
– Hombre, no podemos estar tan seguros. El tipo te lo suelta todo, vuelve a casa, se despierta pronto y se da cuenta de lo que ha hecho. Se ve sin escapatoria, y además está en lo cierto, porque tú le vas a pillar por haberse cargado a su mujer. Tal vez la conciencia le empieza a incordiar en serio. Quizá se da cuenta de que va a ir a la cárcel para una buena temporada y de cómo va a ser la vida allí dentro para un chico guapo como él. Así que se tira por la ventana, y problema solucionado.
– Él no era de ese tipo. Y no le daba miedo la Ley, a quien temía era a Stettner.
– Pues en su ventana no hemos encontrado más que sus huellas, Matt.
– Stettner se puso guantes cuando lo de Amanda. Pudo haber hecho lo mismo para tirar a Richard por la ventana. Thurman vivía aquí, sus huellas seguro que ya estaban. O incluso es posible que Stettner consiguiera que abriese la ventana él mismo. «Richard, hace muchísimo calor aquí, ¿podrías abrir para que entre un poco de aire?».
– Ya, pero ha dejado una nota.
– Sí, pero escrita a máquina, por lo que me has dicho.
– Bueno, ya lo sé, pero algunos suicidas auténticos también las escriben a máquina. La nota resulta de lo más genérica: «Que Dios me perdone, pero no he podido soportarlo más». No decía que él hubiera asesinado a su esposa, pero tampoco lo contrario.
– Eso es porque Stettner no sabía bien cuánto habíamos averiguado.
– O porque Thurman no quería correr riesgos. Imagínate que se tira desde su apartamento y sobrevive. Acaba en el hospital con veinte huesos rotos y encima tiene que enfrentarse al cargo de asesinato a causa de la puta nota de suicidio.
»Pero estoy de acuerdo contigo -prosiguió- en que existe la posibilidad de que lo ayudasen a saltar por la ventana. Por eso pedí a los chicos del laboratorio que hicieran anoche un trabajo concienzudo, y por eso estamos buscando algún testigo que viese entrar o salir a alguna persona de aquí ayer por la mañana. Sería genial dar con alguien, y aún más poder situar a Stettner en la escena del crimen, pero desde ahora te digo que eso no va a pasar. Y aunque así fuera, seguimos sin tener caso por el que poder atraparle. Dirá que sí, que vino aquí, ¿y qué? Thurman estaba vivo cuando se marchó. Estaba desesperado, parecía muy inquieto, pero ¿quién iba a pensar que el pobre hombre se iba a quitar la vida? Puede que no sean más que un montón de mentiras, pero, ¿dime cómo lo pruebas?
No le respondí.
– Además -me dijo-, ¿el caso está tan mal así? Sabemos que Thurman mató a su mujer y finalmente no ha salido impune del hecho. Vale, es cierto que tuvo ayuda, y tal vez quien se la prestó fue Stettner…
– Por supuesto que fue Stettner.
– ¿Por qué estás tan seguro? Lo único que tenemos es la palabra de Thurman, y te lo contó en una conversación privada, que además no grabamos, unas cuantas horas antes de tirarse por la ventana. A lo mejor estaba tratando de distraerte, ¿te has parado a pensar en esa posibilidad?
– Sé que no lo estaba haciendo, Joe. Quería quedar en buen lugar, en el mejor posible, y que Stettner apareciese como una especie de mezcla de Svengali y Jack el Destripador. ¿Y qué?
– Pues que a lo mejor no fue Stettner. Tal vez Thurman tuviese otros cómplices, a lo mejor tenían un móvil económico para inculparle a él. Mira, no digo que las cosas sucediesen así, sé que es poco probable, pero todo el puto caso resulta bastante inverosímil. Lo único que digo es que Thurman organizó el asesinato de su mujer y que ahora está muerto, y que si todos los casos de asesinato en los que he trabajado en mi vida hubiesen acabado así de bien, no me quedaría aquí machacándome, ¿sabes a qué me refiero? Si fue Stettner el que lo hizo y se libra, ¡qué le vamos a hacer! Tengo que convivir todos los días con cosas peores que esa. Y si fuera tan malo como Thurman te lo pintó, ya se habría pillado los dedos en algún momento, y, desde luego, eso no ha pasado. Ese tipo nunca ha sido arrestado, no está fichado en ninguna parte, por lo que yo sé, y ni siquiera le han puesto nunca una multa por exceso de velocidad.
– Así que lo has comprobado.
– Por supuesto que lo he comprobado, por Dios santo. ¿Qué querías que hiciera? Si el tipo se lo merece, me encantaría ponerlo a la sombra, pero a mí no me parece tan terrible como nos lo quieren presentar, por lo menos, no oficialmente.
– Ya, otro Albert Schweitzer, todo un Premio Nobel de la Paz.
– No -me corrigió-, probablemente sea un auténtico imbécil. Eso seguro. Pero la estupidez no está penada por la Ley.
Llamé a Lyman Warriner a Cambridge. No tuve que contarle las noticias. Algún reportero de lengua mordaz ya lo había hecho; había llamado al hermano de Amanda para conseguir sus primeras declaraciones.
– Por supuesto, me negué a hacer comentarios -me dijo-. Ni siquiera sabía si era cierto. ¿De verdad se ha suicidado?
– Eso es lo que parece.
– Ya veo. Lo cual no significa que lo haya hecho, ¿verdad?
– Existe la posibilidad de que fuera asesinado por un cómplice. La policía está investigándolo, pero no creen que consigan demostrar nada. En este momento, no hay prueba alguna que contradiga la hipótesis del suicidio.
– Pero usted no cree que sea lo que realmente ha sucedido.
– No lo sé, pero lo que yo crea no es lo importante. Pasé un par de horas con Thurman la noche anterior a su muerte y conseguí lo que quería. Admitió haber matado a su hermana.
– ¿De verdad lo admitió?
– Sí, lo hizo. Trató de presentar a su cómplice como el verdadero culpable, pero reconoció haber participado en los hechos.
Decidí hacerle una concesión.
– También me aseguró que ella había estado inconsciente durante todo el tiempo, Lyman. Dice que le dieron un golpe en la cabeza muy al principio, y ya no se enteró de lo que le estaban haciendo.
– Ojalá pudiese creérmelo.
– Se suponía que tenía que reunirme con Thurman ayer por la tarde -continué-. Esperaba poder hablar con él; hasta creí que me lo confesaría todo, y estaba preparado para grabar nuestra conversación y presentársela a la policía. Pero antes de que pudiese hacerlo…
– Él mismo se quitó de en medio. Bueno, le diré una cosa. Me alegro de haberlo contratado.
– ¿Por qué?
– ¿Diría que su investigación precipitó los acontecimientos?
Lo pensé un momento.
– Supongo que podría decirse que sí -sentencié.
– Y desde luego, estoy satisfecho de que todo acabase de este modo. Es más rápido y más limpio que afrontar un juicio, tras el que, de todos modos cabía la posibilidad de que saliese absuelto, ¿verdad? A pesar de que todo el mundo supiera que es culpable.
– Sí, ocurre a veces.
– E incluso cuando no es así, las penas que se les imponen a los asesinos nunca son lo suficientemente largas o los sacan por buena conducta, porque son prisioneros modélicos, y tras cuatro o cinco años les conceden la condicional. No, estoy más que satisfecho, Matthew. ¿Le debo más dinero?
– No, probablemente se lo deba yo a usted.
– No sea absurdo, ni se le ocurra enviarme nada. No lo aceptaría bajo ningún concepto.
– Hablando de dinero, le dije que tal vez pudiese poner en marcha los procedimientos para recobrar el dinero de su hermana y también el importe de la póliza del seguro. Legalmente creo que no se tiene derecho a beneficio alguno si se ha perpetrado un crimen -le expliqué-. Quiero decir que si Thurman mató a su hermana, no puede heredar ni cobrar el dinero del seguro. No conozco los términos en los que fue redactado el testamento de Amanda, pero supongo que todo pasaría a usted en caso de que su cuñado falleciese.
– Eso creo yo también.
– Legalmente él no ha quedado implicado en la muerte de Amanda -le dije-, y no sé si le imputarán algún cargo ahora que ya está muerto. Pero supongo que podrá poner en marcha procedimientos civiles, cuya normativa es diferente a la penal. Por ejemplo, cabe la posibilidad de que yo testifique sobre mi conversación con él la noche anterior a su muerte. No podemos aportar más que mi palabra, pero no tienen por qué rechazarla. Le recomiendo que hable con su abogado. En un caso como este, no creo que tenga que probar la culpabilidad de Thurman de igual forma que si fuera un juicio por lo penal, más allá de la duda razonable. Creo que hay alguna norma en los casos civiles que es diferente. Como le acabo de decir, es mejor que lo consulte con su abogado.
Se quedó en silencio un momento y después me dijo:
– Creo que no voy a hacerlo. ¿Qué ocurrirá con el dinero si no hago nada? No creo que él hubiese cambiado su testamento desde la muerte de Amanda. Se lo había dejado todo a ella y, en caso de que ella muriese antes que él, pasaría a manos de sus parientes. -Tosió, pero trató de contenerse-. No quiero pelearme con sus hermanas, sus primos y sus tías. No me importa que se queden con el dinero. ¿Para qué me iba a servir a mí?
– No lo sé.
– Tengo más dinero del que voy a gastar en el tiempo que me queda. Me importa más el tiempo que el dinero, y no quiero pasarme el resto de la vida en juzgados y oficinas de abogados. Supongo que lo entiende, ¿verdad?
– Por supuesto.
– Puede parecer una postura arrogante, pero…
– De ninguna manera -le dije-, no lo es en absoluto.
A las cinco y media de la tarde fui a una reunión en una iglesia franciscana situada nada más doblar la esquina de Penn Station. A ella asistía una interesante mezcla de gente de los barrios periféricos vestida con traje, y también borrachos de los bajos fondos en los primeros estadios de su rehabilitación. Ninguno de ellos parecía encontrarse incómodo con los demás. En medio de la discusión, levanté la mano y dije:
– Llevo todo el día con ganas de beber. Estoy inmerso en una situación en la que no puedo hacer nada, pero que se supone que debería resolver. Ya he hecho todo lo que he podido, y todo el mundo a mi alrededor está satisfecho con los resultados, pero yo soy alcohólico y quiero que todo sea perfecto; y nunca lo es.
Me marché al hotel y me encontré con dos mensajes. Ambos decían que TJ me había llamado, pero yo no tenía su número de teléfono. Me fui a Armstrong's y me tomé un cuenco de chile de alubias pintas; después asistí a la reunión de las ocho y media de San Pablo. Estábamos discutiendo el segundo paso, el que trataba de llegar a creer en la capacidad de un poder superior a nosotros mismos para devolvernos el sano juicio. Cuando llegó mi turno de hablar, dije:
– Mi nombre es Matt y soy alcohólico, y lo único que sé acerca de un poder superior es que actúa de modos misteriosos para alcanzar sus objetivos.
Estaba sentado junto a Jim Faber, quien me susurró que si mi trabajo como detective se iba al diablo, siempre podría dedicarme a escribir galletas de la fortuna.
Otro miembro de la asociación, una mujer llamada Jane, dijo:
– Si una persona normal se levanta por la mañana y a su coche se le ha pinchado una rueda, llama a un taller. Un alcohólico, en cambio, llama a la Liga de Prevención de Suicidios.
Jim me dio un buen codazo en las costillas.
– Eso no puede ir por mí -le aseguré con mucha sorna-. Ni siquiera tengo coche.
Cuando volví al hotel, tenía otro mensaje de TJ y seguía sin tener modo alguno de contactar con él. Me di una ducha y me fui a la cama, y ya estaba empezando a dormirme cuando sonó el teléfono.
– Cuesta encontrarte, tío -me dijo.
– Tú sí que eres difícil de localizar. Me has dejado un montón de mensajes, pero no tengo forma de llamarte.
– Te los he dejado precisamente porque la última vez me dijiste que no te había dejado ninguno.
– Pues esta vez sí me has dejado los mensajes, pero no me has dicho cómo podía ponerme en contacto contigo.
– ¿Quieres decir un número al que llamarme?
– Pues sí, algo así.
– Ya, pero es que no tengo teléfono.
– Me lo imaginaba.
– Sí -asintió-. Bueno, ya lo solucionaremos un día de estos. El caso es que he descubierto lo que me habías encargado.
– ¿Lo del chulo?
– Sí, y me he encontrado con un montón de mierda.
– Pues suéltala.
– ¿Por teléfono, tío? Bueno, si es lo que quieres…
– No.
– La verdad es que no parece muy buena idea.
– No, probablemente no lo sea -le dije, mientras me sentaba en la cama-. Hay una cafetería que se llama Flame, en la esquina de la Cincuenta y Ocho con la Novena, o sea, en la esquina sudoeste…
– Si está ahí, la encontraré.
– Vale, claro que sí -le dije-. Nos vemos allí dentro de media hora.
Se reunió conmigo fuera del local, entramos y nos sentamos en una mesa. Hizo un gesto muy teatral, como si estuviera olfateando el aire, y dijo que algo olía de maravilla. Me reí, le pasé el menú y le dije que pidiera lo que quisiera. Pidió una hamburguesa con queso y bacón, patatas fritas y un batido doble de chocolate. Yo me tomé una taza de café y una tostada inglesa.
– He encontrado a una tipa -me dijo- que vive más allá de Alphabet City. Dice que ella antes trabajaba para ese chulo, que se llama Juke. Probablemente ese sea su nombre de guerra. Tío, estaba asustadísima. Dejó de tratar con él el verano pasado; se escapó de donde la tenía viviendo, o algo así, y aún sigue girándose mientras camina por si la persigue. En una ocasión le dijo que si alguna vez lo metía en un lío, le iba a cortar la nariz, y todo el tiempo que estuve con ella se la estuvo tocando, como si quisiera asegurarse de que aún la tenía.
– Si le dejó el verano pasado, no habrá llegado a conocer a Bobby.
– Sí, claro -me dijo-, pero es lo único que tenemos, el tipo que conocía a Bobby me dijo que todo lo que sabía del chulo era que era el mismo que llevaba a…
Se detuvo un segundo, y luego continuó:
– Le dije que no diría su nombre. Supongo que no importa que te lo diga a ti, pero…
– No, no necesito que me lo digas. Los dos tenían el mismo chulo, pero no al mismo tiempo; así que si has descubierto quién era el de ella, sabremos quién era el de Bobby.
– Sí, eso es.
– Y dices que el tío se llama Juke.
– Sí. No sabe su apellido. Box, probablemente -dijo, riéndose- No sabe tampoco dónde vive. A ella la tenía viviendo en Washington Heights, pero me contó que tenía varios apartamentos, y que en todos tenía chavales metidos.
Cogió una patata y la mojó en kétchup.
– Ese Juke está todo el tiempo buscando chavales nuevos.
– Así va el negocio, ¿eh?
– Eso es lo que dice ella, que siempre está buscando chavales nuevos porque los que tiene no le duran mucho -dijo, echando la cabeza hacia atrás, como si no quisiera demostrar que lo que había dicho le afectaba, pero la verdad es que no consiguió disimularlo-. Solía decirle a ella y a todo el mundo que hay dos maneras para ir a una cita: con billete de ida y vuelta o solo con billete de ida. ¿Sabes lo que significa eso?
– Dímelo tú.
– Con ida y vuelta significa que volverás de la cita, pero si es solo de ida, no volverás. Es como si el cliente te comprase para él y no tuviese que devolverte. O sea, que puede hacer contigo lo que le dé la gana -dijo, mirando hacia su plato-. Te puede matar, si eso es lo que quiere, y no tendrá ningún problema con Juke. Dice que le decía: «Sé buena o te mandaré con billete solo de ida». Y el problema es que nunca sabes cuándo te llega la hora. Te dice: «Oh, no te preocupes por este cliente, es un tipo fácil, probablemente hasta te compre algo de ropa bonita, te tratará bien». Y en cuanto ella sale por la puerta, él le dice a los demás: «Ya no vais a ver a esa zorra nunca más, porque la he mandado con billete de ida». Y después lloran un rato, como si fueran sus amigos…, pero no la vuelven a ver.
Cuando terminó la comida le di tres billetes de veinte y le dije que esperaba que le pareciese suficiente. Él me dijo:
– Sí, está muy bien. Ya sé que no eres un tipo rico.
Una vez fuera del local, le comenté:
– Ya puedes dejarlo, TJ. No quiero que investigues más sobre Juke.
– Podría preguntarles a un par de tipos para ver lo que me dicen.
– No, no lo hagas.
– No te costará nada.
– No es eso lo que me preocupa. No quisiera que Juke se enterase de que alguien lo está buscando. Podría cabrearse y tratar de vengarse de ti.
Se le entornaron los ojos.
– Eso sería malo, tío -me dijo-. La chica dice que es un puto cabrón, además dice que es muy grande, aunque a ella todo el mundo debe de parecérselo.
– ¿Qué edad tiene?
– No, si tiene doce -me respondió-, pero es algo pequeña para su edad.