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El sábado me quedé cerca de casa. Solo salí para tomar un sándwich y una taza de café y asistir a una reunión al mediodía en un local situado al otro lado de la calle del videoclub de Phil Fielding. A las ocho menos diez me reuní con Elaine frente al Carnegie Recital Hall, en la Cincuenta y Siete. Tenía entradas para una serie de conciertos de música de cámara y ya se encontraba lo suficientemente recuperada como para poder asistir. El grupo que actuaba aquella noche era un cuarteto de cuerda. La violonchelista era una mujer negra con la cabeza afeitada. Los otros tres eran hombres de origen chino, todos ellos vestidos y arreglados como ejecutivos.
En el intermedio, decidimos que luego iríamos al Paris Green y que nos pasaríamos por Grogan's, pero para cuando acabó la segunda parte ya no nos quedaba energía. Nos fuimos a su apartamento y pedimos comida china. Me quedé a pasar la noche, y al día siguiente fuimos a comer juntos.
El domingo fui a cenar con Jim y luego a la reunión de las ocho y media de Roosevelt.
El lunes por la mañana me dirigí a la Midtown North. Había llamado antes, así que Durkin ya estaba esperándome. Llevaba mi cuadernillo, como casi siempre hago. También me había traído el videocasete de Doce del patíbulo. Lo llevaba conmigo desde que salí del apartamento de Elaine el día anterior.
– Siéntate -me dijo-. ¿Quieres café?
– No, acabo de tomarme uno.
– Ojalá pudiese decir yo lo mismo. ¿Qué te ronda por la cabeza?
– Bergen Stettner.
– Sí, bueno. No me sorprende. Eres como un perro al que le han dado un hueso. ¿Qué tienes?
Le pasé el casete.
– Una gran película -me aseguró-. ¿Y?
– Esta versión es un poco diferente a la que tú recuerdas. La mejor parte es cuando los Stettner cometen un asesinato frente a la cámara.
– ¿De qué hablas?
– Alguien ha grabado encima de esta película. Después de quince minutos de Lee Marvin, aparece un vídeo doméstico de Bergen y Olga con un amigo, pero para cuando la grabación termina, el chaval está muerto.
Cogió el casete y lo sostuvo en su mano.
– ¿Me estás diciendo que esto es una película snuff?
– Exactamente.
– ¿Y que la han hecho los Stettner? ¿Cómo demonios…?
– Es una larga historia.
– Tengo todo el tiempo del mundo.
– Es que además es demasiado complicada.
– Bueno, menos mal que has venido prontito, aún tengo la mente despejada.
Debí estar hablando durante una hora. Le conté todo desde el principio, desde que Will Haberman se me acercó aterrorizado y me pidió que viese la cinta, y luego el resto de la historia, procurando no dejarme nada importante en el tintero. Durkin tenía un cuaderno de espiral encima del escritorio, y, al poco de empezar yo a hablar, lo abrió por una página en blanco y empezó a apuntar cosas. Me interrumpía de vez en cuando para que le aclarase algún detalle, pero durante la mayor parte del tiempo me dejó contarlo sin paréntesis.
Cuando hube terminado, me dijo:
– Es extraño cómo encaja todo. Si tu amigo no hubiese alquilado la cinta, y si no te la hubiese dado, jamás habríamos relacionado a Thurman con Stettner.
– Y jamás habría podido presionar a Thurman -reconocí-, ni él me habría contado toda la historia. La noche que me encontré con él en el Paris Green fui solamente a echar un vistazo, no pensé que aquello fuera a llevarme a ninguna parte. Pensé que podía conocer a Stettner por la conexión con la Five Borrough Cable, y porque los había visto a los dos en el New Maspeth Arena. Le enseñé el retrato robot únicamente para despistarlo, y fue eso lo que puso en marcha el resto de acontecimientos.
– Y lo que hizo que se tirase por la ventana.
– Pero aún hay más coincidencias -le dije-. Estuve a punto de verme inmerso en todo el asunto incluso antes de que Haberman alquilase la cinta. Un amigo mío le mencionó mi nombre a Leveque cuando se enteró de que estaba buscando un detective privado. Si me hubiese llamado entonces, tal vez ahora no estaría muerto.
– O tal vez te hubiesen matado a ti también.
Se pasó el casete de una mano a la otra como si quisiera que alguien se lo quitara de encima.
– Supongo que tengo que ver esto, ¿no?-me dijo-. Hay un vídeo en la sala, si es que conseguimos quitárselo a esos inútiles que están ahí todo el día sentados viendo Debbie does Dallas.
Se puso de pie.
– Lo vas a ver conmigo, ¿verdad? Lo digo por si me pierdo algún detalle, así me lo vas comentando.
La sala estaba vacía y él puso un cartel en la puerta para evitar que alguien entrase mientras nosotros estábamos allí. Pasamos la parte inicial de Doce del patíbulo, y luego comenzó el vídeo doméstico de los Stettner. Al principio, Joe hacía los típicos comentarios de poli, destacando cosas sobre la ropa y sobre el tipo de Olga, pero en cuanto comenzó la acción, se quedó totalmente en silencio. Ese era el efecto que producía la película. Nada de lo que se pudiese decir estaba a la altura de lo que se veía.
Mientras yo la rebobinaba, él exclamó:
– ¡Jesús!
– Sí, lo sé.
– Háblame más del chaval que se acaban de cargar. ¿Dices que se llamaba Bobby?
– No, este era Happy -le aclaré-. Bobby era el más joven, el del otro retrato que te di.
– Bobby es el que viste en el boxeo. ¿Y a Happy no le has visto nunca?
– No.
– No, claro que no. ¿Cómo ibas a verle? Ya estaba muerto antes de que te dejasen el casete, antes incluso de que Leveque fuese asesinado. Esto es muy complicado, pero ya me lo advertiste, ¿no es cierto?
Sacó un cigarrillo y se dio golpecillos con él en el dorso de la mano.
– Creo que voy a tener que enseñarle esto a bastante gente. Gente de arriba, ya sabes, como por ejemplo de la oficina del fiscal del distrito de Manhattan. Este es un asunto muy delicado.
– Ya lo sé.
– Deja que me quede con la cinta. Sigues en el mismo número, ¿verdad? En el hotel.
– Sí, pero voy a estar yendo y viniendo todo el día.
– Vale; pero no te sorprenda que no te llame hoy. Quizá pueda hacerlo mañana, o tal vez el miércoles. Tengo que atender también a los casos en los que estaba trabajando, pero voy a empezar a mover esto ahora mismo.
Sacó la cinta del vídeo.
– Esto es muy fuerte -añadió-, ¿habías visto antes algo parecido?
– La verdad es que no.
– Detesto estas mierdas que tenemos que ver. Cuando era un crío y veía a los tíos de la TPF en sus caballos, ya sabes, no me imaginaba esto de ninguna manera.
– Ya lo sé.
– No tenía ni puta idea -añadió-. Ni puta idea.
No volví a tener noticias suyas hasta el miércoles por la noche. Estuve en San Pablo hasta las diez en punto, y cuando volví al hotel tenía dos mensajes. El primero se había registrado a las nueve menos cuarto, y me pedía que llamase a comisaría. Habían vuelto a llamar tres cuartos de hora más tarde para dejarme un número que no reconocí.
Llamé y pregunté si se encontraba allí Joe Durkin. Mi interlocutor tapó el auricular con la mano, pero aun así, conseguí oír lo que decía: «Preguntan por Joe Durkin. ¿Hay aquí algún Joe Durkin?». Hubo una pausa, y luego Joe se puso al teléfono.
– Trabajas hasta tarde, ¿eh? -le dije.
– Sí, bueno, ahora mismo no estoy trabajando. Escucha, ¿tienes unos minutos? Quiero hablar contigo.
– Vale.
– Vendrás aquí, ¿verdad? Pero, ¿dónde coño está este sitio? Espera un minuto.
Volvió y me dijo:
– El sitio se llama Pete's All-American, y está en…
– Ya sé dónde está, por Dios.
– ¿Qué te pasa?
– No, nada -le contesté-. ¿Es suficiente con que lleve chaqueta deportiva y corbata o tengo que ponerme traje?
– No seas capullo.
– Vale, vale.
– El sitio es un poco guarro, de acuerdo, pero no creo que eso sea problema para ti, ¿no?
– No, no es problema.
– Encaja muy bien con cómo me siento ahora mismo. ¿A dónde voy a ir, al Carlile? ¿Al Rainbow Room?
– Estoy ahí enseguida -le dije.
Pete's All-American estaba en el lado oeste de la Décima Avenida, un bloque por encima de Grogan's. Llevaba allí generaciones, pero desde luego no iba a engrosar el registro nacional de lugares históricos. Siempre ha sido un auténtico cubo de mierda.
Olía a cerveza pasada y cañerías. Cuando crucé la puerta, el camarero me miró sin el menor interés. La media docena de tirados que había en el bar ni siquiera se molestaron en girarse. Pasé junto a ellos hasta una mesa situada al fondo, en la que estaba sentado Joe de espaldas a la pared. Había un cenicero encima de la mesa a punto de desbordarse, además de un vaso con hielo y una botella de Hiram Walker Ten High. Se supone que no te dejan que te lleves la botella a la mesa, va contra las reglas de garantía de calidad del servicio, pero mucha gente está dispuesta a romper la normativa si se lo pide alguien que le enseña una placa dorada.
– Ya veo que has encontrado el sitio, cógete un vaso.
– No, estoy bien.
– Ah, claro, tú no bebes. Nunca tocas esta mierda.
Cogió el vaso, bebió un poco e hizo un gesto extraño.
– ¿Quieres una Coca-Cola o algo? Te la vas a tener que poner tú, aquí el servicio no es muy bueno.
– Igual más tarde.
– Siéntate -me dijo, mientras apagaba el cigarrillo-. Por Dios santo, Matt, por Dios santo.
– ¿Qué ocurre?
– Oh, mierda -espetó.
Echó la mano hacia abajo, sacó el videocasete y lo tiró encima de la mesa. La cinta fue resbalando por la mesa hasta que aterrizó en mi regazo.
– Que no se te caiga. Me ha costado horrores recuperarla. No querían dármela. Querían quedársela.
– ¿Qué ha pasado?
– Pero yo también se la he jugado a ellos -continuó-. Les dije: «Eh, si no vais a jugar, devolved el bate y la bola». No les hizo mucha gracia pero prefirieron dármela a aguantar la que les estaba liando.
Apuró el vaso y lo dejó sobre la mesa dándole un buen golpe.
– Te puedes ir olvidando de Stettner, no tenemos caso.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no tenemos caso. Hablé con la poli. Hablé con la oficina del fiscal del distrito. Tenemos un montón de cosas, pero entre todas no valen nada.
– Pero tenemos una grabación en la que dos personas están cometiendo un asesinato.
– Sí -admitió-. Eso es lo que yo vi y eso es lo que no me puedo quitar de la cabeza. Y por eso estoy bebiendo güisqui malo en el peor sitio de la ciudad. Pero, en el fondo, ¿qué tenemos? Él lleva una capucha que le cubre la mayor parte de la cara, y ella una puta máscara. ¿Quiénes son? Tú dices que son Bergen y Olga y supongo que tendrás razón, pero, ¿te imaginas sentándoles a los dos en el banquillo de los acusados y enseñándole esto a un jurado para que les identifiquen? «Alguacil, ¿le importaría desnudar a la señorita para que el jurado le pueda ver bien las tetas y comprobar si coinciden con las que se ven en la película?». Porque las tetas es lo único que se le ve bien.
– También se le ve la boca.
– Sí, casi siempre tiene algo dentro. Mira, el caso es este: lo más probable es que jamás logremos que un jurado vea esta cinta. Además, cualquier abogado va a intentar, que la desestimen, y es muy probable que lo consiga, porque es dinamita. Joder si lo es, a mí me ha hecho tanto efecto que quería meter a esos dos hijos de puta en la cárcel y que les soldasen la puerta para que nunca más pudiesen salir.
– Pero, sin embargo, dices que un jurado nunca llegará a verla.
– Probablemente no, es más, no es que no sea fácil que llegue tan lejos, sino que me dicen que ni siquiera vamos a conseguir una orden, porque, ¿qué tenemos para presentarle al gran jurado? Lo primero, ¿quién es la víctima?
– Un niño.
– Un niño del que no sabemos nada. A lo mejor se llamaba Happy y puede que fuera de Texas, de Carolina del Sur, o de algún otro estado en el que se juega mucho al fútbol. Pero, ¿dónde está el cuerpo? Nadie lo sabe. ¿Cuándo se produjo el presunto asesinato? Tampoco lo sabe nadie. ¿Le mataron de verdad? Ni idea.
– Pero si lo has visto, Joe.
– Todos los días vemos cosas en la tele y en el cine. Efectos especiales, se llaman. Acuérdate de esos dos asesinos, Jason y Freddie; salen en una película tras otra, cargándose a gente por todas partes, y te juro que parece tan real como lo de Bergen y Olga.
– Pero si no había ningún efecto especial en lo que hemos visto. Es un vídeo doméstico.
– Ya lo sé. Pero también sé que esa cinta no vale como prueba de que se haya cometido un asesinato, y que sin el dónde, el cuándo y alguna otra prueba de que alguien realmente haya sido asesinado, no tienes absolutamente nada coherente que presentar ante un jurado.
– ¿Y qué hay de Leveque?
– ¿Qué pasa con él?
– Su asesinato sí está claro.
– ¿Y? No existe nada que relacione a Arnold Leveque con ninguno de los Stettner. El único vínculo es el testimonio de Richard Thurman, que además no podemos demostrar, ya que convenientemente se suicidó; y además te lo contó en el curso de una conversación privada, sin testigo alguno, lo cual no prueba nada y seguramente ni siquiera será válido en términos legales. Y ni el mismo Thurman hubiese podido relacionar a los Stettner con la cinta. Lo que dijo fue que Leveque estaba intentando chantajear a Stettner con una película, y también que Stettner se hizo con ella, y ahí se acabó todo. Podemos estar seguros de que hablamos de la misma grabación, y también está claro que Leveque era el cámara y estaba allí cuando la sangre del chaval se colaba por la alcantarilla, pero eso no es una prueba. No se podría ni mencionar en un juicio sin que el abogado te saltase directamente a la yugular.
– ¿Y qué hay del otro chico? De Bobby, el más joven.
– Por Dios -me dijo-. De ese, ¿qué tenemos? Solamente un dibujo basado en el recuerdo que tienes del día que lo viste sentado junto a Stettner en el boxeo. Y otro crío con el que ha dado alguien a quien ni siquiera conocemos y que dice reconocer al chaval y que se llama Bobby, pero que no sabe su apellido, ni de dónde es, ni lo que le ha pasado. Y hay alguien más que dice que ese tal Bobby solía ir con un chulo a quien le gusta amenazar a sus chicos con que les mandará a hacer algún trabajito del que no volverán.
– Se llama Juke -le informé-. No debe ser tan difícil de localizar.
– Es sencillísimo, en realidad. La gente se queja mucho del sistema de ordenadores, pero lo cierto es que facilitan mucho las cosas. Juke es un tipo que se llama Walter Nicholson. Le llaman Juke o Juke Box. La primera vez lo cogimos por abrir las máquinas esas de monedas, y de ahí le viene el nombre. Luego fue arrestado por violación, por inducir a un menor a la delincuencia y por requerimientos inmorales. En otras palabras, que lo hemos arrestado un montón de veces por proxeneta; tenemos un archivo entero sobre sus actividades como chulo de críos. Está muy claro.
– ¿Y no podéis cogerlo? A lo mejor a través de él se puede relacionar a Bobby con Stettner.
– Para eso tendrías que hacerle hablar, lo cual sería muy complicado si no tienes nada con qué amenazarle, y la verdad es que no se me ocurre nada con lo que poder hacerlo. Y después tendríamos que lograr que el jurado creyese en la palabra de ese cabrón. Pero de todos modos es imposible porque el gilipollas está muerto.
– Stettner se ocupó de él.
– No, Stettner no se ha ocupado de este.
– Hizo lo mismo que con Thurman, deshacerse de un testigo antes de que alguien pudiese dar con él. Mierda, si me hubiese ocupado directamente del tema, si no hubiera dejado pasar el fin de semana…
– Matt, a Juke lo mataron hace una semana, y Stettner no tuvo nada que ver con ello y probablemente ni sepa lo que ha sucedido. Juke y otro de su misma calaña se dispararon entre sí en un club de la avenida Lenox. Se estaban peleando por una chavalita de diez años. Debía estar muy buena para que dos adultos se matasen a tiros por ella, ¿no crees?
Ni siquiera le respondí.
– Mira -me dijo-, odio esta puta mierda. Me lo dijiste anoche, y esta mañana me lo llevé, y la verdad es que tienen razón. Están haciendo mal, pero tienen razón. Y he esperado hasta esta noche para llamarte porque no estaba precisamente deseando tener esta conversación, lo creas o no. Por mucho que me guste tu compañía en otras circunstancias.
Se echó más güisqui en el vaso. Su olor me inundó el olfato, pero no despertó mi sed, aunque desde luego no era el peor olor de los que había en Pete's All-American.
– Creo que te entiendo, Joe -repuse-. Ya sabía que con Thurman muerto todo iba a resultar muy complicado.
– Si él estuviera vivo, probablemente ya los habríamos pillado, pero con él muerto, no tenemos caso.
– Pero si pusieses en marcha una investigación a gran escala…
– Por Dios -protestó-, ¿es que no lo entiendes? No hay nada que investigar. No hay denuncia en la que basarse, no hay causa probable para una orden, tenemos un montón de nada, eso es lo que tenemos. Ese tipo ni siquiera es un criminal, en realidad. Nunca lo han arrestado. Dices que tiene conexiones con la mafia, pero su nombre no aparece en ningún archivo, ni tampoco ha aparecido nunca en ninguna de las investigaciones que se han llevado a cabo hasta ahora. Está limpio como una patena. Vive al sur de Central Park, y se gana muy bien la vida negociando con divisas extranjeras…
– Pero eso es blanqueo de dinero.
– Eso es lo que tú dices, pero ¿cómo lo pruebas? Él paga sus impuestos, colabora económicamente con instituciones de caridad, incluso hace importantes contribuciones a partidos políticos…
– Vamos, no me vengas ahora con esas. No hay ninguna persona influyente que impida que lo pillemos. Nadie nos ha ordenado que le dejemos en paz porque el gilipollas sea intocable, o porque tenga enchufe con alguien importante. No hay nada de eso. Pero tampoco es un crío de la calle al quien te puedas llevar sin que nadie se queje. Tienes que tener algo firme en lo que basarte y que pueda mantenerse en un juicio. ¿Y sabes qué es lo que se mantiene muy bien en un juzgado? Deja que te lo diga solo en dos palabras. ¿Quieres oírlas? Warren Madison.
– ¿Qué?
– Sí. Warren Madison. El terror del Bronx. Trafica, ha matado a cuatro tipos, que sepamos con seguridad, y está en la lista de sospechosos de por lo menos otros cinco asesinatos. Y cuando finalmente pillan al cabrón en el apartamento de su madre, dispara a seis polis antes de que consigan ponerle las esposas. ¡Se lleva por delante a seis polis!
– Sí, ya me acuerdo.
– Y ese hijo de puta de Gruliow, va y le defiende, y ¿qué es lo que hace? Pues lo de siempre: lleva a la policía a juicio, salpica toda la mierda que puede diciendo que los policías del Bronx estaban usando a Madison como gancho, y que le daban cocaína confiscada para que la vendiera, y que después querían cargárselo para que no hablase. ¿Te lo puedes creer, joder? Seis oficiales de policía cosidos a balas, y ni siquiera una para el puto Warren Madison. Y va el gilipollas y dice que lo ha tramado todo el departamento de policía para matarle a él, el muy hijo de puta.
– Y el jurado se lo tragó.
– Un puto jurado del Bronx. Esos hubieran dejado libre al mismísimo Hitler, y lo hubieran mandado a casa en taxi. Y eso pasó con un camello cabrón que todo el mundo sabía que era culpable. ¿Te puedes imaginar cómo acabaría un caso contra un ciudadano modélico como Stettner? Mira, Matt, ¿ves a lo que me refiero? ¿Quieres que siga adelante con esto?
Estaba claro, pero a pesar de ello continuamos dándole vueltas. Al cabo de un rato, el Ten High empezó a adueñarse de la situación. Los ojos de Joe ya no enfocaban, y su lengua arrastraba las palabras. Pronto comenzó a repetirse y a perder el hilo de sus propias ideas.
– Salgamos de este antro -le aconsejé-. ¿Tienes hambre? Vamos a comer algo o a tomar un café.
– ¿Qué se supone que quiere decir eso?
– Que me apetece comer algo.
– Y una mierda. No me trates como si fueras mi padre, cabrón.
– No pretendía hacerlo.
– No, joder, claro que no. ¿Es eso lo que te enseñan en esas putas reuniones? ¿A convertirte en un grano en el culo cuando otro tío quiere tomarse tranquilamente un par de copas?
– No.
– El que tú seas un puto blando que no aguanta la bebida no significa que Dios te haya elegido para que todo el puto mundo deje de beber.
– Tienes razón.
– Pues entonces, siéntate. ¿Adónde vas? Siéntate, joder.
– Creo que me voy a casa ya -le dije.
– Matt, lo siento. Me he pasado, ¿vale? No quería decirte esas cosas.
– No pasa nada.
Se disculpó de nuevo, y le dije que no se preocupase. Y después la borrachera volvió a llevarlo por el mismo camino y me gritó que no le gustaba el tono con el que le estaba hablando.
– Espera un segundo -le dije-. Quédate aquí, volveré ahora mismo.
Me marché de allí y me fui a casa.
Estaba borracho y aún tenía una botella casi llena frente a sí. Llevaba su revólver reglamentario atado a la cadera, y creí reconocer su coche aparcado junto al bordillo, al lado de una boca de incendios. Todo ello era una peligrosa combinación, pero como él había dicho, Dios no me había elegido para que todo el puto mundo dejase de beber, ni tampoco para asegurarme de que el resto de la humanidad llegase a casa sana y salva.