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Cuando me fui a dormir aquella noche, coloqué el videocasete en la mesa, junto al reloj, y fue lo primero que vieron mis ojos a la mañana siguiente. Lo dejé allí y salí a enfrentarme con un nuevo día. Era jueves, y como aquella noche no iba a ir a Maspeth a ver el boxeo, lo que hice fue volver a casa a tiempo de ver el combate principal por televisión. Pero la verdad es que no era lo mismo.
Pasó otro día antes de que se me ocurriera que el casete estaría mejor en mi caja fuerte, pero era sábado y el banco estaba cerrado. Me fui a ver a Elaine, y pasamos el final de la tarde dando una vuelta por las galerías de arte del Soho, comiendo en un restaurante italiano del Village y escuchando a un trío con piano en Sweet Basil. Fue un día de largos silencios, de esos que solo son posibles entre personas que tienen mucha confianza entre sí. En el taxi que nos llevó a casa, fuimos agarrados de la mano, pero sin decirnos ni una sola palabra.
Ya le había contado mi conversación con Joe, y ninguno de los dos volvimos a tocar el tema durante toda la velada. La noche siguiente, Jim Faber y yo nos reunimos, como todos los domingos, para cenar, y no le comenté nada del caso. Se me ocurrió hacerlo en una o dos ocasiones, pero preferí obviar el tema.
Ahora me parece extraño, pero durante aquellos días no dediqué demasiado tiempo a pensar en ello. Y tampoco es que tuviese muchas otras cosas en la cabeza; ni que pudiese ocupar mi tiempo divirtiéndome con los deportes, ya que estábamos atravesando esa etapa de sequía que se extiende entre la Super Bowl y el comienzo de los entrenamientos de primavera.
La mente, por lo que yo sé, posee varios niveles o compartimentos, y se ocupa de los asuntos de muchos otros modos aparte del pensamiento consciente. Cuando trabajaba como detective para la policía, y también después, cuando ya estaba por mi cuenta, en pocas ocasiones me había sentado a resolver algo de forma consciente. La mayor parte del tiempo, comprender un último detalle hacía por fin la solución obvia, pero cuando se requería una cierta perspicacia por mi parte, muchas veces la respuesta simplemente se me venía a la cabeza. Alguna parcela inconsciente de mi mente había procesado los datos disponibles y me permitía ver el rompecabezas bajo una nueva perspectiva.
Así que supongo que también entonces tomé la decisión inconsciente de almacenar temporalmente el asunto de los Stettner, de quitármelo de la cabeza (o quizá de dejarlo en la cabeza, en algún recóndito lugar de mí mismo) hasta que supiera qué hacer con él.
La verdad es que no me costó mucho tiempo resolverlo. Lo que ya es más difícil de saber es si la solución fue la correcta.
El martes por la mañana marqué el 411 y pedí el número de Bergen Stettner de su casa al sur de Central Park. La operadora me dijo que no me podía facilitar su número particular, pero que el mismo abonado tenía un registro empresarial en la avenida Lexington. Le di las gracias y colgué. Volví a llamar, y en esta ocasión me contestó un hombre. Me identifiqué como oficial de policía y le di un nombre y un número de placa. Le dije que necesitaba un teléfono que no aparecía en las guías, y le di el nombre y la dirección. Me facilitó el número, le di las gracias y lo marqué.
Me respondió una voz femenina, y pregunté por el señor Stettner. Me dijo que había salido y yo le pregunté si era la señora Stettner. Tardó uno o dos segundos más en decidir la respuesta, y luego me contestó que sí, que era ella.
Le dije:
– Sra. Stettner, tengo algo que les pertenece a usted y a su marido y espero que me ofrezcan una buena compensación por devolvérsela.
– ¿Con quién hablo?
– Me llamo Scudder -le respondí-. Matthew Scudder.
– No creo conocerlo.
– Pues nos conocemos -la contradije-, pero supongo que no me recordará. Soy amigo de Richard Thurman.
La pausa en esta ocasión fue mucho más larga, sospecho que para darle tiempo a decidir si debía desvelar su amistad con Thurman. Evidentemente llegó a la conclusión de que no había problema.
– Un caso verdaderamente trágico -dijo-. Fue un auténtico golpe para nosotros.
– Sí, debió de serlo.
– ¿Y dice que era amigo suyo?
– Exacto. Y también era amigo íntimo de Arnold Leveque.
Se produjo otra pausa.
– Me temo que a él no le conozco.
– Otro asunto trágico.
– ¿Perdone?
– También él está muerto.
– Lo siento mucho, pero no lo conocía. ¿Puede decirme lo que desea?
– ¿Por teléfono? ¿Está segura de que es eso lo que quiere?
– Mi marido no se encuentra en casa en estos momentos -dijo ella-. Si me deja su número tal vez podamos llamarlo nosotros.
– Tengo una cinta que grabó Leveque -le informé-. ¿De verdad quiere que hablemos de ella por teléfono?
– No.
– Quisiera verla en privado, a usted sola, sin su esposo.
– Ya veo.
– En algún lugar público, pero lo suficientemente discreto como para que nadie nos oiga.
– Un momento -dijo ella.
Se lo pensó durante todo un minuto, y luego añadió:
– ¿Sabe dónde vivo? Seguro que sí. Incluso tiene mi número de teléfono. Por cierto, ¿cómo lo consiguió? Se supone que no se puede localizar un número que no aparece en las guías.
– Tal vez alguien cometió un error.
– Ese tipo de errores no ocurren. Bueno, claro, se lo dio Richard. Pero…
– ¿Pero qué?
– Nada. Ya sabe mi dirección. Hay un salón de cócteles justo aquí en mi edificio. Durante el día siempre está muy tranquilo. Reúnase conmigo dentro de una hora.
– Está bien.
– Espere un momento. ¿Cómo voy a reconocerlo?
– Yo la reconoceré a usted -le dije-. Póngase la máscara. Y quítese la camisa.
El salón de cócteles se llamaba «El muro de Adriano». Adriano fue un emperador romano y el muro que recibía su nombre era una barrera de sillares de piedra construida a lo largo del norte de Inglaterra para proteger de las tribus bárbaras los asentamientos romanos de la región. Más allá de aquello, las connotaciones del nombre se me escapaban. La decoración era verdaderamente cara, pero sencilla; estaba todo lleno de bancos de cuero rojo y mesas negras de mica. La iluminación era tenue e indirecta, y la música casi no se oía.
Llegué cinco minutos antes, me senté en una mesa y me pedí una Perrier. Ella llegó diez minutos tarde, y entró a través del vestíbulo. Se quedó en mitad de la entrada y empezó a examinar el local. Me puse en pie para facilitarle la labor, y ella caminó sin titubear hacia mi mesa.
– Espero no haberte hecho aguardar demasiado -me dijo-. Soy Olga Stettner.
– Matthew Scudder.
Me acercó la mano y yo se la estreché. Era una mano suave y un tanto fría al tacto, pero apretaba con fuerza. En mi mente se apareció la imagen de una mano de hierro enfundada en un guante de terciopelo. Sus uñas eran largas y las llevaba pintadas de un tono escarlata igual al de su lápiz de labios.
En el vídeo también llevaba el mismo color en los pezones.
Ambos nos sentamos, y casi inmediatamente el camarero se presentó en nuestra mesa. Ella le llamó por el nombre y le pidió un vaso de vino blanco, y yo le dije que podía servirme otra Perrier. Ninguno de los dos dijo nada hasta que el hombre nos trajo las bebidas y se hubo marchado de nuevo. Después ella me comentó:
– Yo a ti te he visto antes.
– Ya te he dicho que nos conocíamos.
– Pero no sé dónde -dijo frunciendo el ceño-. Ah, ya claro; en el estadio. En la planta baja; estabas merodeando por allí.
– Estaba buscando el servicio de caballeros.
– Sí, eso dijiste.
Levantó el vaso de vino y dio un pequeño sorbo, que apenas llegó a mojarle la lengua. Llevaba una blusa de seda oscura y un pañuelo estampado del mismo tejido, sujeto en el cuello con un broche de piedras preciosas. Parecían lapislázulis, de un azul igual al de sus ojos, pero era difícil distinguir la tonalidad en aquel lugar con tan poca luz.
– Dime lo que quieres -me instó.
– ¿Por qué no te cuento primero lo que tengo?
– Muy bien.
Empecé diciendo que era ex policía, lo cual no pareció sorprenderla. Supongo que se me nota el aire. Le conté que había conocido a un hombre llamado Arnold Leveque cuando le había enganchado en una redada programada para limpiar la zona de Times Square. Le dije que Leveque era el dependiente de una de las librerías para adultos, y que le arrestamos por posesión y venta de material pornográfico.
– Después -continué- pasó algo y tuve ocasión de dejar el departamento de policía. El año pasado volví a contactar con Leveque, a quien le habían dicho que estaba trabajando por mi cuenta. Bueno, hacía años que no veía a Arnie, pero la verdad es que era el mismo de siempre. Más gordo, pero seguía igual.
– No conocía a ese hombre.
– Como tú quieras. El caso es que nos reunimos, y él fue muy cauteloso. Me contó una historia sobre una película que había hecho en el sótano de alguien, un vídeo doméstico con un cierto toque profesional, y para el que le habían contratado como cámara. La verdad es que yo no creo que consiguiese ponerme a tono con un tío tan asqueroso como Arnie mirando, pero supongo que eso a ti no te distrajo, ¿verdad?
– No sé de qué hablas.
No llevaba micro, pero la verdad es que hubiese podido llevar cincuenta y me hubiese dado lo mismo. Aquella mujer no iba a decirme nada. Sus ojos indicaban con claridad que entendía todo lo que le decía, pero que iba a guardarse muy bien de decir una sola palabra.
– Como te dije -continué-, Arnie tuvo mucho cuidado. Se había guardado una copia de la cinta y estaba organizándolo todo para venderla por un montón de dinero, aunque no llegó a decirme cuánto. Sin embargo, tenía miedo de que el comprador fuera a jugarle una mala pasada, y ahí es donde entraba yo. Se suponía que yo iba a apoyarle, a asegurarme de que el comprador no se lo llevase por delante.
– ¿Y lo conseguiste?
– Ahí Arnie se pasó de listo -le dije-. Quería un hombre que lo respaldase, pero no quería un socio; lo quería todo para él. A lo mejor me daba uno de los grandes por las molestias, pero nada más, así que no me lo contó todo para protegerse de mí, y mientras tanto, se le olvidó resguardarse del comprador, como es obvio, pues lo mataron a puñaladas en un callejón de los suburbios.
– ¡Qué lástima!
– Bueno, esas cosas pasan. Ya sabes lo que dicen: la mitad del tiempo, en este mundo no hay ética; y la otra mitad, tampoco. Tan pronto como me enteré de lo que había pasado, fui corriendo a su apartamento, le di un par de dólares a la casera, y eché un vistazo. No esperaba encontrar gran cosa, porque la poli ya había estado allí, y tampoco creo que hubieran sido los primeros en llegar, porque las llaves de Arnie habían desaparecido cuando encontraron su cadáver. Aquel sitio estaba más profanado que el culo de una dómina, no sé si me entiendes.
Se me quedó mirando.
– El caso es -proseguí- que yo sabía que Arnie tenía una copia del casete, porque él me lo había dicho, así que cogí todas las cintas que tenía; debía de haber unas cuarenta, todas películas antiguas, de esas que cambias inmediatamente de cadena cuando las ves por la tele. Adoraba esa porquería. Lo que hice fue sentarme delante del televisor, enganchar el vídeo y revisarlas todas. Y, ¡sorpresa!, una de ellas no era lo que se suponía que tenía que ser. La estaba pasando hacia delante, igual que había hecho con las demás, y de repente la imagen normal desapareció y me encontré en una sala con un adolescente atado a una estructura de metal como sacada de la Inquisición española, y una mujer preciosa con pantalones de cuero, guantes, tacones altos y nada más. Ya me he fijado que hoy también llevas pantalones de cuero, pero supongo que no son los mismos, porque los que lucías en la cinta no tenían entrepierna.
– Háblame de la película.
Le conté lo suficiente como para dejar claro que la había visto.
– No tenía demasiado argumento -le dije-, pero el final era la leche, y además ese último plano tan simbólico de la sangre fluyendo por el suelo hasta llegar a la alcantarilla… Desde luego, Arnie estuvo ahí muy creativo, hay que reconocérselo, y las baldosas blancas y negras eran iguales que las del estadio de Maspeth, ¿no es una gran coincidencia?
Arrugó los labios y dejó salir un resoplido sin sonido. Aún le quedaba medio vaso de vino, pero no lo tocó, y alargó, en cambio, la mano para coger mi Perrier. Tomó un sorbo y volvió a dejarla donde la había encontrado. Aquella acción resultó ser curiosamente íntima.
– Habías mencionado a Richard Thurman -me dijo.
– Bueno, sí -afirmé-. Ya ves, tenía la cinta de Arnie, pero ¿qué iba a hacer con ella? El cabrón jamás me dijo quiénes eran los que salían en ella, y allí estaba yo con una cinta cuyos protagonistas estarían encantados de poder recuperarla, y desde luego a mí me valía mucho la pena hacerles el inestimable favor de devolvérsela, pero, ¿cómo iba a encontrarlos? Empecé a moverme por ahí con los ojos y los oídos bien abiertos, pero si no me encontraba con un tipo vestido con un traje de goma y la polla colgando, ¿cómo iba a identificarlos?
Cogí mi Perrier y giré el vaso para beber por el mismo lado en el que sus labios habían tocado el cristal. Aquello era casi un beso.
– Y entonces apareció Thurman -continué-, con su mujer muerta y la opinión pública dividida sobre si él había sido o no el responsable. Me encontré con él en un bar, y como estaba en el negocio de la televisión, nos pusimos a hablar de Arnie, que trabajaba para una cadena antes de que yo le conociera. Y, por extraño que parezca, tu nombre salió a relucir.
– ¿Mi nombre?
– El tuyo y el de tu marido. Unos nombres muy curiosos, fáciles de recordar incluso después de pasado toda una noche en un bar. Eso sí, Thurman bebió bastante más que yo, pero estuvo muy simpático, hubo muchas indirectas, muchas insinuaciones. Creí que volveríamos a reunimos para charlar alguna otra vez, pero lo siguiente que supe de él es que había muerto. Dicen que se suicidó.
– Sí, es muy triste.
– Y trágico, como me dijiste por teléfono. El mismo día que resultó muerto, yo fui a Maspeth. Iba a encontrarme con él en el boxeo, y me iba a mostrar quien era tu marido. Pero Thurman no vino. Supongo que para entonces ya estaba muerto. Pero no necesité su ayuda, porque os reconocí a los dos. Después, bajé por las escaleras y también reconocí el suelo. No fui capaz de encontrar la sala donde grabasteis la película, porque probablemente fuera una de las que estaban cerradas con llave. O a lo mejor la redecorasteis desde el día de la grabación.
Me encogí de hombros.
– Pero no importa. Tampoco importa en qué estuviera metido Thurman, ni siquiera qué tipo de ayuda utilizara para saltar por la ventana. Lo que importa es que yo me encuentro en la afortunada posición de poder hacer algo útil por alguien que puede ofrecerme una buena recompensa por ello.
– ¿Y qué quieres?
– ¿Que qué quiero? Pues muy fácil. Quiero básicamente lo mismo que quería Arnie. ¿No es eso, más o menos, lo mismo que quiere todo el mundo?
Tenía la mano encima de la mesa, a centímetros de la mía. Extendí un dedo y conseguí tocar el dorso de su mano.
– Pero yo no quiero lo que le disteis a él, ¿de acuerdo?
Durante un rato, se quedó allí sentada mirando nuestras manos sobre la mesa. Después cubrió la mía con la suya y me sostuvo la mirada. Fue entonces cuando verdaderamente pude descubrir el tono azul de sus ojos, y la intensidad de su mirada me atrapó.
– Matthew -me dijo, como probando cómo le sabía mi nombre en la boca-. No, creo que te voy a llamar Scudder.
– Como tú quieras.
Se puso en pie. Por un momento, creí que iba a marcharse, pero en lugar de hacerlo, dio la vuelta a la mesa y me hizo un gesto para que me moviese un poco a la izquierda. Se sentó a mi lado en el banco y, de nuevo, puso su mano sobre la mía.
– Ahora estamos del mismo lado -afirmó.
Llevaba muchísimo perfume. Olía un poco a almizcle, lo que no me resultó una sorpresa; no esperaba que oliese a pino, precisamente.
– Cuesta decir ciertas cosas -me dijo-, ya sabes a qué me refiero, ¿verdad, Scudder?
No sé si tenía acento, pero desde luego su forma de hablar resultaba claramente europea.
– ¿Qué puedo decir? Podrías estar engañándome, podrías llevar micrófonos por todas partes para que todo lo que diga quede grabado.
– No, no llevo micros.
– ¿Y cómo lo sé yo?
Se giró hacia mí y me puso la mano en la corbata, justo por debajo del nudo. Deslizó la mano por ella hasta colocarla debajo de mi chaqueta. Acarició con ahínco la pechera de mi camisa.
– Porque te lo acabo de decir -le aclaré.
– Sí, me lo acabas de decir -murmuró ella.
Tenía la boca muy cerca de mi oído, y su aliento resultaba cálido junto a mi cara. Bajó la mano hasta mi pierna, y la deslizó hacia arriba por la cara interna de mi muslo.
– ¿Has traído la cinta?
– Está en la caja fuerte de un banco.
– Es una pena. Podríamos subir a mi casa y verla. ¿Cómo te sentiste cuando la viste?
– No lo sé.
– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Qué tipo de respuesta es esa? Por supuesto que lo sabes. Te pusiste caliente, ¿verdad?
– Supongo que sí.
– Así que supones que sí. Ahora estás caliente, Scudder, la tienes dura, podría hacer que te corrieses ahora mismo solamente tocándote. ¿Te gustaría?
No respondí.
– Yo estoy caliente y húmeda -dijo ella-. No llevo ropa interior. Es genial llevar pantalones de cuero apretados sin ropa interior y mojarse dentro del cuero. ¿Quieres subir conmigo? Podría follarte hasta volverte loco. ¿Te acuerdas de lo que le hice a ese chico?
– Le mataste.
– ¿Y tan mal crees que lo pasó?
Se me acercó más, y cogió el lóbulo de mi oreja entre sus dientes.
– Lo follamos durante tres días hasta desquiciarlo, Bergen y yo. Lo follamos, se la comimos y le dejamos tomar todas las drogas que quiso. Consiguió más placer durante aquel tiempo del que hubiera logrado de otro modo en toda su vida.
– Ya, pero supongo que el final no le gustó demasiado.
– Le dolió un poco, vale. ¿Y qué?
Su mano me tocaba al ritmo de sus palabras.
– No vivió cien años. No llegó a ser viejo. ¿Y quién quiere serlo?
– Supongo que murió feliz.
– Así lo llamaban en el barrio, Happy.
– Ya lo sé.
– ¿Así que ya lo sabías? Sabes mucho, Scudder. ¿Y no crees que en realidad ese crío te importa una mierda? Porque si te importase mucho, ¿cómo es que se te ha puesto dura?
Buena pregunta.
– Yo nunca he dicho que me importase.
– ¿Y qué es lo que te importa?
– Sacar dinero de la cinta. Y vivir lo suficiente como para gastármelo.
– ¿Y qué más?
– Por ahora es suficiente.
– También me deseas a mí, ¿verdad?
– La gente que está en el infierno desea agua helada.
– Pero no pueden tenerla. En cambio a mí podrías tenerme si quisieras. Podríamos subir ahora mismo.
– No lo creo.
Se recostó contra el asiento.
– Dios, eres duro -me dijo-. Eres un caso perdido, ¿verdad?
– No creas.
– A estas horas, Richard ya se habría metido debajo de la mesa. Ya estaría intentando comerme el coño a través de los pantalones de cuero.
– Y mira cómo acabó.
– Tampoco él lo pasó tan mal.
– Ya lo sé -dije-. ¿Quién quiere llegar a viejo? Pero mira, solo porque me la pongas dura no significa que puedas hacer conmigo lo que quieras. Por supuesto que te deseo. Desde el primer momento en que te vi en la cinta.
Le cogí la mano y se la coloqué en su propio regazo.
– Serás mía -le dije- después de que cerremos el negocio.
– ¿De verdad lo crees?
– Sí, lo creo de verdad.
– ¿Sabes a quién me recuerdas? A Bergen.
– A mí no me sienta bien la goma negra.
– No estés tan seguro.
– Y yo estoy circuncidado.
– A lo mejor te pueden hacer un trasplante. No, lo que quiero decir es que te pareces a él en la personalidad, los dos sois igual de duros. Claro que tú eras poli…
– Exacto.
– ¿Has matado a alguien?
– ¿Por qué?
– Así que lo has hecho. No es necesario que me respondas, te lo noto. ¿Te gustó?
– No especialmente.
– ¿Estás seguro de que dices la verdad?
– ¿Y qué es la verdad?
– Ah, bueno, sí, la vieja pregunta. Pero creo que me voy a volver a sentar al otro lado de la mesa. Si vamos a hablar de negocios es mejor que nos veamos las caras.
Le dije que yo no era ningún avaro. Quería cincuenta mil dólares en un solo pago. Eso era lo que le habían dado a Leveque, aunque, claro, no habían permitido que se lo quedase. A mí podían pagarme lo mismo.
– Y tú podrías hacer lo mismo que él -me dijo-. Podrías quedarte una copia aunque hubieses jurado que no lo harías.
– Él era un estúpido.
– ¿Por quedarse con la copia?
– Por mentiros sobre ello. Por supuesto que tengo otra copia. Bueno, en realidad tengo dos. Una está en poder de un abogado y la otra en la caja fuerte de un detective privado. Por si acaso me atracan en un callejón o me caigo por una ventana.
– Pero si tienes más copias podrías seguir intentando sacarnos dinero.
Negué con la cabeza.
– Las copias no son más que mi seguro. Y mi inteligencia es el vuestro. Si os vendo la cinta una vez no os estoy sacando dinero, solamente os estoy haciendo un favor. Pero si lo intentase una segunda vez, más os valdría matarme. Y soy lo suficientemente listo como darme cuenta de ello.
– ¿Y si no quisiéramos pagarte la primera vez? ¿Irías a la policía?
– No.
– ¿Y por qué no?
– Porque la cinta no es suficiente como para mandaros a la cárcel. No, lo que haría sería ir a la prensa. A los periódicos sensacionalistas les encantaría la historia. Además, estarían seguros de que vuestras manos están lo suficientemente manchadas de sangre como para no arriesgaros a ponerles un pleito por difamación. Os pondrían las cosas verdaderamente difíciles. Es posible que jamás os enfrentaseis a ningún cargo criminal, pero desde luego, la atención pública se centraría en vosotros mucho más de lo que os gustaría. Los amigos de tu marido en California no estarían muy contentos de veros tan en primer plano, y vuestros vecinos os mirarían mal en el ascensor. Pagaríais cincuenta de los grandes para evitar ese tipo de publicidad, ¿verdad? Demonios, cualquiera lo haría.
– Pero eso es muchísimo dinero.
– ¿De verdad lo crees? No sé si podría conseguir tanto de uno de esos tabloides, pero desde luego, sí la mitad. Si no venden periódicos con una historia como esa, es que se han equivocado de negocio. Podría ir a una de sus oficinas esta misma tarde y salir con un cheque de veinticinco mil dólares y nadie diría que es un chantaje. Dirían que soy un héroe, y probablemente me darían más dinero para que siguiese trabajando y destapando más mierda.
– Tendré que hablar con Bergen. Tú dices que no es tanto dinero, pero lo que está claro es que vamos a necesitar algún tiempo para reunirlo.
– Cuéntale a otro esa historia -le dije-. Cuando un tipo tiene un negocio de blanqueo de dinero no creo que le cueste demasiado conseguir efectivo. Seguramente tenéis cinco veces esa cantidad ahora mismo en vuestro apartamento.
– Tienes muy poca idea de cómo funciona el negocio.
– Estoy seguro de que para mañana por la noche podréis tener la pasta -le comenté-. Lo quiero para entonces.
– Por Dios -dijo ella-, cuánto te pareces a Bergen.
– Nuestros gustos son diferentes.
– ¿De verdad lo crees? No estés tan seguro de cuáles son tus gustos hasta que no hayas probado todo lo que tienes en el plato.
Y aún no lo has hecho, ¿verdad?
– Bueno, lo cierto es que no me he perdido demasiadas cosas.
– Bergen querrá conocerte.
– Pues podrá hacerlo mañana por la noche, cuando hagamos la transacción. Os llevaré la cinta para que podáis verla antes de comprarla. ¿Tenéis vídeo en Maspeth?
– ¿Quieres hacer el intercambio allí? ¿En el estadio?
– Creo que es el lugar más seguro para todos.
– Desde luego es un sitio muy discreto -comentó-. Excepto los jueves por la noche, el resto de los días toda esa zona está desierta. En realidad, ni siquiera los jueves hay demasiada gente.
– Y mañana qué es… ¿Miércoles? Creo que podremos hacerlo, aunque, claro, aún tengo que hablar con Bergen.
– Sí, por supuesto.
– ¿A qué hora te viene bien?
– Tarde -le contesté-. Pero puedo llamaros dentro de un rato y acordar los detalles.
– Sí -dijo mirando el reloj-. Llámame hacia las cuatro.
– Así lo haré.
– Bien.
Abrió el monedero, puso sobre la mesa dinero para pagar nuestras bebidas y luego prosiguió:
– Te voy a decir algo, Scudder. De verdad que antes quería subir contigo a mi casa. Estaba muy mojada. No era una estratagema.
– Ya sabía que no lo era.
– Y tú también me deseabas mucho. Pero me alegro de que no hayamos hecho nada. ¿Sabes por qué?
– Dímelo tú.
– Porque así aún existe esa tensión sexual entre nosotros. ¿La notas?
– Sí.
– Y no va a desaparecer. Aún seguirá ahí mañana por la noche. A lo mejor me pongo los pantalones sin entrepierna para ir a Maspeth. ¿Te gustaría?
– Tal vez.
– Y también guantes largos y tacones altos -añadió, mientras se me quedaba mirando-. Pero camisa, no.
– Y te pintarás los pezones con lápiz de labios.
– Con rouge.
– Pero que sea del mismo tono que llevas ahora en los labios y las uñas.
– Podríamos jugar -dijo ella-. Después del intercambio. Tal vez sea divertido, los tres juntos.
– No lo sé.
– ¿Qué crees, que intentaremos recuperar el dinero? Aún tendrás el resto de las copias. Una en manos de tu abogado y la otra en las de un detective privado.
– Ese no es el problema.
– ¿Y cuál es, entonces?
– Eso de jugar los tres. Nunca me han gustado las multitudes.
– No te preocupes -me dijo-, vas a disponer de todo el espacio que necesites.