177685.fb2 Un baile en el matadero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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A mitad del quinto asalto el chaval del calzón azul le sacudió a su oponente un buen izquierdazo en la mandíbula, al que siguió un contundente directo de derecha a la cabeza.

– Va a caer -me dijo Mick Ballou.

Era cierto que lo parecía, pero cuando el de azul fue a rematarle, el otro logró esquivar su puñetazo justo a tiempo y consiguió, casi a tientas, hacerle un clinch. Mis ojos se cruzaron con los suyos antes de que el árbitro se interpusiera entre ambos púgiles. Los tenía borrosos, desenfocados.

– ¿Cuánto tiempo falta?

– Más de un minuto.

– Tiempo de sobra -me aseguró Mick-. Mira cómo tu chico se lleva a ese chaval por delante. Para ser tan pequeño, está fuerte como un toro.

En realidad, ninguno de los dos era tan pequeño. Eran pesos medios júnior, lo que supongo que les situaría en torno a los 70 kilos. Antes me sabía los límites de pesos para todas las categorías, pero ya no es tan fácil. Ahora se utiliza casi el doble de clasificaciones; hay júnior esto y súper aquello, y además se han creado tres consejos de administración diferentes, cada uno de los cuales proclama a su propio campeón. Sospecho que esta moda debió de comenzar cuando alguien se dio cuenta de que, de cara al público, era mucho más fácil promocionar encuentros por el título, y de hecho, estamos llegando a un punto en el que resulta raro ver algún combate que no sea precisamente eso.

En el que estábamos viendo, sin embargo, no estaba en juego ningún título, y, desde luego, se encontraba muy alejado del glamour y la enorme espectacularidad de los combates por un título que se organizaban en los casinos de Las Vegas y Atlantic City. Estábamos, para ser precisos, en un bloque de cemento perdido en una oscura calle de Maspeth, una zona industrial casi desierta del barrio de Queens, bordeada al sur y al oeste por las secciones de Greenpoint y Bushwick, de Brooklyn, y separada del resto de Queens por un hemiciclo de cementerios. Se puede pasar toda una vida en Nueva York sin acercarse jamás a Maspeth, o incluso recorrerla en coche docenas de veces sin darse uno cuenta. Estoy seguro de que Maspeth, con sus almacenes, sus fábricas y sus monótonas calles residenciales, no está en la lista de preferencias de ningún potencial aburguesamiento, pero supongo que estas cosas nunca pueden saberse a ciencia cierta. Antes o después, la gente acabará por marcharse a otras zonas, y los destartalados almacenes renacerán como lofts de artistas, mientras que los jóvenes constructores de casas abrirán el podrido asfalto junto a las hileras de casas y empezarán a destripar sus interiores. Plantarán ginkgos a ambos lados de la acera de la avenida Grand, y una frutería coreana abrirá en cada esquina.

Sin embargo, de momento, el New Maspeth Arena era el único indicio de aquel glorioso futuro que había imaginado para el barrio. Unos meses antes, el Madison Square Garden había cerrado el Felt Forum para hacer reformas, y en algún momento a principios de diciembre, el New Maspeth Arena había abierto sus puertas para acoger los combates de boxeo que se celebraban todos los jueves por la noche, y cuyo primer previo daba comienzo hacia las siete.

Aquel edificio era más pequeño que el Felt Forum, y tenía un cierto aire de sencillez, con sus muros de cemento sin decoración, su tejado de hoja metálica y su suelo constituido por una única losa de cemento. Tenía forma rectangular, y el cuadrilátero se encontraba en el centro de uno de sus largos muros, enfrente de las puertas de entrada. Varias hileras de sillas de metal plegables enmarcaban sus tres lados abiertos. Eran de color gris, excepto las de las dos primeras filas de cada una de las tres secciones, que eran de un tono rojo sangre. Las localidades más próximas al cuadrilátero estaban reservadas, pero el resto del estadio estaba abierto al público. La entrada costaba solo cinco dólares, dos menos que un estreno en un cine de Manhattan; aun así, casi la mitad de los asientos grises permanecían vacíos.

El precio era bajo precisamente para intentar ocupar el mayor número posible de sitios, y que los aficionados que seguían las peleas a través de la televisión por cable no se percatasen de que el encuentro se había organizado exclusivamente en su honor. El New Maspeth Arena se había convertido en un auténtico fenómeno para este tipo de televisión, y casi se podía decir que el lugar en sí se había creado para suministrar programación a la FBCS, la Five Borough Cable Sportscasts, el último canal de deportes que se había sumado a la carrera por las audiencias en el área metropolitana de Nueva York. Los camiones de la FBCS ya estaban aparcados en el exterior del recinto cuando Mick y yo llegamos, unos pocos minutos después de las siete; y a las ocho en punto comenzaba la retransmisión.

Ya estaba acabando el quinto asalto del último combate previo y el chaval del calzón blanco aún continuaba en pie. Ambos púgiles eran negros y oriundos de Brooklyn. En la presentación habían dicho que uno era de Bedford-Stuyvesant, y el otro de Crown Heights. Los dos llevaban el pelo muy corto y tenían facciones corrientes. También eran más o menos de la misma estatura, aunque el de azul parecía más bajo en el cuadrilátero, ya que peleaba medio agachado. Era una suerte que llevasen los calzones de distinto color ya que, de otra forma, hubiese costado mucho diferenciarlos.

– Ya debería haber acabado con esto -dijo Mick-. El otro chaval estaba a punto de caer, pero parece que este no es capaz de rematarlo.

– El de blanco tiene coraje -le respondí.

– Lo que tiene son los ojos vidriosos. ¿Cómo dices que se llama el de azul?

Miró al programa, una única hoja azul en la que figuraban todos los combates.

– McCann -se contestó a sí mismo al cabo de un rato-. Pues bueno, ese McCann ha dejado escapar su oportunidad.

– Pero si ha estado encima de él todo el tiempo.

– Sí, y le ha pegado unos cuantos puñetazos, pero no sabe dar el golpe de gracia. A muchos les pasa eso, ponen en serios problemas al rival pero luego no logran acabar con él. No sé qué les ocurre.

– Aún le quedan tres asaltos.

– Sí pero ya ha perdido su oportunidad -insistió Mick meneando la cabeza.

Tenía razón. McCann ganó los tres asaltos finales con gran dificultad, pero la pelea ya no volvió a encontrarse tan cerca de un final por k.o. como en el quinto asalto. Cuando sonó la campana que señalaba el final del combate, ambos púgiles se quedaron trabados en un sudoroso abrazo durante unos segundos, y entonces McCann casi se dejó caer en su rincón con los guantes levantados en señal de victoria. Los jueces estuvieron de acuerdo con él. Dos de ellos lo declararon vencedor mientras que el tercero daba como ganador al chaval de blanco.

– Voy a por una cerveza -me anunció Mick-. ¿Te traigo algo?

– No, ahora no me apetece.

Estábamos en la primera fila de sillas grises, a la derecha del ring. Desde allí podía vigilar la entrada, aunque lo cierto es que en ningún momento había llegado a apartar realmente la vista del cuadrilátero. Sin embargo, en ese momento sí que miré hacia allí, mientras Mick se dirigía al puesto de las bebidas, que estaba situado al otro lado de la sala, y, para mi sorpresa, vi a alguien a quien reconocí; un hombre alto y negro con un traje de raya diplomática azul marino de magnífica confección. Al ver que se aproximaba me puse en pie y nos dimos la mano.

– Me parecía que eras tú -dijo-. Antes he entrado para ver un par de minutos de Burdette contra McCann desde atrás y me ha parecido ver a mi amigo Matthew aquí sentado, en las localidades baratas.

– En Maspeth todas las localidades son baratas.

– La verdad es que tienes razón -reconoció mientras me ponía una mano en el hombro-. ¡Qué curioso! La primera vez que te vi también fue en el boxeo. Fue en el Felt Forum, ¿verdad?

– Exacto.

– Estabas con Danny Boy Bell.

– Y tú con Sunny… Lo siento, no recuerdo su apellido.

– Sunny Hendryx. Sonya, en realidad, pero nadie la llama así.

– ¿Te apetece quedarte con nosotros? -lo invité- Mi amigo ha ido a por una cerveza, pero toda esta zona se encuentra vacía, o casi vacía. Si no te importa sentarte en las localidades baratas, claro.

Él sonrió.

– Ya tengo mi asiento -dijo-, justo detrás del rincón azul. Tengo que animar a mi hombre para que gane. Te acuerdas de Kid Bascomb, ¿verdad?

– Por supuesto. Estaba en cartel la noche que nos conocimos; le dio una buena paliza a un italiano, del que, por cierto, me temo que no recuerdo nada.

– Ni tú ni nadie.

– Kid lo dejó hecho pedazos de un puñetazo en el tronco, de eso sí me acuerdo. Pero no pelea esta noche, ¿verdad? Al menos no figura en el programa.

– No, se retiró. Colgó los guantes hace un par de años.

– Sí, eso pensaba.

– Está allí sentado -dijo señalando en dirección a su localidad-. No, mi hombre en el combate estrella es Eldon Rasheed. Lo normal es que gane, pero su contrincante lleva ganadas once peleas, y solo ha perdido dos; y una de ellas, en realidad, se la robaron. Así que es un oponente muy serio.

Cuando Mick regresó con dos vasos grandes de papel, todavía me estaba hablando de estrategias de boxeo. Uno de los vasos era de cerveza, y el otro de Coca-Cola.

– Toma -me dijo-, por si te entra sed. No me apetecía hacer toda esa cola para una sola cerveza.

– Chance, este es Mickey Ballou -le dije.

– Chance Coulter.

– Un placer -dijo Mick.

Aún no había dejado las bebidas, así que no pudo darle la mano.

– Aquí viene Domínguez -anunció Chance.

El boxeador bajaba por el pasillo rodeado por su comitiva. Llevaba una bata de un azul marino intenso con ribetes oscuros. Era un hombre bastante atractivo, con la cara alargada y la mandíbula cuadrada, además de un bigote negro muy cuidado. Sonrió, saludó a sus admiradores y después se subió al cuadrilátero.

– ¡Qué buen aspecto tiene! -admitió Chance-. Me parece que le va a dar mucho trabajo a Eldon.

– ¿Vas con el otro? -preguntó Mick.

– Sí. Eldon Rasheed. Aquí viene. Tal vez luego podamos tomar algo con él.

Le dije que me parecía muy bien. Chance volvió a su asiento, junto al rincón azul, y Mick me pasó los dos vasos para que se los aguantase mientras él se sentaba.

– «Eldon Rasheed contra Peter Domínguez» -leyó-. ¿De dónde sacarán estos nombres?

– Peter Domínguez es un nombre bastante corriente -le dije.

Me echó una mirada extrañada.

– Eldon Rasheed -pronunció, mientras el boxeador pasaba entre las cuerdas-. Bueno, si se tratase de un concurso de belleza, me temo que el ganador sería Pedro. A Rasheed parece que Dios le ha pegado en la cara con una pala.

– ¿Por qué iba Dios a hacer algo así?

– ¿Por qué hace la mitad de las cosas que hace? El que sí es bastante guapo es tu amigo Chance. ¿Cómo lo conociste?

– Trabajé para él hace unos años.

– ¿Cómo detective?

– Exacto.

– Tiene pinta de abogado. Por la ropa, supongo.

– En realidad es marchante de arte africano.

– ¿Tallas y esas cosas?

– Sí, algo así.

El locutor estaba en el ring, anunciando a bombo y platillo el siguiente combate y haciendo todo lo posible por dar publicidad al cartel de la semana siguiente. Presentó a un peso medio local que pelearía en el encuentro principal de la próxima semana y después nombró a unos cuantos famosos que estaban sentados junto al cuadrilátero, incluido, cómo no, Arthur «Kid» Bascomb. Kid se llevó los mismos aplausos displicentes que habían recibido todos los demás.

Presentó luego al árbitro, a los tres jueces, al cronometrador, y al tío que se encargaba de hacer la cuenta en caso de k.o., quien aquella noche, según parecía, iba a tener trabajo, ya que los boxeadores eran dos pesos pesados que habían noqueado a la mayoría de sus anteriores contrincantes. Ocho de los once combates ganados por Domínguez lo habían sido por k.o. y Rasheed se había proclamado vencedor en diez encuentros profesionales, de los que solo uno había llegado hasta el final.

Domínguez tenía al otro lado del estadio un montón de seguidores, casi todos hispanos. La ovación recibida por Rasheed fue más modesta. Ambos púgiles se juntaron en el centro del cuadrilátero mientras el árbitro les daba las instrucciones pertinentes previas al combate, que lógicamente no eran nuevas para ninguno de los dos. Después se tocaron los guantes y volvieron cada uno a su rincón. La campana sonó y el combate dio comienzo.

El primer asalto fue poco más que un ejercicio de reconocimiento del contrario, aunque los dos recibieron algún que otro puñetazo. Rasheed conectó un fuerte izquierdazo que alcanzó el cuerpo de su adversario de forma muy efectiva. Desde luego se movía con agilidad para tener semejante tamaño. Domínguez, en comparación, resultaba torpe, uno de esos boxeadores de aspecto desgarbado, pero tenía un directo de derecha realmente potente, con el que alcanzó el ojo izquierdo de Rasheed a los treinta segundos de comenzar el combate. Este meneó la cabeza como para despejarse, pero estaba claro que le había hecho daño.

Entre un asalto y otro, Mick me dijo:

– Es fuerte ese Pedro, podría haber ganado el asalto solo con ese puñetazo.

– Nunca he sabido cómo puntúan los jueces.

– Unos cuantos golpes como ese y no tendrán que hacerlo.

Rasheed marcó el ritmo en el segundo asalto. Se dedicó a esquivar la derecha de su oponente y le dio un par de golpes verdaderamente serios. Durante el asalto, me fijé en un hombre que estaba sentado junto al cuadrilátero en la sección central. Ya había reparado antes en él, pero algo me hizo volver la vista de nuevo en su dirección.

Tendría unos cuarenta y cinco años, se estaba quedando calvo y el pelo que le quedaba era castaño, igual que sus prominentes cejas. Iba muy bien afeitado. Tenía la cara llena de bultos, como si en su tiempo hubiese sido boxeador, pero supongo que de haber sido así, lo habrían nombrado en las presentaciones previas al combate. La verdad era que el sitio no estaba precisamente inundado de celebridades, así que cualquiera que hubiese participado en tres asaltos en los Golden Gloves tenía bastantes posibilidades de ser nombrado para saludar a las cámaras de la FBCS. Y además estaba justo al lado del ring; todo lo que hubiera tenido que hacer era pasar entre las cuerdas y disfrutar de los aplausos.

Lo acompañaba un chaval al que el hombre rodeaba con el brazo. Tenía una de sus manos sobre el hombro, mientras la otra gesticulaba para señalarle las cosas que ocurrían en el cuadrilátero. Supuse que eran padre e hijo, aunque la verdad es que físicamente no se parecían demasiado. El chico, apenas un adolescente, tenía un pelo de color castaño claro que dibujaba un pico en su frente. En el padre, si aquel rasgo había existido alguna vez, desde luego hacía mucho tiempo que había desaparecido. Él llevaba un jersey azul de pico y unos pantalones de franela gris. Su corbata era azul clara, con unos topos de color negro o azul marino, muy grandes, de casi tres centímetros de diámetro. El chico llevaba una camisa de franela de cuadros rojos y unos pantalones de pana azul marino.

No sabía de qué, pero creía conocer a aquel tipo.

El tercer asalto, a mi entender, resultó bastante igualado. No estaba llevando la cuenta, pero tenía la impresión de que Rasheed había conectado más puñetazos. No obstante, Domínguez también había conseguido unos cuantos de consideración, y desde luego, mucho más potentes que los de su contrincante. Cuando el asalto terminó no volví a mirar al hombre de la corbata de lunares, sino que me dediqué a observar a otro espectador.

Era más joven. Concretamente, tenía 32 años. Medía poco más de metro y medio, y tenía el aspecto de un peso pesado no muy grande. Se había quitado la chaqueta del traje y la corbata y llevaba una camisa blanca con rayitas azules y cuello de botones. Se aproximaba al aspecto que suele verse en los catálogos de moda masculina, ya que poseía una combinación de rasgos cuidadosamente cincelados y actitud de modelo, aunque el efecto final lo estropeaban un tanto el excesivo grosor de su labio inferior y una nariz muy tosca. Tenía el pelo muy espeso y oscuro, bien peinado y secado con secador. Y estaba bronceado, imagino que después de pasar una semana en Antigua.

Se llamaba Richard Thurman, y producía el programa de televisión de la Five Borough Cable Sportscasts. Se encontraba cerca del cuadrilátero, junto a las cuerdas, hablando con una cámara. La chica de los carteles se acercó y, además de mostrarnos que el cuarto asalto estaba a punto de comenzar, nos hizo una generosa exhibición de su piel con aquel vestido tan escaso. Los telespectadores se perderían aquella parte del espectáculo, ya que probablemente estuvieran viendo algún anuncio de cerveza mientras ella le enseñaba al mundo todo lo que tenía que ofrecerle. Era alta, de largas piernas y figura exuberante, y desde luego, mostraba buena parte de su anatomía.

Se acercó a la cámara y le dijo algo a Thurman. Él alargó una mano y le dio un azote en el culo. La chica ni siquiera pareció darse cuenta. Puede que él estuviera acostumbrado a tocar a las mujeres y ella a que la tocasen. O tal vez fuesen viejos amigos, aunque ella estaba muy pálida, así que no parecía probable que lo hubiera acompañado a Antigua.

La joven se bajó del ring, y él hizo lo propio en el mismo instante en que sonaba la campana. Los púgiles se levantaron de sus banquetas y dio comienzo el cuarto asalto.

Durante el primer minuto, Domínguez encajó un directo de derecha que le hizo un corte a Rasheed en el ojo izquierdo. Este, por su parte, se dedicó a lanzar puñetazos, fundamentalmente al torso de su contrincante; y hacia el final del asalto, le echó la cabeza hacia atrás con un magnífico uppercut. Domínguez respondió con un buen derechazo justo cuando sonaba la campana. No tenía ni idea de cómo iría el tanteo, y se lo comenté a Mick.

– Ni te molestes -dijo él-, no llega a diez.

– ¿Cuál te gusta más?

– El negro -contestó-, pero no estoy muy seguro de sus posibilidades. Ese Pedro es la hostia de fuerte.

Volví a echar un vistazo al hombre que estaba acompañado del chico.

– Ese tío de allí -señalé-, el que está en la primera fila, sentado junto al chaval. El de la chaqueta azul y la corbata de lunares.

– ¿Qué pasa con él?

– Creo que lo conozco -dije-, pero no sé de qué. ¿A ti te suena?

– En mi vida lo había visto.

– Es que no sé de qué lo conozco -insistí.

– Parece poli.

– No -aseguré-. ¿De verdad te lo parece?

– No digo que lo sea, digo que tiene pinta. ¿Sabes a quién se parece? A un actor que suele hacer de poli, no recuerdo su nombre. A ver si me sale.

– Un actor que hace de poli. Menuda pista, todos hacen de poli.

– Gene Hackman -dijo él.

Volví a mirarlo.

– Hackman es mayor -afirmé-. Y está más delgado. Este tío está fuerte, y Hackman es más bien enjuto. Y además tiene más pelo, ¿no?

– Por Dios -me dijo-, no digo que sea Hackman, digo que se parece a él.

– Si fuese Hackman lo habrían llamado para saludar a cámara.

– Aunque hubiese sido su puto primo lo habrían llamado. Están desesperados.

– Bueno, en realidad tienes razón -le dije-. Sí que se parece.

– Hombre, no son como dos gotas de agua, pero…

– Pero sí se da un aire. Aunque no me resulta familiar por eso. Me pregunto de qué le conozco.

– Tal vez de alguna de tus reuniones.

– Es posible.

– Ya, pero lo que está bebiendo es cerveza. Si fuese uno de los tuyos no estaría tomando alcohol, ¿no?

– Probablemente no.

– Aunque no todos conseguís dejarlo, ¿verdad?

– No, todos no.

– Bueno, esperemos que sea Coca-Cola lo que tiene en ese vaso -dijo él-. O si es cerveza, recemos para que se la dé al chaval.

Domínguez se llevó el quinto asalto. Muchos de sus golpes más contundentes se perdieron en el aire, pero un par de ellos sí que alcanzaron a Rasheed y desde luego, le hicieron mucho daño, y, aunque se recuperó bastante al final, estaba claro que el asalto era para el púgil latino.

En el sexto, Rasheed recibió un directo de derecha en la mandíbula que lo mandó al suelo.

Fue un knockdown claro que hizo que la gente se pusiera en pie, pero Rasheed se incorporó cuando el árbitro había llegado a cinco, aunque concluyó la obligatoria cuenta de ocho; y cuando les indicó que reanudasen la pelea, Domínguez lo lanzó sobre las cuerdas sin perder un segundo. Rasheed se tambaleaba, pero demostró tener mucha clase. Se agachaba, esquivaba los puñetazos de su oponente, ganaba tiempo con clinches, y se defendía con gran valentía. El derribo se había producido bastante pronto, pero al final de los tres minutos reglamentarios, Rasheed volvía a estar de pie.

– En el próximo asalto lo deja k.o. -señaló Mick Ballou.

– No creo.

– ¿Qué?

– Ha tenido su oportunidad -le dije-, igual que el tío del último combate, ¿cómo se llamaba? El irlandés.

– ¿El irlandés? ¿Qué irlandés?

– McCann.

– Ah, claro. Un irlandés negro. ¿Crees que Domínguez también es uno de esos que no sabe apretar para dar el golpe de gracia?

– Sí sabe, pero ya no volverá a tener otra oportunidad. Ha pegado demasiados puñetazos, y eso cansa, especialmente cuando los estás dando al vacío. Creo que el combate le ha costado más a él que a Rasheed.

– ¿Crees que acabarán decidiendo los jueces? Si es así declararán ganador a Pedro, a no ser que ese amigo tuyo, Chance, haga algún apaño.

En aquel tipo de peleas no había apaño posible; ni siquiera había apuestas.

– No, el combate no llegará a ese punto. Rasheed lo dejará k.o. antes -aseguré.

– Matt, estás soñando.

– Ya lo verás.

– ¿Quieres apostar? No me refiero a dinero, contigo no, quiero jugar; pero podemos apostar de todos modos.

– No sé qué decirte.

Volví a mirar al padre y al hijo. Algo se removía en mi mente, algo que me fastidiaba.

– Si yo gano -me dijo- nos quedaremos toda la noche e iremos a las ocho de la mañana a St. Bernard, a la misa de los carniceros.

– ¿Y si gano yo?

– Entonces no iremos.

Me eché a reír.

– Curiosa apuesta -dije-. Yo no gano nada, porque de todos modos no pensábamos ir.

– Vale -repuso-. Si tú ganas iré a una de tus reuniones.

– ¿A una reunión?

– Sí, a una puta reunión de Alcohólicos Anónimos.

– ¿Por qué ibas a querer hacer eso?

– Es que no quiero -dijo-. ¿No se trataba de eso? Lo haría porque habría perdido la puta apuesta.

– Ya, pero, ¿por qué iba yo a querer que vinieses a una de mis reuniones?

– No lo sé.

– Si alguna vez quieres ir -le dije- me encantaría llevarte. Pero desde luego no quiero que vayas por mí.

El padre colocó la mano sobre la frente del chico y le atusó el pelo echándoselo hacia atrás. Hubo algo en aquel gesto que me golpeó como un derechazo en medio del corazón.

Mick dijo algo, pero yo no lo estaba escuchando y tuve que pedirle que me lo repitiese.

– Entonces no hay apuesta -dijo él.

– No, mejor que no.

La campana sonó. Los púgiles se levantaron de sus banquetas.

– Creo que tienes razón -admitió Mick-. Creo que ese cabrón de Pedro se ha agotado de tanto pegar.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. El séptimo asalto no estuvo tan claro como esperábamos, porque Domínguez aún conservaba fuerzas suficientes como para lanzar unos cuantos golpes que volvieron loco al público, pero desde luego poner a la afición en pie era mucho más sencillo que tumbar a Rasheed, quien no tenía aspecto de estar cansado, y a quien, para colmo, se le veía muy seguro. De hecho, casi al final del asalto lanzó un derechazo corto y fuerte al plexo solar de su contrincante, y Mick y yo nos miramos y asentimos. Nadie se había movido, no había habido vítores, pero aquello era el final, y nosotros lo sabíamos, igual que Eldon Rasheed. Y supongo que también Domínguez.

Al final del asalto, Mick dijo:

– Tengo que reconocerlo. Te diste cuenta de algo en el asalto anterior que a mí se me pasó por alto. Todos esos golpes al cuerpo… Estaba claro, ¿verdad? Parece que no le hacen daño, pero de repente, después de un golpe, da la impresión de que el tío no tuviese piernas en las que sujetarse. Y hablando de piernas…

La chica de los carteles nos informaba de que el octavo asalto iba a comenzar.

– Ella también me suena -le comenté.

– La habrás conocido en una reunión -me sugirió.

– No sé por qué, pero no creo.

– No, te acordarías de ella, ¿verdad? Entonces, debió de ser en un sueño. Seguro que estuviste con ella en sueños.

– Eso sí es más posible.

Dejé de mirar a la chica para concentrarme una vez más en el hombre de la corbata moteada, pero al cabo de unos instantes volví de nuevo la vista hacia la mujer.

– Dicen que este es uno de los signos que indican que te vas haciendo mayor -le aseguré-, que todo el mundo con el que te encuentras te recuerda a alguien.

– ¿Ah, sí? ¿Eso dicen?

– Bueno, es una de esas cosas que se dicen por ahí -le contesté, mientras sonaba la campana del octavo asalto.

Dos minutos después Eldon Rasheed hizo que Peter Domínguez se tambaleara con un monumental gancho de izquierda dirigido al hígado. Las manos del latino bajaron y Rasheed le propinó un derechazo cruzado en la mandíbula.

Se puso en pie justo cuando la cuenta llegaba a ocho, pero probablemente no fuese más que su orgullo de macho lo que le hizo incorporarse. Rasheed le cayó encima como si estuviese en todas partes a la vez, y tres golpes al pecho volvieron a lanzar a Domínguez contra la lona. En aquella ocasión, el árbitro ni se molestó en contar. Se colocó en medio de los púgiles y levantó el brazo de Rasheed en señal de victoria.

La mayoría de la gente que lo había estado animando volvía a estar de pie, jaleando al ganador.

Al cabo de un rato nos encontrábamos junto a Chance y Kid Bascomb, al lado del rincón azul, cuando el locutor mandó callar al público y anunció lo que ya todos sabíamos, que el árbitro había detenido la pelea a los dos minutos y treinta y ocho segundos del octavo asalto y que el ganador por k.o. técnico era Eldon Rasheed, el Bulldog. Recordó que después se celebrarían otros dos combates a cuatro asaltos y que nadie querría perderse toda la acción que aún les estaba reservada allí en el New Maspeth Arena.

Los boxeadores que tenían que medirse en las próximas peleas tenían frente a sí una ingrata tarea, ya que iban a encontrarse con una sala prácticamente vacía. Aquellos encuentros se programaban solo como seguro para la FBCS. Si los combates previos hubiesen terminado demasiado pronto, uno de estos dos se hubiese incluido antes del evento principal; y si Rasheed hubiese noqueado a Domínguez en el segundo asalto o él mismo hubiese acabado k.o., aún habría uno o dos combates para rellenar el espacio televisivo.

Pero ya eran casi las once, así que ninguno de aquellos combates llegaría a verse en pantalla. Ya casi todo el mundo se iba a casa, igual que los aficionados que asistían al béisbol se marchaban del estadio de los Dodgers en la séptima entrada de un partido empatado.

Richard Thurman estaba sobre el ring, ayudando al cámara a recoger el equipo. No vi por ninguna parte a la chica de los carteles. Tampoco vi al padre y al hijo que habían estado junto al cuadrilátero, aunque los busqué con la mirada, pensando que tal vez fuera buena idea señalárselos a Chance para ver si él reconocía al tipo.

A la mierda. Nadie me pagaba para descubrir por qué me resultaba familiar aquel padre entregadísimo. Mi trabajo era encontrar el hilo que me condujese hasta Richard Thurman, y descubrir si era o no el asesino de su esposa.