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Para los asesinatos de Tancred House se habían utilizado cinco cartuchos.
Los cartuchos, según el experto en balística que los había examinado, procedían de un revólver Colt Magnum calibre 38. El tambor de todas las pistolas está grabado por dentro con líneas y surcos claros que a su vez dejan su huella en la bala cuando ésta sale del arma. El interior de cada tambor contiene marcas únicas, como las huellas digitales. Las marcas que había en los cartuchos del calibre 38 hallados en Tancred House -todos habían traspasado los cuerpos de Davina Flory, Naomi Jones y Harvey Copeland- coincidían y por tanto podía sacarse la conclusión de que procedían del mismo revólver.
Wexford dijo:
– Al menos sabemos que sólo se utilizó un arma. Sabemos que era un Colt Magnum calibre 38. El hombre al que Daisy vio efectuó todos los disparos. ¿No se repartieron el trabajo, disparó sólo él? ¿Eso es extraño?
– Sólo tenían un arma -dijo Burden-. O sólo un arma de verdad. El otro día leí en no recuerdo qué sitio que en una ciudad de Estados Unidos, donde había un asesino suelto, permitían a todos los estudiantes universitarios salir para comprarse armas para protegerse. Debían de ser muchachos de diecinueve o veinte años. Imagina. Gracias a Dios, en este país todavía es difícil hacerse con un arma.
– Eso dijimos cuando mataron al pobre Martin, ¿lo recuerdas?
– Aquello también fue con un Colt calibre 38 o calibre 357.
– Ya lo había observado -dijo Wexford con sequedad-. Pero los cartuchos utilizados en los dos casos, el asesinato de Martin y éste, no coinciden.
– Por desgracia. Si coincidieran, tendríamos algo. ¿Un cartucho utilizado y cinco abandonados? La historia de Michelle Weaver no parecería más fantástica.
– ¿Se te ha ocurrido que es extraño que utilizaran revólver?
– ¿Si se me ha ocurrido? Me sorprendió desde el primer momento. La mayoría utilizan una escopeta recortada.
– Sí. La gran respuesta británica a Dan Wesson. Te diré otra cosa que resulta extraña, Mike. Digamos que había seis cartuchos en el cilindro, estaba lleno. Había cuatro personas en la casa pero el asesino no disparó cuatro veces, disparó cinco. Harvey Copeland fue el primero en recibir el disparo; sin embargo, sabiendo que sólo disponía de seis cartuchos le disparó dos veces. ¿Por qué? Quizá no sabía que había otras tres personas en el comedor, quizá tuvo miedo. Entra en el comedor y dispara a Davina Flory, después a Naomi Jones, un cartucho a cada una, y después a Daisy. Queda un cartucho en el cilindro pero no dispara dos veces a Daisy para «rematarla», como diría Ken Harrison. ¿Por qué no lo hace?
– Al oír el gato en el piso de arriba se asustó. ¿Oyó el ruido y se marchó corriendo?
– Sí. Tal vez. O no había seis cartuchos en el cilindro, sólo cinco. Uno ya lo había utilizado antes de llegar a Tancred.
– Pero no con el pobre Martin -dijo Burden al instante-. ¿Sumner-Quist ha dicho algo ya?
Wexford meneó la cabeza.
– Supongo que es de esperar que se produzcan retrasos. He ordenado a Barry que compruebe dónde se encontraba John Gabbitas el martes, a qué hora se marchó y todo eso. Y después me gustaría que te lo llevaras a buscar a unos Griffin, un tal Terry Griffin y su esposa, que viven en la zona de Myringham. Eran los predecesores de Gabbitas en Tancred. Buscamos a alguien que conozca este lugar y a las personas que vivían aquí. Es posible que alguien les guardara rencor.
– ¿Un ex empleado?
– Posiblemente. Alguien que lo sabía todo de ellos y lo que poseían, sus costumbres y todo eso. Alguien que es una incógnita.
Cuando Burden se hubo ido, Wexford se sentó a mirar las fotografías del lugar del crimen. Fotogramas de una película de horror, pensó, de esas películas que nadie salvo él vería jamás, los resultados de la violencia real, de un crimen auténtico. Aquellas grandes manchas oscuras eran sangre de verdad. ¿Era él un ser privilegiado por poder verlas, o un ser desgraciado? ¿Llegaría un día en que los periódicos mostrarían fotografías como aquéllas? Era posible. Al fin y al cabo, no hacía tanto tiempo que ninguna publicación mostraba fotografías de los muertos.
Realizó el ajuste mental que le hacía pasar de ser un hombre sensible con sentimientos humanos a ser una máquina que funcionaba deprisa, un ojo que analizaba, una impresora de interrogantes. Así se sentía mientras miraba las fotografías. Por trágica, asombrosa y monstruosa que pudiera ser la escena del comedor, no había nada incongruente en ella. Así es como habrían caído las mujeres si una de ellas hubiera estado sentada a la mesa frente a la puerta, la otra enfrente de ella, de pie y mirando detrás de ella. La sangre del suelo del rincón vacío, cerca del pie de la mesa, era sangre de Daisy.
Wexford vio lo que había visto aquella noche. La servilleta ensangrentada en el suelo y la servilleta manchada de sangre en la mano de Davina Flory, agarrada por sus dedos contraídos, moribundos. Su rostro yacía sumergido en un plato de sangre, y la cabeza terriblemente destrozada… Naomi estaba recostada en su silla como desmayada, su largo cabello caído sobre la espalda desnuda hasta casi tocar el suelo. Lentejuelas de sangre en las pantallas de las lámparas, las paredes, negras manchas en la alfombra, oscuras salpicaduras en el pan, y el mantel, oscuro donde la sangre se había filtrado formando una densa y suave marea.
Por segunda vez en este caso -y posteriormente iba a experimentarlo otras veces-, percibió un orden reinante destruido, una belleza ultrajada, un caos. Sin pruebas para creerlo, pensó que detectaba en este asesino una alegre pasión por la destrucción. Pero no había nada incongruente en aquellas fotografías. Dados los terribles acontecimientos, es lo que cabía esperar. Por otra parte, las fotografías de Harvey Copeland, que le mostraban despatarrado de espaldas al pie de la escalinata, con los pies hacia el vestíbulo y la puerta, presentaba un problema. Un problema que quizá el testimonio de Daisy resolvería. Si el hombre hubiera bajado la escalera y se hubiera encontrado con él, que subía a ver qué pasaba, ¿por qué cuando el asesino le disparó no cayó de espaldas por la escalera?
Las cuatro era la hora en la que pensaba; a las cuatro la había ido a ver el día anterior, aunque entonces no había mencionado ninguna hora concreta. El tráfico no era denso y llegó al hospital bastante pronto. Eran las cuatro menos diez cuando bajó del ascensor y recorrió el corredor hacia la sala MacAlister.
Esta vez no le esperaba la doctora Leigh para verle. Wexford había indicado a Anne Lennox que abandonara su vigilancia. Al parecer no había nadie por allí. Quizás el personal se estaba tomando un descanso en la sala de las enfermeras. Llegó en silencio a la habitación de Daisy. A través de los cristales de vidrio glaseado vio que había alguien con ella, un hombre sentado en una silla a la izquierda de la cama.
Una visita. Al menos, no era Jason Sebright.
El cristal de la puerta aclaró la imagen del hombre. Era joven, de unos veintiséis años, más bien corpulento, y tenía un aspecto tal, que Wexford pudo situarle inmediatamente, o adivinarlo. La visita de Daisy pertenecía a la clase media superior, había asistido a una escuela pública distinguida pero probablemente no a la universidad, era «algo en la ciudad» donde trabajaba todos los días con un ordenador y un teléfono. Para este trabajo estaría -como Ken Harrison probablemente habría dicho- acabado antes de los treinta, así que estaba acumulando el máximo posible antes de llegar a esa edad. La ropa que llevaba era adecuada para un hombre que le doblara en edad: blazer azul marino, pantalones de franela gris oscuro, camisa blanca y corbata. La concesión que hacía a las ideas ambiguas de la moda y de lo adecuado era que llevaba el pelo bastante más largo de lo que la camisa y el blazer requerían. Era un pelo bastante rizado y por la manera en que lo llevaba peinado y la manera en que se le rizaba en torno a los lóbulos de las orejas, Wexford supuso que estaba orgulloso de él.
En cuanto a Daisy, estaba incorporada en la cama, los ojos puestos en su visitante, su expresión inescrutable. No sonreía; tampoco parecía particularmente triste. A Wexford le resultaba imposible saber si había empezado a recuperarse de la impresión que había recibido. El joven le había llevado flores, una docena de rosas rojas, y éstas estaban sobre la cama, entre los dos. La mano derecha de ella, la mano buena, descansaba entre los tallos y sobre el papel con dibujos rosa y dorados en el que estaban envueltas.
Wexford esperó unos segundos; luego, llamó a la puerta levemente, la abrió y entró en la habitación.
El joven se volvió, ofreciendo a Wexford precisamente la mirada que éste había esperado. En ciertas escuelas, a menudo había pensado, les enseñaban a mirar así, con confianza, desdén, un poco de indignación, igual que les enseñaban a hablar con una ciruela en la boca.
Daisy no sonrió. Logró mostrarse educada y cordial sin sonreír, algo raro.
– Ah, hola -dijo. Su voz aquel día era baja pero mesurada, el tono de histeria había desaparecido-. Nicholas, éste es el inspector… el inspector jefe Wexford. Señor Wexford, le presento a Nicholas Virson, un amigo de mi familia.
Lo dijo con calma, sin la más mínima vacilación, aunque no le quedaba familia.
Los dos hombres se saludaron con un movimiento de cabeza. Wexford dijo:
– Buenas tardes.
Virson sólo hizo un segundo gesto de asentimiento. En su idea de una jerarquía, su gran Cadena del Ser, los policías ocupaban el último rango.
– Espero que te encuentres mejor.
Daisy bajó la mirada.
– Estoy bien.
– ¿Te encuentras lo bastante bien para que hablemos un poco? ¿Para profundizar un poco en algunas cosas?
– Tengo que hacerlo -respondió ella. Se rascó el cuello, levantó la barbilla-. Usted lo dijo todo ayer, cuando dijo que teníamos que hacerlo, que no podíamos elegir.
La vio cerrar los dedos en torno al papel que envolvía las rosas, la vio apretar con fuerza los tallos, y tuvo la extraña idea de que lo hacía para que la mano le sangrara. Pero quizá no tenían espinas.
– Tendrás que irte, Nicholas. -Los hombres que se llaman así casi siempre son conocidos por uno de sus diminutivos, Nick o Nicky, pero ella le llamó Nicholas-. Has sido muy amable al venir. Adoro las flores -dijo ella, apretando los tallos sin mirarlas.
Wexford sabía que Virson lo diría, eso o algo parecido, sólo era cuestión de tiempo.
– Bueno, espero que no someta a Daisy a ningún interrogatorio. Quiero decir, al fin y al cabo, ¿qué puede decirle ella en realidad? ¿Qué puede recordar? Está muy confusa, ¿verdad, cariño?
– No estoy confusa. -Hablaba en un sereno tono bajo y sin inflexión, dando a cada palabra el mismo peso-. No estoy nada confusa.
– Ahora me lo decía. -Virson logró soltar una sana carcajada. Se levantó, se quedó de pie, sin estar seguro, de repente, de sí mismo. Por encima del hombro lanzó a Wexford-: Es posible que Daisy pueda darle una descripción del criminal al que vio, pero ni siquiera vislumbró el vehículo.
¿Por qué lo dijo? ¿Era sencillamente que necesitaba decir algo para llenar el tiempo mientras consideraba la posibilidad de intentar darle un beso? Daisy levantó la cara hacia él, algo que Wexford no había esperado, y Virson, inclinándose rápidamente, le puso los labios sobre la mejilla. El beso le estimuló a utilizar una palabra cariñosa.
– ¿Puedo hacer algo por ti, cariño?
– Una cosa -dijo ella-. Cuando salgas, ¿puedes buscar un jarrón y poner estas flores en él?
Esto, evidentemente, no era a lo que Virson se refería. No le quedó más remedio que acceder.
– Encontrarás uno en un sitio que ellos llaman la esclusa. No sé dónde está, a la izquierda, en algún sitio. Las pobres enfermeras están siempre tan ocupadas.,.
Virson se marchó con las rosas que le había llevado a Daisy.
Aquel día Daisy llevaba un camisón de hospital atado con cintas en la espalda. Le cubría el brazo izquierdo vendado y el cabestrillo. Todavía llevaba la aguja para el suero. Ella le siguió la mirada.
– Es más fácil para inyectar los medicamentos. Por eso no me lo han quitado. Hoy me lo quitarán. Ya estoy mejor.
– ¿Y no estás confusa?
Utilizó la frase de ella.
– En absoluto. -Por un momento habló como alguien mucho mayor-. He estado pensando en ello -dijo-. La gente me dice que no piense en ello pero tengo que hacerlo. ¿Qué otra cosa me queda? Sabía que tendría que contárselo todo a usted lo mejor posible, así que he estado pensando en ello para aclararme. ¿No dijo algún escritor que la muerte violenta concentra la mente de una manera maravillosa?
Wexford se sorprendió pero no lo demostró.
– Samuel Johnson, pero era sabiendo que uno iba a ser colgado al día siguiente.
Ella esbozó una leve sonrisa, muy leve, y dijo:
– No se parece usted mucho a la idea que tengo de un policía.
– Me atrevería a decir que no has conocido a muchos.
De pronto pensó que se parecía a Sheila. Se parece a mi hija. Ella era morena y Sheila rubia, pero no eran esas cosas, dijera lo que dijera la gente, lo que hacía que una persona se pareciera a otra. Era la similitud de las facciones, de la forma del rostro. A él le molestaba un poco que la gente dijera que Sheila era como él porque tenían el mismo pelo. O lo habían tenido, antes de que el suyo se volviera gris y la mitad se le cayera. Sheila era guapa. Daisy era guapa y sus facciones eran como las de Sheila. Ella le miraba con una tristeza cercana a la desesperación.
– Has dicho que has estado pensando en ello, Daisy. Dime lo que has pensado.
Ella asintió sin cambiar de expresión. Alargó el brazo para agarrar un vaso de algo que tenía en la mesilla de noche -zumo de limón, agua de cebada- y bebió un poco.
– Le diré lo que sucedió, todo lo que recuerdo. Es lo que quiere, ¿no?
– Sí, sí, por favor.
– Interrúmpame si algo no queda suficientemente claro. Lo hará, ¿eh?
Su tono, de pronto, era el de alguien acostumbrado a decir a los criados, y no sólo a los criados, lo que quería, y a que le obedecieran. Estaba acostumbrada, pensó Wexford, a decir a alguien «Ven» y que viniera, a otro «Vete» y que se fuera y a un tercero «Haz esto» y que lo hiciera. Wexford ahogó una sonrisa.
– Por supuesto.
– Es difícil saber por dónde empezar. Davina solía decir eso cuando escribía un libro. ¿Dónele empezar? Se podía empezar por lo que uno creía que era el principio y después darse cuenta de que empezaba mucho antes. Pero en este caso… ¿empiezo por la tarde?
Él asintió.
– Yo había estado en clase. Estudio de día en Crelands. En realidad, me habría encantado estar interna pero Davina no me dejaba. -Pareció recordar algo, quizá sólo que su abuela estaba muerta. De mortuis…-. Bueno, en realidad habría sido una tontería. Crelands sólo está al otro lado de Myfleet, como supongo que sabe.
Él lo sabía. Al parecer también era el alma mater de Sebright. Una escuela privada menor que, no obstante, pertenecía a la Headmaster's Conference, como Eton y Harrow. Los honorarios eran similares. Cuando fue fundada por Alberto el Bueno [2] en 1856 era exclusivamente un colegio masculino, pero había abierto sus puertas a las muchachas unos siete u ocho años atrás.
– La escuela termina a las cuatro. Llegué a las cuatro y media.
– ¿Alguien te fue a recoger en coche?
Ella le miró auténticamente asombrada.
– Yo conduzco.
La gran revolución británica del automóvil no le había pasado por alto a Wexford, pero aún podía recordar con claridad los días en que una familia con tres o cuatro coches era algo que él consideraba una anomalía norteamericana, cuando una gran cantidad de mujeres no sabían conducir, cuando pocas personas poseían un coche hasta que se casaban. Su propia madre se habría quedado atónita, sospechando que se burlaban de ella, si le hubieran preguntado si sabía conducir. Daisy se dio cuenta de su leve sorpresa.
– Davina me regaló el coche por mi cumpleaños cuando cumplí diecisiete. Al día siguiente aprobé el examen. Fue un gran alivio, se lo aseguro, no tener que depender de nadie ni que Ken tuviera que acompañarme. Bueno, como decía, llegué a casa hacia las cuatro y media y me fui a mi santuario. Probablemente lo ha visto. Yo lo llamo así. Antes eran los establos. Allí aparco mi coche y es una habitación mía, privada.
– Daisy, tengo que confesarte una cosa. Estamos utilizando tu santuario como sala de coordinación. Pareció lo más cómodo. Tenemos que estar allí. Alguien debería habértelo pedido y lamento haberlo pasado por alto.
– ¿Quiere decir que hay muchos policías y ordenadores y mesas y… una pizarra? -Debía de haber visto algo parecido en televisión-. ¿Están investigando el caso desde allí?
– Me temo que sí.
– Oh, no se preocupe. No me importa. ¿Por qué iba a importarme? Está usted invitado. Ya no me importa nada. -Apartó la mirada, arrugó un poco la cara y dijo en el mismo tono frío-: ¿Por qué iba a preocuparme por una cosa sin importancia como ésa cuando no tengo nada por lo que vivir?
– Daisy… -empezó él.
– No, no lo diga, por favor. No diga que soy joven y que tengo toda la vida por delante y que esto pasará. No me diga que el tiempo lo cura todo y que el año que viene en esta época todo esto pertenecerá al pasado. No lo diga.
Alguien le había dicho esas cosas. ¿Un médico? ¿Algún psicólogo del hospital? ¿Nicholas Virson?
– Está bien. No lo haré. Dime lo que ocurrió cuando llegaste a casa.
Ella esperó un poco; respiró hondo.
– Tengo mi propio teléfono, supongo que se habrá dado cuenta. Espero que lo utilice. Brenda telefoneó para preguntarme si quería té y después me lo trajo. Té y galletas. Yo estaba leyendo, me preparo a fondo. En mayo tengo los exámenes… o iba a tenerlos.
Wexford no hizo ningún comentario.
– No soy ninguna intelectual. Davina creía que lo era porque soy… bueno, bastante brillante. Ella no soportaba pensar que yo podía parecerme a mi madre. Lo siento, esto no debe de interesarle. De todos modos, ya no importa.
»Davina esperaba que nos cambiáramos para la cena. No que nos vistiéramos bien exactamente, pero que nos cambiáramos. Mi… mi madre llegó a casa en su coche. Trabaja en una galería de artesanía; bueno, es socia de una galería de artesanía con una mujer llamada Joanne Garland. La galería se llama Garlands. Espero que piense usted que eso es asqueroso, pero la mujer se llama así y supongo que está bien. Llegó a casa en su coche. Creo que Davina y Harvey pasaron toda la tarde en casa, pero no lo sé. Brenda lo debe de saber.
»Fui a mi habitación y me puse un vestido. Davina solía decir que los vaqueros eran un uniforme y debían ser utilizados como tal, para trabajar. Los demás estaban todos en el serré tomando una copa.
– ¿En el qué?
– El serré. Es invernadero en francés, siempre lo hemos llamado así.
Wexford pensó que parecía pretencioso pero no dijo nada.
– Siempre tomábamos una copa allí o en el salón. Sólo jerez, zumo de naranja o gaseosa. Yo siempre tomaba gaseosa, y mi madre también. Davina hablaba de ir a Glyndebourne; es… era… un miembro, una amiga o lo que sea y siempre iba tres veces al año. Siempre asistía a cosas así, Aldeburgh, el festival de Edimburgo, Salzburgo. De todas maneras, habían llegado sus entradas. Le estaba preguntando a Harvey qué debería encargar para la cena. Has de encargar la cena con mucha antelación si no quieres hacer un pic-nic. Nosotros nunca hacíamos un pic-nic; qué horror si llovía.
«Seguían hablando de eso cuando Brenda asomó la cabeza por la puerta y anunció que la cena estaba en el comedor y que ella se marchaba. Yo empecé a hablar a Davina de ir a Francia al cabo de unos quince días; ella iba a París para aparecer en un programa de televisión sobre libros y quería que yo fuera con ella, y también Harvey. Habrían sido unas vacaciones de Pascua para mí, pero a mí no me apetecía mucho ir y le decía que no y… pero todo esto usted no querrá saberlo.
Daisy se llevó la mano a los labios. Le estaba mirando, miraba a través de él. Wexford dijo:
– Es muy difícil darse cuenta, lo sé, aunque estuvieras allí, aunque lo vieras. Tardarás tiempo en aceptar lo que sucedió.
– No -replicó ella distante-, no es difícil de aceptar. No tengo dudas. Cuando esta mañana he despertado, no he tardado ni un instante en recordar. Sabes -se encogió de hombros- que ese momento está siempre ahí, y después todo vuelve. No es eso. Todo está presente todo el rato. Siempre lo estará. Lo que ha dicho Nicholas de que estoy confusa… no lo estoy en absoluto. Está bien, no importa, continuaré, me estoy desviando demasiado.
»Mi madre solía servir la cena. Brenda lo dejaba todo preparado en el carrito. No tomábamos vino excepto los fines de semana. Había una botella de Badoit y una jarra de zumo de manzana. Tomamos… déjeme pensar… sopa, de patata y puerro, una especie de vichyssoise, pero caliente. Tomamos eso y pan, por supuesto, y después mi madre retiró los platos y sirvió el plato principal. Era pescado, lenguado o algo así. ¿Se llama lenguado bonne femme cuando va con salsa y patatas a la crema?
– No lo sé -respondió Wexford, divertido a pesar de todo-. No importa. Me imagino la escena.
– Bueno, era eso con zanahorias y judías verdes. Nos había servido a todos y se sentó, y empezamos a comer. Mi madre todavía no había comenzado siquiera. Dijo: «¿Qué es eso? Parece que hay alguien arriba».
– ¿Y no habíais oído ningún coche? ¿Nadie había oído ningún coche?
– Ellos podrían decirlo. Esperábamos un coche. Bueno, no entonces, no hasta las ocho y cuarto, pero siempre llega temprano. Es una de esas personas tan pesadas como las que no son puntuales, siempre llega al menos cinco minutos antes.
– ¿Quién es? ¿De quién estás hablando, Daisy?
– De Joanne Garland. Venía a ver a mamá. Era martes, y Joanne y mamá siempre hacían los números de la galería el martes. Joanne no podía hacerlos sola, es un desastre para la aritmética, incluso con calculadora. Siempre traía los libros y ella y mamá trabajaban en ellos, el IVA y todo eso.
– Entiendo. Sigue, por favor.
– Mamá dijo que había oído ruidos arriba y Davina respondió que debía de ser la gata. Después se oyó mucho ruido, más del que Queenie suele hacer. Fue como si algo se cayera al suelo. He estado pensando en ello desde entonces y creo que tal vez fuera un cajón del tocador de Davina al abrirlo. Harvey se levantó y dijo que iría a mirar.
«Seguimos comiendo. No estábamos preocupadas, entonces no. Recuerdo que mi madre miró el reloj y dijo algo respecto a que le gustaría que Joanne llegara media hora más tarde los martes porque tenía que cenar demasiado deprisa.
Entonces oímos un disparo y después otro. Fue un ruido terrible.
»Nos levantamos de un salto. Mi madre y yo; Davina siguió sentada donde estaba. Mi madre soltó un grito. Davina no dijo nada ni se movió… bueno, agarró la servilleta con la mano. Se aferró a su servilleta. Mamá se quedó mirando fijamente hacia la puerta y yo aparté mi silla y me precipité a la puerta -o creo que lo hice, quise hacerlo- quizá sólo me quedé allí de pie. Mamá dijo: "No, no" o algo así. Me detuve, estaba allí de pie, paralizada. Davina volvió la cabeza hacia la puerta. Y entonces él entró.
»Harvey había dejado la puerta medio abierta, bueno, un poco abierta. El hombre la acabó de abrir de una patada y entró. He intentado recordar si alguien gritó pero no lo recuerdo, no lo sé. Debimos de hacerlo. Él… disparó a Davina en la cabeza. Sostenía el arma con las dos manos, como hacen en las películas. Después disparó a mamá.
»No recuerdo con claridad lo que ocurrió a continuación. Me he esforzado por recordarlo, pero algo me lo impide; supongo que es normal cuando has vivido algo así, pero me gustaría poder recordar.
»Tengo la impresión de que caí al suelo. Me agazapé en el suelo. Sé que oí que se ponía en marcha un coche. Ése, el otro, había estado en el piso de arriba, creo que era el que oímos. El que me disparó estuvo abajo todo el rato, y cuando nos disparó, el otro salió deprisa y puso el coche en marcha. Eso es lo que creo.
– ¿Puedes describir al que te disparó?
Wexford contenía el aliento, esperando que ella dijera, temiendo que ella dijera que no podía recordarlo, que también esto había sido absorbido y destruido por la impresión. Su rostro se había contraído, casi deformado, con el esfuerzo por concentrarse, el recuerdo de sucesos casi intolerablemente dolorosos. Pareció desaparecer, como si se hubiera aliviado un poco. El alivio la calmó, como cuando se suspira.
– Puedo describirle. Puedo hacerlo. Me he obligado a mí misma a hacerlo. Lo que pude ver de él. Era… bueno, no demasiado alto pero corpulento, de complexión fuerte, muy rubio. Quiero decir que tenía el pelo rubio. No pude verle la cara, llevaba una máscara.
– ¿Una máscara? ¿Te refieres a una capucha? ¿Una media en la cabeza?
– No sé. No sé. He intentado recordarlo porque sabía que me lo preguntaría pero no lo sé. Pude verle el pelo. Sé que lo tenía rubio, corto y espeso, pelo rubio bastante espeso. Pero no habría podido verle el pelo si hubiera llevado una capucha, ¿no? ¿Sabe cuál es la impresión que tengo?
Él negó con la cabeza.
– Que era una máscara como la que la gente lleva cuando hay contaminación. O incluso una de esas máscaras que llevan los leñadores cuando están utilizando una sierra de cadena. Pude verle el pelo y la barbilla. Pude verle las orejas, pero eran orejas corrientes, ni grandes ni de soplillo ni nada parecido. Y su barbilla también era corriente, tal vez tuviera un hoyuelo en ella, una especie de pequeño hoyuelo.
– Daisy, hiciste muy bien. Hiciste muy bien fijándote en todo esto antes de que te disparara.
Al oír estas palabras la muchacha cerró los ojos y contrajo el rostro. Wexford comprendió que era demasiado pronto para hablar del disparo, del ataque a ella. Comprendió el terror que debía de evocar en ella, que ella también habría podido morir en aquella habitación de muerte.
Una enfermera asomó la cabeza por la puerta.
– Estoy bien -dijo Daisy-. No estoy cansada, no me estoy excediendo. De veras.
La cabeza se retiró. Daisy tomó otro sorbo del vaso de la mesilla de noche.
– Vamos a hacer un retrato del hombre basándonos en lo que has podido decirme -dijo Wexford-. Y cuando estés mejor y hayas salido de aquí, te pediré si quieres volver a contar todo esto en forma de declaración. También, con tu permiso, lo grabaremos en cinta. Sé que será duro para ti, pero no digas que no ahora, piénsalo.
– No tengo que pensar -replicó ella-. Haré la declaración.
– Entretanto, me gustaría volver y hablar contigo otra vez mañana. Pero antes, me gustaría que me dijeras una cosa. ¿Joanne Garland llegó a ir a tu casa?
Daisy pareció reflexionar. Se quedó muy quieta.
– No lo sé -respondió por fin-. Quiero decir, no la oí llamar a la puerta ni nada. Pero después de que me dispararan pudieron ocurrir toda clase de cosas sin que yo me enterara. Estaba sangrando, quería llegar al teléfono, me concentré en la tarea de arrastrarme hasta el teléfono y llamarles a ustedes, la policía, a una ambulancia, antes de morir desangrada; realmente pensé que iba a morir desangrada.
– Sí -dijo él-, sí.
– Ella pudo haber ido después de que ellos, los hombres, se marcharan. No lo sé, es inútil que me pregunte a mí porque no lo sé. -Vaciló, y luego dijo con voz baja-: ¿Señor Wexford?
– ¿Sí?
Por un momento Daisy no dijo nada. Bajó la cabeza y el abundante cabello castaño oscuro cayó hacia delante, cubriéndole la cara, el cuello y los hombros como un velo. Levantó la mano derecha, aquella mano delgada, blanca y de largos dedos, y se peinó el pelo, tomó un mechón y lo apartó. Alzó la mirada hacia Wexford, con expresión tensa, intensa, el labio superior curvado de dolor o incredulidad.
– ¿Qué será de mí? -le preguntó-. ¿Adonde iré? ¿Qué haré? Lo he perdido todo. Todo lo que importa.
No era el momento de recordarle que sería rica, que no todo había desaparecido. Lo que para muchos significa que la vida vale la pena le quedaba en abundancia. Jamás había visto a nadie creer ciegamente en el adagio que dice que el dinero no hace la felicidad. Pero permaneció callado.
– Debería haber muerto. Habría sido mejor para mí morirme. Tenía un miedo horrible a morirme. Creí que moría cuando la sangre me salía a borbotones y estaba aterrada… oh, estaba tan asustada… Lo curioso es que no me dolía. Me duele más ahora que entonces. Se diría que algo que te entra en la carne tiene que doler terriblemente, sin embargo no sentía ningún dolor. Pero habría sido mejor que me muriera, ahora lo sé.
– Sé que me arriesgo a que me consideres de esos que reparten los viejos placebos. Pero no te sentirás así siempre. Pasará -dijo Wexford.
Ella le miró fijamente, y dijo con voz bastante imperiosa:
– Entonces, le veré mañana.
– Sí.
Ella le tendió la mano y él se la estrechó. Sus dedos estaban fríos y muy secos.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Alberto de Sajonia-Coburgo (1819-1861), marido de la reina Victoria. (N. de la T.)