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9

Wexford se fue pronto a casa. Tenía la sensación de que ésa podía ser la última vez que llegara a casa a las seis en mucho tiempo.

Dora estaba en el vestíbulo, colgando el teléfono, cuando él entró.

Ella dijo:

– Era Sheila. Si hubieras llegado un segundo antes habrías podido hablar con ella.

Una réplica sardónica acudió a sus labios pero se contuvo. No había motivo para mostrarse desagradable con su esposa. Ella no tenía la culpa de nada. En realidad, en aquella cena del martes, ella había hecho todo lo posible para facilitar las cosas, para apagar el tono de rencor y suavizar el sarcasmo.

– Van a venir -dijo Dora en tono neutro.

– ¿Quién va a venir?

– Sheila y… y Gus. A pasar el fin de semana. Ya sabes que el martes Sheila dijo que quizá vendrían.

– Desde el martes han pasado muchas cosas.

En cualquier caso, probablemente él no estaría mucho tiempo en casa durante el fin de semana. Pero el día siguiente era el fin de semana, el día siguiente era viernes, y ellos llegarían a última hora de la tarde. Se sirvió una cerveza, una Adnam que una tienda de licores local había empezado a vender, y sirvió un jerez seco para Dora. Ella posó una mano en el brazo de él, lo movió para introducir su mano. A él le recordó el helado roce de Daisy. Pero el de Dora era cálido.

Explotó:

– ¿Tengo que tener aquí a ese sinvergüenza todo el fin de semana?

– Reg, no empieces así. Sólo le hemos visto dos veces.

– La primera vez que le trajo -dijo Wexford-, se quedó de pie en esta habitación, frente a mis libros, y los fue sacando uno por uno. Los miró con una sonrisa un poco desdeñosa. Sacó el Trollope y lo miró así. Sacó las narraciones cortas de M. R. James y sacudió la cabeza. Todavía puedo verle, allí de pie con James en la mano y meneando la cabeza despacio, muy despacio de lado a lado. Pensé que iba a bajar los pulgares. Pensé que haría lo que hacía la Primera Vestal cuando el gladiador tenía a su contrincante a su merced en la arena. Muerte. Ése es el veredicto del juez supremo, muerte.

– Tiene derecho a tener su opinión.

– No tiene derecho a despreciar la mía y demostrar que la desprecia. Además, Dora, eso no es lo único y tú lo sabes. ¿Has conocido alguna vez a un hombre con una actitud más arrogante? ¿Alguna vez… bueno, en tu círculo familiar o entre gente que conoces bien… alguna vez te has tropezado con alguien que te haga sentir tan claramente que te desprecia? A ti y a mí. Todo lo que decía estaba pensado para demostrar su altura, su talento, su ingenio. ¿Qué ve Sheila en él? ¿Qué ve en él? Es bajito y delgado, es feo, es miope, no puede ver más allá de sus narices…

– ¿Sabes una cosa, querido? A las mujeres nos gustan los hombres bajitos. Los encontramos atractivos. Sé que los que son altos como tú no lo creen, pero es cierto.

– Burke decía…

– Sé lo que decía Burke. Ya me lo has dicho. La belleza de un hombre reside enteramente en su altura, o algo así. Burke no era mujer. De todas maneras, espero que Sheila le valore por su mente. Es un hombre muy inteligente, Reg. Quizás es un genio.

– Que Dios nos ayude si vas a llamar genio a todo el que estaba preseleccionado para el premio Booker.

– Creo que deberíamos hacer concesiones al orgullo de un hombre joven por sus propios logros. Augustine Casey sólo tiene treinta años y ya es considerado uno de los principales novelistas de este país. O eso dicen los periódicos. Sus libros merecen reseñas de media página en la sección de libros de The Times. Su primera novela ganó el premio Somerset Maugham.

– El éxito debería volver a la gente humilde, modesta y amable, como dijo en algún sitio el que concede ese premio.

– Raras veces ocurre así. Trata de ser indulgente con él, Reg. Intenta escucharle con… con la sabiduría de un hombre mayor cuando él da sus opiniones.

– ¿Y puedes decir esto después de lo que te dijo de tus perlas? Eres una mujer magnánima, Dora. -Wexford soltó una especie de gruñido-. Si a ella no le gustara realmente. Si pudiera ver lo que yo veo. -Se tomó la cerveza, hizo una mueca como si el gusto después de todo no le resultara agradable-. ¿No crees… -se volvió a su esposa, aterrado- no crees que se casará con él, verdad?

– Creo que podría vivir con él, iniciar una… ¿cómo lo diría?, una relación duradera con él. Eso es lo que creo, Reg, de veras. Tienes que afrontarlo. Me ha dicho… oh, Reg, no pongas esa cara. Tengo que decírtelo.

– ¿Decirme qué?

– Dice que está enamorada de él y que no cree que nunca antes haya estado enamorada.

– Oh, Dios mío.

– Si me dice eso, ella que nunca me cuenta nada… bueno, tiene que ser importante.

Wexford le respondió melodramáticamente. Sabía que era muy melodramático antes de pronunciar las palabras, pero no pudo detenerse. La comedia le consoló un poco.

– Me quitará a mi hija. Si él y ella están juntos, Sheila y yo hemos acabado. Dejará de ser mi hija. Es cierto. Lo veo. ¿De qué sirve fingir otra cosa? ¿De qué sirve fingir?

Había bloqueado la cena de aquel martes. O los acontecimientos de Tancred House y sus consecuencias la habían bloqueado por él, pero ahora abrió su mente, la segunda cerveza que se sirvió abrió su mente, y vio a aquel hombre entrar en el pequeño restaurante provinciano, mirando lo que le rodeaba, susurrando algo a Sheila. Ella había preguntado cómo le gustaría a su padre, su anfitrión, que se sentaran a la mesa, pero Augustine Casey, antes de que Wexford tuviera oportunidad de hablar, había elegido su sitio. Era la silla que quedaba en el rincón de la sala.

– Me sentaré aquí, donde pueda ver el circo -dijo con una pequeña sonrisa particular, una sonrisa que era sólo para sí mismo, que excluía incluso a Sheila.

Wexford había entendido que se refería a que quería observar el comportamiento de los otros comensales. Quizás era prerrogativa de los novelistas, aunque apenas si lo era de un posmoderno extremo como Casey. Ya había escrito al menos una obra de ficción sin personajes. Wexford había tratado de hablar con él, hacerle hablar de algo, aunque el tema fuera él mismo. En casa había hablado, había expresado algunas oscuras opiniones sobre la poesía en Europa oriental, cada frase que utilizaba conscientemente hábil, pero una vez en el restaurante se quedó callado, como aburrido. Se limitó a responder brevemente a las preguntas necesarias.

Una de las cosas que había enfurecido a Wexford era su negativa a utilizar una frase corriente o emplear buenas maneras. Cuando se le decía «Hola, ¿cómo estás?», respondía que no estaba bien pero que era inútil preguntárselo porque raras veces lo estaba. Si se le preguntaba qué bebería, pedía una insólita agua mineral galesa que iba en botellas de color azul oscuro. Si no la tenían, bebía brandy.

El primer plato lo dejó después de dar un bocado. A media cena rompió su silencio para hablar de perlas. El panorama de que disfrutaba desde donde estaba sentado le proporcionaba la vista de no menos de ocho mujeres con perlas en torno al cuello o en las orejas. Después de utilizar la palabra una vez no la repitió sino que se refirió a «concreciones» o «formaciones quitinosas». Citó a Plinio el Viejo que decía que las perlas era «el artículo más soberano de todo el mundo», citó la literatura védica india y describió joyas etruscas, pronunció unas mil palabras más o menos sobre las perlas de Omán y Qatar que proceden de aguas a treinta y siete metros de profundidad. Sheila le escuchaba atenta. ¿De qué servía engañarse a sí mismo? Ella le escuchaba, mirándole fijamente, con adoración.

Casey se mostró elocuente en el tema de la perla barroca de Hope que pesaba trescientos once gramos y en La Reine des Perles, que se encontraba entre las joyas de la corona de Francia robadas en 1792. Después habló de las supersticiones asociadas con las «concreciones», y con los ojos puestos en el modesto collar que llevaba Dora, habló de la locura de las mujeres de edad que creían que estos collares les devolverían la juventud perdida.

Wexford entonces decidió hablar, censurarle, pero sonó su teléfono y se marchó sin decir una palabra. O sin decir una palabra de reprensión. Naturalmente, se despidió. Sheila le dio un beso y Casey dijo, como si se tratara de alguna despedida de rigor:

– Ya nos veremos.

La ira le había fulminado, hervía de rabia cuando cruzó la oscuridad, el frío bosque. La enorme tragedia la neutralizó. Pero la tragedia de Tancred no era suya, y ésta sí lo era, o podría serlo. Las imágenes seguían acudiendo a su mente, los escenarios futuros imaginados, su hogar. Pensó en cómo sería cuando telefoneara a su hija y respondiera aquel hombre. ¿Qué mensaje de ingenio arcano habría grabado aquel hombre en el contestador automático suyo y de Sheila? ¿Cómo sería cuando, por algún viaje necesario a Londres, el padre de Sheila la visitara, como tanto le gustaba hacer, y aquel hombre estuviera allí?

Su mente estaba llena de estas escenas y cuando se fue a la cama esperaba que la consecuencia natural sería soñar con Casey. Pero la pesadilla que tuvo, hacia el amanecer, estaba relacionada con la matanza de Tancred. Él se hallaba en aquella habitación, a aquella mesa, con Daisy y Naomi Jones y Davina Flory; Copeland había ido a investigar los ruidos del piso de arriba. Él no oía ningún ruido, examinaba el mantel rojo, preguntaba a Davina Flory por qué tenía aquel color tan vivo, por qué era rojo. Y ella, riendo, le decía que estaba confundido, quizás era daltónico, muchos hombres lo eran. El mantel era blanco, blanco como la nieve.

¿A ella no le importaba emplear una expresión trillada como aquélla?, le preguntaba él. No, no, respondía ella y sonreía, le tocaba la mano con la suya, clichés como esos que a veces son la mejor manera de describir algo. Se podía ser demasiado listo.

Se oía el disparo y entraba el asesino en la habitación. Wexford se deslizaba fuera, escapaba sin ser visto, la ventana con sus cristales curvados se fundía para permitirle el paso, de modo que pudiera ver el coche que huía por el patio, conducido por el otro hombre.

El otro hombre era Ken Harrison.

Por la mañana, en los establos -había dejado de llamarlos sala de coordinación: eran los establos-, le mostraron el dibujo realizado según la descripción de Daisy. Aparecería en las noticias de televisión aquella noche, en todas las cadenas.

¡Había podido decirle tan pocas cosas! La cara dibujada era más suave y más inexpresiva de lo que puede ser ninguna cara real. Aquellas facciones que ella había podido describir, el artista parecía haberlas acentuado, quizá de manera inconsciente. Al fin y al cabo, eran lo único que tenían para trabajar. Así que el hombre que miraba a Wexford desde el papel tenía los ojos inexpresivos muy separados y una nariz recta, los labios ni gruesos ni finos, una fuerte barbilla con un hoyuelo en el centro, grandes orejas y abundante cabello claro.

Echó un vistazo a los informes de la autopsia de Sumner-Quist; después, se hizo conducir a Kingsmarkham para aparecer en la investigación preliminar. Como esperaba, se inició, se oyeron las pruebas presentadas por el patólogo y se levantó la sesión. Wexford cruzó High Street, enfiló York Street y entró en el Kingsbrook Centre para encontrar Garlands, la galería de artesanía.

Aunque una nota en el interior de la puerta de cristal informaba a los posibles clientes de que la galería estaría abierta cinco días a la semana de las 10 de la mañana a las 5.30 de la tarde, los miércoles de 10 de la mañana a una de la tarde y cerrada los sábados, estaba cerrada. Los escaparates a ambos lados de esta puerta contenían un conocido surtido de alfarería, arreglos con flores secas, cestería, marcos de mármol para fotografías, cuadros hechos con conchas, casitas de cerámica, joyas de plata, cajas de madera taraceada, chucherías de cristal, animales en miniatura tallados, tejidos, moldeados, de cristal soplado y cosidos, así como una gran cantidad de ropa para la casa con pájaros, peces, flores y árboles estampados.

Pero ninguna luz iluminaba esta plétora de inutilidad. Una semioscuridad, que se convertía en oscuridad completa en las profundidades de la galería, sólo permitía a Wexford identificar los artículos más grandes que colgaban de falsas vigas antiguas, quizá vestidos, chales o blusas, y una caja registradora colocada entre una pirámide de lo que parecían grotescos animales de fieltro, que no invitaban a abrazarlos, y un expositor que mostraba, tras un turbio cristal, máscaras de terracota y jarrones de porcelana.

Era viernes y Garlands estaba cerrado. La posibilidad de que la señora Garland hubiera cerrado su galería para el resto de la semana por respeto a la memoria de Naomi Jones, su socia, que había muerto de un modo tan terrible, no se le escapó. O tal vez no había abierto porque simplemente estaba demasiado trastornada. Todavía no conocía el grado de amistad de la señora Garland con la madre de Daisy. Pero el propósito de la visita de Wexford era preguntar por la visita que ella podía haber hecho o no a Tancred House la noche del martes.

Si había estado allí, ¿por qué no lo había comunicado? La publicidad que se había dado al asunto era enorme. Se había apelado a todo el que hubiera tenido la más mínima relación con Tancred House. Si ella no había estado allí, ¿por qué no les había dicho el porqué?

¿Dónde vivía? Daisy no se lo había dicho, pero era sencillo averiguarlo. No en la galería, de todos modos. Las tres plantas del centro estaban enteramente dedicadas a detallistas, boutiques, peluquerías, un gran supermercado, una tienda de bricolaje, dos restaurantes de comida rápida, un centro de jardinería y un gimnasio. Podía llamar a la sala de coordinación y conseguir la dirección en cuestión de minutos, pero la principal oficina de Correos de Kingsmarkham se hallaba al otro lado de la calle. Wexford entró y, evitando la cola para comprar sellos y cobrar pensiones, que serpenteaba a lo largo de un camino señalado con cuerdas, pidió ver el registro electoral. Era lo que habría hecho mucho antes, cuando no existía tanta tecnología. A veces, a modo de desafío, le gustaba hacer estas cosas anticuadas.

La lista de votantes estaba ordenada por calles, no por apellidos. Era tarea para un subordinado, pero ya que él estaba allí, había empezado. De todos modos, quería saber, y lo antes posible, por qué Joanne Garland había cerrado la tienda y, presumiblemente, la había tenido cerrada durante tres días.

Por fin la encontró; sólo estaba a un par de calles de dónde él vivía. La casa de Joanne Garland se hallaba en Broom Vale, un edificio algo más espacioso y superior que el suyo. Vivía sola. El registro se lo indicó. Por supuesto, no le indicaba si vivía con ella alguien menor de dieciocho años, pero era improbable. Wexford regresó al patio donde estaba su coche. En la ciudad no podía aparcar mal. Wexford imaginaba el artículo en el Kingsmarkham Courier, algún brillante periodista joven -¿quizás el propio Jason Sebright?- identificando el coche del inspector jefe Wexford en la doble línea amarilla, atrapado en las fauces del cepo.

No había nadie en casa. En la casa de al lado, a ambos lados, tampoco había nadie.

Cuando era joven, se solía encontrar a una mujer en casa. Las cosas habían cambiado. Por alguna razón, esto le recordó a Sheila e intentó apartar ese pensamiento. Echó un vistazo a la casa, la cual nunca se había molestado en examinar, aunque había pasado por delante de ella cientos de veces. Era bastante corriente, independiente, con su jardín bien cuidado, recién pintada, probablemente con cuatro dormitorios, dos baños, con una antena de televisión que sobresalía de una ventana del piso superior. Un almendro florecía en el jardín delantero.

Wexford pensó unos momentos; después, fue a la parte trasera. La casa parecía cerrada a cal y canto. Pero en aquella época del año, principios de primavera, tenía que parecer cerrada a cal y canto, las ventanas no estarían abiertas. Miró a través de la ventana de la cocina. El interior estaba ordenado, aunque había platos en la escurridera, lavados y apoyados uno contra otro para que se secaran.

Volvió a la parte delantera de la casa y atisbo por el ojo de la cerradura de la puerta del garaje. Dentro había un coche pero no pudo identificar de qué tipo. Una mirada a través de la pequeña ventana que había a la derecha de la puerta le mostró periódicos en el suelo y un par de cartas. ¿Quizá sólo los periódicos de aquella mañana? Pero no; alcanzó a ver un Daily Mail en el borde de la esterilla y otro medio oculto por un sobre marrón. Wexford torció la cabeza, esforzándose por descifrar el nombre del tercer periódico del que sólo podía ver una esquina y un trozo de una fotografía. La fotografía era de cuerpo entero de la princesa de Gales.

Al regresar a Tancred House, hizo detener el coche ante un quiosco. Como suponía, la fotografía de la princesa de Gales aparecía en el Mail de aquel día. Por tanto, habían llegado tres periódicos para Joanne Garland desde que ella había estado en casa por última vez. Por lo tanto, no había estado allí desde el martes por la noche.

Barry Vine dijo, con su hablar lento y relajado:

– Gabbitas tal vez estuvo en ese bosque el martes por la tarde, señor, y tal vez no. Los testigos de dónde estaba él son lo que usted llamaría escasos. O de donde él dice que estaba. El bosque está en un terreno que pertenece a un hombre que posee más de dos mil hectáreas. Él llama cultivo orgánico a lo que hace en una zona de allí. Ha plantado nuevo arbolado y se ha quedado algo de eso que se deja aparte y el gobierno te paga para que no cultives nada.

»La cuestión es que el bosque donde Gabbitas dice que estaba se encuentra a kilómetros de ningún sitio. Vas por ese sendero más de tres kilómetros, es como el fin del mundo, no se ve ni un tejado, ni siquiera un cobertizo. Bueno, yo he vivido toda la vida en el campo, pero no creía que hubiera nada como eso cerca de Londres.

»Ellos lo llaman recortar, lo que él estaba haciendo. Sería podar si se tratara de rosas y no de árboles. Lo ha hecho, de eso no cabe duda, y se ve que ha estado allí; hemos comprobado las huellas con su Land Rover. Pero lo que queda por saber es si estuvo allí el martes.

Wexford hizo un gesto de asentimiento.

– Barry, quiero que vayas a Kingsmarkham y encuentres a la señora Garland, Joanne Garland. Si no la encuentras, y no creo que la encuentres, mira a ver si puedes descubrir adonde ha ido; de hecho, sus movimientos desde el martes por la tarde. Llévate a alguien, a Karen. Vive en Broom Vale, en el número quince, y tiene una de esas tiendas de cursilerías en el Centro. Averigua si ha desaparecido su coche, habla con los vecinos.

– ¿Señor?

Wexford alzó las cejas.

– ¿Qué es una tienda de cursilerías? -Vine recalcó la segunda palabra-. Estoy seguro de que debería saberlo, pero no me viene a la cabeza.

Por alguna razón, esto recordó a Wexford los días lejanos en que su abuelo, que tenía una quincallería en Stowerton, ordenaba a un aprendiz perezoso que saliera a comprar una libra de grasa para codos [3] y el muchacho obedecía e iba. Pero Vine no era ni perezoso ni estúpido; Vine -aunque no hay que hablar mal de los muertos- era muy superior a Martin. En lugar de contarle esta historia, Wexford le explicó la palabra que había utilizado.

Wexford encontró a Burden almorzando en su escritorio. Éste se hallaba tras unos biombos donde los muebles de Daisy, librerías, sillas, cojines, estaban cuidadosamente cubiertos con sábanas. Burden comía pizza y ensalada de col, comidas ambas que no figuraban entre las favoritas de Wexford, ni separadas ni juntas, pero de todos modos le preguntó de dónde lo había sacado.

– Nuestro camión de suministros. Está fuera y lo estará cada día de doce y media a dos. ¿No lo encargaste tú?

– Es la primera noticia que tengo -dijo Wexford.

– Dile a Karen que vaya a buscarte algo. Tienen un buen surtido.

Wexford dijo que Karen Malahyde había ido a Kingsmarkham con Barry Vine, pero le pediría a Davidson que fuera a buscarle su almuerzo. Davidson sabía lo que le gustaba. Se sentó frente a Burden con un café del color del barro procedente de la máquina.

– ¿Qué hay de esos Griffin?

– El hijo está sin empleo, vive del paro… bueno, no, de la Ayuda Familiar, hace demasiado tiempo que está sin empleo para cobrar del paro. Vive en casa con sus padres. Se llama Andrew o Andy. Los padres son Terry y Margaret, mayores tirando a ancianos.

– Como yo -dijo Wexford-. Qué frases tan eficaces utilizas, Mike.

Burden no le hizo caso.

– Son gente retirada que no tienen suficientes cosas que hacer; me pareció que no tenían nada que hacer. Y también son paranoicos totales. Todo está mal y todo el mundo está contra ellos. Cuando llegamos allí estaban esperando que los de la telefónica les arreglaran el teléfono; pensaron que éramos ellos y los dos nos metieron una bronca antes de darnos oportunidad de explicarnos. Entonces, en cuanto se mencionó el nombre de Tancred, empezaron a quejarse de que habían dedicado a ese lugar los mejores años de su vida y a contar las iniquidades de Davina Flory como dueña, ya puedes imaginar. Lo curioso fue que aunque debían de saber, quiero decir, era evidente que sabían, lo que había sucedido el martes por la noche -incluso tenían el periódico de ayer con las fotos-, no dijeron una sola palabra al respecto hasta que nosotros lo hicimos. Quiero decir, ni siquiera hicieron un comentario referente a lo terrible que era. Sólo intercambiaron una mirada cuando yo dije que creía que ellos habían trabajado allí, y Griffin dijo un poco ceñudo que sí habían trabajado allí, nunca lo olvidarían, y después se fueron, los dos, hasta que tuvimos que… bueno, frenar la marea.

Wexford citó:

– «Se ha producido un acontecimiento del que es difícil hablar e imposible permanecer callado.» -Recibió a cambio una mirada suspicaz-. ¿Los de teléfonos llegaron?

– Sí, al final sí. Yo estaba que me subía por las paredes, porque la mujer iba a la puerta delantera cada cinco minutos a mirar arriba y abajo la calle a ver si venía. Por cierto, Andy Griffin no estaba, llegó más tarde. Su madre dijo que había ido a hacer jogging.

Davidson les interrumpió; apareció tras los biombos con un envase de papel encerado que contenía pollo, arroz pilaf y salsa de mango para Wexford.

– Ojalá yo hubiera tomado eso -dijo Burden.

– Ahora es demasiado tarde. No te lo cambio, detesto la pizza. ¿Averiguaste por qué se pelearon con los Harrison?

Burden pareció sorprendido.

– No lo pregunté.

– No, pero si son tan paranoicos podían haber ofrecido esa información sin que se les preguntara.

– No mencionaron a los Harrison. Quizás eso es importante. Margaret Griffin siguió hablando del estado inmaculado en que había dejado el cottage y que una vez que se encontraron con Gabbitas él llevaba alquitrán en las botas y se lo limpió en la alfombra. Pronto convertiría aquel lugar en un vertedero, estaba segura.

»Llegó Andy Griffin. Supongo que podía haber estado haciendo jogging. Tiene exceso de peso, por no decir que está gordo. Llevaba chándal pero no todo el mundo que lleva chándal corre. Tiene aspecto de no poder correr tras un autobús que vaya a ocho kilómetros por hora. Es más bien bajo y rubio, pero no hay manera de que encaje con la descripción que hizo Daisy Flory.

– No habría sido necesario que le describiera. Le habría conocido -dijo Wexford-. Le habría conocido aunque hubiera llevado una máscara.

– Cierto. El martes por la noche estaba fuera, dice que con unos amigos, y sus padres confirman que salió hacia las seis. Lo estoy comprobando con sus amigos. Se supone que fueron de pubs en Myringham y a tomar comida china en un lugar llamado Panda Cottage.

– ¡Qué nombres! Suena a guarida de especies en peligro. ¿Vive del paro?

– Más o menos. Hay algo curioso en él, Reg, aunque no sé decirte qué. Sé que no sirve de ayuda, pero lo que realmente estoy diciendo es que no hemos de perder de vista a Andrew Griffin. Sus padres dan la impresión de sentir desagrado por todo el mundo y han acumulado mucho resentimiento por alguna razón, o por ninguna, contra Harvey Copeland y Davina Flory, pero Andy… Andy les odia. Su actitud y su voz cambian cuando habla de ellos. Incluso dijo que se alegraba de que hubieran muerto… «Escoria» y «mierda» son palabras que utiliza al hablar de ellos.

– El Príncipe Azul.

– Sabremos algo más cuando averigüemos si realmente estuvo de pubs y en este Panda Cottage el martes.

Wexford consultó su reloj.

– Es hora de que vaya al hospital. ¿Quieres venir? Podrías hacer tú mismo algunas preguntas sobre Griffin a Daisy.

En cuanto hubo dicho estas palabras lo lamentó. Daisy se había acostumbrado a él, pero casi seguro que no querría que otro policía llegara con él y que lo hiciera sin habérselo anunciado. Pero no tenía que preocuparse. Burden no tenía intención de ir. Burden tenía una cita para efectuar otra entrevista a Brenda Harrison.

– Resistirá -dijo de Daisy-. Se sentirá mejor para hablar cuando haya salido de allí. Por cierto, ¿adonde irá cuando salga de allí?

– No lo sé -respondió Wexford despacio-. Realmente no lo sé. No se me había ocurrido.

– Bueno, no puede ir a casa, ¿no? Si es que es su casa; supongo que lo es. No puede volver al lugar donde ocurrió todo. Quizás algún día, pero no ahora.

– Volveré -dijo Wexford cuando se iba- para ver lo que las cadenas de televisión hacen por nosotros. Llegaré a tiempo para ver las noticias de las cinco cuarenta.

Una vez más, en el hospital, no se anunció sino que entró discretamente, casi en secreto. La doctora Leigh no estaba ni había ninguna enfermera. Llamó a la puerta de la habitación de Daisy, sin poder ver mucho a través del cristal esmerilado, sólo la forma de la cama, suficiente para saber que no tenía visitas.

Nadie respondió a su llamada. Claro que llegaba más temprano que en las ocasiones anteriores. Solo, sin acompañantes, no le gustaba abrir la puerta. Volvió a llamar, ahora seguro, sin ninguna prueba para ello, de que la habitación estaba vacía. Debía de haber una sala de estar y tal vez Daisy estuviera en ella. Se volvió y se tropezó con un hombre que llevaba una bata corta blanca. ¿El enfermero de turno?

– Estoy buscando a la señorita Flory.

– Daisy se ha ido a casa hoy.

– ¿Se ha ido a casa?

– ¿Es usted el inspector jefe Wexford? Ha dejado el recado de que le había telefoneado. Sus amigos han venido a por ella. Puedo darle el nombre, lo tengo en algún sitio.

Daisy había ido a casa de Nicholas Virson y su madre en Myfleet. Ésa era, entonces, la respuesta a la pregunta de Burden. Había ido a casa de sus amigos, quizá sus amigos más íntimos. Wexford se preguntó por qué no se lo había dicho el día anterior, pero quizá no lo sabía. Sin duda, habían estado en contacto con ella, la habían invitado y ella había accedido para escapar. Casi todos los pacientes desean escapar del hospital.

– Seguirá en observación -dijo el enfermero de turno-. Tiene que venir a hacerse un reconocimiento el lunes.

De nuevo en los establos, Wexford miró la televisión, las noticias de una cadena tras las de otra. Apareció en la pantalla la impresión que el artista había sacado del aspecto que tenía el asesino de Tancred. Al verlo de aquel modo, ampliado, de alguna manera más convincente que un dibujo en un papel, Wexford se dio cuenta de a quién le recordaba.

A Nicholas Virson.

El rostro que aparecía en la pantalla era exactamente tal como él recordaba el rostro de Virson junto a la cama de Daisy. ¿Coincidencia, casualidad y algo fortuito por parte del artista? ¿O alguna deformación inconsciente por parte de Daisy? Eso restaba valor al dibujo, que ahora había desaparecido de la pantalla para dejar paso a la boda de una estrella de cine. ¡La máscara que el asesino llevaba había servido para su propósito si el resultado era que hacía que se pareciera al amigo de la testigo!

Wexford estaba sentado frente al televisor, sin ver nada. Eran casi las seis y media, la hora en que Sheila y Augustine Casey habían dicho que llegarían. No tenía ganas de ir a casa.

Volvió a su escritorio, donde le esperaban una docena de mensajes. El de encima le indicó lo que ya sabía, que Daisy Flory podía ser localizada en casa de la señora Joyce Virson en Thatched House, Castle Lañe, Myfleet. Esto también le indicó algo que no sabía, un número de teléfono. Wexford se sacó su teléfono portátil del bolsillo y marcó el número.

Respondió una voz de mujer, superior, arrolladora, imperiosa.

– ¿Diga?

Wexford dijo quién era y que le gustaría hablar con la señorita Flory el día siguiente, por la tarde, hacia las cuatro.

– ¡Pero si es sábado!

Él dijo que ya lo sabía. No se podía negar.

– Bueno, supongo que sí. Si es necesario. ¿Sabrá encontrar esta casa? ¿Cómo vendrá? No se puede fiar del servicio de autobuses…

Él dijo que estaría allí a las cuatro y oprimió el botón de colgar. La puerta se abrió, una fuerte corriente de frío aire del atardecer barrió la habitación y apareció Barry Vine.

– ¿De dónde sales? -preguntó Wexford un poco agrio.

– Parece ridículo, pero ha desaparecido. La señora Garland. Joanne Garland. Ha desaparecido.

– ¿Qué significa que ha desaparecido? ¿Quieres decir que no está allí? No es lo mismo.

– Ha desaparecido. No dijo a nadie que se iba, no dejó ningún mensaje ni instrucciones a nadie. Nadie sabe adonde ha ido. No ha estado en su domicilio ni en la tienda desde el martes por la tarde.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a>Elbow grease en inglés; literalmente significa «grasa para codos», pero en sentido figurado se utiliza para indicar «energía». (N. de la T.)