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10

Los viejos estaban mirando la televisión. Habían terminado su última comida del día; la habían servido a las cinco, y para ellos ya era la noche, pues no faltaba mucho para la hora de acostarse, que era a las ocho y media.

Sofás y sillas de ruedas estaban colocados formando un semicírculo frente al aparato. Los ancianos telespectadores se vieron ante una cara de bruto, la idea que tenía del asesino de Tancred el que había hecho el retrato robot. Era el tipo de rostro que en otro tiempo, mucho tiempo atrás, se definía con la frase «una bestia rubia». Y ésta es la expresión que uno de ellos, una mujer, utilizó para describirle, pronunciándolo con un alto susurro al hombre que tenía a su lado:

– ¡Mírale, una auténtica bestia rubia!

Ella parecía una de las residentes más animadas de la residencia de jubilados de Caenbrook, y Burden sintió alivio cuando fue a su silla hacia donde les acompañó, a él y al sargento Vine, la delgada muchacha de aspecto preocupado que les había recibido. La mujer se volvió, sonrió, y la sorpresa pronto dio lugar a un auténtico placer cuando comprendió que las visitas, quienesquiera que fueran, eran para ella.

– Edie, alguien quiere verte. Son policías.

La sonrisa prosiguió. Se ensanchó.

– Eh, Edie -dijo el anciano a quien ella había hablado en susurros-, ¿qué has estado haciendo?

– ¿Yo? Ojalá hubiera tenido oportunidad de hacer algo.

– Señora Chowney, soy el inspector Burden y éste es el sargento detective Vine. Me pregunto si podríamos hablar con usted. Deseamos conocer el paradero de su hija.

– ¿Cuál? Tengo seis.

Como Burden dijo a Wexford más tarde, eso casi le sorprendió. Sin duda le dejó mudo, aunque brevemente. Edie Chowney arregló la situación anunciando con orgullo -a un público que, evidentemente, lo había oído ya muchas veces- que también tenía cinco hijos. Todos vivos, todos se ganaban la vida, todos vivían en aquel país. A Burden le pareció espantoso, algo que en otras muchas sociedades sería incomprensible, que de esos once hijos ninguno se hubiera llevado a su madre a vivir con él, bajo su ala. En realidad, para evitarlo, habían preferido reunir el dinero, entre todos, probablemente, para mantenerla en este sin duda costoso callejón sin salida para los viejos a quienes nadie quería.

Mientras recorrían el corredor para ir a la habitación de la señora Chowney, plan propuesto por la delgada cuidadora, lo que provocó más obscenidades por parte del anciano, Burden reflexionó que uno de esos diez hermanos de Joanne Garland habría podido ser una mejor fuente para la información que buscaba. Pero en eso se equivocaba, pues Edie Chowney, al caminar hacia su habitación sin ayuda, acompañándoles y quejándose a la cuidadora de que la calefacción no era ni mucho menos adecuada, demostró tener perfecto dominio de sus facultades mentales y una manera de hablar como de alguien treinta años más joven.

Parecía estar llegando a los ochenta, ser una mujer animada, delgada pero ancha. Era un cuerpo fuerte que había dado a luz a muchos hijos. Llevaba su fino pelo teñido castaño oscuro. Sólo sus manos, como raíces de árboles y con los nudillos protuberantes, revelaban que una artritis debía de haberla traicionado y enviado a Caenbrook.

La habitación contenía el mobiliario básico y las posesiones de Edie Chowney. La mayoría, fotografías enmarcadas. Estas llenaban el antepecho de la ventana y la mesa, la mesilla de noche y la pequeña librería, gente retratada con su propia posteridad, sus esposas, sus perros, sus hogares al fondo, todos ellos entre cuarenta y cincuenta y cinco años. Uno probablemente era Joanne Garland, pero no había manera de saber cuál.

– Tengo veintiún nietos -dijo la señora Chowney cuando le vio que miraba-. Tengo cuatro biznietos y con un poco de suerte, si el mayor de Maureen lo consigue, tendré un tataranieto un día de éstos. ¿Qué quieren saber de Joanne?

– Adonde ha ido, señora Chowney -dijo Barry Vine-. Nos gustaría conocer la dirección de donde está. Sus vecinos no lo saben.

– Joanne no tuvo hijos. Se casó dos veces pero no tuvo hijos. Las mujeres de mi familia no son estériles, así que imagino que fue por elección. En mi época no podíamos elegir mucho, pero los tiempos cambian. Joanne es demasiado egoísta, no habría soportado el ruido y el alboroto que arman los niños. Siempre hay alboroto cuando hay niños. Yo lo sé, he tenido once. Hay que tener en cuenta que ella era la mayor de las chicas, así que lo sabía.

– Joanne se ha ido, señora Chowney. ¿Puede usted decirnos adonde?

– Su primer esposo era un gran trabajador, pero nunca prosperó. Ella se divorció. A mí no me gustó eso, dije, eres la primera persona de nuestra familia que acude ante un tribunal de divorcios, Joanne. Pat se divorció más adelante y también Trev, pero Joanne fue la primera. De todas maneras, conoció a este hombre rico. ¿Saben lo que él solía decir? Decía: Sólo soy un pobre millonario, Edie. Bueno, ellos se corrían grandes juergas; gastar, gastar, gastar, pero todo fracasó. Él tuvo que pagar… oooh, ella le hizo pagar gusto y ganas. Así es como consiguió esa casa e inició ese negocio que tiene y se compró ese gran coche y todo. Ella me paga esto. Cuesta tanto estar aquí como en un hotel elegante de Londres, lo cual resulta un misterio cuando uno mira alrededor. Pero ella paga, los otros no podrían.

Burden tuvo que detener la marea. Edie Chowney sólo había parado para tomar aliento. Él había oído hablar de la verborrea de la gente solitaria cuando por fin encuentran compañía, pero esto (como se dijo a sí mismo) era ridículo.

– Señora Chowney…

Ella dijo, con más aspereza:

– Está bien. Ya lo sé. Hablo demasiado. No es la edad, es que soy así, siempre he sido charlatana, mi esposo solía reñirme. ¿Qué querían saber de Joanne?

– ¿Dónde está?

– En casa, por supuesto, o en la tienda. ¿Dónde, si no, podría estar?

– ¿Cuándo la vio por última vez, señora Chowney?

La mujer hizo algo curioso. Fue como si estuviera recordando sobre qué hijo en particular le estaban preguntando. Miró la colección de fotografías que había junto a la cama, hizo una pausa para calcular, seleccionó una en color que estaba en un marco de plata y la miró, asintiendo con la cabeza.

– Sería el martes por la noche. Sí, eso es, el martes, porque fue el día que viene el callista y siempre viene los martes. Joanne vino mientras tomábamos el té. Hacia las cinco. Quizá las cinco y cuarto. Dije, llegas pronto, ¿y la tienda?, y ella dijo, la galería, madre, siempre dices eso, no pasa nada, Naomi está en la galería hasta la media. ¿Sabe a quién se refería? Naomi es una de las que asesinaron, no, masacrado, como dicen en la tele, masacrado en Tancred House. ¿No les parece que fue terrible? Supongo que han oído hablar de ello; bueno, claro que sí, si son policías.

– Mientras su hija estaba con usted, ¿le dijo algo de ir a Tancred House aquella noche?

La señora Chowney entregó a Burden la fotografía.

– Ella siempre iba allí el martes por la noche. Ella y esa pobre Naomi, la que masacraron, hacían las cuentas de la tienda. Ésa es Joanne, se la hicieron hace cinco años, pero no ha cambiado mucho.

La mujer parecía ir excesivamente bien vestida con un traje rosa brillante con botones dorados. Una gran cantidad de bisutería dorada le rodeaba el cuello y le colgaba de las orejas. Era alta y poseía buena figura. Llevaba el pelo, rubio, peinado de un modo bastante rígido y complicado y parecía ir muy maquillada, aunque esto era difícil de saber.

– ¿No le dijo que se iba de vacaciones?

– No se iba -dijo Edie Chowney con aspereza-. No se iba a ir a ninguna parte. Me lo habría dicho. ¿Qué les hace pensar que se ha marchado?

A Burden no le gustaba responder a esa pregunta.

– ¿Cuándo espera que vuelva a visitarla?

Su voz denotó amargura.

– Tres semanas. Unas buenas tres semanas. No será antes. Joanne nunca viene más de una vez cada tres semanas y a veces pasa un mes. Ella paga y cree que ya ha cumplido con su deber. Viene cada tres semanas, se queda diez minutos y cree que es una buena hija.

– ¿Y sus otros hijos?

Se lo preguntó Vine. Burden había decidido no hacerlo.

– Pam viene. Quiero decir, sólo vive a dos calles de aquí, así que venir cada día no la mataría. No viene cada día. Pauline está en Bristol, o sea que no puedo esperar que lo haga, y Trev trabaja en una torre de perforación de petróleo. Doug está en Telford, esté donde esté eso. Shirley tiene cuatro hijos y ésa es su excusa, aunque Dios sabe que todos son ya adolescentes. John pasa por aquí cuando le va bien, lo cual no es a menudo, y el resto aparecen hacia las fiestas navideñas. Ah, todos vienen juntos en Navidad, un verdadero ejército. ¿De qué me sirve eso? Se lo dije la última Navidad, ¿de qué me sirve que vengáis todos a la vez? Siete de ellos en Nochebuena, juntos, Tev y Doug y Janet y Audrey y…

– Señora Chowney -interrumpió Burden-, ¿puede darnos la dirección de… -vaciló, sin saber cómo expresarlo- uno o dos de sus hijos que vivan más cerca? ¿Quién vive cerca de aquí y podría saber adonde ha ido su hija Joanne?

Eran las ocho cuando Wexford por fin se fue a su casa. Cuando el coche llegó a la verja principal y Donaldson bajó para abrirla, observó algo atado a cada poste. Había demasiada oscuridad bajo los árboles para distinguir algo más que unos bultos informes.

Encendió la luz, bajó del coche y fue a mirar. Más ramos de flores, más tributos a los muertos. Esta vez, dos, uno en cada poste de la verja. Eran ramos sencillos pero arreglados de un modo exquisito: uno un ramillete Victoriano de violetas y primaveras y el otro una gavilla de narcisos blancos e hiedra verde oscuro. Wexford leyó una tarjeta: «Con todo mi pesar por la gran tragedia del 11 de marzo». El otro decía: «Estas muertes violentas tienen finales violentos y en su triunfo mueren». Regresó al coche y Donaldson cruzó la verja. El mensaje del primer ramo de flores dejado en el poste parecía inofensivo, una cita bastante apta sacada de Antonio y Cleopatra; bueno, apta si uno había admirado de modo extravagante a Davina Flory. El segundo tenía un matiz ligeramente siniestro. Era probable que también se tratara de Shakespeare, pero no pudo situarlo.

Tenía cosas más importantes en que pensar. El resultado de las llamadas telefónicas a John Chowney y Pamela Burns, Chowney de soltera, había sido sólo que no tenían idea de dónde se encontraba su hermana y no sabían que tuviera intención de marcharse. No había comunicado a su vecino que se ausentaría. Su vendedor de periódicos no había sido avisado. Joanne Garland no tenía costumbre de que le llevaran la leche a casa. El director de la tienda de postales, al lado de la galería del Kingsbrook Centre, había esperado que abriera la galería el jueves por la mañana, concediéndole un día de cierre por respeto a Naomi Jones.

John Chowney mencionó a dos mujeres a quienes llamó amigas íntimas de su hermana. Ninguna fue capaz de decirle a Burden nada de su paradero. Las dos se sorprendieron al enterarse de su ausencia. No la habían visto desde las cinco y cuarenta del martes, cuando salió de la residencia de jubilados de Caenbrook y la cuidadora de turno la vio entrar en su coche, que había aparcado enfrente. Joanne Garland había desaparecido.

En circunstancias diferentes, la policía ni se habría enterado. Una mujer que se marcha unos días sin decírselo a sus amigas o parientes no es una mujer desaparecida. Aquella cita en Tancred House a las ocho y cuarto el martes por la noche alteraba las cosas. Si Wexford estaba seguro de algo era de que había estado allí, había cumplido su promesa. ¿Su desaparición se debía a lo que había visto en Tancred House o a lo que había hecho?

Wexford entró en su casa e inmediatamente oyó risas procedentes del comedor, risas de Sheila. Su abrigo estaba colgado en el recibidor, tenía que ser suyo… ¿quién si no ella llevaría un abrigo de piel de onza sintética con un cuello de falso zorro color azul gasolina?

En el comedor habían tomado la sopa y estaban en el segundo plato. Pollo asado, no lenguado bonne femme. ¿Por qué había pensado en ello? Era una casa completamente diferente, toda ella se habría perdido en Tancred House, eran gente muy distinta. Se disculpó ante Dora por llegar tarde, le dio un beso, besó a Sheila y le tendió la mano a Augustine Casey aunque éste le hizo caso omiso.

– Gus nos ha estado hablando de Davina Flory, papá -dijo Sheila.

– ¿La conocías?

– Mis editores -dijo Casey- no están entre los que tienen la política de fingir ante un autor que no tienen a otros en su lista.

Wexford no sabía que él y la mujer fallecida compartían editor. No dijo nada, sino que se fue al recibidor y se quitó el sombrero y el abrigo. Se lavó las manos, diciéndose para sus adentros que fuera tolerante, que fuera magnánimo, que hiciera concesiones, que se mostrara amable. Cuando volvió al comedor y se sentó, Sheila hizo repetir a Casey todo lo que había dicho hasta entonces de los libros de Davina Flory, gran parte de ello más bien indecoroso en opinión de Wexford, y repetir también una increíble historia de que el editor de Davina Flory había enviado el manuscrito de su autobiografía a Casey para que diera su opinión antes de hacerle una oferta por ella.

– No suelo ser injusto -dijo Casey-, no lo soy, ¿verdad, cariño?

Wexford, preguntándose qué sucedería a continuación, dio un brinco al oír ese «cariño». La respuesta de Sheila casi le hizo encogerse, estaba tan llena de admiración y al mismo tiempo era tan espantosa que cualquiera, incluso el propio interesado, podría sugerir con desaprobación que no era ningún genio.

– No suelo ser injusto -repitió Casey, presumiblemente esperando un coro de negación incrédula-, pero en realidad no tenía idea de todo eso que sucedió y de que usted… -volvió sus pequeños ojos claros a Wexford-, quiero decir el padre de Sheila, estaba… cuál es la palabra, tiene que haber una palabra… ah, sí, encargado del caso. No sé nada de estas cosas, menos que nada, pero Scotland Yard todavía existe, ¿no? Quiero decir, ¿no hay allí algo llamado Brigada de Asesinatos? ¿Por qué usted?

– Cuéntame tus impresiones de Davina Flory -pidió Wexford en tono amable, tragando la rabia que le llenaba la boca con ardiente acritud y le colocaba pantallas rojas ante sus ojos-. Me interesaría oírla de alguien que la conocía profesionalmente.

– ¿Profesionalmente? No soy antropólogo. No soy explorador. La conocí en una fiesta de un editor. Y no, muchas gracias, no creo que le cuente a usted mis impresiones, no creo que sea sensato. No diré ni pío. Hacerlo sólo me recordaría la época en que me pillaron por conducir con imprudencia y el policía que me persiguió en su moto me leyó ante el tribunal todo lo que le dije, todo ello por supuesto deformado por el proceso de filtrado del semianalfabetismo.

– Toma un poco de vino, cariño -le ofreció Dora con suavidad-. Te gustará; Sheila lo ha traído especialmente.

– No les has puesto en la misma habitación, ¿verdad?

– Reg, ese comentario debería hacerlo yo, no tú. Se supone que tú eres el liberal. Claro que les he puesto en la misma habitación. No dirijo un asilo de ancianos Victorianos.

Wexford tuvo que sonreír a su pesar.

– Es la insensatez típica, ¿no? No me importa que mi hija duerma bajo mi techo con un hombre que me guste, pero me desagrada la idea cuando se trata de un mierda como él.

– ¡Nunca te había oído utilizar esa palabra!

– Tiene que haber una primera vez para todo. Que yo eche a alguien de mi casa, por ejemplo.

– Pero no lo harás.

– No, estoy seguro de que no lo haré.

La mañana siguiente, Sheila anunció que a ella y a Gus les gustaría llevarles a cenar al Cheriton Forest Hotel aquella noche. Hacía poco que había cambiado de dueño y era famoso por su buena comida a elevados precios. Había encargado una mesa para cuatro. Augustine Casey observó que sería divertido ver aquello directamente. Tenía un amigo que escribía acerca de lugares así para un periódico dominical, de hecho acerca de las manifestaciones del gusto de la década de los noventa. La serie se titulaba Más dinero que talento, título que era obra del cerebro de Casey. A él le interesaba no sólo la comida y el ambiente, sino el tipo de personas que lo frecuentaban.

Incapaz de resistirse, Wexford comentó irónico:

– Creía que habías dicho anoche que no eras antropólogo.

Casey esbozó una de sus misteriosas sonrisas.

– ¿Qué pone usted en su pasaporte? Agente de policía, supongo. Yo siempre pongo «estudiante». Hace diez años que dejé la universidad, pero todavía pongo «estudiante» en mi pasaporte y supongo que siempre lo pondré.

Wexford se iba. Iba a reunirse con Burden para tomar una copa en el Olive and Dove. Una norma, creada para ser quebrantada, era que nunca lo hacían en sábado. Tenía que salir de casa a ratos, aunque sabía que estaba mal. Sheila le pilló en el recibidor.

– Querido papá, ¿todo va bien? ¿Estás bien?

– Sí. Este caso Flory me preocupa un poco. ¿Qué vas a hacer hoy?

– Gus y yo pensábamos ir a Brighton. Él tiene amigos allí. Llegaremos a tiempo para la cena. Tú podrás ser puntual, ¿verdad?

Él asintió.

– Haré todo lo posible.

Ella parecía un poco alicaída.

– Gus es maravilloso, ¿no? Jamás he conocido a nadie como él. -Su rostro se iluminó; era un rostro adorable, perfecto como el de la Garbo, dulce como el de Marilyn Monroe, trascendentalmente hermoso como el de Hedy Lamarr. Al menos, a los ojos de su padre. Eso creía él. ¿De dónde salieron los genes para crear aquello? Ella dijo-: Es tan inteligente. La mitad del tiempo no puedo seguirle. Lo último es que será escritor residente en una universidad de Nevada. Están construyendo una biblioteca con sus manuscritos; se llama el Archivo Augustine Casey. Realmente le aprecian.

Wexford apenas si había oído el final de esto. Se quedó atascado -y felizmente- en mitad de sus comentarios.

– ¿Se va a vivir a Nevada?

– Sí; bueno, un año. En un lugar que se llama Heights.

– ¿En Estados Unidos?

– Tiene intención de escribir su próxima novela mientras esté allí -dijo Sheila-. Será su obra maestra.

Wexford le dio un beso. Ella le rodeó el cuello con sus brazos. Caminando por la calle, Wexford habría podido ponerse a cantar. Todo iba bien, mejor que bien; se iban a pasar el día a Brighton y Augustine Casey se iba a América por un año, prácticamente emigraba. Oh, ¿por qué no se lo había dicho anoche y así él habría podido dormir bien? Era inútil preocuparse por eso entonces. Se alegraba de haber decidido ir al Olive a pie, podría tomarse una buena copa y celebrarlo.

Burden ya estaba allí. Dijo que había venido de Broom Vale donde, con un mandamiento judicial emitido dos horas antes, estaban registrando la casa de Joanne Garland. Su coche estaba en el garaje, un BMW gris oscuro. No tenía animales domésticos a los que alimentar o sacar a pasear. No había plantas que regar, ni flores marchitándose en jarrones. El televisor estaba desenchufado, pero algunas personas lo hacían cada noche antes de acostarse. Parecía que había abandonado la casa por voluntad propia.

Una agenda de sobremesa, con citas meticulosamente anotadas, sólo indicó a Burden que Joanne Garland había ido a una fiesta el sábado anterior y a almorzar el domingo con su hermana Pamela. Su visita a su madre estaba anotada para el martes 11 de marzo, y eso era todo. Los siguientes espacios permanecían en blanco. Tenía una letra pequeña, pulcra y muy recta, y había logrado hacer caber una gran cantidad de información en el espacio de dos centímetros y medio por siete y medio que había para cada anotación.

– Esto ya nos ha sucedido otras veces -dijo Wexford-, alguien que aparentemente desaparece y resulta que ha estado de vacaciones. Pero en ninguno de esos casos las personas desaparecidas han tenido una multitud de parientes y amigos, gente a quienes en ocasiones anteriores la persona desaparecida les ha comunicado que se iba. El hecho es que Joanne iba a Tancred House a las ocho y cuarto el martes por la noche. Era una persona superpuntual, nos dijo Daisy Flory; en realidad, por regla general llegaba demasiado temprano a las citas, así que podemos suponer que llegó a la casa poco después de las ocho.

– Si es que fue allí. ¿Qué vas a tomar?

Wexford no iba a decirle nada de sus celebraciones.

– Estaba pensando en un escocés, pero será mejor que me lo vuelva a pensar. La media cerveza amarga de costumbre.

Cuando regresó con las bebidas, Burden dijo:

– No tenemos ninguna razón para creer que fue a su cita.

– Sólo el hecho de que siempre lo hacía los martes -replicó Wexford-. Sólo el hecho de que la esperaban. Si no hubiera tenido que ir, ¿no habría telefoneado? Aquella noche no se recibió ninguna llamada telefónica en Tancred House.

– Pero Reg, ¿qué dices? No tiene sentido. Se trata de delincuentes corrientes, ¿no? Delincuentes dispuestos a disparar, que iban tras las joyas. Uno de ellos un extraño, el otro posiblemente con un conocimiento especial de la casa y sus ocupantes. Esto es, supuestamente, el porqué la bestia rubia, como le llama la señora Chowney, se dejó ver por los tres a los que mató y a la que intentó matar. El otro, el rostro conocido, se mantuvo fuera de la vista.

»Pero son ladrones típicos; no son de los que se llevan por la fuerza a un posible testigo y se deshacen de él en otro sitio, ¿no? ¿Entiendes lo que quiero decir con lo de que no tiene sentido? Si ella llegó a la puerta, ¿por qué no matarla a ella también?

– Porque la recámara del Magnum estaba vacía -respondió Wexford sin vacilar.

– Está bien. Si lo estaba. Hay otros medios para matar. Había matado a tres personas y no le importaría matar a una cuarta. Pero no, él y su compinche se la llevan. No como rehén, no por la información que ella puede poseer, sólo para deshacerse de ella en otra parte. ¿Por qué? No tiene sentido.

– Está bien. Lo has dicho tres veces, está claro. Si la mataron en Tancred House, ¿qué pasó con el coche de ella? ¿Ellos lo llevaron a su casa y lo aparcaron en su garaje?

– Supongo que podría estar implicada. Ella podría ser la otra persona. Sólo suponemos que era un hombre. Pero, Reg, ¿vale la pena siquiera considerarlo? Joanne Garland es una mujer de más de cincuenta años, una mujer de negocios con dinero y éxito, porque, Dios sabe cómo y por qué, esa galería es un éxito, funciona. Ella gana lo suficiente para ser independiente, por lo menos. Su coche es un BMW del año pasado, tiene un armario lleno de ropa de la que yo no sé nada pero Karen dice que es de grandes diseñadores, Valentino, Krizia y Donna Karan. ¿Alguna vez has oído hablar de ellos?

Wexford asintió.

– Leo los periódicos.

– Tiene toda clase de equipamiento que puedas imaginar. Una de las habitaciones es un gimnasio lleno de aparatos. Evidentemente es rica. ¿Por qué querría el dinero que algún perista pudiera darle por los anillos de Davina Flory?

– Mike, he pensado en algo. ¿Tiene contestador automático? ¿Cuál es su número de teléfono? Puede que haya algún mensaje grabado.

– No sé el número -respondió Burden-. ¿Puedes llamar a Información con ese aparato tuyo?

– Claro.

Wexford pidió el número y enseguida se lo dieron. En su mesa, situada en un oscuro rincón del salón del Olive, marcó el número de Joanne Garland. Sonó tres veces, después se oyó un suave clic y una voz que no era como ellos esperaban. No era una voz fuerte y agresiva, segura y estridente, sino suave, incluso tímida: «Habla Joanne Garland. En estos momentos no puedo hablar contigo, pero si quieres dejar un mensaje, te llamaré lo antes posible. Por favor, habla después de oír la señal».

La frase rutinaria recomendada por la mayor parte de literatura de los contestadores automáticos.

– Comprobaremos qué mensajes han dejado, si es que hay alguno. Voy a intentarlo otra vez y espero que esta vez se den cuenta y respondan ellos. ¿Está Gerry allí?

– Hinde -dijo Burden- está ocupado trabajando, pero en otro sitio. Ha construido lo que él llama una tremenda base de datos de todos los crímenes cometidos en esta zona en los últimos doce meses y está cotejándolos para encontrar coincidencias. Karen está allí y también Archbold y Davidson. Supongo que uno de ellos tendrá la sensatez de responder.

Wexford volvió a marcar el número. Sonó tres veces y el mensaje empezó a repetirse. La siguiente vez, Karen Malahyde tomó el auricular después del segundo timbrazo.

– Ya era hora -dijo Wexford-. ¿Sabes quién soy? ¿Sí? Bien. Escucha los mensajes del contestador. Si no sabes cómo funcionan estas cosas, tienes que buscar un botón que dice PLAY. Hazlo sólo una vez, anota lo que esté grabado y saca la cinta. Probablemente es de los que sólo reproducen lo mismo dos veces. ¿De acuerdo? Llámame a mi número personal -dijo a Burden-. No creo que esté involucrada en los asesinatos del martes por la noche, claro que no, pero creo que los vio. Mike, me pregunto si en lugar de registrar su casa no deberíamos estar buscando su cuerpo en Tancred.

– No está en los alrededores de la casa. No está en los edificios anexos. Sabes que lo hemos registrado.

– No hemos registrado los bosques.

Burden emitió una especie de gruñido.

– ¿Quieres la otra media?

– Yo iré por ellas.

Wexford se acercó a la barra con los vasos vacíos. Sheila y Augustine Casey ya estarían camino de Brighton. Con satisfacción -porque pronto terminaría, porque pronto sólo podrían oírle en Nevada-, imaginó la conversación que se produciría en el coche, más bien el monólogo, al dar Casey rienda suelta a torrentes de ingenio y talento, anécdotas maliciosas e historias de autobombo, mientras Sheila le escuchaba con arrebato.

Burden levantó la mirada.

– Tal vez se la llevaron con ellos porque les vio o presenció los asesinatos. Pero ¿llevársela dónde y matarla cómo? ¿Y cómo devolvieron su coche al garaje?

El teléfono de Wexford sonó.

– ¿Karen?

– He sacado la cinta como me ha ordenado, señor. ¿Qué quiere que haga con ella?

– Que saquen una copia, me telefoneas y me dejas escuchar la cinta; después me la traes. A mi casa. La cinta y la copia. ¿Qué mensajes había?

– Hay tres. El primero es de una mujer que se llama Pam y creo que es hermana de Joanne. Lo he anotado. Dice que la telefonee para lo del sábado, sea lo que sea lo que eso significa. La segunda es de un hombre, parece un vendedor. Se llama Steve, no da su apellido. Dice que ha llamado a la tienda pero como no contestaban la ha telefoneado a casa. Es para hablar de los adornos de Pascua, dice, y que la llamará a casa. La tercera es de Naomi Jones.

– ¿Sí?

– Literalmente, dice: «Jo, soy Naomi. Me gustaría que alguna vez contestaras tú y no siempre esa máquina. ¿Puedes venir esta noche a las ocho y media y no antes? A mamá no le gusta que le interrumpan la cena. Lo siento, pero ya lo entiendes. Hasta luego».

Almuerzo en casa, los dos solos. No podía creerlo.

– Será escritor residente en el salvaje Oeste -dijo Wexford.

– No deberías alegrarte cuando a ella la hace tan infeliz.

– ¿De veras? Yo no veo ningún signo de infelicidad. Más probable es que se le esté cayendo la venda de los ojos y vea qué buena que será su ausencia.

Lo que Dora pudo haber dicho como respuesta a estas observaciones se perdió al sonar el teléfono. Karen dijo:

– Aquí lo tiene, señor. Me ha pedido que le ponga la cinta.

Como el murmullo de un fantasma, la voz de la mujer muerta le habló: «… A mamá no le gusta que le interrumpan la cena. Lo siento, pero ya lo entiendes. Hasta luego.»

Se estremeció. A mamá le habían interrumpido la cena. Una hora o dos después de ese mensaje habían interrumpido su vida para siempre. Wexford volvió a ver la tela roja, la mancha que se había esparcido, la cabeza que yacía sobre la mesa, la cabeza echada hacia atrás colgando sobre el respaldo de una silla. Vio a Harvey Copeland despatarrado en la escalinata y a Daisy arrastrándose junto a los cuerpos de sus muertos, arrastrándose hasta el teléfono para salvar su propia vida.

– No es necesario que me la traigas; gracias, Karen. Puede esperar.

A las tres y media partió para Myfleet y la casa donde Daisy Flory había encontrado refugio.