Lo primero que acudió a su mente fue que ella se hallaba en la postura de su abuela muerta. Daisy no le había oído entrar, no había oído nada, y estaba desplomada sobre la mesa con un brazo estirado y la cabeza al lado. Así había caído Davina Flory sobre una mesa cuando el revólver encontró su objetivo.
Daisy estaba abandonada a su dolor, su cuerpo temblaba aunque no hacía ningún ruido. La madre de Nicholas Virson le había indicado a Wexford dónde estaba Daisy, pero no le había acompañado hasta la puerta. Él la cerró tras de sí y dio unos pasos en lo que Joyce Virson había llamado «estudio pequeño». ¡Qué nombres daban esa gente a partes de sus casas que otros habrían denominado «invernadero» o «sala de estar»!
Era una casa con tejado de paja, una rareza en el vecindario. Una especie de esnobismo autodesaprobatorio podría hacer que sus propietarios lo llamaran un cottage, pero de hecho era una casa bastante grande, de tamaño medio o muy pequeñas, y varias asomaban bajo aguilones como párpados cerca del tejado. Éste era una formidable construcción de cañas, realizada con adornos y con un diseño tejido alrededor de las sobresalientes chimeneas.
Su popularidad en los calendarios había hecho vagamente absurdas las casas con tejados de paja, el blanco de cierta clase de ingenio. Pero si uno apartaba de la mente las imágenes de caja de bombones, esta casa podía parecer lo que era: una hermosa antigüedad inglesa, su jardín bello con las flores primaverales balanceadas por el viento, sus céspedes de un verde brillante resultado de un clima húmedo.
En el interior, cierta pobreza, un aire de «aprovechar y reparar», hizo dudar a Wexford de la primera evaluación que había hecho de los éxitos de Nicholas Virson en la ciudad. El pequeño estudio donde Daisy estaba desplomada sobre la mesa tenía una alfombra ajada y fundas de nailon en las sillas. Una aburrida planta de interior en el antepecho de la ventana tenía flores artificiales clavadas en la tierra a su alrededor para animarla.
Daisy emitió un leve sonido, un gemido, un reconocimiento quizá de la presencia de él.
– Daisy -dijo Wexford.
El hombro que no estaba vendado se movió un poco. Aparte de esto, no dio muestras de haberle oído.
– Daisy, por favor, deja de llorar.
Ella levantó la cabeza lentamente. Esta vez no hubo disculpa, no hubo explicación. Su rostro era como el de una niña, hinchado de tanto llorar. Él se sentó en la silla que había frente a ella. Era una mesa pequeña, como podría utilizarse en una habitación como aquélla para escribir, jugar a las cartas, cenar dos personas. Ella le miró, desesperada.
– ¿Quieres que vuelva mañana? Tengo que hablar contigo pero no es necesario que sea ahora.
El llanto la había vuelto ronca. Con una voz que él apenas reconoció dijo:
– Da lo mismo ahora que cualquier otro momento.
– ¿Cómo tienes el hombro?
– Ah, muy bien. No me duele, sólo está inflamado. -Entonces dijo algo que, si hubiera procedido de alguien mayor o de otra persona, él habría encontrado ridículo-: Lo que me duele es el corazón.
Fue como si hubiera oído sus propias palabras, las hubiera digerido y hubiera comprendido cómo sonaban, pues soltó una carcajada nada natural.
– ¡Qué estúpido parece! Pero es cierto… ¿por qué decir lo que es cierto suena a falso?
– Quizá -respondió él con suavidad- porque no es real. Lo has leído en alguna parte. A la gente realmente no le duele el corazón a menos que sufra un infarto, y en ese caso creo que suele doler el brazo.
– Ojalá fuera mayor como usted y sabia.
No podía tomarse esto en serio.
– ¿Te quedarás una temporada aquí, Daisy? -le preguntó.
– No lo sé. Supongo. Ahora estoy aquí, es un lugar como otro cualquiera. Hice que me sacaran del hospital. Allí estaba mal. Me sentía mal porque estaba sola y peor porque estaba con extraños. -Se estremeció-. Los Virson son muy amables. Preferiría estar sola, pero también tengo miedo de estar sola… ¿sabe lo que quiero decir?
– Creo que sí. Es mejor para ti que estés con tus amigos, con gente que te dejará sola cuando quieras estarlo.
– Sí.
– ¿Te sientes con ánimos de responder a unas cuantas preguntas referentes a la señora Garland?
– ¿Joanne?
Esto no era lo que había esperado. Se secó los ojos con los dedos, le miró parpadeando.
Wexford decidió no contarle sus temores. Ella podía saber que Joanne Garland se había marchado a algún destino desconocido pero no que era una «persona desaparecida», ni que ya suponían su muerte. Cuidando lo que decía, explicó que no la encontraban.
– No la conozco muy bien -dijo Daisy-. A Davina no le gustaba mucho. No la consideraba buena para nosotros.
Al recordar algo de lo que Brenda Harrison había dicho, Wexford se sorprendió y su asombro debió de asomar a su rostro, pues Daisy añadió:
– No quiero decir de una manera esnob. Con Davina no era una cuestión de clases. Quiero decir -bajó la voz-, tampoco le gustaban mucho… -señaló con el pulgar hacia la puerta- ellos. No tenía tiempo para la gente que consideraba sosa u ordinaria. La gente tenía que tener carácter, vitalidad, algo individual. Ella no conocía a gente corriente… bueno, excepto a los que trabajaban para ella, y tampoco quería que yo lo hiciera. Solía decir que quería que me rodeara de los mejores. Con mamá había fallado, pero tampoco le gustaba Joanne, nunca le había gustado. Recuerdo una frase que ella empleaba; decía que Joanne arrastraba a mamá a un «lodazal de ordinariez».
– ¿Pero tu madre no le hacía caso? -Wexford había observado que Daisy podía hablar de su madre y su abuela sin que se le quebrara la voz, sin caer en la desesperación. Su pena se calmaba mientras hablaba del pasado-. ¿No le importaba?
– Ha de comprender que la pobre mamá era realmente una de esas personas ordinarias que no gustaban a Davina. No sé por qué lo era, supongo que tenía algo que ver con los genes. -La voz de Daisy se iba fortaleciendo a medida que hablaba, la aspereza conquistada por el interés que todavía podía sentir por este tema. Podía distraerse de su tristeza por esas personas hablando de ellas-. Ella era como si fuera hija de gente ordinaria, no de alguien como Davina. Pero lo extraño era que Harvey también era un poco así. Davina solía hablar mucho de sus otros esposos, el número uno y el número dos, diciendo lo divertidos e interesantes que eran, y yo me maravillaba. Harvey nunca hablaba mucho, era un hombre muy callado. No, no tan callado como pasivo. Indolente, lo llamaba mi abuela. Hacía lo que Davina le decía. -Wexford creyó ver una chispa en sus ojos-. O lo intentaba. Era soso, creo que siempre lo he sabido.
– ¿Tu madre seguía siendo amiga de Joanne Garland a pesar de que tu abuela lo desaprobaba?
– Oh, Davina había desaprobado a mamá toda su vida y ella se burlaba. Sabía que no podía hacer nada que fuera correcto, así que hacía lo que le gustaba. Incluso dejó de enfadarse cuando Davina la ridiculizaba. Trabajar en esa tienda le iba bien. Probablemente usted no lo sabe, ¿cómo iba a saberlo?, pero mamá intentó ser pintora durante muchos años. Cuando yo era pequeña, recuerdo que ella pintaba y Davina entraba en este estudio que construyeron para ella y… bueno, la criticaba. Recuerdo una cosa que decía; en aquella época no sabía lo que significaba. Decía: «Bueno, Naomi, no sé a qué escuela perteneces, pero creo que podríamos llamarte cubista prerrafaelita».
»Davina quería que yo fuera todo lo que mamá no era. Quizá quería que fuera también lo que ella no era. Pero usted no quiere saber nada de esto. A mamá le encantaba la galería y ganar su propio dinero y ser… bueno, lo que ella llamaba "mi propia dueña".
De momento, las lágrimas de Daisy habían cesado. Hablar le iba bien. Él dudaba que tuviera razón al decir que lo mejor para ella era estar sola.
– ¿Cuánto tiempo trabajaron juntas?
– ¿Mamá y Joanne? Unos cuatro años. Pero eran amigas de siempre, desde antes de nacer yo. Joanne tenía una tienda en Queen Street, y allí fue donde mamá empezó con ella; después compraron ese local para la galería cuando construyeron el Centro. ¿Ha dicho usted que se ha ido? No tenía intención de irse. Recuerdo que mamá dijo… bueno, el día, así es como yo pienso en ello, el día… mamá dijo que quería tomarse el viernes libre para algo, pero Joanne no se lo permitió porque tenía que ir el inspector del IVA y tenía que revisar los libros con él, quiero decir Joanne. Eso llevaba horas y horas y mamá debía atender a los clientes.
– Tu madre la telefoneó y le dejó un mensaje en el contestador para que no llegara antes de las ocho y media.
Daisy dijo con indiferencia:
– Supongo que lo hizo. Lo hacía a menudo, pero no parecía hacer mucho efecto.
– ¿Joanne no telefoneó durante la velada?
– No telefoneó nadie. Joanne no telefonearía para decir que iría más tarde. No creo que pudiera haber llegado más tarde aunque lo hubiera intentado. Esas personas extrapuntuales no pueden, no pueden evitarlo.
Él la observó. Le había subido un poco de color a la cara. Era una muchacha perspicaz, le interesaba la gente, sus obligaciones, cómo se comportaba. Se preguntó de qué hablaban, ella y estos Virson, cuando estaban solos, en las comidas, por la noche. ¿Qué tenía en común con ellos? Como si leyera su mente, Daisy dijo:
– Joyce, la señora Virson, se está ocupando del funeral. Hoy han venido algunos agentes funerarios. Ella hablará con usted, supongo. Quiero decir, podemos celebrar un funeral, ¿verdad?
– Sí, sí. Por supuesto.
– No lo sabía. Creía que podría ser distinto con las personas asesinadas. No había pensado en ello hasta que Joyce lo dijo. Eso nos da tema de conversación. No es fácil hablar cuando sólo hay una cosa en tu vida de la que hablar y es la única que tienes que evitar.
– Es una suerte que puedas hacerlo conmigo.
– Sí.
Ella trató de sonreír.
– No me queda familia. Harvey no tenía parientes, excepto un hermano que murió hace cuatro años. Davina era «la menor de nueve» y casi todos los demás están muertos. Alguien tiene que organizar las cosas y yo sola no sabría hacerlo. Pero diré cómo quiero que sea el servicio y asistiré al funeral. Eso lo haré.
– Nadie esperará que lo hagas.
– Creo que en eso se equivoca -dijo pensativa, y añadió-: ¿Han encontrado ya a alguien? Quiero decir, ¿tienen alguna pista de quién fue el que… lo hizo?
– Quiero preguntarte si estás segura de la descripción que me diste del hombre al que viste.
La indignación le hizo fruncir el ceño, unir sus oscuras cejas.
– ¿Qué le hace preguntarme eso? Claro que estoy segura. Se lo repetiré, si quiere.
– No, no será necesario, Daisy. Ahora voy a dejarte, pero me temo que es probable que no sea la última vez que quiera hablar contigo.
Ella se apartó de él, torciendo su cuerpo como un niño que se vuelve por timidez.
– Me gustaría -dijo-, me gustaría tener a alguien, sólo una persona, a quien pudiera abrir mi corazón. Estoy tan sola. Ah, si pudiera abrirme a alguien…
Wexford resistió la tentación de decir: «Ábrete a mí». Sabía que era mejor no hacerlo. Ella le había llamado viejo y había dado a entender que era sabio. Dijo, quizá demasiado a la ligera:
– Hoy hablas mucho de corazones, Daisy.
– Porque -le miró- él intentó matarme disparándome al corazón. Apuntó a mi corazón, ¿no?
– No debes pensar en eso. Necesitas que alguien te ayude a no hacerlo -dijo-. Yo no soy quién para aconsejarte, no soy competente en ello, pero ¿no crees que necesitas que alguien te aconseje? ¿Pensarás en ello?
– ¡No lo necesito! -Lo dijo con desdén, una firme negativa. A él le recordó a un psicoterapeuta, al que había conocido en una ocasión en el curso de una investigación, que le dijo que decir que no se necesita ayuda es una manera segura de considerar que sí-. Necesito que alguien… me quiera, y no tengo a nadie.
– Adiós. -Le tendió la mano. Tenía a Virson para que la amara. Wexford estaba seguro de que así era. La idea era descorazonadora. Ella le estrechó la mano con fuerza, como un hombre fuerte. Él sintió en ella la fuerza de su necesidad, su grito pidiendo ayuda-. Adiós, de momento.
– Siento ser tan pesada -dijo ella con calma.
Joyce Virson no estaba exactamente rondando por el pasillo, aunque él supuso que lo había estado. Salió de lo que probablemente era una sala de estar a la que no fue invitado a entrar. Ella era una mujer alta y robusta, de unos sesenta años o un poco menos. Lo notable en ella era que parecía tener un físico en mayor escala que la mayoría de las mujeres: era más alta, más ancha, con una cara más grande, una nariz y boca más grandes, una masa de espeso cabello gris y rizado, manos de hombre. A todo esto se unía una voz estridente y afectada típica de la clase alta.
– Simplemente quería preguntarle, lo lamento pero es una pregunta bastante delicada… ¿podemos tirar adelante el… bueno, el funeral?
– Claro que sí. No hay ningún problema.
– Ah, bien. Estas cosas hay que hacerlas, ¿no? En medio de la vida nos hallamos con la muerte. La pobrecita Daisy tiene algunas ideas descabelladas pero no puede hacer nada, por supuesto, y nadie espera que lo haga. En realidad, he estado en contacto con la señora Harrison, esa persona que se ocupa de Tancred House, para hablar de este tema. Me pareció una delicadeza incluirla a ella, ¿no le parece? Yo pensaba hacerlo el próximo miércoles o jueves.
Wexford dijo que le parecía sensato. Se preguntó cuál sería la situación de Daisy. ¿Necesitaría un tutor hasta que tuviera dieciocho años? ¿Cuándo cumplirá los dieciocho?
La señora Virson le cerró la puerta de la calle con cierta brusquedad, como si se tratara de alguien que a su modo de ver en otros tiempos, en una época mejor, se hubiera esperado que entrara y saliera por la puerta de servicio. Mientras se dirigía hacia su coche, un MG antiguo pero elegante entró por la verja abierta y Nicholas Virson bajó de él.
Saludó: «Buenas noches», lo que hizo que Wexford consultara su reloj alarmado, pero sólo eran las seis menos veinte. Nicholas entró en la casa sin mirar atrás.
Augustine Casey bajó la escalera vestido de esmoquin.
Si hubiera tenido algún temor acerca de cómo podría vestirse el amigo de Sheila para cenar en el Cheriton Forest, Wexford habría supuesto que lo haría con vaqueros y camiseta. No es que le hubiera importado. Habría sido problema de Casey, ponerse la corbata que el hotel le habría proporcionado o negarse y marcharse todos a casa. A Wexford no le habría importado ninguna de las dos cosas. Pero el esmoquin parecía invitar al comentario, aunque sólo fuera para compararlo con su traje gris no muy elegante. No se le ocurría nada que decir aparte de ofrecerle una copa a Casey.
Sheila apareció con una minifalda azul pavo real y una blusa también azul pavo real y esmeralda con lentejuelas. A Wexford no le gustó la manera en que Casey la miró de arriba abajo mientras ella le decía lo maravilloso que estaba.
Lo inquietante fue que todo salió bien durante media velada, la primera mitad. Casey habló. Wexford aprendió que las cosas solían ir bien mientras Casey hablaba, es decir, mientras hablaba de un tema elegido por él mismo, haciendo pausas para permitir que su público formulara preguntas inteligentes y educadas. Sheila, advirtió Wexford, era adicta a estas preguntas y parecía conocer los puntos precisos en los que interponerlas. Ella había intentado hablarles de un nuevo papel que le habían ofrecido, una magnífica oportunidad para ella, la protagonista de La señorita Julia de Strindberg, pero Casey tuvo poca paciencia con ello.
En el salón, habló de posmodernismo. Sheila pidió, humildemente resignada a que no se prestara más interés a su carrera:
– ¿Podrías darnos algunos ejemplos, Gus?
Y Casey dio un gran número de ejemplos. Entraron en uno de los varios comedores del hotel. Estaba lleno y ninguno de los hombres que estaban sentados a las mesas llevaba esmoquin. Casey, que ya se había tomado dos brandies, pidió otro e inmediatamente se fue al servicio.
Sheila siempre había parecido a su padre una mujer inteligente. A él le desagradaba tener que revisar esta opinión pero ¿qué otra cosa podía hacer cuando decía tamañas barbaridades?
– Gus es tan brillante que me pregunto qué ve en alguien como yo. Realmente me siento inferior cuando estoy con él.
– Qué base tan espantosa para una relación -dijo él, a lo que Dora respondió dándole una patada por debajo del mantel y Sheila pareció dolida.
Casey regresó riendo, algo que Wexford no le había visto hacer a menudo. Un comensal le había tomado por un camarero, le había pedido dos martinis secos y Casey había respondido con acento italiano que enseguida se los servía, señor. Esto hizo reír a Sheila de un modo desmesurado. Casey se tomó el brandy, montó un número encargando un vino especial. Estaba extremadamente jovial y empezó a hablar de Davina Flory.
Todo aquello de «no decir ni pío» y los policías al parecer estaba olvidado. Casey había visto a Davina en varias ocasiones, la primera en un almuerzo celebrado por el libro de otro; después, cuando ella entró en la oficina del editor de Casey y se encontraron en el «atrio», palabra que utilizó en lugar de «vestíbulo» y que ocasionó una disquisición por parte de Casey sobre las palabras elegantes y las importaciones inútiles de lenguas muertas. La interrupción de Wexford fue recibida como oportuna.
– ¿No sabía usted que publiqué en St. Giles Press? No es así, tiene razón. Pero ahora estamos todos bajo el mismo paraguas, o sombrilla tal vez sería la palabra más adecuada. Carlyon, St. Giles Press, Sheridan y Quick, ahora todos estamos en Carlyon Quick.
Wexford pensó en su amigo y cuñado de Burden, Amyas Ireland, editor de Carlyon-Brent. Todavía estaba allí, que él supiera. La absorción no le había afectado. ¿Serviría de algo telefonear a Amyas para obtener información acerca de Davina Flory?
Los recuerdos que tenía Casey no parecían ser gran cosa. Su tercer encuentro con Davina se había producido en una fiesta dada por Carlyon Quick en sus nuevos locales de Battersea, o «el quinto pino», como Casey lo llamó. Su esposo estaba con ella, un viejo «encanto», demasiado amable y cortés que en otro tiempo había sido el diputado de un distrito electoral en el que vivían los padres de Casey. Un amigo de Casey había recibido clases de él unos quince años antes en la facultad de Económicas de Londres. Casey le llamaba un «hombre encantador de cartón». Parte de este encanto había sido ejercido sobre las hordas de chicas de publicidad y secretarias que siempre asistían a estas fiestas, mientras la pobre Davina tenía que hablar con aburridos editores en jefe y directores de marketing. No es que ella hubiera pasado a un segundo plano, pero había dado sus opiniones con su voz de Oxford de los años veinte, aburriendo a todo el mundo con la política europea y detalles de algún viaje que ella y uno de sus esposos había realizado a La Meca en los años cincuenta. Wexford sonrió interiormente ante este ejemplo de proyección.
A Casey, personalmente, no le gustaba ninguno de los libros de Davina, con la posible excepción de Los anfitriones de Midian (Win Carver había descrito esta novela como la de menos éxito o la peor recibida por los críticos) y la definición que de ella hizo Casey fue la del lector sin discernimiento de Rebecca West. ¿Qué demonios le hacía pensar que podía escribir novelas? Era demasiado mandona y didáctica. No tenía imaginación. Estaba seguro de que ella era la única persona de la fiesta que no había leído su novela preseleccionada en el Booker, o al menos no quería tomarse la molestia de fingir que lo había hecho.
Casey se rió de su propio comentario. Probó el vino. Entonces fue cuando las cosas empezaron a ir mal. Probó el vino, hizo una mueca y utilizó su segunda copa de vino como escupidera para recibir el ofensivo bocado. Después entregó ambas copas al camarero.
– Este vino peleón es asqueroso. Lléveselo y tráigame otra botella.
Hablando de ello después con Dora, Wexford dijo que era curioso que nada de aquello hubiera sucedido el martes anterior en La Primavera. Allí Casey no era el anfitrión, dijo Dora. Y después de todo, si se prueba el vino y éste es realmente desagradable, ¿dónde se supone que se ha de escupir? ¿En la servilleta? Ella siempre encontraba excusas para Casey, aunque esta vez le resultó difícil. Por ejemplo, no tuvo mucho que decir en su defensa cuando, después de haber rechazado los entremeses, con tres camareros y el director del restaurante agrupados en torno a la mesa, él dijo al jefe de camareros que tenía tanta idea de nouvelle cuisine como una encargada de cocina de escuela.
Wexford y Dora no eran los anfitriones, pero el restaurante era de su barrio, y en cierto sentido eran responsables de ello. A Wexford le parecía también que Casey no era sincero en lo que hacía, todo era para producir un efecto, o incluso lo que en su juventud los ancianos llamaban «diablura». La comida transcurrió en un desdichado silencio, quebrado por Casey, después de haber rechazado su plato principal, diciendo en voz muy alta que, para empezar, no permitía que aquellos bastardos le amargaran. Volvió al tema de Davina Flory y empezó a hacer observaciones groseras acerca de su historia sexual.
Entre ellas estaba la sugerencia de que Davina todavía era virgen ocho años después de su primera boda. Desmond, dijo él con voz alta y ronca, nunca había sido capaz de que «se le levantara», o al menos no con ella, y ¿a quién le extrañaba? Naomi, por supuesto, no era hija suya. Casey dijo que él no se atrevería a decir quién podía haber sido su padre y después procedió a aventurar algunos. Había localizado a un hombre mayor en una mesa distante, un hombre que no era, aunque se parecía muchísimo a él, un distinguido científico y director de un colegio de Oxford. Casey empezó a especular respecto a las posibilidades de que el doppelganger de este hombre fuera el primer amante de Davina Flory.
Wexford se puso de pie y anunció que se iba. Pidió a Dora que se fuera con él y dijo que ellos dos podían hacer lo que quisieran. Sheila pidió:
– Por favor, papá.
Casey preguntó en nombre de Cristo qué pasaba. Para su pesar, Sheila logró persuadir a Wexford de que se quedara. Después deseó haberse mantenido en sus trece cuando llegó la hora de pagar la factura. Casey se negó a pagarla.
Siguió una escena espantosa. Casey había consumido una gran cantidad de brandy y, aunque no estaba ebrio, se mostró atrevido. Gritó e insultó al personal del restaurante. Wexford había decidido que, pasara lo que pasara, incluso aunque enviaran a buscar a la policía, él no pagaría aquella factura. Al final la pagó Sheila. Con rostro impenetrable, Wexford se quedó sentado y la dejó hacer. Después dijo a Dora que debían de haber existido ocasiones en su vida en que se había sentido más desdichado, pero no podía recordarlas.
Aquella noche no pudo dormir.
El cristal que faltaba en la ventana del comedor había sido sustituido por una lámina de madera. Servía a su propósito de impedir que entrara el frío.
– Me he tomado la libertad de enviar a comprar un cristal -dijo serio Ken Harrison a Burden-. No sé cuánto tardarán en traerlo. Meses, no me sorprendería. Estos criminales, los que hacen estas cosas, no piensan en las molestias que causan a la gente como usted y como yo.
A Burden no le gustó mucho verse incluido en aquella categoría pero no dijo nada. Pasearon por los jardines posteriores, hacia el pinar. Era una apacible mañana soleada y fría, la escarcha todavía plateaba la hierba y los setos de boj.
En el bosque, entre los oscuros árboles sin hojas, los endrinos empezaban a florecer, una blanca salpicadura en la red de oscuros tallos como nieve rociada. Harrison había podado las rosas durante el fin de semana, a fondo, casi hasta el suelo.
– Puede que aquí hayamos terminado -dijo-, pero hay que seguir adelante, ¿no? Hay que seguir con normalidad, así es la vida.
– ¿Qué hay de esos Griffin, señor Harrison? ¿Qué puede usted decirme de ellos?
– Le diré una cosa. Terry Griffin se llevó un cedro joven de aquí como árbol de Navidad. Hace un par de años. Le pillé arrancándolo. Nadie lo echará de menos, dijo. Me atreví a decírselo a Harvey, o sea, al señor Copeland.
– ¿Ésa fue la causa de que rompieran con los Griffin?
Harrison le miró de reojo, una mirada truculenta y suspicaz.
– Ellos nunca supieron que fui yo quien les delaté. Harvey dijo que lo había descubierto él mismo, no quiso implicarme.
Pasaron entre los árboles hasta el pinar, donde el sol penetraba sólo en vetas y franjas de luz entre las ramas de las coníferas. Hacía frío. El suelo estaba seco y bastante resbaladizo, una alfombra de agujas de pino.
Burden recogió una piña de aspecto curioso, de un color marrón lustroso y en forma de ananás como si hubiera sido tallada en madera por una mano maestra. Preguntó:
– ¿Sabe si Gabbitas está en casa o si está en el bosque?
– Sale a las ocho, pero está a unos cuatrocientos metros más allá, talando un alerce muerto. ¿No oye la sierra?
El gemido de la sierra que entonces llegó fue lo primero que Burden oía. De los árboles más allá llegaba el áspero grito de un arrendajo.
– Entonces, ¿por qué discutieron ustedes y los Griffin, señor Harrison?
– Esto es privado -respondió Harrison malhumorado-. Un asunto privado entre Brenda y yo. Ella estaría acabada si eso se supiera, así que no voy a decir más.
– En un caso de asesinato -dijo Burden con la engañosa suavidad que había aprendido de Wexford-, como ya le he dicho a su esposa, no existe la intimidad para los que están implicados en la investigación.
– ¡Nosotros no estamos implicados en ninguna investigación!
– Me temo que sí. Me gustaría que pensara en este asunto, señor Harrison, y decidiera si le gustaría hablarnos de ello, o su esposa, o los dos juntos. Si le gustaría contármelo a mí o al sargento detective Vine y si tiene que ser aquí o en la comisaría, porque nos lo dirá y no hay más remedio. Hasta luego.
Se marchó por el sendero a través del pinar, dejando a Harrison de pie y mirándole marchar. Harrison gritó algo pero Burden no lo oyó y no miró atrás. Hizo rodar la piña entre las palmas de las manos y descubrió que la sensación que le producía le gustaba. Cuando vio el Land Rover al frente y a Gabbitas haciendo funcionar la sierra de cadena, se metió la piña en el bolsillo.
John Gabbitas iba vestido con la ropa protectora, pantalones repelentes de la hoja, guantes y botas, máscara y gafas, que los leñadores jóvenes sensatos se ponían antes de utilizar una sierra de cadena. Después del huracán de 1987 las salas quirúrgicas de los hospitales locales, recordó Burden, habían estado llenas de taladores de árboles aficionados que se amputaban los pies y las manos. La descripción que Daisy había hecho del asesino acudió a su mente. Ella había descrito la máscara que llevaba «como la de un leñador». Cuando vio a Burden, Gabbitas paró la sierra y se acercó a él. Se bajó la visera y se levantó la máscara y las gafas.
– Todavía estamos interesados en cualquiera que usted pudo ver cuando regresaba a casa el pasado martes.
– Les dije que no vi a nadie.
Burden se sentó sobre un tronco, dio unas palmaditas en la superficie lisa y seca de la corteza a su lado. Gabbitas se acercó de mala gana y se sentó. Escuchó, con expresión levemente indignada, mientras Burden le contaba lo de la visita de Joanne Garland.
– No la vi, no la conozco. Quiero decir, no me crucé con ningún coche ni vi a nadie. ¿Por qué no se lo preguntan a ella?
– No la encontramos. Ha desaparecido -dijo, aunque era inusual en él anunciar los movimientos a los posibles sospechosos-. De hecho, hoy hemos empezado a buscar en estos bosques. -Miró con dureza a Gabbitas-. Su cuerpo.
– Llegué a casa a las ocho y veinte -dijo Gabbitas tenazmente-. No puedo demostrarlo porque estaba solo, no vi a nadie. Vine por la carretera de Pomfret Monachorum y no me crucé con ningún coche ni vi a nadie. No había ningún coche frente a Tancred House y no había ningún coche en el lateral o fuera de las cocinas. Eso lo sé, le digo la verdad.
Burden pensó: «Me resulta difícil creer que llegando a esa hora no vieras los dos coches. Que no vieras ninguno, me resulta imposible creerlo. Estás mintiendo y tu motivo para mentir debe de ser muy serio en verdad». Pero el coche de Joanne Garland estaba en su garaje. ¿Había ido ella en algún otro vehículo? Y si era así, ¿dónde estaba éste? ¿Podía haber ido en taxi?
– ¿Qué hizo antes de venir aquí?
Esta pregunta pareció sorprender a Gabbitas.
– ¿Por qué lo pregunta?
– Es una de las preguntas -respondió Burden con paciencia- que se hacen cuando se investiga un asesinato. Por ejemplo, ¿cómo consiguió este trabajo?
Gabbitas se echó atrás. Después de pensar durante un largo y silencioso momento, respondió a la primera pregunta de Burden.
– Tengo un título de silvicultura. Ya le dije que doy clases. El huracán, como lo llaman, la tormenta de 1987, eso fue realmente lo que me empujó. Como consecuencia de aquello había más trabajo del que todos los leñadores del condado podían realizar. Incluso gané un poco de dinero, para variar. Trabajaba cerca de Midhurst. -Levantó la vista, disimuladamente, le pareció a Burden-. En ese lugar, en realidad, es donde estaba la noche en que sucedió todo.
– Donde estaba recortando y nadie le vio.
Gabbitas hizo un gesto de impaciencia. Utilizaba mucho sus manos para expresar sus sentimientos.
– Ya se lo he dicho, mi trabajo es solitario. No tienes a nadie vigilándote todo el rato. El invierno pasado, quiero decir el invierno anterior al pasado, se estaba terminando el trabajo y vi el anuncio de este empleo.
– ¿En una revista? ¿En el periódico local?
– En The Times -respondió Gabbitas, con una leve sonrisa-. La propia Davina Flory me entrevistó. Me entregó una copia de su libro de árboles pero no puedo decir que lo leyera. -Volvió a mover las manos-. Lo que me atrajo fue la casa.
Lo dijo deprisa, para todo el mundo, pensó Burden, como para prever si lo que le había atraído había sido la chica.
– Y ahora me disculpará, me gustaría acabar de talar este árbol antes de que se caiga y cause un daño innecesario.
Burden se marchó por el bosque y el pinar, cruzando esta vez el jardín y encaminándose a la amplia zona de grava después de la cual se hallaban los establos. Allí estaba el coche de Wexford, dos furgonetas de la policía y el Vauxhall de Vine, así como su propio coche. Entró.
Encontró a Wexford en una actitud poco característica, frente a una pantalla de ordenador, contemplándola. La pantalla del ordenador de Gerry Hinde. El inspector jefe levantó la mirada y Burden se asombró al verle el rostro, aquella mirada gris, aquellas arrugas seguramente nuevas de envejecimiento, algo como tristeza en los ojos. Era como si Wexford, por un momento, hubiera perdido el control de su rostro, pero entonces pareció efectuar algún ajuste interno y su expresión volvió a la normalidad, o casi. Hinde se sentó ante el teclado del ordenador, después de haber hecho aparecer en la pantalla una larga, y para Burden impenetrable, lista.
A Wexford, recordando los sentimientos de Daisy Flory, le habría gustado tener a alguien en quien confiarse libremente. Dora en este aspecto no le entendía. Le habría gustado tener a alguien con quien poder hablar de la confesión de Sheila de que él, su padre, tenía prejuicios contra Augustine Casey y estaba decidido a odiarle. Que ella estaba tan enamorada de Casey como para ser capaz de decir, por extraño que pueda parecer, que estaba descubriendo por primera vez lo que eso significaba. Que si tenía que elegir -y esto era lo peor- ella se «adheriría» (la curiosa palabra que ella utilizaba) a Casey y daría la espalda a sus padres.
Todo esto, expresado en una conversación íntima dando un lamentable paseo, estando Casey en cama recuperándose del brandy, le había herido en lo vivo, en el corazón. Como Daisy lo expresaría. Si quedaba algún consuelo era el saber que Sheila tenía la oferta de un papel que no podía rechazar y Casey estaría en Nevada.
Su aflicción se reflejaba en su cara, lo sabía, y hacía todo lo que podía para que no fuera así. Burden se dio cuenta del esfuerzo que hacía.
– Han empezado a registrar el bosque, Reg.
Wexford se apartó.
– Es una zona muy grande. ¿Podemos reunir a gente de aquí para que nos ayude?
– Sólo les interesan los niños desaparecidos. No salen de casa para buscar cadáveres por amor o dinero.
– Y nosotros no ofrecemos ninguna de las dos cosas -dijo Wexford.