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12

– Está fuera -dijo desabridamente Margaret Griffin.

– ¿Fuera, dónde?

– Es un hombre adulto, ¿no? No le pregunto adonde va y cuándo regresará, eso es todo. Vive en casa pero es adulto, puede hacer lo que le plazca.

A media mañana, los Griffin habían estado bebiendo café y mirando la televisión. A Burden y a Barry Vine no les ofrecieron café. Barry dijo después a Burden que Terry y Margaret Griffin parecían mucho mayores de lo que eran, ya viejos, encasillados en una rutina, que era aparente si no explícita, de mirar la televisión, ir de compras, tomar comidas ligeras a horas regulares, estar juntos en soledad y acostarse temprano. Respondieron a las preguntas de Burden con resignada truculencia que amenazaba, en cualquier momento, con conducir a la paranoia.

– ¿Andy se va a menudo?

Ella era una mujer menuda con el pelo blanco y ojos azules saltones.

– Aquí no le retiene nada, ¿no? Quiero decir, no conseguirá trabajo, ¿verdad? No con otros doscientos despedidos de Myringham Electrics la semana pasada.

– ¿Es electricista?

– Trabaja en lo que hace falta, Andy -terció Terry Griffin-, si tiene oportunidad. No es uno de esos trabajadores sin cualificar. Ha sido ayudante personal de un hombre de negocios muy importante.

– Un caballero norteamericano. Tenía mucha confianza en Andy. Solía ir de un lado a otro por el extranjero y lo dejaba todo en manos de Andy.

– Andy se ocupaba de su casa, tenía sus llaves, conducía su coche.

Aceptando esto, Burden preguntó:

– ¿Va lejos a buscar trabajo, entonces?

– Ya se lo he dicho, no lo sé y no pregunto.

Barry dijo:

– Creo que debería saber, señor Griffin, que aunque nos dijo usted que Andy salió a las seis el martes pasado, según los amigos con los que él dijo que estaba, nadie le vio aquella noche. No fue de pubs con ellos y no se reunió con ellos en el restaurante chino.

– ¿Con qué amigos dijo que estaba? No nos contó que hubiera estado con amigos. Él fue a otros pubs, ¿verdad?

– Eso todavía está por ver, señor Griffin -dijo Burden-. Andy debe de conocer muy bien la finca Tancred. Pasó su infancia allí, ¿no es cierto?

– Yo no sé nada de «fincas» -dijo la señora Griffin-. «Finca» quiere decir muchas casas, ¿no? Allí sólo hay las dos casas y el gran palacio donde ellos viven. Vivían, debería decir.

Heredad, pensó Burden. ¿Cómo sería si hubiera dicho eso? Toda una vida de trabajo policial le había enseñado a no explicarse nunca si podía evitarlo.

– El bosque, los terrenos, ¿Andy los conoce bien?

– Claro que sí. Era un chiquillo de cuatro años cuando fuimos allí por primera vez y esa chica, la nieta, era un bebé. Ahora bien, se diría que lo normal hubiera sido que jugaran juntos, ¿no? A Andy le habría gustado; solía preguntar: «¿Por qué no puedo tener una hermana pequeña, mamá?». Y yo tenía que responder: «Dios no nos enviará más bebés, cariño», pero ¿dejarla jugar con él? Oh, no, él no era suficiente, no para la señorita Preciosa. Sólo estaban estos dos niños y no les permitían jugar juntos.

– Y él llamándose diputado laborista -intervino Terry Griffin. Soltó una leve carcajada-. No me extraña que le echaran en las últimas elecciones.

– ¿Así que Andy nunca iba a la casa?

– Yo no diría eso. -Margaret Griffin de pronto se mostró ofendida-. No diría eso en absoluto. ¿Por qué lo dice? Él me acompañaba a veces cuando iba a ayudar. Tenían un ama de llaves que vivía en la casa de al lado sola antes de que llegaran los Harrison, pero ella no podía hacerlo todo al menos cuando tenían invitados. Y Andy entonces me acompañaba, iba por toda la casa conmigo, dijeran ellos lo que dijeran. La verdad es que no calculo que lo hiciera después de tener… bueno, unos diez años.

Era la primera vez que mencionaba a Ken y Brenda Harrison, la primera indicación que uno de los dos había dado de la existencia de sus antiguos vecinos.

– Cuando se marcha, señora Griffin -intervino Barry-, ¿cuánto tiempo suele estar fuera?

– Quizás un par de días, quizás una semana.

– Creo que cuando ustedes se marcharon de allí no se hablaban con el señor y la señora Harrison…

Burden fue interrumpido por el cacareo que emitió Margaret Griffin. Fue como la expresión sin palabras de alguien que interrumpe una reunión. O, como Karen dijo después, el abucheo de un niño ante un compañero de juego que se equivoca, un reiterado «¡Aah, aah, aah!».

– ¡Lo sabía! Tú lo dijiste, ¿verdad, Terry?, dijiste que hablarían de eso. Ahora saldrá, dijiste, a pesar de todas las promesas del «laborista» señor Harvey Copeland. Lo utilizarán para calumniar al pobre Andy después de todo este tiempo.

Con sabiduría, Burden no traicionó mediante el movimiento de un músculo o un leve parpadeo que no tenía la más remota idea de a qué se refería. Mantuvo una seria mirada omnisciente mientras ella hablaba.

La tasación de las joyas de Davina Flory se unió al resto de datos del ordenador de Gerry Hinde.

Barry Vine lo habló con Wexford.

– Muchos criminales considerarían que vale la pena matar a tres personas por treinta mil libras, señor.

– Sabiendo que conseguirían quizá la mitad por ello en los mercados en que se mueven. Bueno, sí, quizá. No tenemos ningún otro motivo.

– La venganza es un motivo. Algún daño real o imaginario perpetrado por Davina o Harvey Copeland. Daisy Flory tenía un motivo. Que sepamos, ella es la única que hereda. Es la única que queda. Sé que es un poco improbable, señor, pero si hablamos de motivos…

– ¿Ella disparó a toda su familia y se hirió a sí misma? ¿O lo hizo un cómplice? ¿Como su amante Andy Griffin?

– Está bien. Lo sé.

– No creo que el lugar le interese mucho, Barry. Todavía no se ha dado cuenta de qué clase de dinero y bienes ha recibido.

Vine estaba sentado ante la pantalla del ordenador y se volvió.

– He estado hablando con Brenda Harrison, señor. Dice que ella y los Griffin se pelearon porque a ella no le gustaba que la señora Griffin colgara la colada en el jardín el domingo.

– ¿Tú te crees eso?

– Pienso que demuestra que Brenda tiene más imaginación de la que yo creía.

Wexford se rió, y se puso serio al instante.

– Podemos estar seguros de una cosa, Barry. Este crimen fue cometido por alguien que no conocía este lugar ni a esta gente y por alguien más que conocía a ambos muy bien.

– ¿Uno que sabía y otro que recibía instrucciones de él?

– Yo mismo no podía expresarlo mejor, sargento -dijo Wexford.

Estaba satisfecho con el sargento Burden. No hay que decir, ni siquiera decírselo a sí mismo, cuando alguien ha sufrido una muerte heroica, o cualquier clase de muerte, que su sustituto fue una mejora positiva o que la tragedia fue una bendición disfrazada. Pero eso era lo que sentía, o sólo el ineludible alivio de que el sucesor de Martin era muy prometedor.

Barry Vine era un hombre fuerte y musculoso de altura media. Si se hubiera mantenido menos bien, se le habría podido llamar bajo. No exactamente en secreto pero sin duda sí en privado, iba a levantar pesas. Tenía el pelo rojizo, corto y espeso, del que disminuye pero nunca cae del todo, y un pequeño bigote que era oscuro, no rojo. Algunas personas siempre tienen el mismo aspecto y se reconocen al instante. Sus caras pueden ser evocadas por la memoria y visionadas por el ojo interior. Barry no era así. Había algo versátil en él, de manera que según la luz y el ángulo podía definírsele como un hombre de facciones afiladas y mandíbula fuerte, mientras que en otras ocasiones su nariz y su boca parecían casi femeninas. Pero sus ojos nunca variaban. Eran bastante pequeños, de un azul muy oscuro sin manchas, que se clavaban en el amigo y el sospechoso por igual con una mirada fija e invariable.

Wexford, a quien su mujer llamaba liberal, trataba de ser tolerable e indulgente, y a menudo lograba (o eso creía él) ser simplemente irascible. Hasta su segundo matrimonio nunca se le había ocurrido a Burden -o no había escuchado cuando se le habían indicado estas cosas- que podía existir sabiduría o virtud en el hecho de sostener opiniones diferentes de las de un conservador inflexible. No habría encontrado nada discutible en la noción de la fuerza policial como Partido Conservador con casco y porra.

Barry Vine pensaba poco en política. Era el inglés fundamental, más inglés de un modo curioso que cualquiera de sus superiores. Votaba por el partido que había hecho más por él y su círculo inmediato en el pasado reciente. Importaba muy poco que se llamaran a sí mismos de derechas o de izquierdas. «Más para él» significaba, para él, más en el aspecto de las finanzas, ahorrándole dinero, reduciendo los impuestos y los precios y haciéndole la vida más cómoda.

Mientras Burden creía que el mundo sería un lugar mejor si los demás se comportaran más como él, y Wexford que las cosas mejorarían si la gente aprendiera a pensar, Vine no hacía ninguna incursión ni siquiera en esta primitiva metafísica. Para él existía una gran población (aunque no lo bastante grande) de gente decente y que respetaba la ley, que trabajaba y poseía casas y creaba familias con diversos grados de prosperidad, y un enjambre de otros, reconocibles por él al instante aunque, todavía, no hubieran cometido ningún delito. Lo interesante era que no se trataba de una cuestión de clase, como podría ser el caso de Burden. Podía identificar, decía él, a un criminal en potencia aunque esta persona poseyera un título, un Porsche y varios millones en el banco; un acento como un profesor de historia del arte en Cambridge o la entonación del peón caminero. Vine no era ningún esnob y a menudo sentía de entrada una propensión hacia el peón caminero. Su identificación de delincuentes se basaba en otros indicadores, algo intuitivos quizá, aunque Vine los llamaba sentido común.

Por lo tanto, cuando se encontró en el pub de Myringham llamado El caracol y la lechuga, tras haber descubierto que ahí era donde se reunían los amigos de Andy Griffin la mayoría de noches, sus antenas se pusieron a trabajar rápidamente para evaluar el potencial criminal de los cuatro hombres a los que había invitado a medias pintas de Abbot.

Dos de ellos se encontraban sin empleo. Eso no había inhibido su asistencia regular a El caracol y la lechuga, lo que Wexford habría excusado diciendo que los seres humanos necesitan circos igual que pan, lo que Burden habría llamado irresponsabilidad pero que Vine consideraba característico de los hombres que buscan maneras lucrativas de quebrantar la ley. De los otros, uno era electricista, que se quejaba de la disminución de trabajo debido a la recesión; el cuarto era mensajero de una empresa de entregas rápidas que se describió a sí mismo como un «correo móvil».

Una frase particularmente ofensiva a los oídos de Vine era eso tan a menudo oído en los tribunales, pronunciado por los acusados o incluso testigos: «Podría haberlo hecho». ¿Qué significaba? Nada. Menos que nada. Cualquiera, al fin y al cabo, podría haber estado casi en cualquier parte o hecho casi cualquier cosa.

Así que cuando el hombre sin empleo llamado Tony Smith dijo que Andy Griffin «podría haber estado» en El caracol y la lechuga la noche del 11 de marzo, Vine no le hizo caso. Los otros ya le habían dicho, días atrás, que aquella noche no le habían visto. Kevin Lesis, Roy Walker y Leslie Sedlar se mostraron inflexibles en que Andy no había estado con ellos, ni después en el Panda Cottage. Estaban menos seguros de su paradero actual.

Tony Smith dijo que podría haber estado en El caracol el domingo por la noche. Los otros no sabían decirlo. Aquella noche ellos no fueron al pub.

– Él va al norte -declaró Leslie Sedlar.

– ¿Eso es lo que os dice a vosotros, o lo sabéis?

A todos les resultó difícil efectuar esta decisión. Tony Smith insistió en que él lo sabía.

– Va al norte con el camión. Normalmente va al norte, ¿verdad?

– No tiene trabajo -dijo Vine-. Hace un año que no tiene trabajo.

– Cuando tenía ese empleo de conductor iba al norte normalmente.

– ¿Y ahora?

Él decía que iba al norte, así que iba. Ellos le creían. La verdad era que no les interesaba mucho adonde iba Andy. ¿Por qué iba a interesarles? Vine preguntó a Kevin Lewis, a quien había valorado como el más sensato y probablemente el que más respetaba la ley, dónde creía él que se encontraba Andy.

– Por ahí con su moto -respondió Lewis.

– ¿Dónde? ¿Manchester? ¿Liverpool?

Dieron muestras de apenas saber dónde estaban estos lugares. A Kevin Lewis, Liverpool le hizo recordar a su «viejo» hablando de algo popular en su juventud llamado el Sonido Mersey.

– Entonces, va al norte. Supongamos que yo dijera que no lo hace, ¿haraganea por aquí?

Roy Walker meneó la cabeza.

– No. Andy no. Andy estaría en el viejo Caracol.

Vine sabía cuándo estaba derrotado.

– ¿De dónde saca el dinero?

– Cobra el paro, supongo -dijo Lewis.

– ¿Y nada más? -Hazlo sencillo. Es inútil preguntar por «fuentes adicionales de ingresos»-. ¿No cobra ningún otro dinero?

Respondió Tony Smith:

– Podría haberlo hecho.

Quedaron todos en silencio. No tenían nada más que decir. Sus imaginaciones habían soportado una enorme tensión y el resultado era que estaban exhaustos. Mas Abbot podría servir de ayuda -«¡podría servir!»- pero a Vine le pareció que no valía la pena.

La voz de la señora Virson era fuerte, expansiva, el producto de algún caro pensionado femenino al que había asistido unos cuarenta y cinco años atrás. Abrió la puerta principal de The Thatched House para él y le dio la bienvenida con una especie de gran amabilidad. El vestido estampado a flores que llevaba la recubría como una voluminosa funda de silla. Había ido a la peluquería aquel día. Los rizos y ondulaciones parecían fijados como si hubieran sido tallados. Era improbable que todo aquello fuera por él, pero algo había sucedido que había cambiado su actitud hacia él desde su visita anterior; ¿la insistencia de Daisy en que quería verle y hablar con él?

– Daisy está durmiendo, señor Wexford. Todavía está profundamente impresionada, y yo insisto en que descanse mucho.

Él asintió, pues no tenía nada que comentar.

– Se despertará a tiempo para el té. Estas jóvenes tienen un apetito muy sano, según he observado, por mucho que hayan sufrido. ¿Entramos ahí y la esperamos? Supongo que habrá cosas de las que usted querrá charlar conmigo, ¿no?

No era él hombre que dejara pasar una oportunidad semejante. Si Joyce Virson tenía algo que decirle, lo cual debía de ser lo que significaba «charlar», él escucharía y esperaría lo mejor. Pero cuando se hallaron en la sala de estar de la señora Virson, sentados en sillas con fundas de cretona descolorida y uno frente a otro ante una mesita baja estilo Arts and Crafts [4], ella pareció no sentirse inclinada a entablar conversación. No se mostró turbada ni incómoda o ni siquiera tímida. Simplemente estaba pensativa y quizá no sabía por dónde empezar. Él se guardó mucho de ayudarla. En su situación, cualquier ayuda habría parecido un interrogatorio.

De pronto, ella dijo:

– Por supuesto, lo que sucedió en Tancred House fue una cosa terrible. Después de enterarme me pasé dos noches enteras sin dormir. Es lo más espantoso que he conocido en toda mi vida.

Wexford esperó el «pero». La gente que empezaba así, admitiendo cuánto comprendían la tragedia o la desgracia extrema, solían proseguir reduciéndola. La empatía inicial era una excusa para el posterior ataque.

No hubo ningún «pero». Ella le sorprendió con su franqueza.

– Mi hijo quiere que Daisy se comprometa con él.

– ¿De veras?

– A la señora Copeland no le gustaba la idea. Supongo que debería llamarla Davina Flory o señorita Flory o algo así, pero los viejos hábitos son difíciles de erradicar. Lo siento, supongo que estoy chapada a la antigua, pero para mí, una mujer casada siempre será «señora» y llevará apellido de su esposo. -Esperó a que Wexford dijera algo y cuando vio que no lo hacía, prosiguió-. No, no le gustaba la idea. Claro que no me refiero a que tuviera nada contra Nicholas. Sólo era una idea tonta, lo siento, pero me parecía tonta, de que Daisy tenía que vivir su vida antes de asentarse. Yo podía haberle dicho que cuando ella tenía la edad de Daisy las chicas se casaban lo más jóvenes que podían.

– ¿Lo hizo?

– ¿Si hice qué?

– Ha dicho que podía haberle dicho esto a ella. ¿Se lo dijo de verdad?

Una arruga de cautela atravesó la cara de la señora Virson. Pasó. Ella sonrió.

– No era asunto mío interferir.

– ¿Qué pensaba la madre de Daisy?

– Oh, en realidad, lo que Naomi pensara no habría importado. Naomi no tenía opiniones. Verá, la señora Copeland era mucho más como una madre que como una abuela para Daisy. Ella tomaba todas las decisiones. Quiero decir, a qué colegio iba y todo eso. Ah, ella tenía grandes ideas para Daisy, o Davina, como ella insistía en llamarla, para gran confusión. Tenía todo su futuro trazado: primero la universidad, Oxford, naturalmente, y después la pobre pequeña Daisy tenía que viajar un año. No a algún sitio al que una chica joven querría ir, quiero decir no las Bermudas o el sur de Francia o algún sitio bonito, sino lugares de Europa con galerías de arte e historia, Roma y Florencia y sitios así. Y después tenía que hacer algo en otra universidad, otro título o como lo llamen. Lo siento, pero no veo el objetivo de toda esta educación para una chica joven y guapa. La idea de la señora Copeland era que se enterrara en alguna universidad, quería que fuera… ¿cómo se llama?

– ¿Académica?

– Sí, eso es. La pobrecita Daisy tenía que haber llegado a ello para cuando tuviera veinticinco años y entonces se esperaba que escribiera su primer libro. Lo siento, pero me parece ridículo.

– ¿Y Daisy? ¿Qué le parecía a ella?

– ¿Qué sabe una chica de esa edad? No sabe nada de la vida, ¿no? Ah, si no paran de hablarte de Oxford y te lo pintan como un lugar espléndido y después te dicen lo maravillosa que es Italia y ver este cuadro y esa estatua, y cuánto se pueden apreciar las cosas si se ha sido educada de esta manera… bueno, naturalmente, esto produce algún efecto. A esa edad se es impresionable, no se es más que una niña.

– Casarse -dijo Wexford- pondría fin a todo eso.

– La señora Copeland se casó tres veces, pero no creo que fuera muy aficionada al matrimonio, a pesar de ello. -Se inclinó hacia él en actitud confidencial, bajando la voz y mirando brevemente por encima del hombro como si hubiera alguien en el otro extremo de la habitación-. Esto no lo sé, quiero decir que no lo sé realmente, es pura conjetura, pero creo que está bastante bien fundado… Estoy segura de que la señora Copeland no se habría inmutado si Nicholas y Daisy hubieran querido vivir juntos sin casarse. Estaba obsesionada con el sexo. ¡A su edad! Probablemente se habría alegrado de que hubiera tenido alguna relación, quería que Daisy tuviera experiencia.

– ¿Qué clase de experiencia? -preguntó él, curioso.

– Oh, no me interprete mal, señor Wexford. Quiero decir, ella solía decir que quería que la chica viviera. Ella realmente había vivido, solía decir, y supongo que así era, con todos sus esposos y tantos viajes. Pero el matrimonio, no, no le gustaba esa idea.

– ¿A usted le gustaría que su hijo se casara con Daisy?

– Oh, sí, me gustaría. Es una chica encantadora. Y lista, por supuesto, y guapa. Lo siento, pero no me gustaría que mi hijo se casara con una chica fea. No espero que crea que esto está bien, pero me parece un desperdicio, un hombre guapo con una chica fea. -Joyce Virson se pavoneó un poquito. No había otra palabra para describir aquel pequeño estiramiento del cuello, la manera en que se pasó un grueso dedo por la mandíbula-. Somos una familia apuesta por ambas partes. -La sonrisa que ofreció a Wexford era picara, casi coqueta-. Claro que la pobrecita está locamente enamorada de él. Sólo hay que ver cómo le sigue con los ojos. Le adora.

Wexford creyó que la señora Virson iba a preludiar sus siguientes comentarios con su acostumbrada expresión de tristeza por una opinión que evidentemente no lamentaba en lo más mínimo, pero sólo dio más explicaciones de las aptitudes de Daisy para una unión con un miembro de la familia Virson. Daisy le tenía tanto cariño a ella, tenía unos modales tan agradables, un temperamento tan apacible y tan afable…

– Y es muy rica -dijo Wexford.

La señora Virson prácticamente saltó. Dio un respingo tan violento como alguien en las primeras fases de un ataque de apoplejía. Su voz aumentó veinte o treinta decibelios.

– Eso no tiene nada que ver. Si mira el tamaño de esta casa y el nivel de la comunidad, no se puede pensar que aquí falte dinero. Mi hijo tiene unos ingresos importantes, es perfectamente capaz de mantener a una esposa con el…

Wexford pensó que iba a añadir algo acerca del estilo de vida al que Daisy estaba acostumbrada, pero la señora Virson se controló y le miró con furia. Harto de su hipocresía y afectación, Wexford había decidido que era hora de darle un golpe bajo. Había surtido más efecto del que esperaba. Sonrió para sus adentros.

– ¿No le preocupa el que pueda ser demasiado joven? -dijo. Ahora también sonrió exteriormente, una sonrisa amplia y conciliadora-. Usted misma acaba de decir que es una niña.

Joyce Virson se ahorró la respuesta porque Daisy entró en la habitación. El había oído sus pasos en el vestíbulo cuando pronunciaba la palabra «niña». Daisy le sonrió con aire triste. Todavía llevaba el brazo vendado pero menos abultado y el cabestrillo era más ligero. Wexford se dio cuenta de que era la primera vez que la veía de pie, moviéndose. Era más delgada de lo que le había parecido, más frágil de aspecto.

– ¿Para qué soy demasiado joven? -preguntó-. Hoy es mi cumpleaños: cumplo dieciocho.

La señora Virson dio un grito.

– Daisy, eres terrible, ¿por qué no nos lo habías dicho? No tenía la menor idea, no habías dicho una palabra.

Intentó reír con asombro pero Wexford captó que estaba muy disgustada. La revelación de Daisy indicaba que no era cierto que conociera bien a la joven que se alojaba en su casa.

– Supongo que sólo se lo insinuaste a Nicholas para que pudiera prepararte una sorpresa.

– Que yo sepa, él tampoco lo sabe. No lo recordará. Ahora no tengo a nadie en el mundo que recuerde mi cumpleaños. -Miró a Wexford y dijo sin pensarlo, un poco teatral-: ¡Dios mío, qué triste!

– Que cumplas muchos más -le deseó él.

– Ah, tiene usted tacto, va con cuidado. No podía decir «Feliz cumpleaños», ¿verdad? A mí no. Sería espantoso, sería un insulto. ¿Cree que recordará mi cumpleaños el año que viene? ¿Se dirá a sí mismo la víspera: Mañana es el cumpleaños de Daisy? Tal vez sea el único que lo haga.

– Qué tontería, querida. Nicholas sin duda lo recordará. Será tarea tuya írselo recordando. Lo siento, pero los hombres necesitan alguna insinuación, y a veces un pequeño pellizco en el brazo. -La expresión de Joyce Virson era ferozmente picara.

Daisy dejó que sus ojos se fijaran en los de Wexford un breve instante y apartó la mirada. Sin mirarle, dijo:

– ¿Vamos a la otra habitación?

– Oh, ¿por qué no os quedáis aquí, querida? Se está bien y no escucharé lo que digáis. Estaré demasiado absorta en mi libro. No oiré ni una palabra.

Decidido a no hablar con Daisy en presencia de la señora Virson, antes de plantearlo esperó a oír lo que Daisy diría. Ella tenía un aspecto tan abstraído, tan remotamente triste, que suponía que oiría una apática aceptación, pero en cambio Daisy habló con firmeza.

– No, es mejor que sea en privado. No vamos a echarte de tu habitación, Joyce.

Él la siguió al «estudio pequeño», la habitación donde habían estado el sábado. Allí ella comentó:

– Tiene buenas intenciones. -Wexford se maravilló de lo joven que ella podía ser… y de lo madura-. Sí, hoy cumplo dieciocho. Después del funeral creo que iré a casa. Poco después. Ahora que tengo dieciocho años puedo hacer lo que quiera, ¿no? ¿Absolutamente lo que quiera?

– Como todos nosotros, sí. Aparte de quebrantar la ley con impunidad, puedes hacer lo que te plazca.

Ella suspiró fuerte.

– No quiero quebrantar la ley. No sé lo que quiero hacer, pero creo que estaría mejor en casa.

Como aviso, él le dijo:

– Quizá no te das perfecta cuenta de cómo te sentirás cuando vuelvas a casa. Después de lo que sucedió allí. Te recordará aquella noche y te resultará muy doloroso.

– Aquella noche está siempre conmigo -replicó ella-. No puede estar presente con más fuerza de la que lo está cada vez que cierro los ojos. Entonces veo aquellas imágenes. Cuando cierro los ojos. Veo aquella mesa… antes y después. Me pregunto si alguna vez podré soportar volver a sentarme ante una mesa de comedor. Aquí ella me da la comida en una bandeja. Yo se lo pedí. -Se quedó callada; de pronto sonrió y le miró. Él vio un extraño brillo en sus ojos oscuros-. Siempre hablamos de mí. Cuénteme algo de usted. ¿Dónde vive? ¿Está casado? ¿Tiene hijos? ¿Tiene a alguien que se acuerde de su cumpleaños?

Él le dijo dónde vivía, que estaba casado, que tenía dos hijas y tres nietos. Sí, ellos se acordaban de su cumpleaños, más o menos.

– Ojalá yo tuviera padre.

¿Por qué él había omitido preguntarle esto?

– Claro que lo tienes. ¿Le ves alguna vez?

– Nunca le he visto. Que yo recuerde. Mamá y él se divorciaron cuando yo era un bebé. Vive en Londres, pero nunca ha dado muestras de querer verme. No me refiero a que me gustaría tenerle a él, me gustaría tener «un» padre.

– Sí, supongo que tu… bueno, el esposo de tu abuela ocupaba el lugar de un padre en tu vida.

Era inconfundible, la incredulidad en la mirada que ella le lanzó. Emitió un sonido entre un ronquido y una tos.

– ¿Ha aparecido Joanne?

– No, Daisy. Estamos preocupados por ella.

– Oh, no le habrá pasado nada. ¿Qué le podría haber sucedido?

Su serena inocencia sólo sirvió para exacerbar la preocupación de Wexford.

– Cuando iba a ver a tu madre los martes -dijo-, ¿siempre iba en coche?

– Claro. -Pareció sorprendida-. Ah, ¿quiere decir si iba a pie? Serían unos buenos ocho kilómetros. De todos modos, Joanne nunca iba a pie a ningún sitio. No sé por qué vivía aquí, detestaba las cosas del campo, todo lo relacionado con el campo. Supongo que lo hacía por su anciana madre. Le diré una cosa: a veces iba en taxi. No porque se le hubiera estropeado el coche. Le gustaba tomar alguna copa, y después tenía miedo de conducir.

– ¿Qué me puedes decir de unos que se llaman Griffin?

– Trabajaban para nosotros.

– El hijo, Andy, ¿le has visto desde que se marcharon?

Ella le miró de un modo curioso. Era como si se maravillara de que él hubiera atinado en algo inesperado o secreto.

– Una vez. Qué curioso que lo pregunte. Yo estaba en el bosque. Iba paseando por el bosque y le vi. Probablemente usted no conoce nuestro bosque, pero fue cerca del camino secundario, ese caminito que va hacia el este, fue cerca de donde están los nogales. Él quizá me vio, no lo sé; debería haberle dicho algo, haberle preguntado qué hacía, pero no lo hice, no sé por qué. Me asustó, verle así. No se lo dije a nadie. Había entrado sin derecho en la finca; a Davina le habría desagradado, pero no se lo dije.

– ¿Cuándo sucedió esto?

– El pasado otoño. En octubre, creo.

– ¿Cómo debió de llegar allí?

– Antes tenía moto. Supongo que todavía la tiene.

– Su padre dice que tuvo un empleo con un hombre de negocios norteamericano. Tuve la corazonada, no fue más que eso, de que podían haber entrado en contacto a través de su familia.

Ella se quedó pensativa.

– Davina jamás le habría recomendado. Supongo que podría ser Preston Littlebury. Pero si Andy trabajó para él sólo habría sido… bueno…

– ¿Como chófer, quizá?

– Ni siquiera eso. Tal vez para lavarle el coche.

– Bien. Probablemente no es importante. Una última pregunta. El otro hombre, el hombre al que no viste salir de la casa y poner el coche en marcha… ¿podía ser Andy Griffin? Piensa con atención antes de responder. Míralo como una posibilidad y después piensa si había algo, alguna cosa, que pudiera identificarle como Andy Griffin.

Daisy quedó en silencio. No parecía ni sorprendida ni incrédula. Era evidente que obedecía las instrucciones de Wexford y reflexionaba. Al fin dijo:

– Podía serlo. ¿Puedo decir que no había nada que me hiciera estar segura de que no lo era? Es todo lo que puedo decir.

Entonces él se marchó, diciéndole que asistiría al funeral el jueves por la mañana.

– Te diré cuál es mi idea de lo que sucedió, si quieres -dijo Burden. Estaban en su casa, su hijo Mark en pijama sobre su regazo; Jenny se hallaba en su clase nocturna de alemán avanzado-. Te traeré otra cerveza y te lo diré. No, ve tú por la cerveza y así no tendré que mover al niño.

Wexford regresó con dos latas y dos jarras.

– Esas jarras, fíjate, son idénticas. Hay otra en el estante. Es una lección bastante interesante de economía. La que tienes tú… déjame verla de cerca… sí, ésa la compramos Jean y yo en nuestra luna de miel en Innsbruck por cinco chelines. Antes de que la moneda pasara al sistema decimal, mucho antes. La que tengo yo, en realidad es un poquito más pequeña, la compré hace diez años, cuando llevamos allí a los niños. La misma diferencia y costó cuatro libras. La que está en el estante es mucho más pequeña y en mi opinión no tan buena. Jenny y yo la compramos en Kitzbühel cuando estuvimos allí de vacaciones el verano pasado. Diez libras con cincuenta. ¿Qué indica esto?

– Que el coste de la vida ha subido. Yo no necesito tres jarras de cerveza para saberlo. ¿Podríamos hablar de tu guión sobre lo de Tancred en lugar de hacer estas disquisiciones sobre cerámica comparada?

Burden sonrió. Dijo a su hijo con aire sentencioso:

– No, no puedes tomar la cerveza de papá, Mark, igual que papá no puede tomar tus Ribena.

– Pobrecito papá. Apuesto a que es un auténtico sacrificio. ¿Qué ocurrió, entonces, el martes por la noche?

– El pistolero del banco, el que tenía acné, le llamaré X.

– Realmente original, Mike.

Burden hizo caso omiso de la interrupción.

– El otro hombre era Andy Griffin. Andy era el hombre que sabía, X tenía la pistola.

– Pistola -repitió Mark.

Burden le dejó en el suelo. El niño recogió un silbato de plástico del montón de juguetes, apuntó con él a Wexford y gritó:

– ¡Pum, pum!

– Oh, vaya, a Jenny no le gusta que juegue con armas. De hecho no tiene ninguna.

– Ahora tiene una.

– ¿Crees que estaría bien que le dejara ver la televisión media hora antes de acostarle?

– Por el amor de Dios, Mike, tú tienes más niños que yo, deberías saberlo. -Como Burden seguía con aire dubitativo, dijo con impaciencia-: Mientras no haya más sangre que en lo que vas a contarme… y es poco probable que la haya.

Burden encendió el televisor.

– X y Andy partieron para Tancred House en el jeep de X.

– ¿En el qué?

– Tiene que ser un vehículo que pueda circular por terreno accidentado.

– ¿Dónde se conocieron estos dos, X y Andy?

– En un pub. Quizás en El caracol y la lechuga. Andy habla a X de las joyas de Davina y trazan su plan. Andy conoce los hábitos de Brenda Harrison. Sabe que anuncia la cena cada noche a las siete y media y se va a casa, dejando la puerta de atrás sin cerrar con llave.

Wexford asintió.

– Un buen punto en favor de la implicación de Griffin.

Con aire complacido, Burden prosiguió:

– Suben por el camino principal y cruzan la verja desde la B 2428, pero toman el camino de la izquierda justo antes de llegar a la pared y el patio. Brenda se ha ido a casa, Davina Flory, Harvey Copeland, Naomi Jones y Daisy Flory están en ese invernadero. Así que nadie oye llegar al vehículo ni ve sus luces, como Andy ha calculado que sucederá. Son las ocho menos veinticinco.

– Un momento. Supongamos que Brenda sale cinco minutos más tarde o que los otros entran cinco minutos antes en el comedor.

– No lo hicieron -dijo Burden simplemente. Prosiguió-: X y Andy entran en la casa por la puerta trasera y suben la escalera posterior.

– No pudieron hacerlo. Bib Mew estaba allí.

– Se puede llegar a la escalera posterior sin pasar por la cocina principal. Allí es donde estaba ella, trabajando en el congelador. En la habitación de Davina buscan y encuentran sus joyas y también registran los dormitorios de las otras mujeres.

– Tenían que hacerlo para tardar veinticinco minutos. Por cierto, ¿por qué dejaron los dormitorios de las otras mujeres ordenados y el de Davina hecho un desastre si los registraron todos?

– A eso voy. Volvieron a la habitación de Davina porque Andy creía que había alguna pieza más valiosa que se les había pasado por alto. Mientras estaban revolviendo por allí los de abajo les oyeron y Harvey Copeland fue a investigar. Debieron de suponer que éste subía por la escalera principal, así que se fueron por la trasera…

– Y salieron por la puerta de atrás con su botín para escapar sin haber causado ningún daño, aparte de que Davina perdiera algunas joyas fuertemente aseguradas que de todos modos no le importaban mucho.

– Sabemos que no fue así -dijo Burden muy serio-. Cruzaron la casa y fueron al vestíbulo. No sé por qué. Quizá tenían alguna razón para temer el regreso de Brenda o creyeron que Harvey estaba arriba, con intención de recorrer la galería y bajar por la escalera trasera. Fuera lo que fuese, bajaron al vestíbulo y se encontraron con Harvey, que estaba a medio subir la escalera. Él se volvió y les vio, reconociendo de inmediato a Andy Griffin. Bajó un par de escalones, gritó alguna amenaza a Andy o gritó a las mujeres que llamaran a la policía…

– Si lo hizo, Daisy no le oyó.

– Lo ha olvidado. Ha admitido que no puede recordar detalles de lo que ocurrió. Lo dice en la cinta que grabamos: «Me he esforzado por recordar, pero algo me bloquea y me lo impide». Harvey amenazó a Andy y X le disparó. Cayó de espaldas al pie de la escalera. Andy estaba, evidentemente, aterrorizado, más aterrorizado, por si le reconocían. Oyó a una mujer gritar en el comedor. Mientras X abría de una patada la puerta del comedor, Andy corrió a la puerta principal y salió.

»X disparó a las dos mujeres, disparó a Daisy. Oyó ruidos arriba. Era el gato, pero él no lo sabía. Daisy estaba en el suelo, él creía que estaba muerta, salió por la puerta principal ante la cual le esperaba el jeep, que Andy había llevado hasta allí desde donde estaba aparcado, en la parte posterior…

– No funciona, Mike. A esa hora Bib Mew se iba. Se iba en su bicicleta por la parte posterior de la casa. Daisy oyó que se ponía en marcha un coche, no que lo llevaban desde la parte de atrás.

– Eso es un detalle sin importancia. ¿Ella lo juraría, Reg? Su madre y su abuela habían muerto a tiros ante sus ojos, a ella le habían disparado, estaba en el suelo, herida y sangrando… imagina el ruido que el Magnum haría, para empezar… ¿y puede diferenciar entre un coche que se pone en marcha y uno que es conducido?

Apartando los ojos de un documental sobre matanza de leones y destripamiento de fieras salvajes, Mark dijo feliz:

– Herida y sangrando.

Hizo un gesto afirmativo y señaló a su padre con el silbato.

– Oh, Dios, tengo que acostarle. Déjame terminar esto, Mark. Mientras Andy está en la parte de atrás para recoger el coche y X está realizando una matanza en el comedor, Joanne Garland llega en taxi. Una vez más tiene miedo de conducir porque ha tomado una o dos copas…

– ¿Dónde? ¿Con quién?

– Eso está por ver. Hay que descubrirlo. Pagó al taxista y éste se fue. La intención de Joanne era telefonear a otro taxi cuando hubiera terminado de mirar los libros de cuentas con Naomi. Son las ocho y diez. No se la espera allí hasta las ocho y media, pero sabemos que era una de esas personas superpuntuales que siempre llegan temprano.

»La puerta delantera está abierta. Ella entra, quizá llama a Naomi. Ve el cuerpo de Harvey despatarrado en la escalera, quizás oye el último disparo. ¿Se da la vuelta y echa a correr? Quizás. Andy ya ha aparecido con el jeep. Baja de éste de un salto y agarra a Joanne. X sale, mata a Joanne, con el sexto y último cartucho de la recámara, y meten su cuerpo en la parte de atrás.

«Temiendo encontrarse con alguien en la carretera, Gabbitas, nosotros, algún visitante, se van por el bosque, utilizando caminos por los que puede circular un jeep pero no un coche corriente. -Burden levantó a su hijo del suelo y apagó el televisor. El niño seguía aferrando su silbato-. Con algunas rectificaciones secundarias, sugiero que es la única manera en que pudo ocurrir.

Wexford dijo:

– ¿Por qué discutieron los Harrison y los Griffin?

La indignación había deformado brevemente el rostro de Burden. ¿Eso era todo? ¿Era la única reacción que provocaba su análisis? Se encogió de hombros.

– Andy intentó violarla.

– ¿Qué?

– Eso es lo que ella dice. Los Griffin afirman que ella se le insinuaba. Al parecer, él intentó hacer una especie de chantaje en ese sentido y Brenda se lo contó a Davina Flory. Por tanto, los Griffin tuvieron que marcharse.

– Será mejor que le encontremos, Mike.

– Le encontraremos -dijo Burden, y se llevó a su hijo a la cama.

Mientras subía la escalera, Mark disparaba con el silbato por encima de su hombro y gritaba sin parar:

– Herida y sangrando, herida y sangrando.


  1. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Estilo decorativo creado por William Morris, precursor del modernismo. (N. del E.)