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¿No tenían más amigos que los Virson y Joanne Garland, esta familia rica y distinguida, cuyo núcleo era una famosa escritora y un economista y ex diputado? ¿Dónde estaban las amigas del colegio de Daisy? ¿Los conocidos locales?

Estas cuestiones habían interesado a Wexford desde el principio. Pero la naturaleza del crimen era tal, que excluía hasta entonces el que los miembros del público que cumplían con la ley resultaran implicados, y la investigación usual en un caso de asesinato de todos los conocidos de las víctimas no se había llevado a cabo. Simplemente se le había ocurrido, mientras hablaba con Daisy, y en menor grado con los Harrison y Gabbitas, que parecía existir una ausencia de amigos de la familia Flory.

El funeral le demostró cuánta razón tenía… y qué equivocado estaba. A pesar de la fama de una de las fallecidas y la distinción, por asociación con ella, de los demás, él había supuesto que los que lloraban a Davina Flory y a su familia esperaban para asistir al funeral. Daisy, así como Joyce Virson, había dicho que se celebraría un servicio. Se había sugerido St. James, Piccadilly, antes de dos meses. El servicio celebrado en la iglesia parroquial de Kingsmarkham seguramente reuniría a una pequeña congregación, unas cuantas personas que sólo irían hasta el distante cementerio. Resultó que había cola.

Jason Sebright, del Kingsmarkham Courier tomaba nombres ante las puertas de la iglesia cuando él llegó. Wexford percibió rápidamente que la cola era la prensa y se abrió paso entre ellos mostrando su placa. La iglesia de St. Peter era muy grande, una de esas iglesias inglesas que en cualquier otra parte se llamaría catedral, con una nave enorme, diez capillas laterales y un coro y presbiterio grande como una iglesia de pueblo. Estaba casi llena.

Sólo los bancos delanteros del lado derecho esperaban a sus ocupantes, y unos cuantos asientos repartidos entre la congregación. Wexford se dirigió hacia uno de éstos, un espacio vacío junto al pasillo, a la izquierda. La última vez que había estado allí había sido para entregar a Sheila en matrimonio a Andrew Thorverton, la última vez que se había sentado así, en el centro de la iglesia, había sido para oír sus amonestaciones. Un matrimonio que había acabado mal, una o dos aventuras amorosas y ahora Augustine Casey… Apartó este pensamiento de su mente y observó a la congregación. Un voluntario tocaba el órgano, probablemente una pieza de Bach.

La primera persona a la que reconoció fue alguien a quien había conocido en la presentación de un libro, a la que había asistido llevado por Amyas Ireland. El libro, recordaba, era una saga familiar con un policía en cada generación desde los tiempos Victorianos, y el editor del autor era este hombre que se hallaba tres filas más adelante. Todos los demás del banco le parecieron editores, aunque no habría sabido decir por qué. Identificó (asimismo sin mucho fundamento) a una mujer rolliza con el pelo amarillo y un gran sombrero negro como la agente de Davina Flory.

La preponderancia de mujeres de edad, algunas de ellas de aspecto erudito, en grupos o sentadas solas, le hizo creer que se trataba de antiguas compañeras de Davina, quizá de los lejanos días de Oxford. Por las fotografías que había visto en los periódicos, reconoció a una distinguida novelista setentona. ¿No era el ministro de Cultura el que estaba en el banco junto a ella? Su nombre escapaba a Wexford en aquel momento, pero era él. Un hombre con una rosa roja en el ojal -¿de gusto cuestionable?- que había visto en la televisión estaba en los bancos de la Oposición. ¿Un viejo amigo parlamentario de Harvey Copeland? Joyce Virson había conseguido un sitio muy adelante. No había señales de su hijo. Y no se veía ni una sola chica joven.

En el momento en que se preguntaba quién ocuparía el asiento vacío que había a su lado, Jason Sebright se apresuró a sentarse en él.

– Hay hordas de literatos -dijo alegre, incapaz de ocultar que estaba disfrutando de la ocasión-. Voy a escribir un artículo titulado «Los amigos de una gran mujer». Aunque reciba nueve negativas de cada diez, conseguiré al menos cuatro entrevistas en exclusiva.

– Prefiero mi trabajo al tuyo -dijo Wexford.

– He aprendido mi técnica de la televisión norteamericana. Soy medio americano; paso las vacaciones allí, visitando a mi padre. -Esto lo dijo con una horrible parodia de acento del medio Oeste-. Tenemos mucho que aprender en este país. En el Courier siempre van con pies de plomo, hay que tratar a todo el mundo con guantes de seda y lo que yo…

– Chsss. Va a empezar.

La música había cesado. Se hizo el silencio. No se oía ni un susurro. Fue como si la congregación hubiera cesado de respirar. Sebright se encogió de hombros y se llevó un dedo a los labios. El silencio era de un tipo que sólo se produce en una iglesia: opresivo, frío, pero para algunos trascendente. Todos esperaban, expectantes y cada vez más sobrecogidos.

Los primeros acordes del órgano rompieron el silencio con una fuerte y terrible multiplicación de decibelios. Wexford apenas podía creer lo que oía. No la Marcha fúnebre de Saúl, ya no se oía la Marcha fúnebre de Saúl. Pero lo era. Dum-dum-di-bum-dum-di-dum-di-dum-dum-bum, murmuró en voz baja. Los tres ataúdes eran llevados por el pasillo con inefable lentitud al compás de aquella maravillosa y terrible música. Los hombres que los portaban sobre los hombros avanzaban con los pasos de una majestuosa pavana. Alguien con un gran sentido del dramatismo se había ocupado de aquello, alguien joven, ardiente e impregnado de tragedia.

Daisy.

Ella seguía a los tres ataúdes e iba sola. O, más bien, Wexford creyó que iba sola hasta que vio a Nicholas Virson, quien debía de haberla acompañado al entrar, buscando un asiento vacío. Ella iba de luto riguroso, o quizá sólo llevaba la ropa que todas las chicas de su edad tenían en abundancia en su armario ropero, prendas de funeral vestidas habitualmente para ir a fiestas y discotecas. El vestido de Daisy era un estrecho tubo negro que le llegaba hasta los tobillos cubiertos por unas botas negras. Unas ambiguas colgaduras negras la cubrían, entre ellas algo que casi podía distinguirse como un abrigo con una forma que apenas se habría dicho de abrigo.

Tenía la cara blanca como el papel, la boca pintada de rojo, y miraba al frente; al fin llegó, sola, a aquel primer banco vacío.

– Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor…

El sentido que tenía Daisy de lo dramático -¿y de lo pertinente?- la había impulsado también a asegurarse de que se leyera el Libro de Oraciones de 1662. ¿Estaba Wexford atribuyéndole demasiadas cosas a ella y aquello era obra de la señora Virson o incluso del buen gusto del clérigo? Ella era una chica notable. Wexford percibió una sensación de aviso, de alarma, cuya fuente no pudo distinguir.

– Señor, haz que conozca mi fin y el número de mis días, que pueda saber cuánto tengo que vivir…

El viento no se había notado en la ciudad. Quizá, por otra parte, sólo se había levantado media hora antes. Wexford recordaba alguna clase de aviso de vientos fuertes en la previsión meteorológica de la noche anterior. El viento era cortante como un cuchillo mientras silbaba en aquel cementerio que unos años antes había sido un prado en la ladera de la montaña.

¿Por qué entierro y no incineración? Más ideas dramáticas de Daisy, quizá, o un deseo expresado en los testamentos. No habría lectura de testamento después, le había dicho el abogado, nada, ninguna de esas reuniones para tomar un jerez y pastel.

– Dadas las circunstancias -dijo el abogado-, sería completamente inadecuado.

Nada de flores. Daisy, al parecer, había pedido en cambio donaciones para diversas causas, ninguna de ellas con probabilidades de recibir una respuesta comprensiva por parte de muchas de aquellas personas, caridades para Bangladesh, un fondo para paliar el hambre en Etiopía, para el Partido Laborista y la Liga Protectora de los gatos.

Se había preparado una tumba única para la pareja casada. La de al lado era para Naomi Jones. Cada una estaba revestida de láminas de césped de un verde más pálido que la hierba. Descendieron los ataúdes y uno de aquellos eruditos ancianos dio un paso al frente y arrojó un puñado de tierra sobre el de Davina Flory.

– Venid, hijos benditos de mi Padre, entrad en el reino preparado para vosotros desde el principio del mundo…

Había terminado, el drama había pasado. Lo más importante entonces para todos era el azote del viento. La gente se subió el cuello del abrigo o la chaqueta, cruzó los brazos con el cuerpo tembloroso bajo la ropa inadecuada. Sin inmutarse, Jason Sebright iba de una persona a otra haciendo preguntas. En lugar del bloc de los tiempos antiguos, llevaba una grabadora. A Wexford no le sorprendió ver cuántas personas respondían favorablemente. Algunas era muy probable que pensaran que sus palabras se emitían en directo por la radio.

No había hablado con Daisy. Observó a los asistentes acercarse uno tras otro a ella y vio sus labios moverse con una respuesta monosilábica. Una mujer anciana le dio un beso en la blanca mejilla.

– Oh, querida, y la pobre Davina ni siquiera era creyente, ¿verdad?

Otra dijo:

– Un servicio encantador, producía escalofríos.

Un hombre de edad, hablando en lo que Wexford llamaba voz de la Ivy League <strong>[5]</strong>, la abrazó y, con gesto impulsivo, aparentemente como expresión de una emoción repentina, le apretó el rostro contra su cuello. Cuando ella levantó la cabeza, Wexford vio que sus labios habían dejado una huella roja en el cuello blanco del hombre. Éste era alto, extremadamente delgado, con un pequeño bigote gris y corbata de lazo. ¿Preston Littlebury, el antiguo jefe de Andy Griffin?

– Lo lamento profundamente, querida, lo sabes.

Wexford vio que se había equivocado respecto a las chicas jóvenes. Una al menos había desafiado al frío y el mal tiempo, una adolescente pálida y delgada con pantalones negros e impermeable. La mujer de edad que iba con ella dijo:

– Soy Ishbel Macsamphire, querida. El año pasado en Edimburgo, ¿lo recuerdas? Con la pobre Davina. Y después te encontré con tu joven amigo. Ésta es mi nieta…

Daisy se comportaba magníficamente con todos. Su tristeza le proporcionaba una enorme dignidad. Logró la difícil proeza que él le había visto realizar anteriormente de responder con cortesía aunque sin una sonrisa. Uno a uno se alejaron de ella y por un momento se quedó sola. Permaneció quieta, observando a la gente dirigirse hacia sus respectivos coches, como si buscara a alguien, con los ojos bien abiertos, los labios un poco separados. Era como si estuviera buscando a alguien cuya presencia había esperado pero que le había fallado. El viento le levantaba la larga bufanda negra que llevaba formando con ella una ondulante serpentina. Daisy se estremeció, se encorvó un momento antes de acercarse a Wexford.

– Ya se ha terminado. Gracias a Dios. Creía que me echaría a llorar, o que me desmayaría, pero no lo he hecho.

– Tú no. ¿Buscabas a alguien que no ha venido?

– Oh, no. ¿Qué le ha hecho pensar eso?

Nicholas Virson se aproximaba a ellos. A pesar de que ella lo había negado, debía de ser a él a quien buscaba, a su «joven amigo», pues bajó un poco la cabeza como si se inclinara ante cierta necesidad, como resignada. Daisy le tomó del brazo y se dejó conducir hasta su coche. Su madre ya estaba sentada en él, atisbando por el cristal empañado.

Wexford pensó, como en algunas ocasiones había pensado de Sheila años atrás, con exacta previsión, que era una actriz extraordinaria. Bueno, Sheila se había hecho actriz, pero Daisy no estaba actuando, Daisy era sincera. Era simplemente una de estas personas que no pueden evitar hacer un drama de sus tragedias personales. ¿No había dicho Graham Greene en algún sitio que cada novelista tiene una astilla de hielo en su corazón? Quizás ella seguiría los pasos de su abuela también en esto.

Los pasos de su abuela. Wexford sonrió para sí al pensar en el juego al que jugaban los niños, que se acercaban de puntillas para ver cuánto podían acercarse antes de que el de delante, de espaldas, se volviera, y entonces echaban a correr gritando…

– Hemos encontrado dos juegos de llaves dentro, señor -dijo Karen-. Hemos encontrado su talonario de cheques, pero ni dinero en efectivo ni tarjetas de crédito.

La casa estaba amueblada con elegancia, la cocina lujosamente equipada. En el cuarto de baño, que estaba dentro del dormitorio de la señora Garland, había un bidé y una ducha, y un secador de pelo fijo en la pared.

– Como en los mejores hoteles -dijo Karen ahogando una risita.

– Sí, pero yo creía que sólo lo hacían para impedir que los huéspedes los robaran. Esto es una casa particular.

Karen pareció incrédula.

– Bueno, así no puedes perderlo, ¿no? No has de preguntarte dónde lo dejaste la última vez que te lavaste el pelo.

A Wexford le parecía más como si Joanne Garland hubiera gastado dinero por el simple hecho de gastarlo. No sabía en qué gastarse sus ingresos. ¿Una prensa eléctrica para pantalones? ¿Por qué no? Aunque el armario ropero sólo mostró un par de pantalones. ¿Un teléfono supletorio en el cuarto de baño? Se acabó el correr goteando hasta el dormitorio, envuelta en una toalla. El gimnasio disponía de una bicicleta para ejercicio, un aparato para remar, un artilugio que a Wexford le recordó las fotografías que había visto de la guillotina de Nuremberg, y algo que podría haber sido una rueda de andar.

– Lo utilizaban para que los pobres diablos de los asilos anduvieran arriba y abajo -explicó Wexford-. Ella lo tiene por diversión.

– Bueno, para estar en forma, señor.

– ¿Y todo eso es para estar en forma?

Volvían a estar en el dormitorio, donde se encontraron frente a la más amplia colección de cosméticos y productos de belleza que él jamás había visto en los grandes almacenes. Estos artículos no se hallaban en los cajones de un tocador o en un estante, sino metidos en un gran armario, que estaba allí exclusivamente para ellos.

– Hay otro montón en el cuarto de baño -dijo Karen.

– Esto podría levantar a un muerto -dijo Wexford, sosteniendo una botella marrón con un tapón dorado y cuentagotas. Destapó un frasco y olió su contenido, una crema amarilla con un fuerte aroma dulzón-. Ésta te la podrías comer. No sirven para nada, ¿verdad?

– Supongo que da esperanzas a las pobres viejas -dijo Karen con la arrogante indiferencia de los veintitrés años-. Se cree lo que se lee, ¿no le parece, señor? Se cree lo que se lee en las etiquetas. La mayoría de la gente lo hace.

– Supongo que sí.

Lo que más le sorprendió fue lo ordenado que estaba el lugar. Como si su propietaria se hubiera ido y hubiera sabido de antemano que se iba. Pero nadie se marcha sin avisárselo a nadie. Una mujer con una familia tan numerosa como Joanne Garland no se marcha sin decir una palabra a su madre, a sus hermanos. Su mente regresó a aquella noche y la historia de Burden. No era una historia satisfactoria, pero tenía sus puntos positivos.

– ¿Cómo va lo de comprobar todas las compañías de taxis del distrito?

– Hay muchas, señor, pero estamos terminando.

Wexford intentó pensar en las posibles razones por las que una mujer soltera, de edad madura, de repente se va de viaje en marzo sin decírselo a su familia, a sus vecinos o a su socia. ¿Algún amante del pasado que había aparecido y la había raptado? Poco probable en el caso de una mujer de negocios de cincuenta y cuatro años de carácter práctico. ¿Una llamada desde el otro lado del mundo comunicándole que alguien íntimo estaba muriendo? En este caso, lo habría dicho a su familia.

– Karen, ¿su pasaporte estaba en la casa?

– No, señor. Pero es posible que no lo tuviera. Podríamos preguntar a sus hermanas si alguna vez había ido al extranjero.

– Podríamos. Lo haremos.

De nuevo en los establos de Tancred House, le pasaron una llamada. No era nadie conocido y ni siquiera había oído hablar de él: el director suplente de la prisión de Royal Oak, en las afueras de Crewe, en Cheshire. Claro que lo sabía todo de Royal Oak, la famosa cárcel de alta seguridad, una cárcel de categoría B que se llevaba como comunidad terapéutica y aun así, años después de que estas teorías dejaran de estar de moda, se atenía al principio de que los criminales pueden ser «curados» mediante terapia. Aunque con el mismo índice de reincidencia que en cualquier otra prisión británica, al menos parecía que no hacía peores a sus internos.

El director suplente dijo que tenía un prisionero que quería ver a Wexford, que había pedido por él por su nombre. El prisionero cumplía una larga sentencia por intento de asesinato y robo con violencia y en la actualidad se hallaba en el hospital de la prisión.

– Él cree que va a morir.

– ¿Y es cierto?

– No lo sé. Se llama Hocking, James. Se le conoce como Jem Hocking.

– Nunca he oído ese nombre.

– Él ha oído hablar de usted. Kingsmarkham, ¿no? Conoce Kingsmarkham. ¿No mataron allí a un agente de policía hace un año?

– Ah, sí -respondió Wexford-. Así es.

George Brown. ¿Era Jem Hocking el hombre que había comprado un coche a nombre de George Brown?

La señora Griffin les dijo que Andy todavía no había regresado.

– Pero recibimos una llamada telefónica, ¿verdad, Terry? Nos llamó anoche desde el norte. ¿Dónde dijo que estaba, Terry? ¿Manchester?

– Llamó desde Manchester -afirmó Terry Griffin-. No quería que nos preocupáramos, quería que supiéramos que estaba bien.

– ¿Estaban ustedes preocupados?

– No es cuestión de si nosotros estábamos preocupados o no. Es una cuestión de que Andy pensara que podíamos estar preocupados. Pensamos que era muy considerado por su parte. No todos los hijos llaman a su mamá y a su papá para decirles que están bien cuando sólo llevan dos días fuera. Te preocupas cuando va con esa moto. Yo no elegiría una moto, pero ¿qué se ha de comprar un chico joven con el precio que tienen los coches? Fue muy considerado y atento llamándonos.

– Típico de Andy -dijo su madre complacida-. Siempre ha sido un chico muy considerado.

– ¿Dijo cuándo iba a regresar?

– No se lo pregunté. No espero que nos cuente todos sus movimientos.

– ¿Y no saben su dirección en Manchester?

La señora Griffin se había vuelto a mostrar demasiado susceptible y la relación era demasiado tensa para que se arriesgara a perturbarla formulando preguntas claras de esa naturaleza.

La mujer llamada Bib hizo entrar a Wexford en la casa. Llevaba un chándal rojo con un delantal por encima. Cuando Wexford dijo que la señora Harrison le esperaba, ella soltó una especie de gruñido e hizo un gesto de asentimiento pero no dijo una palabra. Caminó delante de él con un paso alegre como alguien que ha estado demasiado tiempo a bordo de un barco.

Brenda Harrison se encontraba en el invernadero. Éste estaba caliente, ligeramente húmedo y se percibía un olor dulce. El perfume procedía de un par de limoneros que estaban en macetas de loza azul y blanca. Estaban floridos y tenían frutos, las flores blancas y cerosas. La mujer había estado ocupada con la regadera, abono para las plantas de interior y trapos para sacar brillo a las hojas.

– Para quién es todo esto estoy segura de que no lo sé.

Las cortinas estampadas en blanco y azul estaban recogidas en volantes arriba, en el techo de cristal. Queenie, la gata persa, estaba sentada en uno de los antepechos, sus ojos fijos en un pájaro que estaba sobre una rama. El pájaro cantaba en la lluvia y sus cadencias hacían castañetear los dientes de la gata.

Brenda estaba de rodillas y se levantó, se secó las manos en el delantal y se hundió en una silla de mimbre.

– Me gustaría oír su versión, la de los Griffin. Realmente me gustaría oír lo que le contaron.

En esto Wexford se negó a complacerla. No dijo nada.

– Claro que estaba decidida a no decir una palabra. No a ustedes, quiero decir. No era justo para Ken. Bueno, así es como yo lo veía. No me parecía agradable para Ken. Y cuando uno lo piensa, si Andy Griffin se encaprichó conmigo por alguna razón e intentó todo aquel curioso asunto, ¿qué tiene eso que ver con los criminales que dispararon a Davina, Harvey y Naomi? Bueno, nada, ¿no?

– Hábleme de ello, señora Harrison, por favor.

– Supongo que debo hacerlo. Es muy desagradable. Sé que parezco mucho más joven de lo que soy, bueno, la gente siempre me lo dice, así que quizá no debería haberme sorprendido que Andy se portara como un fresco conmigo.

Era una expresión que Wexford hacía años que no oía. Se maravilló de la vanidad de la señora Harrison, la ilusión que hacía que esta mujer arrugada y marchita imaginara que no aparentaba sus cincuenta y tantos años. Y además, ¿por qué resultaba tan agradable y digno de orgullo el parecer más joven de lo que uno era? Eso siempre le había asombrado. Como si hubiera alguna virtud particular en el hecho de aparentar cuarenta y cinco cuando se tenían cincuenta. ¿Y qué aspecto se tenía, de todos modos, a los cincuenta?

Ella le miraba fijamente, buscando las palabras con las que revelarlo o quizás ofuscarlo.

– Me tocó. ¡Vaya susto que me dio! -Como anticipando la pregunta, se llevó la mano al pecho izquierdo, apartando la mirada-. Fue en mi propia casa. Él entró en la cocina; yo estaba tomando una taza de té, así que, como es natural, le ofrecí una. No es que él me gustara, no.

»Es malo. Ah, sí, no exagero. No es simplemente extraño, es malo. Sólo hay que mirarle a los ojos. No era más que un niño cuando llegó aquí, pero no era como los otros niños, no era normal. Su madre… ella quería que le dejaran jugar con Daisy; bueno, ¿puede usted imaginárselo? Incluso Naomi dijo que no, no sólo Davina. Solía tener rabietas, gritaba tanto que se le oía a través de las paredes; duraban horas. No podían hacer nada con él.

»No debía de tener ni un día más de catorce años cuando le pillé allí, fisgando por la ventana del cuarto de baño. Yo llevaba toda la ropa puesta, gracias a Dios, pero él no lo sabía cuando empezó a mirar, ¿no? De eso se trataba, de pillarme sin ropa.

– ¿El cuarto de baño? -preguntó Wexford-. ¿Qué hizo, trepó a un árbol?

– Los cuartos de baño están abajo, en estas casas. No me pregunte por qué. Fueron construidas así, con los cuartos de baño abajo. Él sólo tuvo que venir de su casa a través del seto y rondar fuera. No mucho después su madre me dijo que una señora de Pomfret se había quejado de él por lo mismo. Le llamó mirón. Claro que ella dijo que era mentira y la mujer había engañado a su pobre Andy, pero yo sabía lo que sabía.

– ¿Qué sucedió en la cocina?

– ¿Cuando me tocó, quiere decir? Bien, no quiero entrar en detalles y no lo haré. Cuando lo hubo hecho, después de que se fuera, me dije para mis adentros, sólo es porque le atraes locamente y no puede contenerse. Pero podía contenerse cuando volvió al día siguiente a pedir dinero, ¿no?

Queenie dio un golpe con la pata en el cristal. El pájaro se alejó volando. De pronto empezó a llover con fuerza, golpeando el agua los cristales. La gata bajó y se dirigió hacia la puerta. En lugar de levantarse para ayudarla, lo que habría esperado Wexford de una persona que amaba a los animales, Brenda se quedó sentada observando con atención. Pronto se hizo evidente a qué esperaba. Queenie se levantó sobre las patas traseras, dio un golpe al tirador de la puerta con la pata derecha y lo hizo bajar. Se abrió la puerta y la gata la cruzó, con la cola tiesa.

– No me dirá que no son más inteligentes que cualquier ser humano -dijo Brenda Harrison satisfecha.

– Me gustaría que me hablara de ese intento de violación, señora Harrison.

A ella no le importó la palabra. Un profundo sonrojo coloreó su ajado rostro.

– No estoy segura de por qué le interesan tanto todos estos detalles. -Dando a entender que el interés de Wexford por el asunto era de tipo lascivo, bajó la vista, torciendo el cuello, y empezó a retorcer una esquina de su delantal-. Me tocó, como le he dicho. Le dije no lo hagas. Él dijo ¿por qué no? ¿No te gusta? No es cuestión de gustar o no gustar, le dije, soy una mujer casada. Entonces me agarró por los hombros y me empujó contra el fregadero y empezó a frotarse contra mí. Bueno, usted ha dicho que quería detalles. No me produce ningún placer hablar de ello.

»Yo forcejeé pero él era mucho más fuerte que yo, como es lógico. Le dije que me soltara o que iría directa a contárselo a su padre. Él preguntó que si llevaba algo debajo de la falda. Entonces le di una patada. Había un cuchillo en la escurridera, sólo un cuchillo pequeño que utilizo para limpiar las verduras, pero lo agarré y dije que se lo clavaría si no me soltaba.

Bueno, entonces me soltó y me insultó. Me llamó pe, u, te, a, y dijo que la culpa era mía por llevar faldas ceñidas.

– ¿Se lo contó usted a su padre? ¿Se lo contó a alguien?

– Pensé que si lo mantenía en secreto pasaría al olvido. Ken es un hombre muy celoso, supongo que es natural. Quiero decir, sé que ha hecho una escena porque un tipo me ha mirado en un autobús. Bueno, el día siguiente Andy volvió. Llamó a la puerta principal y yo esperaba al hombre que tenía que reparar la secadora así que, naturalmente, abrí. Él se metió dentro. Le dije ya está bien, esta vez has ido demasiado lejos, Andy Griffin, voy a decírselo a tu padre y al señor Copeland.

»No me tocó. Se limitó a reírse. Dijo que tenía que darle cinco libras o le diría a Ken que yo le había pedido a él que… bueno, que fuera conmigo. Se lo diría a su madre y a su padre y se lo diría a Ken. Y los viejos le creerían, dijo, ya que yo era mayor que él. «Mucho mayor» fue lo que dijo, si quiere usted saberlo.

– ¿Usted le entregó dinero?

– Yo no. ¿Cree que soy boba? No nací ayer. -Brenda Harrison no comprendió la ironía de esta última observación, y prosiguió con serenidad-. Dije, ¡corre y maldito seas! Eso lo leí en un libro y siempre lo he recordado, no sé por qué. Corre y maldito seas, dije, vete, haz lo que quieras. Él quería cinco libras entonces y cinco libras a la semana hasta nuevo aviso. Eso es lo que dijo: «hasta nuevo aviso».

»En cuanto Ken llegó, se lo conté todo. Él dijo, vamos, iremos a la casa a aclararlo todo con esos Griffin. Eso será el fin de su relación con Davina, dijo. Sé que es desagradable para ti, dijo, pero pronto todo habrá terminado y te sentirás mejor porque sabrás que has hecho lo que tenías que hacer. Así que fuimos a la casa de los Griffin y se lo contamos todo. Tranquilamente, sin excitarme, les conté lo que él había hecho y lo de espiarme también. Por supuesto, la señora Griffin se puso histérica, gritando que su precioso Andy no haría eso, él, tan limpio y puro y que no sabía para qué servía una chica y todo eso. Ken dijo voy a ir a ver al señor y la señora Copeland, nosotros nunca les llamábamos por los nombres de pila cuando hablábamos con los Griffin, claro, no habría sido adecuado, voy a ir a ver al señor y la señora Copeland, dijo, y lo hizo y yo fui con él.

»Bueno, el resultado de ello fue que Davina dijo que Andy tenía que marcharse. Ellos podían quedarse pero él tenía que irse. La alternativa, eso es lo que ella dijo, la alternativa, era llamar a la policía y ella no quería hacerlo si podía evitarlo. La señora Griffin no lo aceptó, no quería separarse de su Andy, así que dijeron que se irían todos, el señor Griffin tomaría la jubilación anticipada, aunque lo que quería decir con «anticipada» no lo sé. A mí me parece que debe de tener setenta años.

»Claro que tuvimos que aguantarles de vecinos durante semanas y semanas después de eso, meses. Andy entonces tenía trabajo, un trabajo de obrero para un amigo americano de Harvey que le proporcionó porque era bueno de corazón, así que no le veíamos mucho. Yo le decía a Ken, pase lo que pase, yo decía, no les diré ni una palabra a ninguno de ellos. Les miraré de arriba abajo si por casualidad nos encontramos fuera, y eso es lo que hacía, y al final se marcharon como tenían que hacer y vino Johnny Gabbitas.

Wexford permaneció callado unos momentos. Observaba la lluvia. Bancos de crocus formaban manchas color púrpura en el verde césped. La forsitia había florecido, un amarillo brillante como el sol en aquel día oscuro y húmedo.

Preguntó a Brenda Harnson:

– ¿Cuándo vio por última vez a la señora Garland?

Ella pareció sorprendida ante este aparente cambio de tema. Wexford sospechó que ahora que el asunto había salido a la luz, no le desagradaba hablar de los celos de su esposo y de sus propios irresistibles atractivos. Le respondió bastante malhumorada:

– Hace meses, años. Sé que venía aquí casi todos los martes por la noche pero nunca la veía. Siempre me había ido a casa.

– ¿La señora Jones le decía que iba?

– No recuerdo que nunca lo mencionara -dijo Brenda con indiferencia-. ¿Por qué debería hacerlo?

– ¿Entonces…?

– ¿Cómo lo sabía yo? Ah, entiendo a lo que se refiere. Ella utilizaba los coches del hermano de Ken. -La evidente perplejidad de Wexford requería una explicación por su parte-. Entre usted y yo, a ella le gustaba beber, a Joanne Garland. Y a veces dos o tres. Bueno, ya lo entiende, ¿no? Después de pasar el día en aquella tienda. Me sorprende que vendieran algo alguna vez. Realmente me sorprende que esos sitios se mantengan. Bueno, a veces, cuando había tomado una copa de más, quiero decir cuando a ella le parecía que estaba en el límite, no conducía su coche, llamaba al hermano de Ken. Bueno, para que la llevara allí y a donde ella quisiera ir. Está forrada de dinero, por supuesto, nunca se lo pensaba dos veces lo de llamar a un taxi.

– ¿Su cuñado tiene un servicio de taxis?

La señora Harrison mostró una expresión de refinamiento, enrarecida, ligeramente agria.

– Yo no lo expresaría así. Él no se anuncia, tiene clientela privada, algunos clientes seleccionados muy especiales. -Se alarmó-. Todo legal, no ponga esa cara. Le diré su nombre, no tenemos nada que esconder, le daré todos los detalles que quiera. Estoy segura de que le recibirán bien.

En el pasado, de vez en cuando, cuando publicaba un libro que creía que podría interesar a su amigo, Amyas Ireland regalaba un ejemplar a Wexford. Siempre era un placer, al llegar a casa por la noche, encontrar el paquete dirigido a él, el sobre acolchado con el nombre y el logotipo de la editorial en la etiqueta. Pero desde la absorción de Carlyon-Brent no había recibido nada, así que fue una sorpresa encontrar un paquete más grande de lo usual que le esperaba. Esta vez el logotipo era el león de St. Giles Press con flores en la boca pero dentro, entre los libros, había una carta con una explicación de Amyas.

Dadas las circunstancias, le había parecido que a Wexford le podrían interesar los tres libros de Davina Flory, que se estaban reeditando en un nuevo formato: La ciudad santa, El otro lado del muro y Los anfitriones de Midian. Si Reg quería un ejemplar del primer -y ahora, tristemente, único- volumen de la autobiografía, sólo tenía que pedirlo. Lamentaba no haberse puesto en contacto antes. Reg sabía que habían sido absorbidos, pero quizá no estaba enterado de la posterior agitación que se produjo y el temor de Amyas por su puesto. Había sido un período lleno de ansiedad. Sin embargo, todo parecía ya normalizado, Carlyon Quick, como se les conocía entonces, tenía una magnífica lista de otoño en perspectiva. Estaban especialmente encantados por haberse asegurado los derechos de la nueva novela de Augustine Casey: El látigo.

Esto estuvo a punto de estropear el placer de Wexford por los libros de Davina Flory. El teléfono sonó cuando estaba hojeando el primero de ellos. Era Sheila. Siempre llamaba los jueves por la noche. Él escuchó a Dora hablar con ella, complaciéndose en un pasatiempo que le gustaba, que consistía en tratar de adivinar lo que ella decía por las respuestas asombradas, encantadoras o simplemente interesadas de su esposa.

Esa noche las palabras de Dora no entraban en ninguna de esas categorías. Wexford oyó su expresión decepcionada: «Oh, cariño», y un pesar más intenso: «¿Es buena idea? ¿Estás segura de lo que haces?». Wexford experimentó una sensación como si el corazón se le hiciera pesado, una tensión en el pecho. Se incorporó, volvió a sentarse, escuchó.

Dora dijo con el tono frío y rígido que él detestaba cuando iba dirigido a él:

– Supongo que querrás hablar con tu padre.

Wexford tomó el auricular. Antes de que ella hablara, se concentró pensando: «Tiene la voz más hermosa que jamás he oído de boca de una mujer».

La hermosa voz dijo:

– Mamá está enfadada conmigo. Supongo que tú también te enfadarás. He rechazado aquel papel.

Una gloriosa ligereza, un espléndido alivio. ¿Eso era todo?

– ¿El de La señorita Julia? Espero que sepas lo que haces.

– Dios sabe que sí. La cuestión es que me voy a Nevada con Gus. Lo he rechazado para irme a Nevada con Gus.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a>Ivy League: grupo de ocho universidades privadas de Nueva Inglaterra, de gran prestigio: Yale, Harvard, Princeton, Columbia, Dartmouth, Cornell, Pennsilvanya y Brown. (N. de la T.)