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En la estación de Kingsmarkham, unas letras digitales iluminadas anunciaban que funcionaba un sistema experimental de hacer cola. En otras palabras, en lugar de esperar cómodamente, dos o tres en cada ventanilla de venta de billetes, se hacía cola entre cuerdas. Iba tan mal como en Euston. En el vestíbulo, cerca del andén del que partiría el tren de Manchester, había un cartel que indicaba a los viajeros: «Formar cola aquí».

Nada relacionado con el tren, ninguna frase de bienvenida, nada que indicara cuándo saldría, sólo el supuesto de que allí habría una cola. Era peor que en época de guerra. Wexford pudo recordar la época de guerra, pero entonces, aunque podían dar por supuesto que se formaría cola, al menos no ponían ningún sello oficial.

Quizá debería haber permitido que Donaldson le llevara en coche. No lo había hecho por miedo a las autopistas y sus atascos. Los trenes eran más rápidos, los trenes no quedaban atascados con otros trenes, y los fines de semana las vías de los trenes no eran reparadas constantemente como las carreteras. A menos que hubiera nieve o un huracán, los trenes corrían. Se había comprado un periódico en Kingsmarkham y lo había leído en el viaje a la estación Victoria. Podría comprarse otro allí, algo para apartarse a Sheila de la cabeza y lo que había sucedido la noche anterior. Pero de todos modos, The Times no le había impedido pensar en ello, así que ¿por qué comprar el Independent?

La cola se retorcía elegante alrededor del amplio vestíbulo. Nadie protestaba, sólo se colocaba al final de la cola, sin quejarse. Se había formado un semicírculo, como si estos viajeros estuvieran a punto de unir sus manos y ponerse a cantar Auld Lang Syne. Después, la barrera se abrió y todo el mundo entró, no exactamente en tropel sino empujando un poco, impacientes por llegar al tren.

Un tren moderno, bonito y bastante nuevo. Wexford tenía un asiento reservado. Lo encontró, se sentó, miró la primera página de su periódico y pensó en Sheila, oyó la voz de Sheila. Su tono le hizo temblar.

– ¡Decidiste odiarle antes de conocerle siquiera!

¡Cuánto sabía reprochar! Como Shrew de Petruchio, un papel que extrañamente no se había convertido en éxito.

– No seas ridícula, Sheila. Yo no decido odiar a nadie antes de conocerle.

– Siempre existe una primera vez. Oh, ya sé por qué. Estabas celoso, sabías que tenías un motivo real. Sabías que ninguno de los otros significaba nada para mí, ni siquiera Andrew. Estaba enamorada por primera vez en mi vida y viste la luz roja, viste el peligro, estabas decidido a odiar a cualquiera a quien yo amara. ¿Y por qué? Porque tenías miedo de que le quisiera más que a ti.

Antes se habían peleado a menudo. Eran de esas personas que discutían acaloradamente, perdían los estribos, explotaban y olvidaban la causa de la discusión al cabo de unos minutos. Esta vez fue diferente.

– No estamos hablando de amor -había dicho él-. Estamos hablando de sentido común y conducta razonable. Renunciarías quizás al mejor papel que jamás te han ofrecido para irte a un desierto sólo para estar con ese…

– ¡No lo digas! ¡No le insultes!

– No podría insultarle. ¿Qué sería un insulto para un sinvergüenza como él? ¿Para ese payaso malhablado y borracho? Los peores insultos que encontrara le adularían.

– Dios mío, sea lo que sea lo que he heredado de ti, me alegro de que no sea tu lengua. Escúchame, padre…

Él se echó a reír.

– ¿Padre? ¿Desde cuándo me llamas padre?

– Está bien, no te llamaré nada. Escúchame, por favor. Le amo con todas mis fuerzas. ¡Jamás le abandonaré!

– Ahora no estás en un escenario -dijo Wexford desagradable. Oyó que ella contenía el aliento-. Y si sigues así, francamente, dudo que jamás vuelvas a estarlo.

– Me pregunto -replicó ella distante… ¡Oh, había heredado muchas cosas de él!-. Me pregunto si alguna vez se te ha ocurrido pensar en lo inusual que es para una hija estar tan cerca de sus padres como he estado contigo y con madre; os llamo dos veces a la semana, siempre voy a visitaros. ¿Alguna vez os habéis preguntado por qué?

– No. Sé por qué. Es porque siempre nos hemos mostrado agradables, amables y cariñosos contigo, porque te hemos mimado muchísimo y nos hemos dejado pisar por ti, y ahora que he reunido fuerzas para enfrentarme a ti y decirte algunas verdades acerca de ti y ese horrible pseudo…

No terminó la frase. No llegó a decir lo que iba a citar como consecuencia de sus «fuerzas», y ahora había olvidado lo que era. Antes de poder decir una sola palabra más, ella le había colgado.

Sabía que no debería haberle hablado de aquella manera. Su madre, mucho tiempo atrás, utilizaba una frase de arrepentimiento que quizás era frecuente en su juventud: «¡Que vuelva todo lo que he dicho!». ¡Si fuera posible que volviera todo lo que uno ha dicho! Pronunciando esas palabras de su madre, para anular el insulto y el sarcasmo, para hacer desaparecer cinco minutos. Pero no era posible, y nadie sabía mejor que él que ninguna palabra pronunciada podía perderse nunca, sólo, un día, al igual que todo lo demás que ha sucedido jamás en la existencia humana, podría ser olvidada.

Llevaba el teléfono en el bolsillo. El tren, como era usual aquellos días, estaba lleno de gente que utilizaba teléfono, la mayoría hombres que efectuaban llamadas de negocios. Hacía poco tiempo que todavía resultaba una novedad, pero ahora era corriente. Podía telefonearle, tal vez estuviera en casa. Quizá le colgaría cuando oyera su voz. A Wexford, que normalmente no se preocupaba de la opinión de los demás, le desagradaba la idea de que los demás pasajeros presenciaran el efecto que esto produciría en él.

Pasaron un carrito con café y esos bocadillos omnipresentes, de los que le gustaban y que iban en cajas de plástico tridimensionales. En este mundo hay dos clases de personas -es decir, entre los que se alimentan-, los que cuando están preocupados comen para consolarse y a los que la ansiedad les mata el apetito. Wexford pertenecía a la primera categoría. Había desayunado y, presumiblemente, almorzaría, pero aun así se compró un bocadillo de tocino y huevo. Comió con atención, esperando que el encuentro en Royal Oak hasta cierto punto apartara a Sheila de su mente.

En Crew tomó un taxi. El taxista conocía bien la prisión, dónde estaba y qué clase de institución era. Wexford se preguntó quiénes serían habitualmente los pasajeros que llevaba allí. Quizá visitas, personas buenas y esposas. Uno o dos años atrás se había producido un movimiento para permitir las visitas conyugales en privado, pero éstas habían sido hábilmente vetadas. El sexo evidentemente se encontraba entre las primeras amenidades que no debían tolerarse.

La prisión resultó estar adentrada en el campo, en, según el taxista, el valle del río Wheelock. Royal Oak, explicó a Wexford en un tono practicado como de guía, procedía de un antiguo árbol, desaparecido mucho tiempo atrás, en el que el rey Carlos se había escondido de sus enemigos. No dijo qué rey Carlos y Wexford se preguntó cuántos árboles como aquél proliferaban en Inglaterra, tantos como camas en las que había dormido Isabel I, seguro. Sin duda había uno en Cheriton Forest, un lugar favorito para hacer pic-nic. Carlos debió de pasar años de su vida trepando a ellos.

Enorme, extenso, horrible. Seguramente era el muro más alto y más largo de las Midlands. No había árboles. Era tan árida en realidad la llanura en la que el grupo de edificios de ladrillo rojo se erguía, que su nombre resultaba absurdo: «La prisión de Su Majestad: Royal Oak» [6]. Había llegado.

¿Volvería el taxi a por él? El taxista le ofreció la tarjeta de la empresa de taxis. Podía telefonear. El taxi desapareció bastante rápido, como si, a menos que se efectuara una salida rápida, pudiera tener problemas para marcharse.

Uno de los directores, un hombre llamado David Cairns, le ofreció una taza de café en una agradable habitación con alfombra en el suelo y carteles enmarcados en las paredes. El resto del lugar se parecía a las demás cárceles, pero olía mejor. Mientras Wexford se tomaba su café, Cairns dijo que suponía que conocía lo de Royal Oak y su supervivencia a pesar de la desconfianza oficial y el desagrado del ministro del interior. Wexford dijo que creía conocerlo, pero Cairns procedió de todos modos a describirle el sistema. Era evidente que estaba orgulloso del lugar; era un idealista con ojos brillantes.

Paradójicamente, eran los prisioneros más violentos y recalcitrantes los que eran enviados a Royal Oak. Por supuesto, ellos también querían ir. Había tantos que querían ir, que a la sazón existía una lista de espera de más de un centenar. Personal e internos se llamaban por el nombre de pila. La terapia de grupo y el asesoramiento mutuo estaban a la orden del día. Los prisioneros se mezclaban, puesto que, de manera única, no existía la segregación de la Regla 43 ni la jerarquía de asesinos y delincuentes violentos arriba y delincuentes sexuales abajo.

Todos los internos llegaban a Royal Oak por un motivo especial, normalmente recomendados por un oficial médico superior de la cárcel. Esto le recordó que a su propio oficial médico superior, Sam Rosenberg, le gustaría verle antes de que fuera a ver a Jem Hocking. Como le había dicho, todos se llamaban por el nombre de pila. Nadie era «señor Tal» o «doctor Cual».

Un miembro del personal acompañó a Wexford al hospital, que formaba otra ala. Se cruzaron con hombres que caminaban libremente -libremente hasta cierto punto- vestidos con chándal o pantalones y camiseta. No pudo resistirse a mirar por una ventana donde se estaba realizando una sesión de terapia de grupo. Los hombres estaban sentados formando círculo. Estaban abriendo sus corazones y desnudando su alma, dijeron los miembros del personal, aprendiendo a sacar a la superficie todas sus confusiones internas. Wexford pensó que parecían tan miserables y tenían tanta cara de pocos amigos como la mayoría de encarcelados.

Se percibía un olor como en el hospital de Stowerton; jugo de lima, lisol y sudor. Todos los hospitales olían igual, excepto los privados, que olían a dinero. El doctor Rosenberg se hallaba en su despacho que se parecía a la sala de la enfermera encargada de Stowerton. Sólo faltaba el humo del cigarrillo. Dominaba una vista de la verde llanura vacía y una hilera de postes de electricidad.

Acababa de llegar el almuerzo. Había suficiente para dos, montones nada estimulantes de algo marrón sobre arroz hervido, probablemente pollo al curry. Tartas de fruta «individuales» para después y un cartón de leche descremada. Pero Wexford comía para consolarse y aceptó sin vacilar la invitación de Sam Rosenberg de unirse a él mientras hablaban de Jem Hocking.

El oficial médico era un hombre bajo y grueso de cuarenta años, con el rostro redondo como el de un niño y un mechón de pelo prematuramente gris. Vestía como los prisioneros, un chándal y zapatillas de deporte.

– ¿Qué opina? -preguntó, señalando con una mano la puerta y el techo-. De este lugar, quiero decir. Un poco distinto del «Sistema», ¿no?

Wexford comprendió que al decir el «Sistema» se refería al resto del servicio de prisiones y coincidió en que sí.

– Por supuesto, no parece que funcione. Si por «funcionar» entendemos evitar que vuelvan a hacerlo. Por otra parte, es bastante difícil decirlo porque la mayoría de ellos apenas si tienen la posibilidad de hacer nada otra vez. Son condenados a cadena perpetua. -Sam Rosenberg rebañó el plato de los restos de su curry con un pedazo de pan. Parecía disfrutar de su almuerzo-. Jem Hocking pidió venir aquí. Le condenaron en septiembre, fue enviado a Scrubs o quizá fue a Wandsworth, y empezó a destrozar el lugar. Fue enviado aquí justo antes de Navidad y encajó en lo que hacemos, más o menos un «hablar» continuamente, y se halla en su elemento.

– ¿Qué hizo?

– ¿Por qué le condenaron? Fue a una casa donde se suponía que la propietaria guardaba los ingresos de su tienda durante el fin de semana, encontró quinientas libras o algo así en un bolso y casi mató a palos a la mujer que vivía allí. Tenía setenta y dos años. Utilizó un martillo de tres kilos.

– ¿Ningún arma?

– Ninguna, que yo sepa. Tómese una de estas tartas, por favor. Son de frambuesa y grosella roja, no están mal. Tomamos la leche descremada porque temo un poco al colesterol. Quiero decir, me da miedo, creo en la lucha contra él. Actualmente Jem está enfermo. Él cree que se está muriendo, pero no es así. Esta vez no.

Wexford alzó una ceja.

– No es un problema de colesterol, estoy seguro.

– Bueno, no. En realidad, nunca le hemos hecho pruebas de colesterol. -Rosenberg vaciló-. Muchos de la bofia… lo siento, no quería insultar… muchos policías todavía tienen prejuicios contra los gays. Quiero decir, se oye a los polis bromear acerca de los maricas y mariquitas y hablan con remilgos. ¿Usted es uno de ellos? No, ya veo que no. Pero puede que aún piense que los homosexuales son todos peluqueros y bailarines. No hombres auténticos. ¿Ha leído algo de Genet?

– Algunas cosas. Hace mucho tiempo. -Wexford trató de recordar títulos y se acordó de uno-. Nuestra Señora de las flores.

– Estaba pensando en La querella de Brest. Genet, más que nadie, le hace comprender a uno que los hombres gay pueden ser tan duros y despiadados como los heterosexuales. Más duros, más despiadados. Pueden ser asesinos, ladrones y criminales brutales, igual que diseñadores de moda.

– ¿Me está diciendo que Jem Hocking es uno de éstos?

– Jem no sabe de secretos, tenerlos o revelarlos, pero una de las razones por las que quería venir aquí era hablar abiertamente a otros hombres acerca de su homosexualidad. Hablar de ello día a día, libremente, en grupos. El mundo en el que vivía quizás es el mundo que tiene más prejuicios. Y después se puso enfermo.

– Se refiere a que tiene sida, ¿no?

Sam Rosenberg le miró fijamente.

– ¿Lo ve? Lo asocia con la comunidad gay. Le diré una cosa: será igual de frecuente entre los heterosexuales dentro de uno o dos años. No es una enfermedad de homosexuales. ¿De acuerdo?

– ¿Pero Jem Hocking lo tiene?

– Jem Hocking es seropositivo. Ha tenido una gripe muy fuerte. Hemos sufrido una epidemia de gripe en Royal Oak y él la tuvo peor que los otros, lo suficiente para estar aquí una semana. Con suerte, volverá a estar en la comunidad a finales de esta semana. Pero él insiste en que es una neumonía relacionada con el sida y cree que yo me niego a decirle la verdad. Por tanto, cree que se está muriendo y quiere verle a usted.

– ¿Por qué?

– Eso no lo sé. No lo he preguntado y si se lo preguntara no me lo diría. Él quiere decírselo a usted. ¿Café?

Era un hombre de la edad del médico pero moreno, barba de una semana en las mejillas y barbilla. Consciente de las tendencias modernas del hospital, Wexford esperaba verle levantado, con batín, sentado en una silla, pero Jem Hocking estaba en la cama. Parecía mucho más enfermo de lo que había parecido Daisy. Las manos, que descansaban en la roja manta, estaban llenas de tatuajes.

– ¿Cómo está? -preguntó Wexford.

Hocking no respondió de inmediato. Se llevó un dedo azulado a la boca y se la frotó. Luego dijo:

– No muy bien.

– ¿Va a decirme cuándo estuvo en Kingsmarkham? ¿Se trata de eso?

– El pasado mayo. Eso le suena, ¿no? Pero supongo que ya se lo imaginaba.

Wexford asintió.

– Algo, sí.

– Me muero. ¿Sabía eso?

– Según el médico, no.

La broma deformó el rostro de Jem Hocking. Sonrió con sarcasmo.

– No dicen la verdad. Ni siquiera aquí. Nadie dice nunca la verdad, ni aquí ni en ningún sitio. No pueden. No es posible hacerlo. Habría que entrar en demasiados detalles, habría que investigar el alma. Se insultaría a todo el mundo y cada palabra demostraría lo hijo de puta que se es. ¿Ha tenido suficiente?

– Sí -respondió Wexford.

Fuera lo que fuese lo que Hocking esperaba, no era una escueta afirmación. Hizo una pausa, dijo:

– La mayor parte del tiempo dirías: «Os odio, os odio» una y otra vez. Ésa sería la verdad. Y: «Quiero morir pero me da miedo». -Respiró hondo-. Sé que me estoy muriendo. Tendré otro ataque de lo que he tenido pero un poco peor y después un tercero y ése se me llevará. Podría ser más rápido. Fue mucho más rápido para Dañe.

– ¿Quién es Dañe?

– Contaba con decírselo antes de morir. Da lo mismo. ¿Qué puedo perder? Lo he perdido todo excepto mi vida y ésta se está acabando. -El rostro de Hocking se contrajo y sus ojos parecieron juntarse. De pronto pareció uno de los tipos más desagradables con que Wexford se había tropezado jamás-. ¿Quiere saber algo? Es el último placer que me queda, hablar a la gente de que me estoy muriendo. Les avergüenza, y yo disfruto con ello, al ver que no saben qué decir.

– A mí no me avergüenza.

– Bueno, jodido guripa, ¿qué se puede esperar?

Entró un enfermero, un hombre con tejanos y una bata corta blanca. Oyó las últimas palabras y dijo a Jem que no fuera grosero, que no servía de nada injuriar a los demás, y era hora de tomarse los antibióticos.

– Jodida inutilidad -dijo Hocking-. La neumonía es un virus, ¿no? Aquí todos sois idiotas.

Wexford esperó con paciencia mientras Hocking se tomaba las pastillas con débiles protestas. Realmente parecía muy enfermo. Se podía creer que se hallaba en el umbral de la muerte. Esperó hasta que el enfermero se hubo marchado, ladeó la cabeza y contempló los dibujos de las manos de Hocking.

– ¿Quién es Dañe?, pregunta. Se lo diré. Dañe era mi compañero. Dañe Bishop. Dañe Gavin David Bishop, si lo quiere saber todo. Sólo tenía veinticuatro años. -Quedó flotando en el aire la frase «Le amaba», pero él no era sentimental, en especial con los asesinos, en especial con los que golpeaban con un martillo a las ancianas. Así que ¿qué? ¿Amar a alguien redime a un hombre? ¿Amar a alguien le hace a uno bueno?-. Hicimos juntos el trabajo de Kingsmarkham. Pero eso usted ya lo sabe. Lo sabía antes de venir o no habría venido.

– Más o menos -dijo Wexford.

– Dañe quería dinero para comprar esta droga. Es americana pero se puede conseguir aquí. Sus iniciales no importan.

– AZT.

– No, de hecho no, policía listo. Se llama DDI, de Di-deo-xi-inosina. Inasequible en la jodida Seguridad Social, huelga decirlo.

No me pidas disculpas, se dijo Wexford para sus adentros. Deberías saberlo. Pensó en el sargento Martin, necio y temerario pero a veces bastante brillante, un buen hombre, un buen hombre serio y con buenas intenciones, la sal de la tierra.

– Este tal Dañe Bishop, entonces, ¿ha muerto?

Jem Hocking se limitó a mirarle. Era una mirada llena de odio y de dolor. Wexford pensó que el odio se debía al hecho de que el hombre no podía hacerle sentir avergonzado. Quizás el único propósito del ejercicio, esta «confesión», tenía como fin avergonzarle con lo que Hocking había esperado disfrutar.

– Murió de sida, supongo -aventuró Wexford-, y no mucho después.

– Murió antes de que pudiéramos conseguir la droga. Su final fue rápido. Vimos la descripción que publicaron, granos en la cara, todo eso. No era maldito acné, era Sarcoma de Kaposi.

Wexford dijo:

– Utilizó una pistola. ¿De dónde la sacó?

Hocking se encogió de hombros en gesto de indiferencia.

– ¿Me lo pregunta? Lo sabe tan bien como yo, es fácil conseguir una pistola si se quiere una. Nunca me lo dijo. Simplemente la tenía. Era una Magnum. -Volvió a mirarle de reojo con malicia-. La tiró al salir del banco.

– Ah -exclamó Wexford casi en silencio, casi para sí mismo.

– Tenía miedo de que le encontraran con ella. Entonces estaba enfermo; eso te hace débil, débil como un viejo. Sólo tenía veinticuatro años, pero era débil como el agua. Por eso disparó a aquel idiota, era demasiado débil para soportar la presión. Yo huí enseguida, ni siquiera estaba allí cuando él disparó.

– Estabas preocupado por él. Sabías que tenía una pistola.

– ¿Lo estoy negando?

– ¿Compraste un coche a nombre de George Brown?

Hocking asintió.

– Compramos un vehículo, compramos muchas cosas con dinero efectivo, calculamos que podríamos volver a vender el vehículo porque no nos atrevíamos a guardar los billetes. Yo los envolví en papel de periódico y los metí en un cubo de basura. Vendimos el vehículo… no fue una mala manera de llevar el tema, ¿no?

– Eso se llama blanquear dinero -aclaró Wexford con frialdad-. O al menos, cuando se hace en mayor escala.

– Murió antes de conseguir la droga.

– Ya me lo has dicho.

Jem Hocking se incorporó en la cama.

– Es usted un maldito hijo de puta. Si estuviéramos en cualquier otro sitio del sistema, no le habrían dejado a solas conmigo.

Wexford se levantó.

– ¿Qué podrías hacer, Jem? Soy tres veces más corpulento que tú. No estoy avergonzado ni impresionado.

– Impotente, maldita sea -dijo Hocking-. El mundo es impotente contra un hombre moribundo.

– Yo no diría eso. No hay nada en la ley que diga que un hombre moribundo no puede ser acusado de asesinato y atraco.

– ¡Usted no lo haría!

– Claro que lo haré -dijo Wexford, y se marchó.

El tren le llevó de regreso a Euston bajo una lluvia torrencial. Llovió todo el rato desde la estación Victoria hasta Kingsmarkham. En cuanto llegó intentó telefonear a Sheila y oyó su voz de Lady Macbeth, la que decía: «Dame la daga», pidiendo a quien llamaba que dejara un mensaje.


  1. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a>Royal Oak significa «roble real» (N. de la T.)