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Era una tarea que Barry Vine habría podido hacer, o incluso Karen Malahyde, pero la hizo él mismo. Su rango no pareció asustar a Fred Harrison, un hombre nervioso que parecía una versión mayor y más baja de su hermano. Wexford le preguntó cuándo había llevado a Joanne Garland a Tancred House por última vez; Harrison consultó su libreta y mencionó una fecha cuatro martes atrás.
– No la habría querido ni ver de lejos de haber sabido que iba a causarme problemas -dijo Fred Harrison.
A pesar de sí mismo y sus sentimientos de infelicidad, a Wexford esto le divirtió.
– Dudo que le cause problemas a usted, señor Harrison. ¿Vio a la señora Garland o tuvo noticias de ella el martes 11 de marzo?
– Nada, ni pío desde cuando he dicho, el 26 de febrero.
– Y aquella noche, ¿qué sucedió? ¿Ella le telefoneó a usted y le pidió que la llevara a Tancred House a… qué hora? ¿Las ocho? ¿Las ocho y cuarto?
– No la hubiera llevado a ninguna parte si hubiera sabido que iba a causarme problemas. Créame. Me telefoneó como siempre hacia las siete, dijo que tenía que estar en Tancred a las ocho y media. Le dije como siempre que la recogería unos minutos después de las ocho, había tiempo de sobra, pero ella dijo que no, no quería llegar tarde, y que fuera a las ocho menos diez. Bueno, llegamos a Tancred a las ocho y diez, ocho y cuarto. Yendo por el camino más corto, era de prever, pero ella nunca escuchaba, siempre tenía miedo de llegar tarde. Eso sucedía siempre. A veces la esperaba, me pedía que esperara, estaba una hora, y yo aprovechaba para ir a ver a mi hermano.
A Wexford esto no le interesaba. Insistió:
– ¿Está seguro de que no le telefoneó el 11 de marzo?
– Créame, hablaría con franqueza. Lo último que quiero es tener problemas.
– ¿Cree que alguna vez utilizó otro servicio de taxis?
– ¿Por qué iba a hacerlo? No tenía ninguna queja de mí. Más de una vez me había dicho: «No sé lo que haría sin usted, Fred, que viene en mi rescate». Y después decía que yo era el único de por aquí en quien confiaba para que la llevara en coche.
Parecía que no había nada más que sacarle al nervioso Fred Harrison. Wexford le dejó para volver a Tancred. Conducía él mismo y tomó el camino de Pomfret Monachorum. Era sólo la segunda vez que iba por allí. Después de la lluvia del día anterior, el tiempo era bonancible y el bosque estaba lleno de vida, la vida callada y fresca de principios de primavera. El camino ascendía la colina boscosa que conducía a Tancred. Era demasiado pronto para que los árboles mostraran hojas excepto los espinos, que ya estaban cubiertos de verde. Las flores colgaban en las ciruelas silvestres como blancos velos manchados.
Conducía despacio. En cuanto su mente se vació de Fred Harrison y sus ansiedades, Sheila acudió para llenarla. Estuvo a punto de gruñir en voz alta. Cada palabra de enojo que había sido pronunciada durante aquel espantoso intercambio estaba fresco en su memoria, se repetía insistentemente.
«… estabas decidido a odiar a cualquiera a quien yo amara. ¿Y por qué? Porque tenías miedo de que le quisiera más que a ti.»
Conduciendo a través del bosque donde crecían los acónitos en anillos amarillos como pedazos de brillante luz del sol, abrió la ventanilla para sentir el aire fresco en el rostro, el aire equinoccial del primer día, o quizás el segundo, de primavera. La noche anterior, con la lluvia que golpeaba las ventanas, había intentado hablar con ella por teléfono y Dora también lo había intentado. Quería disculparse y pedirle que le perdonara. Pero el teléfono sonaba y sonaba y nadie respondía, y cuando volvió a probarlo, desesperado, a las nueve y otra vez a las nueve y media, sólo oyó la voz del contestador automático. No uno de sus mensajes característicos: «Si es alguien que me ofrece un papel femenino en una obra escocesa o que quiere llevarme a cenar a Le caprice…». «Cariño -el "cariño" universal de la actriz que servía para él o para Casey o para la mujer de la limpieza-, Sheila ha tenido que salir…» No era nada de esto sino: «Sheila Wexford. Estoy fuera. Deja un mensaje y es probable que te llame». Él no había dejado ningún mensaje, sino que al final se había acostado, harto.
Pensó que la había perdido. No tenía mucho que ver con el hecho de que ella se marchara a casi diez mil kilómetros de distancia. Casey se la habría arrebatado igualmente si ambos hubieran decidido comprar una casa y establecerse en Pomfret Monachorum. La había perdido y las cosas jamás volverían a ser iguales para ellos.
El sendero efectuó su último giro, llegando a la recta y al terreno llano. A ambos lados se extendían kilómetros de árboles jóvenes, plantados quizá veinte años atrás, sus ramas delgadas que buscaban la luz de un brillante color rojizo, el espino y el endrino entre ellos ramilletes de verde brumoso y blanco como la nieve. El espacio de terreno que quedaba entre ellos, sembrado de hojas secas de color marrón, estaba moteado de luz del sol.
A lo lejos vislumbró un movimiento. Alguien se aproximaba a él, por el sendero, muy adelante, alguien joven, una chica joven. A medida que se acercaban la veía mejor. Era Daisy. Por improbable que pareciera que estuviera allí, en aquel lugar, a aquella hora, se trataba sin duda de Daisy.
Ella se detuvo al ver el coche. Por supuesto, desde aquella distancia, no podía tener idea de quién era el conductor. Llevaba tejanos y una chaqueta Barbour, la manga izquierda vacía, una bufanda de color rojo vivo arrollada dos veces al cuello. Él supo el momento preciso en que le reconoció por cómo abrió desmesuradamente los ojos. No sonrió.
Él se detuvo y bajó la ventanilla. Ella no esperó la pregunta.
– He venido a casa. Sabía que me lo impedirían y por eso he esperado a que Nicholas se fuera a trabajar, y entonces he anunciado me voy a casa ahora, Joyce, gracias por acogerme, y eso es todo. Ella ha dicho que no podía hacerlo, no podía yo sola. Ya sabe cómo habla: «Lo siento, querida, pero no puedes hacerlo. ¿Y tu equipaje? ¿Quién cuidará de ti?». Le he dicho que ya había llamado a un taxi y que yo cuidaría de mí misma.
Se le ocurrió a Wexford que jamás lo había hecho y que, igual que en el pasado, Brenda Harrison cuidaría de ella. Pero Daisy sólo tenía el tipo de ilusiones que tienen todos los jóvenes.
– ¿Y estás dando un paseo por tu propiedad?
– Hace rato que he salido. Ahora regreso. Me canso pronto. -Volvía a tener la expresión triste, los ojos afligidos-. ¿Me deja subir?
Él alargó el brazo y abrió la puerta del pasajero.
– Ya tengo dieciocho años -dijo ella, aunque sin entusiasmo-. Puedo hacer lo que quiera. ¿Cómo se abrocha este cinturón de seguridad? El cabestrillo y todo este vendaje me estorban.
– No es necesario que te lo pongas si no quieres. No es obligatorio en una propiedad privada.
– ¿De veras? No lo sabía. Usted lleva el suyo puesto.
– La fuerza de la costumbre. Daisy, ¿tienes intención de quedarte aquí sola? ¿Vivir aquí?
– Esto es mío. -Su voz era tan inexorable como era posible. Se volvió amarga-. Todo esto es mío. ¿Por qué no voy a vivir en lo que es mío?
Él no respondió. No servía de nada decirle cosas que ella ya sabía, que era demasiado joven, era mujer e indefensa, y cosas de las que tal vez ella no se había dado cuenta, que podría muy bien haber alguien interesado en acabar el trabajo que había empezado dos semanas atrás. Si pensaba en eso en serio tendría que poner a un agente día y noche en Tancred, pero no quiso alarmar a Daisy con sus temores.
En cambio, pasó a un tema del que habían hablado cuando se vieron en casa de los Virson la última vez.
– Supongo que no has tenido noticias de tu padre.
– ¿Mi padre?
– Él es tu padre, Daisy. Tiene que saber esto. Nadie en este país podría no haberlo visto en televisión o en los periódicos. Y a menos que me equivoque mucho, con el funeral de hoy todo aquello revivirá en las noticias. Creo que deberías esperar que se ponga en contacto contigo.
– Si tuviera alguna intención de hacerlo, ¿no lo habría hecho ya?
– No sabía dónde vivías. Que sepamos, ha estado llamando a Tancred House cada día.
De pronto se preguntó si era este hombre al que ella había buscado en vano en el funeral. Ese padre en las sombras del que nadie hablaba, pero que debía existir.
Aparcó el coche junto al estanque. Daisy bajó y contempló el agua. Quizá porque el sol brillaba, algunos peces habían subido a la superficie, blancos, o más bien incoloros, con la cabeza roja. Ella levantó la cara hacia las estatuas, la muchacha metamorfoseada en árbol, envolviendo sus miembros una vaina hecha de corteza, el hombre cerrándose sobre ella con el rostro anhelante levantado, los brazos extendidos.
– Dafne y Apolo -anunció ella-. Es una copia de Bernini. Se supone que es buena. Yo no lo sé, realmente no me gustan estas cosas. -Hizo una mueca-. A Davina le encantaba. Supongo que el dios iba a violar a Dafne, ¿no cree? Quiero decir, lo dicen con palabras bonitas, para que suene romántico, pero eso es lo que iba a hacer.
Sin decir nada, Wexford se preguntó qué acontecimiento en el pasado la había incitado a este repentino salvajismo.
– No iba a cortejarla, ¿verdad? Llevarla a cenar y comprarle un anillo de compromiso. ¡Que idiota es la gente! -Cambió de tema mientras se volvía de espaldas al estanque y levantaba un poco la cabeza-. Cuando era pequeña, solía preguntarle a mamá por mi padre. Ya sabe cómo son los niños, quieren saber todo eso. Mi madre era así, si había algo de lo que no le gustaba hablar, me decía que le preguntara a Davina. Siempre me decía: «Pregúntaselo a tu abuela, ella te lo dirá». Así que le pregunté a Davina y ella dijo (no lo creerá, pero esto es lo que dijo): «Tu madre era seguidora del fútbol, querida, y solía ir a verle jugar. Así se conocieron». Y entonces añadió: «Hablando sin rodeos, él tenía poca clase». Le gustaban ese tipo de expresiones, «seguidora del fútbol» y «poca clase». «Olvídale, cariño», me dijo. «Imagínate que naciste por partenogénesis como las algas», y entonces me explicó todo en una lección. Pero no me hizo exactamente sentir mucho amor o respeto por mi padre.
– ¿Sabes dónde vive?
– En algún lugar del norte de Londres. Vuelve a estar casado. Venga a la casa, si quiere, y podríamos averiguar dónde vive.
La puerta delantera y la puerta interior no estaban cerradas con llave. Wexford entró detrás de Daisy. Al cerrar la puerta tras de ellos, los candelabros temblaron y tintinearon. Los lirios del invernadero tenían un olor artificial, como el departamento de perfumería de unos grandes almacenes. En aquel vestíbulo ella se había arrastrado hasta el teléfono, dejando una estela de sangre sobre aquel reluciente suelo, se había arrastrado al lado del cuerpo de Harvey Copeland, despatarrado en la escalera. Él la vio mirar la escalinata donde habrían cortado una gran zona de la alfombra y mostraba la madera desnuda de debajo. Daisy fue hasta la puerta del fondo que conducía al estudio de Davina Flory.
Él no había entrado nunca allí. Todas las paredes estaban forradas con libros. Su única ventana daba a la terraza, de la cual el serré formaba una pared. Wexford había esperado esto, pero no el elegante globo terráqueo de cristal verde oscuro sobre la mesa, no el jardín de bonsais en una jardinera de terracota bajo la ventana, no la ausencia de un procesador de textos, una máquina de escribir, equipo electrónico de alguna clase. Sobre el escritorio, al lado de un recado de escribir, había una pluma estilográfica Mont Blanc. En una jarra, hecha quizá de malaquita, había bolígrafos, lápices y un cortaplumas con mango de hueso.
– Lo escribía todo a mano -explicó Daisy-. No sabía escribir a máquina, nunca quiso aprender. -Rebuscaba en el cajón superior del escritorio-. Aquí está. Ella lo llamaba su agenda de direcciones «no amistosa». La tenía para la gente que no le gustaba o que no… bueno, que no le beneficiaba conocerla.
Había un número incómodamente grande de nombres en la agenda. Wexford pasó a la J. El único Jones tenía las iniciales G. G. Y una dirección en Londres N5. Ningún número de teléfono.
– No lo entiendo, Daisy. ¿Por qué tu abuela tenía la dirección de tu padre y no tu madre? ¿O tu madre también la tenía? ¿Por qué «G. G.»? ¿Por qué no su nombre? Al fin y al cabo, había sido su yerno.
– Realmente no lo entiende. -Logró esbozar una fugaz sonrisa-. A Davina le gustaba poner etiquetas a la gente. Quería saber dónde estaba él y qué hacía, aunque no tuviera que volver a verle en toda su vida. -Se mordió el labio, pero prosiguió-: Ella era muy manipuladora. Muy organizadora. Quería saber exactamente dónde estaba él, por muy a menudo que se mudara. Puede estar seguro de que esta dirección es la correcta. Supongo que esperaba que algún día aparecería y… bueno, le pediría dinero. Ella solía decir que la mayoría de gente de su pasado aparecían tarde o temprano; ella lo llamaba «salir de la carpintería». En cuanto a mamá, dudo que ni siquiera tuviera una agenda de direcciones.
– Daisy, estoy intentando encontrar una manera amable y diplomática de preguntarte esto y no estoy seguro de si ésta lo es. Acerca de tu madre. -Vaciló-. Los amigos de tu madre…
– ¿Se refiere a si tenía novios? ¿Amantes?
Una vez más, su intuición sorprendió a Wexford. Asintió afirmativamente.
– Puede que a usted no le pareciera joven, pero sólo tenía cuarenta y cinco años. Además, no creo que la edad tenga mucha importancia en este aspecto, a pesar de lo que dice la gente. La gente tiene amigos del sexo opuesto, amigos en el sentido romántico, a cualquier edad.
»Como Davina habría hecho. -De pronto Daisy sonrió-. Si Harvey hubiera caído de su trono. -Se dio cuenta de lo que había dicho, la torpeza del comentario. Se tapó la boca con la mano y emitió un jadeo-. ¡Oh, Dios mío! Olvide lo que he dicho. No lo he dicho. ¿Por qué decimos estas cosas?
En lugar de responder, porque no podía hacerlo «Que vuelva todo lo que he dicho», le recordó amablemente que le estaba hablando de su madre.
Ella suspiró.
– Nunca me enteré de que saliera con nadie. Nunca le oí mencionar a ningún hombre. No creo que le interesara. Davina solía decirle que se buscara un hombre, que eso «la sacaría de sí misma», e incluso Harvey lo intentaba. Recuerdo que Harvey llevaba a algún tipo a casa, algún político, y Davina preguntaba si no le iría bien a mamá. Quiero decir, no creo que ellos creyeran que yo entendía a qué se referían, pero sí lo entendía.
»Cuando estuvimos en Edimburgo el año pasado (ya sabe que fuimos al festival, Davina hacía algo en el festival), mamá tuvo la gripe, se pasó las dos semanas enteras en cama, y Davina se quejaba de que era una vergüenza porque había conocido al hijo de una amiga que le habría convenido a mamá. Eso es lo que dijo a Harvey, que le habría convenido a mamá.
»Mamá estaba muy bien tal como estaba. Le gustaba su vida, le gustaba pasar el tiempo en aquella galería y mirar la televisión y no tener ninguna responsabilidad, pintar un poco y hacerse sus vestidos y todo eso. No podía preocuparse por los hombres. -De pronto asomó a su rostro una expresión de extrema desesperación. Era como la pena inconsolable de un niño. Se inclinó hacia delante sobre la mesa donde estaba el globo terráqueo de cristal verde y se apretó la frente con el puño. Se pasó los dedos por el pelo. Él esperó una súbita explosión de ira contra la vida y por cómo eran las cosas, un grito de protesta por lo que había sucedido a su sencilla, inocente y feliz madre, pero en lugar de ello levantó la cabeza y dijo con bastante frialdad-: Joanne es igual, que yo sepa. Joanne gasta muchísimo en ropa, arreglándose la cara y el pelo, dándose masajes y todo eso, pero no está hecha para los hombres. No sé para qué está hecha. Para sí misma, quizá. Davina siempre hablaba del amor y los hombres, ella lo llamaba tener una vida plena, creía que era muy moderna, ésta era su palabra, pero en realidad, a las mujeres ya no les interesan los hombres, ¿no cree? Les satisface igual ser vistas con amigas. No es necesario tener a un hombre para ser una auténtica mujer, actualmente no.
Era como si estuviera justificando algo de su propia vida, haciéndola parecer correcta. Wexford dijo:
– La señora Virson dice que tu abuela quería que fueras como ella, que hicieras las mismas cosas.
– Pero sin cometer sus errores, sí. Ya le he dicho que era manipuladora. A mí no me preguntaron si quería ir a la universidad y viajar y escribir libros y… tener relaciones sexuales con muchas personas distintas. -Daisy apartó la mirada-. Se daba por supuesto que lo haría. De hecho, no lo hago. Ni siquiera quiero ir a Oxford y… y, bueno, si ni siquiera paso los exámenes de nivel avanzado no puedo hacerlo. Quiero ser yo misma, no la creación de otra persona.
Así que el tiempo había empezado a cumplir con su tarea, pensó él. Funcionaba. Y lo que dijo ella a continuación le hizo corregirse.
– Si es que quiero hacer algo. Siempre que me importe lo que ocurra.
Él no hizo ningún comentario.
– Hay una cosa que tal vez te gustaría hacer. ¿Quieres venir a ver cómo hemos convertido tu santuario en una comisaría de policía?
– Ahora no. Me gustaría estar sola. Sólo yo y Queenie. Ha estado muy contenta de verme; me ha saltado al hombro desde la barandilla tal como hacía antes, ronroneando como un león rugiendo. Voy a recorrer toda la casa y limitarme a mirarlo todo, volver a familiarizarme con ello. Para mí ha cambiado. Es lo mismo pero también es muy diferente. No entraré en el comedor. Ya le he pedido a Ken que selle la puerta. Sólo por un tiempo. La sellará y así no podré abrirla si… si lo olvido.
Es raro ver estremecerse a la gente. Wexford, que la observaba, no vio este movimiento galvánico del cuerpo, sólo las señales externas del estremecimiento interno, la pérdida de color de su cara, la carne de gallina en el cuello. Pensó en explicarle lo que tenía previsto para su protección, pero creyó mejor no hacerlo. Decididamente, lo más sensato sería presentarle un fait accompli.
Ella había cerrado los ojos. Cuando los abrió, él vio que había hecho esfuerzos para no llorar. Tenía los párpados hinchados. Pensó que cuando él se marchara, Daisy se dejaría arrastrar por la pena, pero cuando iba a marcharse, sonó el teléfono.
Daisy vaciló, levantó el auricular y él la oyó decir:
– Oh, Joyce. Gracias por llamar, pero estoy bien. Estaré bien…
Karen Malahyde pasaría la noche en Tancred House con Daisy, Anne Lennox lo haría la noche siguiente, Rosemary Mountjoy la siguiente y así sucesivamente. Quería montar una guardia adicional en los establos, dos hombres de turno las veinticuatro horas del día, pero desfalleció al pensar en la respuesta del subjefe de policía a ello. Estaban escasos de personal, como solían estar. La chica no tenía por qué estar allí sola, tenía amigos con los que vivir; Wexford podía oír a Freeborn decirlo: ellos no tenían porque gastar dinero público para la protección de una mujer joven que había decidido por capricho regresar a aquel lugar grande y solitario.
Pero Karen, Anne y Rosemary estuvieron encantadas. Ninguna de ellas había dormido nunca bajo un techo que cubría más de un bloque de pisos de tres dormitorios. La decisión de que Karen se lo dijera a Daisy la tomó de improviso. La estaba protegiendo a ella, pero esto era para protegerse a sí mismo. Siempre que pudiera evitarlo, no debía verla. En resumen, pensó que comprendía el significado de esa sensación de alarma que había experimentado en St. Peter.
Le horrorizó. Durante diez minutos, sentado ante su escritorio en los establos, mirando fijamente el cactus estilo gato persa pero sin verlo, creyó que estaba enamorado de ella. Lo vio como una enfermedad terminal sobre la que el doctor Crocker podría haberle ilustrado, algún temible infortunio; lo veía como Jem Hocking veía el destino que sin duda le esperaba.
Claro que habían existido casos en el pasado. Hacía más de treinta años que estaba casado con Dora, así que por supuesto habían existido casos. Aquella joven holandesa, la bonita Nancy Lake, otras ajenas a su trabajo. Pero él amaba a Dora, su matrimonio era feliz. Y esto era tan ridículo, ella y esta niña. ¡Pero cómo se le iluminaba el día cuando la veía, cuando veía su triste rostro! ¡Qué feliz era cuando ella le hablaba, cuando se sentaban juntos a hablar! ¡Qué guapa era, y lista, y buena!
Lo puso a prueba, la única prueba. Intentó imaginar que hacía el amor con ella, su desnudez y el deseo de hacer el amor con ella, y el concepto resultó grotesco. No era eso lo que quería, no lo era en absoluto. Una revulsión positiva le hizo dar un respingo. No podía contemplar tocarla ni con la punta de los dedos, ni siquiera en alguna secreta fantasía. No, él sabía lo que era lo que sentía. En lugar de gruñir, lo que había tenido ganas de hacer diez minutos antes, soltó una repentina risotada, un bramido de risa.
Barry Vine, anteriormente pegado a un informe que estaba leyendo, se giró en redondo para mirarle. Wexford dejó de reír y se puso serio. Creyó que Vine iba a decir algo, formular alguna pregunta idiota como habría podido hacer el pobre Martin, pero constantemente subestimaba al sargento detective Vine. El hombre volvía a estar absorto en su informe y Wexford divirtiéndose al haber comprendido lo que había sucedido. No era sexo, no estaba «enamorado», gracias a Dios. Simplemente, su mente había sustituido a la Sheila perdida por Daisy. Había perdido a una hija y encontrado a otra. ¡Qué cosa tan extraña era la psique humana!
Al pensar en ello, vio que esto era exactamente lo que había sucedido. Él la veía como a una hija, pues era un hombre que necesitaba hijas. Se sintió un poco culpable por no haberse volcado en la otra, en Sylvia, su hija mayor. ¿Por qué perseguir a extrañas diosas cuando tenía a la suya cerca? Porque los sentimientos y las necesidades aparecen sin pensar, sin considerar lo que es conveniente y lo que es adecuado. Pero decidió ver pronto a Sylvia, quizá llevarle un regalo. Ella se mudaba de casa, se trasladaba a un antigua rectoría en el campo. Iría y le preguntaría por el traslado, cómo podía él ayudarle. Y entretanto, podría cumplir con su decisión de ver menos a Daisy, para que el amor menos peligroso no se convirtiera en otro más temible.
Suspiró, y esta vez Barry Vine no se giró. Se habían llevado allí los listines telefónicos de Londres cuando se trasladaron y Wexford consultó el que solía ser de color de rosa, E-K, y en cuya tapa el rosa seguía predominando en el dibujo. Por supuesto, había cientos de Jones, pero no demasiados G. G. Jones. Daisy había tenido razón al decir que Davina tendría la dirección correcta de su padre. Allí estaba: Jones, G. G., 11 Nineveh Road, N5, y un número de teléfono de la centralita 832. En el código postal 071, sin duda, en el centro de Londres. Pero Wexford no tomó el teléfono. Se quedó sentado preguntándose qué significaban aquellas iniciales, y preguntándose también por qué se había producido una brecha tan absoluta entre Jones y su hija.
También pensó en la herencia y en las diferentes consecuencias que se habrían podido producir si, por ejemplo, Davina hubiera sido la que no había muerto, o lo hubiera sido Naomi. Y qué significado tenía, si es que lo tenía, el hecho de que ni a Naomi ni a su amiga Joanne Garland les interesaran los hombres, de que aparentemente prefirieran su compañía mutua.
Un informe frente a él expresaba la opinión de un experto en armas cortas. Tranquilizada su mente, lo volvió a leer y con más atención. La primera vez, cuando temía hallarse en las garras de la más abrumadora obsesión, no lo había comprendido. El experto decía que aunque los cartuchos utilizados en el asesinato de Martin parecían diferentes de los utilizados en Tancred House, podrían de hecho no serlo. Era posible, si se sabía hacer, forzar el cañón de una pistola y grabar en su interior líneas que quedarían grabadas a su vez en el cartucho que pasara a través de él. En su opinión, esto podría muy bien haberse hecho en el presente caso…
Dijo:
– Barry, era cierto lo que Michelle Weaver dijo. Bishop tiró el arma. Resbaló por el suelo del banco. Por extraño que parezca, había dos armas deslizándose por aquel suelo después de que dispararan a Martin.
Vine se acercó, se sentó en el borde del escritorio.
– Hocking me dijo que Bishop arrojó el arma, el Colt Magnum. Era un Colt Magnum calibre 357 o calibre 38, no hay manera de saberlo. Alguien que estaba en el banco recogió esa arma. Una de las personas que no esperó a que llegáramos. Uno de los hombres. Sharon Fraser tenía la impresión de que los que se habían ido eran todos hombres.
– Sólo se recoge un arma con malas intenciones -dijo Vine.
– Sí. Pero quizá no con malas intenciones concretas. Una simple tendencia general hacia la transgresión de la ley.
– ¿Por si pudiera ser útil algún día, señor?
– Algo así. Igual que mi padre solía recoger todos los clavos que veía en el suelo. Por si un día servían.
Sonó su teléfono. Dora o la comisaría de policía. Cualquiera que quisiera hablar con ellos de algo relacionado con los asesinatos de Tancred seguramente llamaría al número gratuito que cada día aparecía en las pantallas de televisión. Era Burden, que aquel día no había ido a los establos.
Dijo:
– Reg, se acaba de recibir una llamada. No una 999. Un hombre con acento americano. Llamaba en nombre de Bib Mew. Vive al lado de su casa, no tiene teléfono, dice que ha encontrado un cuerpo en el bosque.
– Sé a quién te refieres. He hablado con él.
– La mujer ha encontrado un cuerpo -prosiguió Burden- colgado de un árbol.