177686.fb2 Un Beso Para Mi Asesino - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Un Beso Para Mi Asesino - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

16

Les dejó entrar pero no dijo nada. A Wexford le miró con la misma expresión vacía y sin esperanza que podía haber ofrecido a un alguacil que fuera a hacerle inventario de sus bienes. Esto tipificó su actitud desde el principio. Estaba aturdida, desesperada, era incapaz de luchar contra estas aguas que se habían cerrado sobre su cabeza.

Aunque pareciera mentira, tenía un aspecto más masculino que nunca con pantalones de pana, camisa a cuadros y jersey con cuello en pico; aquel día no llevaba pendiente. «Estaría dispuesto a desacreditar mi vestimenta masculina y llorar como una mujer», pensó Wexford. Pero Bib Mew no estaba llorando y de todos modos ¿no era eso una falacia, lo de que las mujeres lloraban y los hombres no?

– Cuéntenos lo que ha ocurrido, señora Mew -pidió Burden.

Ella le acompañó al pequeño y sofocante salón al que para su autenticidad romántica sólo le faltaba una anciana con chal en un sofá. Allí, sin decirles una palabra, se dejó caer en un viejo sofá de crin. Sus ojos no abandonaban el rostro de Wexford. Éste pensó: «Tenía que haber traído a una agente de policía, pero no lo he comprendido hasta ahora. Bib Mew no es simplemente excéntrica, lenta o estúpida, si el término no es demasiado duro. Es retrasada mental». Sintió piedad. Para estas personas, los sustos eran peores, penetraban y de alguna manera trastornaban su inocencia.

Burden había repetido su pregunta. Wexford dijo:

– Señora Mew, me parece que le iría bien tomar algo caliente. ¿Podemos preparárselo?

¡Oh, Karen o Anne! Pero su oferta desbloqueó la voz de Bib.

– Él me dio esto. El de al lado.

Era inútil esperar lo que Burden esperaba. Esta mujer no sería capaz de hacerles un relato objetivo de lo que había encontrado.

– Usted estaba en el bosque -empezó Wexford. Miró la hora-. ¿Camino de su trabajo?

El gesto de asentimiento que hizo mostraba más que miedo. Era el movimiento aterrorizado de una criatura acorralada. Burden dejó la habitación sin hacer ruido, en busca, supuso Wexford, de la cocina. Ahora venía la parte difícil, la que podría hacer que la mujer se echase a gritar.

– ¿Vio algo, a alguien? ¿Vio algo colgando de un árbol?

Otro gesto de asentimiento. La mujer había empezado a retorcerse las manos, una serie de movimientos rápidos. Cuando habló, Wexford se sorprendió:

– Una persona muerta.

Oh, Dios mío, pensó, a menos que se lo haya imaginado ella, y no creo que sea así, se trata de Joanne Garland.

– ¿Un hombre o una mujer, señora Mew?

Ella repitió lo que había dicho.

– Una persona muerta -y después-, ahorcada.

– Sí. ¿La vio desde el camino secundario?

Meneó con fuerza la cabeza, y entonces entró Burden con té en un tazón que tenía grabadas las caras del duque y la duquesa de York. En el tazón había una cucharilla y Wexford supuso que Burden había puesto azúcar suficiente para que la cucharilla se sostuviera sola.

– He telefoneado -dijo-. He dicho a Anne que venga -añadió-: Y Barry.

Bib Mew sostuvo el tazón cerca de su pecho y lo envolvió con sus manos. De modo incongruente, Wexford recordó que alguien le había dicho que la gente de Cachemira lleva tarros de carbón encendido debajo de la ropa para calentarse. Pensó que si ellos no hubieran estado allí, la mujer se habría puesto el tazón debajo del jersey. Parecía que el té le producía más alivio para calentarse que como bebida.

– He ido a los árboles -dijo-. Tenía que ir.

Wexford tardó unos momentos en comprender a qué se refería. Ante el tribunal todavía se denominaba «con un propósito natural». Burden pareció desconcertado. Sólo podía haber estado a diez minutos de su casa, pero claro que era posible que se pudiera «tener una urgencia», que se tuviera algún problema en ese sentido. ¿O se temiera utilizar los cuartos de baño de Tancred House?

– ¿Dejó su bicicleta -dijo él con amabilidad- y fue entre los árboles y entonces lo vio?

Ella se echó a temblar.

Él tuvo que insistir.

– ¿No siguió hasta Tancred, dio la vuelta?

– Miedo, miedo, miedo. Tenía miedo. -Señaló con un dedo hacia la pared-. Se lo he dicho.

– Sí -dijo Burden-. ¿Podría decirnos dónde?

Ella no gritó. El sonido que emitió era una especie de farfulleo y su cuerpo se estremeció. El té se balanceó en la taza y se derramó un poco. Wexford le retiró el tazón suavemente. Dijo, con su voz más calmada, más tranquilizadora que pudo:

– No importa. No se preocupe por ello. ¿Se lo ha contado al señor Hogarth? -Ella le miró como si no comprendiera. A Wexford le pareció que a la mujer le habían empezado a castañetear los dientes-. ¿El hombre de la casa de al lado?

Un gesto afirmativo. Sus manos volvieron al tazón de té, lo agarraron. Wexford oyó el coche, hizo una seña con la cabeza a Burden para que les dejara entrar. Barry Vine y Anne Lennox habían tardado exactamente once minutos en llegar allí.

Wexford les dejó con ella y se fue a la casa de al lado. La bicicleta del joven americano descansaba apoyada contra la pared. No había timbre ni aldaba, así que utilizó la tapa del buzón, abriéndola y cerrándola con violencia. El hombre que estaba dentro tardó mucho en llegar y cuando lo hizo no pareció muy complacido de ver a Wexford. Sin duda le desagradaba estar implicado.

– Ah, hola -dijo con bastante frialdad; y después, con resignación-: Ya nos conocemos. Entre.

Era una voz agradable. Educada, supuso Wexford, aunque no de la categoría del nivel inmaculado de la Ivy League del señor Littlebury. El muchacho le hizo entrar en una sucia sala de estar, lo que cabe esperar de alguien de su edad -veintitrés o veinticuatro- que vive solo. Había muchos libros en estanterías hechas con tablones colocados sobre montones de ladrillos, un elegante televisor, un viejo sofá verde, una mesa de alas abatibles cargada de libros, papeles, máquina de escribir, instrumentos de metal indefinibles de tipo abrazaderas y llaves inglesas, platos, tazas y un vaso medio vacío de algo rojo. Un montón de periódicos ocupaba el otro único lugar previsto para sentarse, una silla reclinable Windsor. El joven americano los quitó y los dejó en el suelo; quitó también del respaldo, donde colgaban, una camiseta blanca sucia y un par de turbios calcetines.

– ¿Puedo saber su nombre completo?

– Supongo que sí. -Pero no se lo dijo-. ¿Puedo saber por qué? Quiero decir, yo no estoy implicado en todo esto.

– Cuestión de rutina. No tiene por qué preocuparse. Bueno, me gustaría saber su nombre completo.

– Está bien, si así lo quiere. Jonathan Steel Hogarth. -Su actitud cambió y se volvió expansiva-. Me llaman Thanny. Bueno, yo me llamo Thanny, así que ahora todo el mundo lo hace. No todos hemos de ser Jon, ¿no? Imaginé que si una chica llamada Patricia puede ser Tricia, yo puedo ser Thanny.

– ¿Es ciudadano estadounidense?

– Sí. ¿Debería llamar a mi cónsul?

Wexford sonrió.

– Dudo que sea necesario. ¿Lleva mucho tiempo aquí?

– Estoy en Europa desde el pasado verano. Desde finales de mayo. Supongo que estoy haciendo lo que ellos llaman el Gran Viaje. Llevo viviendo aquí tal vez un mes. Soy estudiante. Bueno, he sido estudiante y espero volver a serlo. En la USM en otoño. Así que encontré este lugar, ¿cómo lo llamarían ustedes? ¿Una cabaña? No, un cottage, y me instalé y a continuación se produce esta matanza en la propiedad de ahí arriba, y la señora de la casa de al lado encuentra a un pobre tipo colgado de un árbol.

– ¿Un tipo? ¿Era un hombre?

– Es curioso, no lo sé. Creo que lo di por supuesto.

Ofreció a Wexford una sonrisa triste. Era un rostro delicado, no tanto guapo como fino, con los rasgos como de muchacha, grandes ojos azul oscuro y largas espesas pestañas, la nariz corta y recta, piel sonrosada… y la barba del hombre moreno que hace dos días que no se afeita. El contraste era extrañamente llamativo.

– ¿Quiere que le cuente lo que sucedió? Supongo que fue una suerte que yo estuviera allí. Acababa de regresar de la USM…

Wexford le interrumpió.

– Antes ha mencionado eso de la USM. ¿Qué es la USM?

Hogarth le miró como si fuera un mentecato y Wexford enseguida comprendió por qué.

– Iré allí a estudiar. Universidad del Sur, Myringham: USM. ¿Cómo lo llaman ustedes? Hacen un curso de escritura creativa para postgraduados y yo he solicitado plaza. Sólo estudié Literatura Inglesa como asignatura secundaria, la Historia Militar fue la que elegí como principal, así que pensé que necesitaba más educación si voy a dedicarme a escribir novelas. Había llenado la solicitud y la había llevado. -Sonrió-. No es que no confíe en el correo británico; quería echar un vistazo al recinto. Bueno, como le decía, había entregado mi solicitud y regresado aquí… ¿cuándo? Calculo que hacia las dos, las dos y diez. Oí que aporreaban mi puerta y el resto ya lo sabe.

– No del todo, señor Hogarth.

Thanny Hogarth alzó sus delicadas cejas oscuras. Había recuperado el control de sí mismo, algo notable en alguien tan joven.

– ¿No se lo puede contar ella misma?

– No -respondió Wexford pensativo-. No, al parecer no puede. ¿Qué le ha dicho exactamente? -Se le había ocurrido algo no tan inverosímil: que Bib había visto fantasmas, espíritus, duendes, que quizás esto ya lo había hecho en otras ocasiones. No había ningún cuerpo, o lo que colgaba de aquel árbol era una hoja de plástico, un saco movido por el viento. El campo inglés, después del viento y la lluvia, a veces quedaba adornado con restos de politeno grisáceo-. ¿Qué le ha dicho, exactamente?

– ¿Sus palabras exactas? Es difícil recordarlas. Ha dicho que había un cuerpo, colgado… Me ha dicho dónde y después ha empezado a reír y a llorar al mismo tiempo. -Se le ocurrió una idea, al parecer con agrado. De repente quería ayudar-. Podría mostrárselo. Creo que sabría encontrar dónde ha dicho que estaba y enseñárselo.

El viento se había calmado y el bosque estaba silencioso y tranquilo. Se oía algún apagado canto de pájaro, pero los pájaros cantores raras veces viven en los bosques y un sonido más usual era el chillido de algún arrendajo y el distante perforar del pájaro carpintero. Dejaron el coche en el punto donde el camino lateral giraba hacia el sur. Era una parte antigua del bosque de Tancred, con viejos árboles plantados y muchos caídos.

Gabbitas o sus antecesores habían estado allí talando árboles pero habían dejado algunos troncos, llenos ahora de zarzas, como hábitats para los animales. Penetraba tanta luz que zonas enteras del suelo del bosque estaban cubiertas de brillante hierba primaveral, pero más adentro, donde los troncos se apiñaban, un denso mantillo recubría el terreno, crujiente en la superficie por las hojas marrones de los robles.

Allí era adonde Bib Mew había ido, según Thanny Hogarth. Éste les mostró dónde calculaba que ella había dejado su bicicleta. La recatada e inhibida Bib debía de haberse adentrado mucho entre los árboles antes de encontrar un lugar satisfactorio para su intimidad. Tanto, de hecho, que Wexford volvió a pensar lo que había pensado antes: que no encontrarían nada, o nada más que una bolsa de plástico oscilando colgada de una rama.

El silencio que todos mantenían, la seria mudez, parecería una tontería, una reacción exagerada sin motivo, cuando se encontrara el objeto que colgaba, el andrajo oscilante, el saco vacío. Estaba pensando esto, empezando a pensar como si todo hubiera terminado, como si hubieran visto el fantasma de Bib tal como era, como si dejaran el tema con una exclamación exasperada… cuando lo vio. Todos lo vieron.

Había acebos, una pared de acebos. Formaban pantalla ante un claro y en éste, de una de las ramas inferiores de un gran árbol, un fresno o quizás un tilo, colgaba cogido del cuello. Un bulto, atado en el cuello, pero no un andrajo ni un saco. Tenia peso, el peso de carne y huesos, que lo dejaba suspendido con gran ponderosidad. Aquello alguna vez había sido humano.

Los policías no hicieron ningún ruido. Thanny Hogarth exclamó:

– ¡Vaya!

En el claro brillaba el sol. Este iluminaba el cuerpo ahorcado con un suave resplandor dorado. Más que oscilar como un péndulo, rotaba hasta quizás un cuarto de círculo como un peso de metal podría hacerlo en el extremo de una plomada. Era un lugar hermoso, un pequeño valle silvestre con árboles que empezaban a brotar y las pequeñas florecitas blancas y amarillas de la primavera bajo los pies. El cuerpo en aquel escenario era obsceno. Un pensamiento anterior acudió a Wexford, que el hombre o los hombres que hicieron esto disfrutaron con la destrucción, se complacieron en el expolio.

Tras detenerse un momento para contemplar aquello, se aproximaron. Los policías se quedaron cerca, pero Thanny Hogarth se mantuvo atrás. Su cara estaba impasible pero se rezagó y bajó los ojos. De hecho, no era el excitante descubrimiento que había previsto, alegre y ansioso en su casa, pensó Wexford. Al menos, no iba a vomitar.

Se hallaban a un metro del bulto. Un cuerpo con pantalones, chándal, en otro tiempo gordo, el cuello estirado horriblemente por el nudo corredizo, y Wexford vio que se había equivocado.

– Es Andy Griffin -dijo Burden.

– No es posible. Sus padres recibieron una llamada telefónica suya el miércoles por la noche. Estaba en el norte de Inglaterra, en algún lugar, y telefoneó a sus padres el miércoles por la noche.

Sumner-Quist no parecía impresionado.

– Este hombre lleva muerto al menos desde el martes por la tarde y muy probablemente más tiempo.

Para más información, tendrían que esperar su dictamen. Burden estaba indignado. No se puede reprochar directamente a los afligidos padres que le hayan contado a uno una mentira acerca de su hijo muerto. Por mucho que deseara hacerlo, tendría que desistir. A Freeborn le gustaba que sus agentes mantuvieran lo que él llamaba unas relaciones «civilizadas y sensibles» con el público.

En cualquier caso, Burden podía adivinar sin temor a equivocarse lo que había sucedido. Terry y Margaret Griffin querían retrasar todo lo posible el interrogatorio de Andy. Si podían mantener la ficción de que se hallaba muy lejos -y ¿hasta qué punto, de hecho, era ficción?- si podían, cuando apareciera, persuadirle de que volviera a esconderse, cuando su reaparición fuera inevitable el caso quizás habría concluido y se habría echado tierra al asunto.

– ¿Dónde estuvo estos tres días, Reg? Esto del «norte» es una pantalla, ¿no? ¿Dónde estuvo entre el domingo por la mañana y el martes por la tarde? ¿Estuvo con alguien?

– Será mejor que hagas que Barry vuelva a su mesón favorito, El caracol y la lechuga y vea qué pueden sugerir los compañeros de Andy. -Wexford reflexionó-. Es una manera horrible de matar a alguien -comentó-, pero no hay maneras «agradables». Cualquier asesinato es horrible. Si podemos hablar de ello sin apasionamiento, el ahorcamiento tiene muchas ventajas para el que lo comete. Para empezar, no hay sangre. Es barato. Es seguro. Si puedes inmovilizar a tu víctima, es fácil.

– ¿Cómo fue inmovilizado Andy?

– Lo descubriremos cuando tengamos alguna información definitiva de Sumner-Quist. Pudieron administrarle antes alguna bebida con alguna sustancia narcotizante, pero eso sería problemático. ¿Andy era el segundo hombre? ¿El que Daisy no vio?

– Oh, creo que sí, ¿tú no?

Wexford no respondió.

– Hogarth se mostró claramente molesto cuando llamé a su puerta. Eso puede ser natural, no querer involucrarse. Se animó cuando él mismo se ofreció a hacernos de guía. Probablemente sólo es que le gusta ser el centro de atención. Aparenta diecisiete años, aunque es probable que tenga veintitrés. En Estados Unidos van a la universidad cuatro años. Dice que vino aquí a finales de mayo, así que sería después de graduarse, allí lo hacen en mayo, y tendría veintidós años. Hacer el Gran Viaje, lo llamó él. Supongo que tiene un padre rico.

– ¿Hemos investigado sus antecedentes?

– Me ha parecido prudente -respondió Wexford con austeridad.

Le habló a Burden de una llamada que había hecho en privado a un viejo amigo, el vicecanciller de la universidad de Myringham, y de la igualmente privada exploración por parte del doctor Perkins de las solicitudes de ingreso.

– Me pregunto qué sabía Andy.

– Nos conocía a ti y a mí -dijo Wexford.

Wexford fue a ver a Sylvia. Estaba demasiado ocupado para tomarse tiempo para verla, y eso era razón de más. Por el camino hizo algo que nunca había hecho por ella: le compró flores. En la floristería se dio cuenta de que deseaba uno de aquellos magníficos arreglos florales enviados a Davina, un cojín o un corazón de capullos, un cesto de lirios. Allí no tenían nada de este tipo y tuvo que decidirse por fresias doradas y narcisos ojos de faisán. Su perfume, más fuerte que cualquier perfume envasado, impregnó el aire de su coche.

Ella quedó extrañamente conmovida. Por un momento pensó que iba a llorar. En cambio, sonrió y hundió la cara en las amarillas trompetas y pétalos blancos.

– Son preciosas. Gracias, papá.

¿Sabía lo de la pelea? ¿Dora se lo había contado?

– ¿Cómo te sentirás al dejar esta casa? -Era bonita, junto al prestigioso Ploughman's Lañe. Él sabía por qué se trasladaba tan a menudo, por qué ella y Neil suspiraban por el cambio repetido, y ello no añadió nada a la suma de su felicidad-. ¿No te dará pena?

– Espera a ver la rectoría.

Él no le dijo que había pasado por delante, una y otra vez, con su madre. No le dijo cuánto les había asombrado su tamaño y su estado ruinoso. Ella le preparó té y él comió un pedazo de pastel de frutas que ella había hecho, aunque no lo quería y no le convenía.

– Tú y mamá no podéis faltar a nuestra fiesta de inauguración.

– ¿Por qué íbamos a faltar?

– ¡Y me lo preguntas! Eres famoso por no ir nunca a ninguna fiesta.

– Ésta será la excepción que confirmará la regla.

Hacía tres días que no había visto a Daisy. Su único contacto con ella fue para asegurarse de que se mantenía la vigilancia en Tancred House. Con este fin, habló con ella por teléfono. Ella estaba indignada pero no enfadada.

– ¡Rosemary quería responder al teléfono! No lo puedo tolerar. Le dije que no tenía miedo de los que hacen llamadas obscenas. De todos modos, no he tenido ninguna. En realidad no puedo tolerar a Karen en ningún sentido, ni a Anne. Quiero decir, son muy agradables, pero ¿por qué no puedo estar aquí sola?

– Ya sabes por qué, Daisy.

– No creo que ninguno de ellos vuelva y me mate.

– Yo tampoco, pero prefiero estar en el lado seguro.

Wexford había intentado telefonear varias veces al padre de Daisy pero nunca respondía nadie en Nineveh Road, en el número de G. G. Jones. Aquella noche, después de leer la novela de Davina Flory, Los anfitriones de Midian, el que le gustaba a Casey, empezó su primer libro acerca de la Europa del Este y descubrió que no le gustaba mucho Davina. Era una esnob refinada y cursi, tanto social como intelectual; era autoritaria, se consideraba superior a la mayoría de la gente; se mostraba agradable con su hija y feudal con sus criados. Aunque declaradamente de izquierdas, no aludía a la clase «trabajadora» sino a la clase «baja». Sus libros la mostraban como esa criatura siempre sospechosa, la socialista rica.

Una mezcla de elitismo y marxismo imbuía estas páginas. La humanidad práctica estaba claramente ausente, como el humor, excepto en una sola área. Parecía ser una de esas personas que se deleitan con la idea del sexo desenfrenado para todos, que encuentran la noción misma del sexo lubricantemente deliciosa y la única fuente de diversión, tan fácilmente asequible para los viejos (los viejos inteligentes y atractivos) como los jóvenes. Pero en el caso de los jóvenes indispensable, algo a lo que entregarse con fabulosa frecuencia, tan necesario como la comida e igualmente nutritivo.

Como consecuencia de su petición en el asunto de la solicitud de plaza, Wexford y Dora fueron invitados a casa de los Perkins a tomar una copa. El vicecanciller de la universidad de Myringham le sorprendió confesándole que en otro tiempo había tenido íntima amistad con Harvey Copeland. Harvey, años atrás, había sido profesor visitante de estudios empresariales en una universidad americana durante la época en que él, Stephen Perkins, había dado una clase de historia allí mientras trabajaba en su doctorado en filosofía. Según el doctor Perkins, Harvey era en aquella época, en los años sesenta, un hombre asombrosamente guapo y lo que él llamaba un «bombón en la universidad». Se produjo un escándalo menor por una estudiante de tercero que quedó embarazada y otro un poco mayor por su aventura con la esposa de un jefe de departamento.

– En aquella época, no era corriente que hubiera estudiantes embarazadas, en especial no lo era en el medio Oeste. El no tuvo que irse ni nada parecido. Se quedó sus dos años, pero mucha gente suspiró cuando se marchó.

– ¿Cómo era él, aparte de eso que me ha contado?

– Agradable, corriente, bastante aburrido. Simplemente era muy apuesto. Dicen que un hombre no puede decir eso de otro hombre, pero no se podía evitar en el caso del pobre Harvey. Le diré a quién se parecía: a Paul Newman. Pero era un poco pesado. Una vez fuimos allí a cenar, ¿verdad, Rosie? A Tancred, me refiero. Harvey era el mismo que veinticinco años atrás, un terrible aburrimiento. Seguía pareciéndose a Paul Newman. Quiero decir, al Paul Newman de ahora.

– Era magnífico, el pobre Harvey -dijo Rosie Perkins.

– ¿Y Davina?

– ¿Recuerda hace unos años, que los muchachos escribían esos graffiti como «Reglas de Rambo», «La regla de las pistolas», cosas así? Bueno, así era Davina. Se podía haber dicho «Reglas de Davina». Si ella estaba allí, ella presidía. No era tanto la vida y el alma de la fiesta como la jefa. De una manera razonablemente sutil, por supuesto.

– ¿Por qué se casó con él?

– Amor. Sexo.

– Solía hablar de él de una manera muy embarazosa. Oh, no debería contarle esto, ¿verdad, cariño?

– ¿Cómo quieres que lo sepa si no sé de qué se trata?

– Bueno, ella siempre decía, en tono muy confidencial, ya sabe, que él era un amante maravilloso. Ponía cara de pícara y ladeaba la cabeza… realmente era violento; estabas a solas con ella, no había hombres delante, y decía, de un modo bastante pícaro, que él era un amante maravilloso. No puedo imaginarme diciendo a nadie algo así acerca de mi marido.

– Muchas gracias, Rosie -rió Perkins-. En realidad, en una ocasión pude oírla decirlo.

– Pero no tenía más de sesenta años cuando decidió casarse con él.

– ¿La edad tiene algo que ver con el amor? -dijo el vicecanciller con aire grandioso; a Wexford le pareció una cita, pero no pudo identificarla-. Le advierto que no le hacía ningún otro cumplido. Digamos que su intelecto no estaba situado muy arriba en opinión de ella. Pero a Davina le gustaba rodearse de ceros a la izquierda. La gente como ella lo hace. Les adquieren, como en el caso de Harvey, o los crean, como en el caso de esa hija suya, y después pasan el resto de su vida despotricando de ellos porque no son ingeniosos y brillantes.

– ¿Davina lo hacía?

– No lo sé. Lo supongo. La pobre mujer ha muerto, y de una manera espantosa.

Los cuatro a la mesa, dos ceros a la izquierda, como Perkins los llamaba, dos brillantes, y entonces el asesino entró en la casa y todo terminó, el despotricar y el ingenio, la sosería y el amor, el pasado y la esperanza. A menudo pensaba en ello, pensaba en la mise-en-scéne más de lo que lo había hecho en ningún otro caso anterior. El mantel rojo y blanco, rojo y blanco como aquellos peces del estanque, era una imagen recurrente que nadie creería que un policía maduro como él pudiera seguir viendo. Mientras leía el relato de Davina sobre sus viajes por Sajonia y Turingia, pensó en aquel mantel, teñido con su sangre.

«Es una manera horrible de matar a alguien -había dicho a Burden refiriéndose al ahorcamiento de Andy Griffin-. El asesinato es horrible.» Pero ¿había sido un asesinato inteligente? ¿O un asesinato sólo era desconcertante a través de una concatenación de circunstancias impredecibles? ¿Tenían que creer que el asesino había sido lo bastante listo para grabar surcos en el cañón de un revólver de calibre 38 o calibre 357? ¿Algún compinche de Andy Griffin había sido tan listo como para hacer eso?

Rosemary Mountjoy se quedó en Tancred House con Daisy el lunes por la noche, Karen Malahyde el martes y Anne Lennox el miércoles. El doctor Sumner-Quist proporcionó a Wexford un informe completo de la autopsia el jueves y un tabloide nacional diario publicó una historia en su primera página preguntándose por qué la policía no habían hecho ningún progreso en la caza de los responsables de la matanza de Tancred House. El subjefe de policía hizo ir a Wexford a su casa, pues quería saber cómo había permitido que Andy Griffin muriera. O eso había querido decir, expresado de otro modo.

La investigación sobre Andy Griffin se abrió y fue aplazada. Wexford estudió un análisis detallado del laboratorio del forense sobre el estado de la ropa de Andy. Se encontraron partículas de arena, marga, tiza y mantillo fibroso en las costuras del chándal y en los bolsillos de la chaqueta. Una pequeña cantidad de fibra de yute como la utilizada en la fabricación de cuerdas se adhería al cuello de la camisa del chándal.

Sumner-Quist no había hallado restos de ningún sedante ni sustancia narcótica en el estómago o los intestinos. Le habían asestado un golpe en el costado de la cabeza antes de morir. La opinión de Sumner-Quist era que este golpe había sido propinado por un instrumento pesado, probablemente un instrumento de metal, envuelto en tela. El golpe no era grave pero habría sido suficiente para dejar sin sentido a Griffin durante unos minutos. Tiempo suficiente.

Wexford no se estremeció. Sólo tuvo la sensación de estremecerse. Era un cuadro espantoso lo que esto evocaba, de alguna manera no de este mundo moderno tal como él lo conocía, sino de un tiempo muy remoto, arcano, brutal y crudamente rústico. Podía ver al hombre que no sospechaba nada, al gordo, estúpido y tontamente confiado hombre que quizá creía que tenía un secuaz en su poder, y al otro arrastrándose detrás de él con su arma preparada, su arma acolchada. El golpe en la cabeza, rápido y experto. Después, sin tiempo que perder, el nudo corredizo preparado, la soga colocada en una rama grande de un fresno…

¿De dónde había sacado la soga? Ya habían pasado los días de los pequeños ferreteros particulares, cuya propiedad pasaba de una generación a otra de la misma familia. Ahora se compraba una cuerda en un emporio de bricolaje o en la sección de ferretería de un gran supermercado. Eso hacía más difíciles las cosas, pues un vendedor recuerda haber servido a un cliente concreto que pide artículos específicos mucho mejor que la chica o el muchacho de la caja. Éstos miran el precio y no la naturaleza de los objetos cuando se sacan del carrito, incluso pueden pasar sin verlo gracias al escrutinio de un ojo electrónico, y es posible que no miren para nada al cliente.

Había logrado acostarse temprano. Dora estaba resfriada y dormía en la habitación de los invitados. Esto no tenía nada, o no gran cosa, que ver con las acaloradas palabras que se habían intercambiado antes a causa de Sheila. Dora había hablado varias veces por teléfono con Sheila, pero siempre de día, cuando su padre estaba trabajando. Ella estaba resentida con él, le dijo Dora a Wexford, pero dispuesta a «hablarlo a fondo». La terminología le hizo gruñir. Esta clase de jerga estaba muy bien en Royal Oak, pero era otra cosa en labios de su hija.

La idea de Dora era que Sheila fuera a pasar otro fin de semana con ellos. Por supuesto, Casey también tendría que ir, ahora formaban una pareja, una de esas parejas no casadas, que lo hacen todo juntos y ponen sus nombres uno al lado del otro en las tarjetas de Navidad. Casey iría con ella con la misma naturalidad que Neil lo haría con Sylvia. Por encima de su cadáver, dijo Wexford.

Entonces Dora había sorbido por la nariz y se había ido con su resfriado a la habitación de los invitados. Se llevó consigo el montón de literatura que Sheila había enviado -dirigida directamente a su madre- sobre la pequeña ciudad de Heights, en Nevada, donde se encontraba la universidad. Esto incluía un prospecto de la universidad de Heights con detalles de los cursos que ofrecía y fotografías de sus diversiones. Una guía de la ciudad presentaba vistas panorámicas del escenario en que estaba situada y páginas y páginas de anuncios de tiendas locales para paliar, sin duda, el coste de esta lujosa producción. Wexford les había lanzado una mirada despectiva antes de devolver estas producciones a Dora sin hacer ningún comentario.

Se incorporó en la cama con un nuevo montón de libros que Amyas Ireland había enviado. Leyó todo lo que estaba escrito en la tapa del primero, que Ireland le había dicho se llamaba «copia de la sobrecubierta». Leyó lo suficiente de la introducción para comprender que Adorable como un árbol trataría de los esfuerzos de Davina Flory con su primer esposo para replantar los antiguos bosques de Tancred, antes de que el sueño le hiciera cerrar los ojos y dar una violenta sacudida de sobresalto. Apagó la luz.

Sonó su teléfono. Alargó el brazo y derribó la pila de libros que habían en el suelo.

Karen dijo:

– Señor, soy Malahyde, en Tancred House. He telefoneado. -Éste era el término que empleaban todos para ponerse en contacto con la comisaría de policía para pedir ayuda-. Están en camino. Pero he creído que usted querría saberlo. Hay alguien fuera, un hombre, creo. Le hemos oído y después… bueno, Daisy le ha visto.

– Voy para allá -dijo Wexford.