177686.fb2 Un Beso Para Mi Asesino - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

Un Beso Para Mi Asesino - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

17

Era una de esas raras noches en que la luna brilla tanto que casi ilumina lo suficiente para leer. En el bosque, los faros del coche de Wexford sofocaban la luz de la luna pero una vez salió a terreno abierto y llegó al patio, todo se mostró claro con el día en el blanco resplandor. Ni un hálito de aire agitaba los árboles. Al oeste de la masa imponente de la casa y detrás de ella asomaban las copas de los pinos y los cedros del pinar, siluetas dentadas, puntiagudas, frondosas, negras sobre el reluciente firmamento gris perla. Una sola estela verdosa brillaba con mucha luz. La luna era una esfera blanca, como de alabastro y brillante, y se entendía que los antiguos creyeran que ardía una luz dentro de ella.

Las lámparas de arco bajo del muro estaban apagadas, tal vez estaban programadas. Era la una menos veinte. Había dos coches de policía aparcados sobre las losas, uno de ellos el Vauxhall de Barry Vine. Wexford aparcó su coche al lado del de Barry. En el agua oscura del estanque se reflejaba la luna, un globo blanco. La puerta principal estaba abierta, la puerta interior de cristal estaba cerrada pero no con llave. Karen la abrió cuando Wexford se acercaba. Le dijo, antes de que él pudiera pronunciar una palabra, que cuatro hombres de la sección uniformada estaban registrando los bosques más próximos a la casa. Vine se hallaba arriba.

Wexford hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pasó por el lado de Karen y entró en la sala de estar. Daisy paseaba arriba y abajo, enlazando y separando las manos. Él pensó por un instante que ella se arrojaría a sus brazos. Pero lo único que hizo fue acercarse, más o menos a un metro de él, llevándose los puños a la cara y manteniéndolos sobre la boca como si quisiera morderse los nudillos. Tenía los ojos desorbitados. Wexford comprendió enseguida que se había asustado hasta casi lo insoportable, estaba cerca de la histeria provocada por el terror.

– Daisy -dijo él con suavidad-, ¿no quieres sentarte? Anda, ven a sentarte. No te ocurrirá nada. Estás a salvo.

Ella negó con la cabeza. Karen se acercó a ella, intentó tocarle el brazo y, cuando el gesto fue rechazado, tomó a Daisy de la mano y la condujo a una silla. En lugar de sentarse, Daisy se volvió para enfrentarse a Karen. Su herida debía de estar ya casi curada, sólo se le veía un ligero vendaje en el hombro a través del jersey.

Dijo:

– Abráceme. Por favor, abráceme un minuto.

Karen la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí. Wexford observó que Karen era una de esas raras personas que pueden abrazar a otra sin dar palmaditas en la espalda. Se abrazó a Daisy como una madre a un hijo que ha estado expuesto a un peligro; después, la soltó suavemente y la hizo sentarse, la «colocó» en la silla.

– Ha estado así desde que le ha visto, ¿verdad, Daisy? -Como una enfermera, Karen prosiguió-. No sé cuántas veces te he abrazado; al parecer no te sirve de mucho. ¿Quieres otra taza de té?

– ¡No quería la primera taza! -Wexford nunca había oído a Daisy de aquella manera, su voz por todo el lugar desigual, como el paso previo a un grito-. ¿Por qué tengo que tomar té? ¡Me gustaría tomar algo que me aturdiera, algo que me hiciera dormir para siempre!

– Prepáranos una taza de té para todos, por favor Karen. -Le desagradaba pedir esto a las agentes, olía a los viejos tiempos, pero se dijo a sí mismo que habría pedido que preparara té a quienquiera que estuviera allí, aunque fuera Archbold o Davidson-. Para ti, para mí y el sargento Vine, y todos los que estén por aquí. Y tráele a Daisy un poco de brandy. Creo que lo encontrarás en el armario del… -Por nadie iba a llamarlo el serré- el invernadero.

Daisy movía los ojos de un lado a otro, mirando hacia las ventanas, hacia la puerta. Cuando ésta se abrió lentamente y en silencio contuvo el aliento en un largo y tembloroso jadeo, pero sólo era la gata, la grande y digna gata azul, que entró con paso majestuoso. La gata lanzó a Wexford una de esas miradas de desprecio que sólo un animal doméstico malcriado puede lanzar, se acercó a Daisy y saltó suavemente a su falda.

– ¡Oh, Queenie, oh, Queenie!

Daisy se inclinó hacia delante, enterrando su cara en el denso pelaje azul.

– Cuéntame lo que ha ocurrido, Daisy.

Ella siguió acariciando a la gata, murmurando febrilmente. El ronroneo de Queenie era un profundo y fuerte latido.

– Vamos -dijo Wexford un poco más rudo-, ¡cálmate!

Hablaba así a Sheila cuando ella le hacía perder la paciencia, le había hablado así.

Daisy levantó la cabeza. Tragó saliva. Él vio el delicado movimiento del tórax entre las cortinas de reluciente pelo oscuro.

– Tienes que contarme lo que ha ocurrido.

– Ha sido tan espantoso. -Seguía con la voz quebrada, ronca, estridente-. Ha sido terrible.

Karen entró con el brandy en un vaso de vino. Se lo acercó a los labios de Daisy como si fuera una medicina. Daisy tomó un sorbo y tosió.

– Deja que se lo tome ella -dijo Wexford-. No está enferma. No es una niña ni una vieja, por el amor de Dios. Sólo ha tenido un susto.

Eso la zarandeó. Se le iluminaron los ojos. Tomó el vaso de la mano de Karen mientras Barry Vine entraba con cuatro tazas de té en una bandeja, y se tragó el brandy con gesto desafiante. Se atragantó violentamente. Karen le dio unos golpes en la espalda y las lágrimas acudieron a los ojos de Daisy, rebosaron y le resbalaron por la cara.

Tras haber observado esta actuación de manera inescrutable durante unos segundos, Vine saludó:

– Buenos días, señor.

– Supongo que es la mañana, Barry. Sí, bueno, debe de serlo. Vamos, Daisy, sécate los ojos. Ahora estás mejor. Estás bien.

Ella se secó la cara con el pañuelo de papel que Karen le tendió. Miró a Wexford con rebeldía pero habló con su voz de siempre.

– Nunca había tomado brandy.

Eso le recordó algo a Wexford. Muchos años atrás, recordaba que Sheila había pronunciado esas mismas palabras y el joven imbécil que estaba con ella había dicho: «¡Otra virginidad perdida, vaya!». Suspiró.

– Está bien. ¿Dónde estabais vosotras dos, tú y Karen? ¿En la cama?

– ¡Sólo eran las once y media, señor!

Había olvidado que para aquellas jóvenes las once y media era media tarde.

– Se lo he preguntado a Daisy -dijo Wexford con aspereza.

– Yo estaba aquí, mirando la televisión. No sé dónde estaba Karen, en la cocina o en algún otro sitio, preparándose algo de beber. Íbamos a acostarnos cuando terminara el programa. He oído a alguien fuera, pero he creído que era Karen…

– ¿Qué quieres decir con eso de que has oído a alguien?

– Pasos en la parte delantera. Las luces de fuera se acababan de apagar. Están programadas para apagarse a las once y media. Los pasos se acercaban a la casa, a las ventanas de allí, y yo me he levantado a mirar. La luna era muy brillante, no se necesitaba luz. Le he visto, le he visto allí fuera a la luz de la luna, tan cerca como estamos usted y yo ahora. -Hizo una pausa, respirando deprisa-. Y me he puesto a chillar, he chillado y chillado hasta que Karen ha llegado.

– Yo ya le había oído, señor. Le he oído antes que Daisy, creo, pasos fuera de la puerta de la cocina y que después iban por la parte trasera de la casa, a lo largo de la terraza. He cruzado la casa corriendo para ir al… invernadero, y le he vuelto a oír pero no le he visto. Entonces ha sido cuando he telefoneado. Lo he hecho antes de oír gritar a Daisy. He venido aquí y he encontrado a Daisy chillando ante la ventana y golpeando el cristal y entonces… le he telefoneado a usted.

Wexford se volvió a Daisy otra vez. La muchacha se había calmado, al parecer el brandy había producido aquel efecto de aturdimiento que ella deseaba.

– ¿Qué has visto exactamente, Daisy?

– Llevaba algo sobre la cabeza, como una especie de casco de lana con agujeros para los ojos. Parecía eso que llevan los terroristas; iba vestido… no sé, quizá con un chándal, oscuro, podría ser negro o azul oscuro.

– ¿Era el mismo hombre que mató a tu familia e intentó matarte a ti aquí el 11 de marzo?

Aun cuando lo pronunció pensó que era una pregunta terrible para tener que formulársela a una muchacha de dieciocho años, una muchacha protegida, una muchacha asustada.

Por supuesto, no podía responderle. El hombre iba enmascarado. Ella le devolvió la mirada con expresión desesperada.

– No lo sé, no lo sé. ¿Cómo quiere que lo sepa? Podría serlo. No podría decir nada de él, podría ser joven o no tan joven, no era viejo. Parecía corpulento y fuerte. Parecía… parecía conocer este lugar, aunque no sé por qué me ha dado esa impresión, sólo es que parecía saber lo que hacía y adonde iba. Oh, ¿qué será de mí, qué me sucederá?

Wexford se ahorró intentar encontrar una respuesta gracias a la entrada de los Harrison en la habitación. Aunque Ken Harrison iba completamente vestido, su esposa llevaba el tipo de atuendo que Wexford había oído llamar mucho tiempo atrás, un «abrigo de casa», de terciopelo rojo con plumón alrededor del cuello, la parte delantera abierta desde la cintura por donde asomaban los pantalones de un manchado pijama azul. Al modo clásico, llevaba un atizador.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Harrison-. Hay hombres por todas partes. Este lugar es un hervidero de policías. Le he comentado a Brenda, ¿sabes lo que esto podría ser? Podría ser que aquellos asesinos hayan regresado para rematar a Daisy.

– Así que nos hemos vestido y hemos venido directamente aquí. Yo no quería andar, he hecho que Ken sacara el coche. Aquí no se está a salvo, no me sentiría segura ni siquiera dentro de un coche.

– Deberíamos haber estado aquí. Lo dije desde el principio, cuando nos enteramos de que iba a haber mujeres policía en la casa. ¿Por qué no nos llamaron a nosotros? Aunque sean policías no son más que unas niñas. Deberían habernos llamado a nosotros, a Johnny y a mí, Dios sabe que hay dormitorios suficientes, pero ah, no, nadie lo sugirió, así que yo no dije ni una palabra. Si Johnny y yo hubiéramos estado aquí y se hubiera corrido la voz de que estábamos aquí, ¿cree que habría sucedido nada de esto? ¿Cree que ese asesino habría tenido el descaro de volver aquí con ideas de rematarla? Ni un…

Daisy la interrumpió. Wexford se asombró al ver su reacción. La chica se levantó de un salto y dijo con fría claridad:

– Están ustedes despedidos. Supongo que debo darles algún plazo y no sé cuál es, pero es posible que sea un mes. Quiero que se marchen de aquí cuanto antes mejor. Si de mí dependiera, se marcharían mañana.

Era, sin duda alguna, nieta de su abuela. Se quedó de pie con la cabeza alta, mirándoles con desdén. Y entonces, rápidamente, la voz se le quebró y se le enturbió. El brandy había hecho su efecto y ahora éste era de otro tipo.

– ¿No tienen sentimientos? ¿No les importo nada? ¿Hablando de rematarme? ¡Les odio! ¡Les odio a los dos! Quiero que se vayan de mi casa, de mi finca, voy a quitarles su cottage…

Sus gritos se desintegraron convirtiéndose en un gemido, un llanto histérico. Los Harrison quedaron mudos de asombro, Brenda realmente boquiabierta. Karen se acercó a Daisy y Wexford pensó por un momento que iba a propinarle una de esas bofetadas que se supone son el mejor remedio para la histeria. Pero en lugar de eso tomó a Daisy en sus brazos y puso una mano en la oscura cabeza y apoyó ésta sobre su hombro.

– Vamos, Daisy, ahora voy a llevarte a la cama. Ya estás a salvo.

¿Lo estaría? Wexford deseaba haber podido tranquilizarla con aquella confianza. Los ojos de Vine tropezaron con los suyos y el sosegado sargento realizó la acción más parecida a levantar la mirada. Movió sus globos oculares unos milímetros hacia el norte.

Ken Harrison dijo excitado:

– Está nerviosísima, muy agitada, no lo ha dicho en serio. No lo ha dicho en serio, ¿verdad?

– Claro que no, Ken, aquí todos formamos una familia, somos parte de la familia. Por supuesto que no lo ha dicho en seno… ¿verdad?

– Creo que será mejor que se vayan a casa, señora Harrison -aconsejó Wexford-. Los dos deberían irse a casa. -Desistió de decir que las cosas parecerían distintas por la mañana, aunque indudablemente sería así-. Vayan a casa y duerman un poco.

– ¿Dónde está Johnny? -preguntó Brenda-. Eso es lo que me gustaría saber. Si nosotros hemos podido oír a esos hombres, y armaban un alboroto que despertaba a los muertos, ¿por qué Johnny no los ha oído? ¿Dónde está ahora? Eso es lo que me gustaría saber. -Prosiguió con virulencia-. Ni siquiera puede molestarse en venir aquí a ver qué pasa. Si me lo preguntan, si alguien tiene que ser despedido tiene que ser él, diablo gandul. ¿De qué tiene miedo?

– Estará durmiendo y no ha oído nada. -Wexford no pudo resistirse a añadir-: Él es joven.

Karen Malahyde, de veintitrés años, lejos de encajar con la imagen que tenía Ken Harnson de una «mujer policía», ese término despectivo y en desuso, era cinturón negro y daba clases de judo. Wexford sabía que si hubiera encontrado al intruso de Tancred la noche anterior y ese hombre hubiera ido desarmado o hubiera sido lento de reflejos, ella habría sido capaz de dejarle indefenso muy rápidamente. En una ocasión había descrito que iba sola a todas partes por la noche sin miedo, pues se había demostrado a sí misma de lo que era capaz cuando arrojó a un asaltante al otro lado de la calle.

¿Pero ella sola era un guardaespaldas adecuado para Daisy? ¿Anne o Rosemary eran adecuadas? Tenía que persuadir a Daisy de que abandonara la casa. No esconderse exactamente, pero sin duda alejarse un poco y refugiarse con los amigos. Aun así, se confesó a sí mismo y más tarde lo hizo a Burden, que no había imaginado que las cosas sucederían de aquella manera. Él había proporcionado una «acompañante» para Daisy pero sólo para sentirse seguro. Que uno de aquellos hombres, el asesino necesariamente si el otro, el que no fue visto, era Andy Griffin, volvería para atacarla era combustible de sueños, de ficción, de descabelladas fantasías. Eso no sucedía.

– Ha sucedido -dijo Burden-. Daisy no está segura aquí y debería irse. No veo que sea muy diferente si hacemos venir a los Harrison y a Gabbitas a la casa. La primera vez había cuatro personas en la casa. Eso no le detuvo.

El mantel blanco con la cristalería y la cubertería de plata. La comida en el carrito calentado. Las cortinas corridas para abrigarse de la noche de marzo. Habían terminado el primer plato, la sopa, Naomi Jones servía el pescado, el lenguado bonne femme, y cuando todos tienen un plato, cuando todos empiezan a comer, los ruidos arriba, los ruidos que Davina Flory dice que los hace la gata Queenie desbocada.

Pero Harvey Copeland se levanta para averiguar, el guapo de Harvey que se parecía a Paul Newman y había sido «un bombón en la universidad», con el que su esposa de más edad se había casado por amor y sexo. Silencio fuera, ningún coche, ningún paso, sólo un distante alboroto en el piso de arriba.

Harvey ha subido y ha vuelto a bajar o no ha llegado a subir sino que se ha dado la vuelta abajo cuando el asesino ha salido del pasillo…

¿Cuánto tiempo había durado todo esto? ¿Treinta segundos? ¿Dos minutos? Y durante esos dos minutos, ¿qué sucede en el comedor? ¿Siguen comiendo con calma su pescado en ausencia de Harvey? ¿O simplemente le esperan, hablando del gato, de cómo el gato subía por la escalera trasera y bajaba por la delantera cada noche? Después, el disparo y Naomi que se levanta, Daisy también se levanta, y se precipitan hacia la puerta. Davina permaneció donde estaba, sentada a la mesa. ¿Por qué? ¿Por qué lo haría? ¿Por miedo? ¿Simple miedo que la dejó paralizada donde estaba?

La puerta se abre de golpe y el asesino entra y dispara y el mantel ya no es blanco sino rojo, teñido por una densa mancha que se desparramaría hasta casi cubrirlo por entero…

– Hablaré con ella dentro de un momento -dijo Wexford-. No puedo obligarla a irse si ella no quiere. Ven conmigo. Probaremos suerte los dos.

– Quizás ahora tenga muchas ganas de marcharse. Por la mañana todo es diferente.

Sí, pero no diferente de ese modo, pensó Wesford. La luz del día hace que se tenga menos miedo, no más. La luz del sol y la mañana hacen que se desechen los terrores de la noche anterior por exagerados. La luz es práctica y la oscuridad es lo oculto.

Salieron afuera, cruzaron el patio y dieron lentamente la vuelta a la casa, el ala oeste. No había utilizado aquellas palabras para sí metafóricamente. El sol brillaba con una fuerte luz donde la luna había sido un pálido reflejo. El cielo era de un azul profundo, sin nubes. Parecía junio, pues el aire era suave como si el frío se hubiera ido para unos cuantos meses.

– Vino desde atrás por aquí -dijo Burden-. ¿Qué intentaba hacer, encontrar una manera de entrar? ¿Una ventana abierta abajo? No era una noche fría.

– Abajo no había ninguna ventana abierta. Todas las puertas estaban cerradas con llave. A diferencia de la otra ocasión.

– Es un poco curioso, ¿no crees?, pisar haciendo ruido de modo que dos personas que están dentro te puedan oír claramente. Aunque las ventanas estaban cerradas, ellas le oyeron. Se disfraza con una capucha pero no le importa armar alboroto mientras busca una manera de entrar.

Wexford dijo pensativo:

– Me pregunto si la verdad es si le importaba que le oyeran o le vieran. Si creía que Daisy estaba sola y tenía intención de matarla, ¿qué importaba si ella le veía?

– En ese caso, ¿por qué llevar una máscara?

– Cierto.

Un coche desconocido estaba aparcado a unos metros de la puerta principal. Esa puerta se abrió cuando se acercaron al coche y Joyce Virson salió con Daisy detrás. La señora Virson llevaba un abrigo de pieles, tipo de prenda ni favorito ni de moda, que las tiendas Oxfam rechazaban y en las ventas de la iglesia no tenían salida, confeccionado inconfundiblemente con los pellejos de muchos zorros.

Wexford nunca había visto a Daisy de aquella manera, vestida estilo punki. Había algo desafiante en su paso, las mallas negras y botas atadas con cordones, camiseta negra con algo blanco impreso en ella, la desgastada chaqueta de motorista de cuero negro. Su rostro era una máscara de infelicidad pero llevaba el pelo, con abundante gel, peinado formando picos por toda la cabeza como un bosque de troncos de árbol quemados. Parecía efectuar una afirmación; quizá sólo que ésta era Daisy contra el mundo.

Ella le miró, miró a Burden, en silencio. Joyce Virson tardó unos momentos en recordar quién era éste. Una gran sonrisa transfiguró su rostro cuando se acercó a Wexford con las dos manos extendidas.

– Oh, señor Wexford, ¿cómo está? Me alegro mucho de verle. Es el hombre indicado para persuadir a esta niña de que vuelva conmigo. Quiero decir, no puede quedarse aquí, sola, ¿verdad? Me he horrorizado cuando me he enterado de lo que ocurrió aquí anoche, he venido enseguida. No deberíamos haber permitido que nos dejara.

Wexford se preguntó cómo se había enterado. A través de Daisy seguro que no.

– Lo siento, pero no entiendo cómo se permiten estas cosas en la actualidad. Cuando yo tenía dieciocho años no me habrían permitido quedarme en ningún sitio sola, y mucho menos en una casa grande y solitaria como ésta. No se puede decir que las cosas hayan cambiado para mejor. Lo siento, pero para mí, los viejos tiempos eran mejores.

Con cara imperturbable, Daisy la observó durante la mitad de este discurso y después se volvió para fijar los ojos en la gata que, quizá porque raras veces le permitían escapar por la puerta principal de la casa, estaba sentada en el borde del estanque, contemplando los peces blancos y rojos. Los peces nadaban formando círculos concéntricos y el gato los miraba.

– Dígale algo, señor Wexford. Convénzala. Emplee su autoridad. No me diga que no hay manera de influir en una niña. -La señora Virson olvidaba que la persuasión necesariamente debe incluir elementos agradables y quizás algo de adulación para tener éxito. La mujer alzó la voz-. ¡Es tan estúpido y completamente temerario! ¿A qué cree que juega?

La gata hundió una zarpa en el estanque, encontró un elemento diferente de lo que esperaba y se sacudió el agua. Daisy se inclinó y la tomó en sus brazos. Dijo:

– Adiós, Joyce. -Y con cierta ironía en la voz, que a Wexford no le pasó por alto, añadió-: Muchas gracias por venir.

Entró en la casa con la gata en sus brazos, pero dejó la puerta abierta.

Burden la siguió. Sin saber qué decir, Wexford murmuró algo de que lo tenían todo controlado. Joyce Virson le miró con dureza.

– Lo siento, pero eso no es suficiente. Voy a tener que ver qué dice mi hijo de eso.

Procedente de ella eso sonaba a amenaza. Él la observó maniobrar con dificultad el pequeño coche para dar la vuelta y situarlo sin rascar su costado en el poste de la verja cuando se alejó. Daisy se hallaba en el vestíbulo con Burden, sentada en una silla de respaldo alto y asiento de terciopelo con Queenie en su regazo.

– ¿Por qué me preocupa tanto que me mate? -estaba diciendo-. No me entiendo. Al fin y al cabo, quiero morir. No tengo nada por lo que vivir. ¿Por qué chillé y armé tanto escándalo anoche? Debería haber salido y haberme acercado a él y decirle: Mátame, adelante, mátame. Remátame, como dice ese horrible Ken.

Wexford se encogió de hombros. Dijo, algo taciturno:

– Por mí no te preocupes. Si te matan, tendré que dimitir.

Ella no sonrió pero hizo una especie de mueca.

– Hablando de dimitir, ¿qué opina? Brenda le ha telefoneado, a Joyce, quiero decir. Ha sido lo primero que ha hecho esta mañana y le ha dicho que les había despedido. ¿Qué le parece? Como si yo fuera una niña o un caso de psiquiatra. Así se ha enterado Joyce de lo de anoche. Yo no se lo habría dicho por nada del mundo, es una vieja bruja entrometida.

– Debes de tener otras amigas, Daisy. ¿No hay nadie más con quien pudieras quedarte una temporada? ¿Un par de semanas?

– ¿Le habrán atrapado dentro de dos semanas?

– Es más que probable -dijo Burden decidido.

– De todos modos, a mí me da igual. Yo me quedo aquí. Karen o Anne pueden venir si quieren. Bueno, es si usted quiere, supongo. Pero pierden el tiempo, no tienen que preocuparse. Ya no volveré a tener miedo. Quiero que me mate. Será la mejor salida, morir.

Dejó colgar la cabeza hacia delante y escondió el rostro en el pelaje de la gata.

Seguir los movimientos de Griffin desde el momento en que abandonó la casa de sus padres resultó imposible. Sus compañeros de bebida de El caracol y la lechuga no conocían ninguna otra dirección que pudiera tener, aunque Tony Smith habló de una amiga «en el norte». Esa expresión ambigua siempre aparecía en las conversaciones referentes a Andy. Ahora había una amiga en aquella vaga región, la tierra de nunca jamás.

– Kylie, se llama -dijo Tony.

– Creo que se la tiraba -dijo Leslie Sedlar con una sonrisa maliciosa.

Hasta que perdió su trabajo un año atrás, Andy había sido conductor de camión de larga distancia para una empresa cervecera. Su ruta usual le llevaba de Mynngham a Londres y a Carlisle y Whitehaven.

Los cerveceros tenían pocas buenas palabras que decir de Andy. En los últimos dos o tres años habían conocido la realidad del acoso sexual. Andy pasaba poco tiempo en la oficina, pero en las raras ocasiones en que había estado allí había hecho observaciones ofensivas a una ejecutiva de marketing y en una ocasión había agarrado a su secretaria desde atrás rodeándole el cuello con el brazo. La categoría no sirvió de mucho para disuadir a Andy Griffin, al parecer era suficiente que su presa fuera hembra.

La amiga parecía un mito. No había rastro de ella y los Griffin negaban su existencia. Terry Griffin dio permiso, de mala gana, para que registraran el dormitorio de Andy en Mynngham. Él y su esposa quedaron aturdidos por la muerte de su hijo y los dos parecían haber envejecido diez años. Buscaban consuelo en la televisión como otros en su situación lo buscarían en los sedantes o el alcohol. Colores y movimiento, caras y acción violenta, fluían en la pantalla para proporcionar el solaz para el que era necesario sólo estar allí, no había que abstraerse ni comprender siquiera.

Él único objetivo de Margaret Griffin entonces era lavar la reputación de su hijo. Podría haberse dicho que esto fue lo mejor que podía hacer por él. Así pues, sin dejar de mirar las imágenes que no cesaban de aparecer en la pantalla, ella negó conocer a ninguna chica. Nunca había existido ninguna chica en la vida de Andy. Tomando la mano de su esposo y agarrándola con fuerza, repitió esta última frase. Logró, con su manera de repudiar la sugerencia de Burden, hacer que una amiga sonara como una enfermedad venérea, algo igualmente vergonzoso a los ojos de una madre, igualmente adquirido de un modo irresponsable e igualmente peligroso en potencia.

– ¿Y vio usted a su hijo por última vez el domingo por la mañana, señor Griffin?

– A primera hora de la mañana. Andy siempre se levantaba con las gallinas. Hacia las ocho, era. Me preparó una taza de té.

El tipo estaba muerto y había sido un matón, una amenaza sexual, ocioso y estúpido, pero este padre seguiría, patéticamente, realizando este espléndido trabajo de relaciones públicas. Incluso post mortem su madre anunciaría la pureza de su conducta y su padre elogiaría sus hábitos puntuales, su consideración y su altruismo.

– Dijo que se iba al norte -añadió Terry Griffin.

Burden suspiró, y reprimió su suspiro.

– Con aquella moto -dijo la madre de Andy-. Yo siempre había odiado esa moto y tenía razón. Mire lo que ha ocurrido.

Por alguna curiosa necesidad emocional, empezó la metamorfosis del asesinato de su hijo en muerte en accidente de carretera.

– Dijo que nos llamaría. Siempre lo decía, no teníamos que pedirlo.

– Nunca teníamos que pedírselo -repitió su esposa con aire cansado.

Burden intervino con suavidad.

– Pero de hecho no telefoneó, ¿verdad?

– No, no lo hizo. Y eso me preocupó, sabiendo que iba en aquella moto.

Margaret Griffin se aferraba a la mano de su esposo y se la puso sobre el regazo. Burden fue por el pasillo hasta el dormitorio donde Davidson y Rosemary Mountjoy estaban buscando. El montón de pornografía que la exploración del armario ropero de Andy había revelado no le sorprendió. Andy debía de saber que la discreción de su madre en lo que se refería a él les mantendría a ella y a su aspirador honorablemente lejos del interior de aquel armario.

Andy Griffin no escribía cartas, ni se había sentido atraído por la palabra impresa. Las revistas contaban sólo con las fotografías para producir efecto y los más breves titulares crudamente estimulantes. Su amiga, si había existido, nunca le había escrito y si le había dado alguna fotografía suya, él no la había conservado.

El único descubrimiento que realizaron de auténtico interés se hallaba en una bolsa de papel en el interior del cajón inferior de una cómoda. Se trataba de noventa y siete dólares americanos de valores diversos, de diez, de cinco y de uno.

Los Griffin insistieron en que no sabían nada de ese dinero. Margaret Griffin miró los billetes como si fueran algo extraordinario, moneda de alguna cultura remota quizá, un hallazgo en alguna excavación arqueológica. Les dio la vuelta, mirando con ojos de miope, olvidada temporalmente su pena.

Fue Terry quien formuló la pregunta que ella acaso pensó que plantearla le haría parecer tonta.

– ¿Es dinero? ¿Se podría utilizar para comprar cosas?

– Se podría, en Estados Unidos -respondió Burden. Se corrigió-: Se podría utilizar casi en cualquier parte, diría yo. Aquí, en este país, y en Europa. Las tiendas lo aceptarían. De todos modos, podría llevarlo a un banco y cambiarlo por libras esterlinas.

– Entonces, ¿por qué Andy no se lo gastó?

Burden era reacio a preguntarles por la soga, pero tenía que hacerlo. En realidad, para su alivio, ninguno de los dos pareció efectuar la espantosa asociación. Ellos conocían la manera en que su hijo había muerto, pero la palabra «soga» no evocó enseguida en ellos la idea de ahorcamiento. No, ellos no poseían ninguna soga y estaban seguros de que Andy tampoco. Terry Griffin volvió al tema del dinero, los dólares. Una vez implantada en su mente la idea, ésta parecía tener prioridad sobre todo lo demás.

– ¿Esos billetes que dice que podrían cambiarse por libras pertenecían a Andy?

– Estaban en su habitación.

– Entonces, serán nuestros, ¿no? Será como una compensación.

– Oh, Terry -exclamó su esposa.

Él no le hizo caso.

– ¿Cuánto calcula que valen?

– De cuarenta a cincuenta libras.

Terry Griffin quedó pensativo.

– ¿Cuándo podremos quedarnos con ellos? -preguntó.