177686.fb2
Respondió él mismo al teléfono.
– Gunner Jones.
O eso fue lo que Burden creyó que dijo. Podría haber dicho «Gunner Jones». Gunnar era un nombre sueco, pero podría llevarlo un inglés si, por ejemplo, su madre hubiera sido sueca. Burden había tenido un compañero de colegio llamado Lars que parecía tan inglés como él, así que ¿por qué no Gunnar? O quiza habías dicho «Gunner» y era un apodo que había recibido porque había formado parte de la Real Artillería [7].
– Me gustaría ir a visitarle, señor Jones. ¿Le iría bien hoy mismo? ¿Por ejemplo a las seis?
– Puede venir cuando quiera. Estaré aquí.
No preguntó por qué, ni mencionó Tancred ni a su hija. Era un poco desconcertante. Pero Burden no quería hacer un viaje en balde.
– ¿Usted es el padre de la señorita Davina Jones?
– Eso me dijo su madre. Los hombres tenemos que creer a las mujeres en esos asuntos, ¿no cree?
Burden no iba a confraternizar. Dijo que vería a G. G. Jones a las seis. «Gunner»: siguiendo un impulso, buscó esta palabra en el diccionario del que Wexford nunca se separaba mucho tiempo y averiguó que era otra palabra para indicar Gunsmith [8]. ¿Un armero?
Wexford telefoneó a Edimburgo.
Macsamphire era un nombre tan extraño, aunque inconfundiblemente escocés, que había confiado en que el único que aparecía en la guía telefónica de Edimburgo fuera el de la amiga de Davina Flory, y no se equivocó.
– ¿La policía de Kingsmarkham? ¿De qué puedo servirles yo?
– Señora Macsamphire, creo que la señorita Flory y el señor Copeland, junto con la señora Jones y Daisy, permanecieron con ustedes el pasado agosto cuando vinieron a Edimburgo para asistir al festival.
– Oh, no, ¿qué le ha sugerido esa idea? A Davina le desagradaba mucho alojarse en casas particulares. Todos se quedaron en un hotel, y después, cuando Naomi se puso enferma, tuvo una gripe verdaderamente fuerte, sugerí que la trasladaran aquí. Es terrible estar enferma en un hotel, ¿no le parece?, aunque sea un gran hotel como el Caledonian. Pero Naomi no quiso, por miedo a contagiármela, supongo. Davina y Harvey entraban y salían, por supuesto, y todos asistimos a un buen número de espectáculos juntos. Me parece que no vi a la pobre Naomi en ningún momento.
– Según creo, la señorita Flory participaba en la Feria del libro.
– Así es. Dio una conferencia sobre las dificultades que surgen al escribir la autobiografía y también participó en una mesa redonda de escritores. El tema trataba sobre si era factible que los escritores fueran versátiles; es decir, escribir ficción así como libros de viajes, ensayos y cosas así. Yo asistí a la conferencia y a la mesa redonda, y las dos fueron realmente muy interesantes…
Wexford logró interrumpirla.
– ¿Daisy estaba con ustedes?
La risa de aquella mujer era musical y más bien aniñada.
– Oh, no creo que a Daisy le interesara mucho todo aquello. En realidad, había prometido a su abuela que asistiría a la conferencia, pero no creo que lo hiciera. Pero es una chiquilla tan dulce y natural, que se lo perdonaría todo.
Esto era el tipo de cosas que Wexford quería oírle decir o pudo persuadirse a sí mismo de que quería oírlas.
– Por supuesto, iba con ella ese joven amigo suyo. Sólo le vi una vez y fue el último día, el sábado. Les saludé con la mano desde el otro lado de la calle.
– Nicholas Virson -apuntó Wexford.
– Eso es. Davina mencionó el nombre de Nicholas.
– Asistió al funeral.
– ¿Ah, sí? Yo estaba muy trastornada ese día. No lo recuerdo. ¿Eso es todo lo que quería preguntarme?
– No he empezado a preguntarle lo que realmente quiero saber, señora Macsamphire. En realidad, quiero pedirle un favor. -¿Lo era? ¿O lo hacía para imponerse a sí mismo un gran sacrificio?-. Daisy debería alejarse unos días de allí por diversas razones que no vienen al caso. Quiero preguntarle si la invitaría a quedarse con usted. Sólo una semana… -vaciló- o dos. ¿Se lo pedirá?
– ¡Pero ella no querrá venir!
– ¿Por qué no? Estoy seguro de que usted le gusta. Estoy seguro de que le gustaría estar con alguien con quien pudiera hablar de su abuela. Edimburgo es una ciudad hermosa e interesante. Bueno, ¿qué tiempo hace?
Otra vez aquella bonita risita.
– Me temo que llueve mucho. Pero claro que se lo pediré a Daisy; me encantaría que viniera, pero no se me había ocurrido pedírselo.
Los inconvenientes del sistema a veces parecían pesar más que los puntos en favor de establecer una sala de coordinación en el mismo lugar. Entre las ventajas se encontraban que se podía ver con los propios ojos quién iba de visita. Esa mañana no había ningún vehículo de los Virson aparcado entre el estanque y la puerta delantera, ni ninguno de los coches de Tancred, sino un pequeño Fiat que Wexford no pudo identificar de inmediato. Lo había visto antes, pero ¿de quién era?
En esta ocasión no tuvo la suerte de que se abriera oportunamente la portezuela y saliera el visitante. Nada le impedía, por supuesto, hacer sonar la campanilla, entrar y ser la tercera persona de cualquier conversación íntima que mantuvieran. Le desagradaba la idea. No tenía que tomar el control de la vida de ella, robarle toda su intimidad, su derecho a estar sola y libre.
Queenie, la gata persa, estaba sentada junto al estanque, contemplando la superficie despejada del agua. Una garra levantada distrajo brevemente su atención. La gata contemplaba la parte inferior de la gorda almohadilla gris, como si decidiera si la pata era adecuada como instrumento de pesca, y después metió las dos garras bajo su pecho, se colocó en posición de esfinge y prosiguió su contemplación del agua y los círculos de peces.
Wexford regresó a los establos, dio la vuelta a la casa y llegó a la terraza. Tenía una vaga sensación de cruzar lo que no debía, pero ella sabía que estaban allí, quería que estuvieran allí. Mientras él estuviera allí Daisy estaría protegida, estaría a salvo. Wexford miró hacia la casa y vio por primera vez que la georginización no había llegado tan lejos. Era en gran parte como del siglo diecisiete, con el entramado de madera a la vista y las ventanas divididas con parteluz.
¿Davina había construido el invernadero? ¿Antes de que fuera necesario el consentimiento para los edificios declarados de interés histórico-artístico? Pensó que lo desaprobaba, sin saber lo suficiente de arquitectura para tener una opinión firme. Daisy estaba allí dentro. La vio levantarse de donde estaba sentada. Se hallaba de espaldas a él y Wexford abandonó deprisa la terraza antes de que ella le viera. Su acompañante le resultaba invisible.
Fue la casualidad lo que permitió que Wexford se encontrara con él una hora más tarde. Él salía de su coche y dijo a Donaldson que esperara cuando vio a alguien que subía al Fiat.
– Señor Sebright.
Jason le ofreció una amplia sonrisa.
– ¿Leyó mi artículo sobre los asistentes al funeral? El subdirector lo hizo pedazos y le cambió el título. Lo llamaron: «Adiós a la grandeza». Lo que no me gusta del periodismo local es que se tiene que ser agradable con todo el mundo. No se puede ser acre. Por ejemplo, el Courier tiene una columna de chismes pero nunca hay ni una línea sarcástica en ella. Quiero decir, lo que se quiere es especular sobre quién se tira a la alcaldesa y cómo el jefe de policía consiguió sus vacaciones en Tobago. Pero eso es anatema en un periódico local.
– No te preocupes -dijo Wexford-. Dudo que estés allí mucho tiempo.
– Eso suena un poco a doble filo. He tenido una entrevista asombrosa con Daisy. «El intruso enmascarado.»
– ¿Te ha hablado de eso?
– De todo. Me lo ha contado todo. -Lanzó una mirada de reojo a Wexford, con una leve sonrisa irónica-. No he podido evitar pensar que cualquiera podía hacerlo, ¿no? Subir aquí con una máscara y asustar a las señoras.
– Te atrae, ¿verdad?
– Sólo como historia -dijo Jason-. Bien, me iré a casa.
– ¿Dónde vives?
– En Cheriton. Le contaré una historia. La leí el otro día, me parece maravillosa. Lord Halifax dijo a John Wilkes: «¡Caramba, señor, no sé si perecerá antes en la horca o de sífilis», a lo que Wilkes replicó, rápido como una centella: «Eso depende, señor, de si abrazo primero los principios de Su Señoría o a la amante de Su Señoría».
– Sí, ya la había oído. ¿Es cierta?
– Me recuerda a mí -dijo Jason Sebright.
Se despidió de Wexford con un gesto de la mano, entró en su coche y se alejó bastante rápido por el camino secundario.
Gunther o Gunnar aparece en la saga de los Nibelungos. Gunnar es la forma nórdica, Gunther la alemana o borgoñona. Gunther decidió cabalgar a través de las llamas que rodeaban el castillo de Brunilda y así conseguirla como esposa. Fracasó y fue Sigfrido quien lo logró disfrazado de Gunther permaneciendo tres noches con Brunilda, junto a la cual dormía con una espada en medio. Wagner compuso óperas con este tema.
Este relato le fue ofrecido a Burden por su esposa antes de que él partiera para Londres. Burden a veces pensaba que su esposa lo sabía todo; bueno, todo lo de ese tipo. Esto, lejos de ofenderle, provocaba su admiración y le resultaba muy útil. Era mejor que el diccionario de Wexford y, le decía a ella, mucho más atractivo.
– ¿Cómo crees que lo hacían? Me refiero a lo de la espada. No les molestaría mucho si la dejaban plana. Podían subir la sábana y taparla y apenas notarían que estaba allí.
– Creo -dijo Jenny con seriedad- que debían de dejarla con el filo hacia arriba, y la empuñadura apoyada en el cabezal de la cama. Espero que sólo escribieran acerca de ello, no que lo hicieran en verdad.
Barry Vine conducía. Era de esos a los que les gusta conducir, a cuyas esposas nunca dejan conducir, que conducirán distancias enormes y terribles y parecerán disfrutar. Barry le había dicho una vez a Burden que había conducido hasta su casa desde el oeste de Irlanda con una sola mano y sin frenar salvo el tramo del ferry hasta Fishguard. Esta vez sólo tenía que conducir ciento veintinueve kilómetros.
– ¿Conoce esa expresión, señor, «besar a la hija del artillero»?
– No, no la conozco.
Burden empezaba a sentirse un ignorante. ¿Iba el sargento detective Vine a contarle más aventuras de todos esos personajes wagnerianos que parecían pasar de las sagas noruegas a las óperas alemanas y volver a las primeras?
– Es una frase que significa algo completamente diferente, pero no puedo recordar qué.
– ¿Sale en alguna ópera?
– Que yo sepa, no -respondió Barry.
La casa del padre de Daisy se encontraba cerca del campo de fútbol del Arsenal, una pequeña casa victoriana de ladrillo gris en una calle de casas adosadas. No había limitación de aparcamiento y Vine pudo dejar el coche junto al bordillo en Nineveh Road.
– Mañana a esta hora habrá luz -dijo Barry, palpando en busca del picaporte de la verja-. Esta noche hay que adelantar los relojes.
– Hay que adelantarlos, ¿no? Nunca recuerdo cuándo hay que adelantarlos y cuándo hay que atrasarlos.
– En primavera adelantarlos, en otoño atrasarlos -dijo Barry.
Burden, hartándose de ser siempre el que recibe la instrucción, estaba a punto de protestar que también se podría decir en otoño adelantarlos y en primavera atrasarlos cuando de repente un brillante rayo de luz procedente de la puerta delantera les inundó y les hizo parpadear.
Salió un hombre. Les tendió la mano como si fueran invitados o incluso viejos amigos.
– Han encontrado el camino, ¿eh?
Era una de esas observaciones que tienen que haber recibido una afirmación preliminar para que se hagan, pero la gente sigue haciéndolas. G. G. Jones incluso hizo otra.
– Han aparcado, ¿no?
Su tono era alegre. Era más joven de lo que Burden había esperado, o parecía más joven. En el interior, con la luz dándole de pleno en lugar de iluminarle por detrás, aparentaba no muchos más de cuarenta. Burden también había esperado algún parecido con Daisy, pero no era así, o al menos un primer examen rápido no lo reveló. Jones era rubio, con la cara rubicunda. El aspecto joven se debía en parte a que su cara era redonda y como de bebé, con la nariz respingona y los pómulos anchos. Daisy no se parecía a él, igual que no se parecía a Naomi. Era hija de su abuela.
También tenía exceso de peso, demasiado peso para que su cuerpo fornido lo llevara bien. Los comienzos de un vientre enorme sobresalían bajo el jersey en forma de barril. Él parecía encontrarse muy cómodo, sin nada que ocultar, y la impresión de que habían sido invitados, de que eran incluso huéspedes de honor aumentó cuando el hombre sacó una botella de whisky, tres latas de cerveza y tres vasos.
Ambos policías declinaron la invitación. Les había hecho entrar en una sala de estar cómoda, pero que carecía de lo que Burden habría llamado «un toque femenino». Era consciente de que esto era (misteriosamente para él, puesto que sólo podía considerarlo adulador para las mujeres) una teoría sexista. Su esposa le habría reñido por sostenerla. Pero en secreto lo creía así, era un hecho. Aquélla, por ejemplo, era una habitación cómoda y amueblada decentemente con cuadros en las paredes y un calendario colgado, un reloj sobre la repisa de la chimenea victoriana e incluso un ficus que luchaba por sobrevivir en un oscuro rincón. Pero no había ninguna delicadeza, nada de gusto, ningún interés por el aspecto que tenía el lugar, no había simetría, ni arreglo, nada que creara hogar. Ninguna mujer vivía en aquella casa.
Se dio cuenta de que había permanecido en silencio demasiado rato, aun cuando Jones había llenado el intervalo yendo a buscar la coca-cola dietética que había presionado a Barry a aceptar y sirviéndose su cerveza. Burden se aclaró la garganta.
– ¿Le importaría decirnos su nombre, señor Jones? ¿Qué significan las iniciales?
– Mi primer nombre es George, pero siempre me han llamado Gunner.
– ¿Con e o con a?
– ¿Cómo dice?
– ¿Gunner o Gunnar?
– Gunner. Porque solía jugar en el Arsenal [9]. ¿No lo sabían?
No, no lo sabían. Barry hizo una mueca. Tomó un sorbo de su coca-cola de régimen. Así que Jones en otro tiempo, quizá veinte años atrás, había jugado en el Arsenal, los Gunner, y Naomi, la «seguidora del fútbol», le había adorado desde la tribuna…
– George Godwin Jones es mi nombre completo. -Gunner Jones exhibía una expresión satisfecha-. Me casé otra vez después de lo de Naomi -dijo de modo inesperado-, pero tampoco fue un gran éxito. Ella hizo sus maletas hace cinco años; no creo que vuelva a intentarlo. No cuando es como dice la canción y lo puedes tener todo y no liarte.
– ¿Cómo se gana la vida, señor Jones? -preguntó Barry.
– Vendo equipo deportivo. Tengo una tienda en Holloway Road, y no me hable de recesiones. En lo que a mí respecta, el negocio es un éxito, nunca ha ido mejor. -Eliminó la ancha sonrisa de autosatisfacción de su rostro como si le hubieran desconectado algún interruptor interior-. Fue espantoso lo de Tancred -dijo, su voz una octava más baja-. Por eso están aquí, ¿no? O digamos que no estarían aquí si no hubiera ocurrido, ¿verdad?
– Creo que no ha tenido mucho contacto con su hija.
– No he tenido ninguno, amigo. Hace diecisiete años que no la he visto ni he sabido nada de ella. ¿Cuántos tiene ahora? ¿Dieciocho? No la he visto desde que ella tenía seis meses. Y la respuesta a su siguiente pregunta es no, no mucho. No me importa mucho. No me preocupa en lo más mínimo. A los hombres pueden gustarles los hijos cuando son mayores, pero ¿los bebés? No significan nada. Me lavé las manos respecto a todos ellos y nunca he sentido el menor remordimiento.
Era asombroso con qué rapidez su afabilidad podía convertirse en beligerancia. Su voz subía y bajaba según cambiaba el tema, un crescendo cuando hablaba de cosas personales para sí mismo, un bajo ronroneo cuando hablaba por cumplir con los requerimientos de la sociedad.
Barry Vine preguntó:
– ¿No se le ocurrió ponerse en contacto con ella cuando se enteró de que su hija había resultado herida?
– No, amigo, no se me ocurrió. -Sólo una vacilación momentánea precedió al acto de abrir una segunda lata de cerveza-. No, no pensé en ello y no lo hice. Ponerme en contacto, quiero decir. Ya que me lo pregunta, me encontraba fuera cuando ocurrió. Me fui a pescar, un pasatiempo nada insólito en mí; de hecho es lo que llamaría mi afición si alguien estuviera interesado en saber cuál es mi afición. Esta vez fue en West Country; me alojaba en un cottage en el río Dart, un lugar muy agradable al que voy a menudo a pasar unos días en esta época del año. -Hablaba con una agresividad llena de seguridad en sí mismo. ¿O quizás esta cantidad de belicosidad nunca era realmente confianza?-. Me voy allí para alejarme de todo, así que lo último que hago es mirar las noticias de la tele. Me enteré de ello el día quince, cuando regresé. -Su tono se alteró un poco-. Les advierto una cosa: no digo que no hubiera sentido una punzada de dolor si a la chiquilla le hubiera pasado lo mismo que a los demás, pero lo sentiría por cualquier chiquillo, no tiene que ser el tuyo.
»No me importa decirles otra cosa. Quizá piensen que me estoy incriminando, pero lo diré igual. Naomi no era nada, nada. Se lo digo, allí no había nada. Era una cara bonita y lo que se podría llamar una naturaleza afectuosa. Ideal para tomarte de la mano y abrazarte. Sólo que los abrazos terminaban estrictamente a la hora de acostarse. En cuanto a lo de tener la cabeza vacía, bueno, yo no he recibido educación y no creo que haya leído más de seis libros en toda mi vida, pero era un genio comparado con ella. Yo era la personalidad del año…
– Señor Jones…
– Sí, amigo, podrá hablar dentro de un minuto. No me interrumpa en mi propia casa. Todavía no he dicho lo que he empezado a decir. Naomi no era nada y yo nunca tuve el placer de conocer al miembro del parlamento señor Copeland, pero le diré algo: cualquier tipo que cargara con Davina Flory, cualquier tipo, tenía que ser un soldado, un soldado luchador, caballeros. Tenía que ser bravo como un león y fuerte como un caballo y con una piel gruesa como un hipopótamo. Porque esa señora era una zorra del tamaño de una reina y nunca se cansaba. No se la podía cansar, sólo necesitaba unas cuatro horas de sueño y luego ya volvía a tener ganas de empezar… o más bien de atacar debería decir.
»Yo tenía que vivir allí. Bueno, ellos lo llamaban «estar allí mientras encontrábamos algo en otro sitio», pero era evidente que Davina nunca nos dejaría marchar, en especial después de que naciera el bebé. -Ladró a Burden-. ¿Sabe lo que es un godo?
«Algo como Gunnar y esos Nibelungos», pensó rápidamente Burden.
– Dígamelo usted.
– Lo busqué en un diccionario. -Gunner Jones era evidente que se había aprendido la definición de memoria hacía mucho tiempo-: «Uno que se comporta como un bárbaro, persona ruda, incivilizada o ignorante». Así es como ella solía llamarme, «el godo», o simplemente «godo». Solía utilizarlo como nombre de pila. Quiero decir, yo tenía esas iniciales: G. G. Ella no era corriente, no, si no me habría llamado Caballo. «¿Qué saqueará hoy el godo?», preguntaba, y «¿Has estado intentando derribar las puertas de la ciudad otra vez, godo?».
»Se propuso romper el matrimonio; en una ocasión me dijo realmente cómo me veía: como alguien que daría un hijo a Naomi y una vez hecho eso mi utilidad había terminado. Sólo un semental, eso era yo. Un godo estupendo. Una vez tuve la caradura de quejarme, dije que estaba harto de vivir allí, queríamos un sitio propio, y lo único que dijo ella fue: "¿Por qué no te vas y buscas algo en otra parte, godo? Puedes volver dentro de veinte años y contarnos cómo te va".
»Así que me fui pero no regresé. Solía leer los anuncios de sus libros en los periódicos, los que decían: "Sabia e ingeniosa, la compasión combinada con la comprensión de un estadista, humanidad y una profunda empatía por los humildes y los oprimidos…". Dios mío, pero me hacían reír. Quería escribir al periódico y decir no la conocen, lo han entendido todo mal. Bueno, me he desahogado y quizá les he dado alguna idea de por qué ni una manada entera de caballos salvajes me habrían arrastrado a ponerme en contacto con la hija de Davina Flory y la nieta de Davina Flory.
Burden se sentía un poco mareado por toda aquella exposición. Era como si un monstruo destructor hecho de odio y amargo resentimiento se hubiera revolcado por la pequeña habitación, aplastándoles a él y a Barry Vine; tenían que recuperarse gradualmente. Gunner Jones mostraba la expresión de un hombre que ha experimentado una catarsis, se ha liberado y está satisfecho consigo mismo.
– ¿Otra coca-cola dietética?
Vine negó con la cabeza.
– Es hora de tomar una copita. -Jones se sirvió unos generosos dos dedos de whisky en el tercer vaso. Estaba escribiendo algo en el dorso de un sobre que había sacado de detrás del reloj de la repisa de la chimenea-. Tengan. La dirección del lugar donde me alojé en el Dart y el nombre de las personas del pub de al lado, el Rainbow Trout. -De pronto se había puesto de muy buen humor-. Ellos me proporcionarán una coartada. Comprueben todo lo que quieran, por favor.
»No me importa admitir algo abiertamente, caballeros. Habría matado con gusto a Davina Flory si hubiera pensado que podía hacerlo y quedar impune. Pero eso es lo difícil, ¿no? Quedar impune. Y estoy hablando de hace dieciocho años. El tiempo lo cura todo, o eso dicen, y ya no soy el joven y alocado tarambana de entonces, no soy el godo que era en la época en que pensé una o dos veces en retorcerle el cuello a Davina y al diablo los quince años a la sombra.
Podrías haberme engañado, pensó Burden, pero no dijo nada. Se preguntaba si Gunner Jones era el hombre estúpido que Davina Flory creía que era, o si era muy, muy listo. Se preguntaba si estaba actuando o si todo aquello era real, y no sabía responderse. ¿Qué habría hecho Daisy con aquel hombre si le hubiera conocido?
– En realidad, aunque me llame Gunner, no sé manejar un arma. Jamás he disparado nada, ni siquiera una escopeta de aire comprimido. Me pregunto si incluso sabría llegar hasta ese lugar, Tancred House, en la actualidad, y no lo sé, sinceramente no lo sé. Supongo que habrán crecido más árboles y otros habrán caído. Había allí unos tipos, a los que Davina llamaba la «ayuda», supongo que eso le parecía un poquito más democrático que «criados», que vivían en un cottage; se llamaban Triffid, Griffith o algo así. Tenían un hijo, una especie de retrasado mental, pobre tipo. ¿Qué ha sido de ellos? Supongo que aquel lugar irá a parar a mi hija. Qué suerte, ¿en? No creo que se le hayan secado los ojos de tanto llorar. ¿Se parece a mí?
– En absoluto -respondió Burden, aunque para entonces había visto a Daisy al volver Gunner Jones la cabeza, cierta elevación en la comisura de la boca, los ojos almendrados.
– Mejor para ella, ¿eh, amigo mío? No sé qué hay detrás de esa cara inexpresiva que tiene usted. Si han terminado, como es sábado noche, les invito a una cariñosa despedida en mi pub de siempre. -Abrió la puerta de la calle y les acompañó fuera-. Si están pensando en si escaparé de la policía, en vigilarme, dejaré mi vehículo donde está aparcado, allí fuera, y tomaré lo que los viejos llaman el «coche de San Fernando, la mitad a pie y la otra mitad andando». -Como si ellos fueran agentes de tráfico, añadió-: Me desagradaría darles la satisfacción de pillarme sobrepasando el límite de velocidad, como seguro que estoy haciendo ahora.
– ¿Quiere que conduzca yo, sargento? -se ofreció Burden cuando estaban en el coche, sabiendo que su oferta sería rechazada.
– No, gracias, señor, me gusta conducir.
Vine puso el coche en marcha.
– ¿Este coche lleva alguna luz para leer mapas, Barry?
– Debajo del estante del salpicadero. Se estira con un nose-qué flexible.
Allí era imposible girar. Barry hizo circular el coche unos cien metros por la calle, giró en la entrada a la calle lateral y se volvió por donde habían venido. El lugar le era demasiado desconocido, un misterio, para intentar el experimento de volver al cruce por una salida que estaba al otro lado del bloque.
Gunner Jones cruzó por el paso de peatones delante de ellos. No había nadie más a pie y su coche era el único. Jones levantó la mano con gesto imperioso para que se detuvieran pero no miró el coche ni dio otra muestra de saber quiénes eran el conductor y el pasajero.
– Un hombre extraño -comentó Barry.
– Hay algo muy curioso, Barry. -Burden iluminaba con la luz de leer mapas el sobre que Gunner Jones les había dado y en el que estaba escrita la dirección. Pero era el otro lado, el lado ya usado y con el sello, lo que estaba mirando-. Me he fijado en él cuando he mirado por primera vez la repisa de la chimenea. Va dirigido a él, aquí, a Nineveh Road, al señor G. G. Jones, nada de particular en ello. Pero la letra es muy distintiva, la vi en una agenda de escritorio y la reconocería en cualquier sitio. Es la letra de Joanne Garland.
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a>Gunner, «artillero», y Gunnar se pronuncian igual en inglés. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a>Gunsmith: armero. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> El Arsenal es un equipo de fútbol británico, de Woolwich, conocido popularmente como los Gunners. (N. de la T.)