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19

Ahora a las seis todavía había luz del día. Nada podía haber hecho que pareciera más la primavera, las puestas de sol tardías, los atardeceres cada vez más largos. Menos agradable, según el subjefe de policía, sir James Freeborn, era la cantidad de tiempo que hacía que el equipo de Wexford se hallaba acuartelado en Tancred House sin resultados. ¡Y las facturas que presentaban! ¡El coste! ¿Protección diurna y nocturna de la señorita Davina Jones? ¿Cuánto iba a costar? La chica no debería estar allí. Él jamás había oído nada semejante, una chica de dieciocho años insistiendo imperiosamente en permanecer sola en aquel enorme lugar.

Wexford salió de los establos poco antes de las seis. El sol todavía brillaba y el frío no impregnaba el aire de la tarde. Oyó un ruido al frente que podía haber sido causado por una fuerte lluvia, pero no podía estar lloviendo aquel día sin nubes. En cuanto salió a la parte delantera de la casa vio que la fuente estaba funcionando.

Hasta entonces apenas se había dado cuenta de que se trataba de una fuente. El agua brotaba en surtidor de una cañería que salía de algún sitio entre las piernas de Apolo y el tronco del árbol. Caía en cascada atravesando los rayos del sol y formaba un arco iris. En las pequeñas olas los peces hacían cabriolas. La fuente en pleno funcionamiento transformaba el lugar de manera que la casa ya no tenía un aspecto austero, ni el patio parecía desnudo ni la laguna estancada. El silencio a veces opresivo había dado paso a un delicado y musical sonido de salpicadura.

Hizo sonar la campanilla. ¿De quién era el coche que estaba en el sendero, detrás de él? Un coche deportivo con aspecto de ser incómodo, en modo alguno un MG nuevo. Daisy abrió y le dejó entrar. Su apariencia había experimentado otra variación y volvía a mostrarse femenina. De negro, por supuesto, pero un negro ceñido favorecedor, con falda y no pantalones, zapatos y no botas, el pelo suelto por detrás y los lados recogidos, como una chica eduardiana.

Y había otra cosa diferente en ella. Al principio no pudo decir de qué se trataba. Pero era en toda ella: su manera de andar, su porte, la cabeza levantada, sus ojos. Brillaba en ella una luz. Vosotras, bellezas más humildes de la noche, que pobremente satisfacéis a nuestros ojos… ¿Qué sois cuándo la luna sale?

– Has abierto la puerta -dijo él en tono de reproche- cuando no sabías quién era. ¿O me has visto desde la ventana?

– No, estábamos en el serré. He puesto en marcha la fuente.

– Sí.

– ¿No le parece hermosa? Mire el arco iris que produce. Con el agua que cae no se ve la mirada impúdica de Apolo. Se puede creer que la ama, se puede ver que sólo quiere besarla… Oh, por favor, no ponga esa cara. Sabía que estaría bien, lo percibía. He percibido que era alguien agradable.

Con menos fe en su intuición de la que ella tenía, Wexford la siguió a través del vestíbulo, preguntándose quién estaría con ella. El comedor seguía sellado, con la puerta precintada. Ella caminaba delante de él con paso ligero, una chica diferente, una chica cambiada.

– Recuerda a Nicholas, ¿verdad? -dijo ella, deteniéndose en el umbral del invernadero, y al hombre que estaba dentro dijo-: Es el inspector jefe Wexford, Nicholas; le conociste en el hospital.

Nicholas Virson estaba sentado en uno de los profundos sillones de mimbre y no se levantó. ¿Por qué iba a hacerlo? No extendió la mano; asintió y saludó:

– Ah, buenas tardes. -Como un hombre del doble de su edad.

Wexford miró a su alrededor. Contempló la belleza del lugar, las verdes plantas, una azalea florida en una maceta, los limoneros en su macetero de porcelana azul y blanca, un ciclamen rosa cargado de flores en un cuenco sobre la mesa de cristal. Miró a Daisy, que volvía a estar en el asiento que debía de haber dejado un momento antes, cerca de la silla de Virson. Sus dos bebidas, ginebra o vodka o simple agua del grifo, estaban una al lado de la otra, separadas no más de cinco centímetros, junto a las flores del ciclamen. Supo de pronto qué era lo que había producido el cambio en ella, le había sonrosado las mejillas y eliminado el dolor de sus ojos ansiosos. Si no hubiera sido imposible en aquellas circunstancias, después de lo que había sucedido y ella había vivido, Wexford habría dicho que la muchacha era feliz.

– ¿Puedo ofrecerle algo de beber? -invitó Daisy.

– Será mejor que no. Si eso es agua mineral, aceptaré y tomaré un vaso.

– Voy por ello.

Virson habló como si la petición de Wexford implicara alguna tarea colosal, que el agua tuviera que ser sacada de un pozo, por ejemplo, o subida de la bodega ascendiendo una peligrosa escalera. Había que ahorrar a Daisy un esfuerzo que Wexford no tenía derecho a pedirle. Una mirada de reproche acompañó a su gesto de tomar el vaso medio lleno.

– Gracias. Daisy, he venido a preguntarte si no reconsiderarás tu decisión de permanecer aquí.

– Qué curioso. Nicholas también lo ha hecho. Quiero decir, venir a pedirme eso. -Ofreció al joven una radiante sonrisa. Le tomó la mano y la retuvo-. Nicholas es tan bueno conmigo. Bueno, todos ustedes lo son. Todo el mundo es muy amable. Pero Nicholas haría cualquier cosa por mí, ¿verdad, Nicholas?

Era extraño decir eso. ¿Hablaba en serio? ¿Seguro que la ironía sólo estaba en la imaginación de él?

Virson pareció poco sorprendido. Una sonrisa incierta tembló en su boca.

– Todo lo que esté en mi poder, cariño -dijo él. Parecía reacio a tener con Wexford más relación de la que pudiera evitar, y ahora olvidó los prejuicios y lo que quizás era esnobismo y dijo de modo casi impulsivo-: Quiero que Daisy vuelva a Myfleet conmigo. No debería habernos dejado. Pero ella es tan absurdamente terca… ¿No pueden hacer algo para hacerle comprender que aquí corre peligro? Me preocupa día y noche, no me importa decírselo. No puedo dormir. Yo mismo me quedaría aquí, pero supongo que no sería lo correcto.

Eso hizo reír a Daisy. Wexford no creía haberla oído reír nunca. Tampoco creía haber oído nunca a un hombre joven efectuar un comentario semejante, ni siquiera en los viejos tiempos cuando él era joven y la gente encontraba inadecuado que personas no casadas de sexos opuestos durmieran bajo el mismo techo.

– No sería lo correcto para ti, Nicholas -dijo ella-. Tienes todas tus cosas en tu casa. Y se tardan siglos en venir de la estación hasta aquí, no tienes idea hasta que lo pruebas. -Ella hablaba con afecto, sujetándole aún la mano. Momentáneamente, su rostro resplandeció de alegría cuando le miró-. Además, tú no eres policía. -Daisy hablaba en tono de broma-. ¿Crees que podrías defenderme?

– Soy un buen tirador -respondió Virson como un viejo coronel.

Wexford dijo con sequedad:

– Me parece que aquí no queremos más armas, señor Virson.

Eso hizo estremecer a Daisy. Su rostro se apagó, como una sombra que cruza el sol.

– Una vieja amiga de mi abuela llamó este fin de semana y me pidió que fuera a pasar unos días con ella en Edimburgo, lshbel Macsamphire. ¿Recuerdas que te la señalé, Nicholas? Dijo que también invitaría a su nieta y se suponía que eso era una atracción. Sentí un escalofrío. Por supuesto, dije que no. Quizá más adelante, pero ahora no.

– Lamento oír eso -dijo Wexford-, lo lamento mucho.

– Ella no es la única. Preston Littlebury me invitó a su casa de Forby. «Quédate todo el tiempo que quieras, querida. Serás mi invitada.» No creo que sepa que decir «serás mi invitada» es como una broma. Dos chicas del colegio me lo han pedido. Soy realmente popular, supongo que soy una especie de celebridad.

– ¿Has rechazado a toda esta gente?

– Señor Wexford, voy a quedarme aquí, en mi casa. Sé que estaré a salvo. ¿No ve que si huyo ahora tal vez nunca regrese?

– Atraparemos a estos hombres -dijo él con firmeza-. Sólo es cuestión de tiempo.

– Muchísimo tiempo. -Virson bebió su agua o lo que fuera con pequeños sorbos-. Ya casi hace un mes.

– Sólo tres semanas, señor Virson. Otra idea que se me ha ocurrido, Daisy, es que cuando vuelvas al colegio, sea esto cuando sea, dentro de dos o tres semanas, podrías pensar en quedarte a media pensión durante el último trimestre.

Ella le respondió como si considerara aquella sugerencia extremadamente extraña, casi impropia. La separación entre el temperamento y gusto que siempre había percibido entre ella y Virson rápidamente desapareció. De pronto se convirtieron en unos jóvenes compatibles con los mismos valores y educados en una cultura idéntica.

– ¡No voy a volver al colegio! ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Después de todo lo que ha sucedido? No es probable que en mi vida futura necesite los exámenes avanzados.

– ¿No consigues plaza universitaria según los resultados de esos exámenes?

Virson lanzó a Wexford una mirada que implicaba que era una impertinencia por su parte creer algo de esa clase.

– Las plazas universitarias -explicó Daisy- no tienen que ser aceptadas necesariamente. -Hablaba de un modo extraño-. Sólo lo hacía para complacer a Davina y ahora… ya no tengo que complacerla.

– Daisy ha abandonado los estudios -explicó Virson-. Todo eso ha terminado.

Wexford de pronto estuvo seguro de que iban a ofrecerle alguna revelación o efectuar algún anuncio. «Daisy acaba de prometerme que será mi esposa» o algo anticuado y pomposo pero no obstante una bomba. No hicieron ninguna revelación. Virson bebía su agua a sorbos. Dijo:

– Creo que sólo me quedaré un rato, querida, si me lo permites. ¿Me podrías ofrecer algo de cenar, o salimos?

– Oh, este sitio está lleno de comida -dijo alegre-. Siempre lo está. Brenda ha estado cocinando toda la mañana; no sabe qué hacer… ahora que sólo estoy yo.

– Te encuentras mejor -fue todo lo que Wexford le dijo cuando ella le acompañó hasta la puerta.

– Lo estoy superando, sí. -Pero parecía que las cosas habían ido más lejos. Wexford tuvo la impresión de que de vez en cuando ella intentaba volver a su antigua desdicha, por cuestión de normas, por decencia. Pero ser desdichada ya no era natural. Lo natural era estar contenta. Sin embargo, Daisy dijo, como si algún sentimiento de culpabilidad se hubiera apoderado de ella-: En cierto sentido, nunca lo superaré, nunca lo olvidaré.

– Por lo menos, no durante un tiempo.

– En otro sitio sería peor.

– Espero que lo reconsideres. Las dos cosas: lo de irte de aquí y lo de la universidad. Por supuesto, la universidad… no es asunto mío.

Ella hizo algo asombroso. Se hallaban en el umbral de la puerta, ésta estaba abierta y él a punto de marcharse. Ella le arrojó los brazos al cuello y le besó. Los besos aterrizaron, cálidos y firmes, en ambas mejillas. Wexford sintió junto a él un cuerpo que hervía de placer, de alegría.

Se soltó con firmeza.

– Por favor -dijo como había dicho a veces a sus hijas, mucho tiempo atrás y en general inútilmente-, compláceme haciendo lo que te pido.

El agua seguía salpicando de modo regular la laguna y los peces saltaban en las pequeñas olas.

– ¿Estamos diciendo -preguntó Burden- que el vehículo que utilizaron se fue, y quizá llegó, a través del bosque? Era un jeep o un Land Rover o algo construido para ser utilizado en terreno duro y el conductor conocía ese bosque como la palma de su mano.

– Andy Griffin sin duda lo conocía -dijo Wexford-. Y su padre lo conoce, quizá mejor que nadie. Gabbitas lo conoce y también, en menor grado, Ken Harrison. No cabe duda de que las tres personas muertas lo conocían y, que sepamos, Joanne Garland también podía, igual que miembros de su familia pueden conocerlo.

– Gunner Jones dice que no cree que ahora pudiera encontrar el camino. ¿Por qué decirme eso si no estaba seguro de que podía? No le pregunté. Fue una información gratuita. Y estamos hablando de alguien que conducía a través del bosque, no que corría a pie, lo que con tal de que se siguiera el olfato o una brújula tarde o temprano probablemente le llevaría a uno a un camino. Este tipo tenía que estar preparado para conducir un engorroso vehículo de cuatro ruedas a través del bosque a oscuras y las únicas luces que se atrevería a encender serían las de posición y quizá ni siquiera ésas.

– El otro caminaba delante de él con una linterna -dijo Wexford con sequedad-, como en los primeros tiempos del automovilismo.

– Bueno, quizá sí. Todo ello me resulta difícil de imaginar, Reg, pero ¿qué alternativa existe? No hay manera de que no se cruzaran con Bib Mew o Gabbitas si iban por el camino de Pomfret Monachorum, a menos que Gabbitas fuera uno de ellos, a menos que fuera el otro.

– ¿Qué te parece la idea de una moto? Supongamos que se abrieron paso en el bosque a oscuras en la moto de Andy Griffin.

– ¿No distinguiría Daisy el ruido de una moto al ponerse en marcha del de un coche? Por alguna razón, no puedo imaginarme a Gabbitas en el asiento trasero de la moto de Andy. Gabbitas, no necesito recordártelo, no tiene coartada para la tarde y atardecer del 11 de marzo.

– ¿Sabes, Mike?, en los últimos años ha ocurrido algo bastante extraño con las coartadas. Cada vez resulta más difícil establecer coartadas sólidas y rápidas. Eso va en contra de los delincuentes, por supuesto, pero también les va bien. Tiene algo que ver con el hecho de que la gente lleva una vida más aislada. Hay más gente que nunca, pero la vida de cada individuo es más solitaria.

En el rostro de Burden apareció la mirada vidriosa que a veces se instalaba en él cuando Wexford empezaba a hablar de lo que él catalogaba como «filosofía». Wexford se estaba volviendo ultrasensible a este cambio de expresión y, como no tenía nada más que decir que tuviera valor en el presente caso, interrumpió sus observaciones y deseó buenas noches a Burden. Pero siguió pensando en las coartadas mientras conducía a casa, en cómo los sospechosos eran capaces de lograr que sus afirmaciones fueran más o menos corroboradas.

Los hombres, en tiempos de recesión y elevado desempleo, iban al pub con menos frecuencia de lo que solían. Los cines estaban vacíos mientras la televisión tentaba a su audiencia. El cine de Kingsmarkham había cerrado cinco años atrás y lo habían convertido en un emporio del bricolaje. Había más gente que nunca que vivía sola. Menos hijos mayores vivían en casa. A última hora de la tarde y por la noche, las calles de Kingsmarkham, de Stowerton, de Pomfret, estaban vacías, no había ni un coche aparcado, ni un peatón, sólo tráfico pesado circulando, cada camión con un solitario conductor. En casa, en habitaciones individuales o pequeñísimos pisos, un hombre solo o una mujer sola miraba la televisión.

Esto explicaba, en cierta medida, los problemas para establecer el paradero de casi todas estas personas aquella noche de marzo. ¿Quién podía apoyar la afirmación de John Gabbitas y la de Gunner Jones, o, puestos en ello, la de Bib Mew? ¿Quién podía corroborar dónde había estado Ken Harrison, o John Chowney o Terry Griffin más que, en el caso de ambos, sus respectivas esposas, cuyo testimonio era inútil? Todos habían estado en casa, o camino de su casa, solos o con su esposa.

Decir que Gunner Jones había desaparecido sería expresarlo demasiado fuerte. Una visita a la tienda de equipos deportivos de Holloway Road confirmó que Gunner se había ido unos días de vacaciones, no había dicho adonde, a menudo se iba. Wexford apenas pudo evitar ver ahí la coincidencia, si era coincidencia. Joanne Garland tenía una tienda y se había marchado. Gunner Jones, que la conocía, que mantenía correspondencia con ella, tenía una tienda y a menudo se marchaba. Se le había ocurrido otra cosa, que Wexford estaba preparado para admitir que podría considerarse revolucionario. Gunner Jones vendía equipo deportivo, Joanne Garland había convertido una habitación de su casa en un gimnasio y la había llenado con equipo deportivo.

¿Estaban juntos, y si era así, por qué?

Los propietarios del Rainbow Trout Inn de Pluxam, en el Dart, estuvieron más que dispuestos a decirle al sargento detective Vine todo lo que sabían del señor G. G. Jones. Era un cliente regular cuando se hallaba por allí. Ellos alquilaban algunas habitaciones a visitantes y él se había alojado allí en una ocasión, pero sólo una. Desde entonces siempre alquilaba el cottage de al lado. No era exactamente la puerta de al lado, a los ojos de Vine, sino unos buenos cincuenta metros por el sendero que conducía a la orilla del río.

¿El once de marzo? El concesionario del Rainbow Trout sabía exactamente de qué estaba hablando Vine y no necesitó explicaciones. Sus ojos brillantes de animación. El señor Jones sin duda había estado allí del diez al quince. Lo sabía porque el señor Jones nunca pagaba sus bebidas hasta que se iba, y tenía un registro de sus gastos de aquellos días. A Vine le pareció una suma increíblemente grande para un hombre. En cuanto al día once, el concesionario no sabría decirlo, no tenía registrado que el señor Jones fuera allí aquella noche, no anotaba las fechas en su cuenta.

Desde entonces no había visto a Gunner Jones ni lo había esperado. Entonces no había nadie en el cottage. El propietario dijo a Vine que no tenía más reservas para Gunner Jones para aquel año. Había alquilado la casita cuatro veces y siempre había estado solo. Es decir, nunca había entrado en él con nadie más. El propietario le había visto una vez tomando una copa en el Rainbow Trout con una mujer. Sólo una mujer. No, no podía describírsela aparte de decir que no le había impresionado por ser demasiado joven para Gunner ni demasiado mayor. Lo más probable era que Gunner Jones estuviera en aquellos momentos pescando en alguna otra parte del país.

Pero ¿qué había contenido el sobre que estaba sobre la repisa de la chimenea de Nineveh Road? ¿Una carta de amor? ¿O el esquema de algún plan? ¿Y por qué Gunner Jones guardaba el sobre cuando, evidentemente, había desechado la carta? ¿Por qué, sobre todo, había escrito aquellas direcciones en él y se lo había entregado con tanta despreocupación a Burden?

Wexford se tomó la cena y habló con Dora de salir el fin de semana. Ella podía irse si quería. Él no veía perspectivas de irse. Ella leía algo en una revista y cuando él le preguntó qué era lo que tanto le interesaba, ella respondió que era un perfil de Augustine Casey.

Wexford emitió un sonido de desprecio.

– Si has terminado Los anfitriones de Midian, Reg, ¿puedo leerlo?

Él le entregó la novela, abrió Adorable como un árbol, del que todavía no había leído mucho. Sin levantar la vista, la cabeza inclinada, preguntó:

– ¿Tú hablas con ella?

– Oh, por el amor de Dios, Reg, si te refieres a Sheila, ¿por qué no puedes decirlo? Hablo con ella como siempre, sólo que tú no estás aquí para arrebatarme el auricular.

– ¿Cuándo se marcha a Nevada?

– Dentro de unas tres semanas.

Preston Littlebury tenía una pequeña casa de campo georgiana en el centro de Forby. Forby ha sido denominada la quinta localidad más bonita de Inglaterra, lo cual él explicó como su razón de tener allí una casa de fin de semana. Si la llamada localidad más bonita de Inglaterra estuviera cerca de Londres, viviría allí, pero resultaba que se hallaba en Wiltshire.

No era estrictamente una casa de fin de semana, por supuesto, o él no habría estado allí un jueves. Sonrió al efectuar estos comentarios pedantes y sostuvo sus manos juntas bajo la barbilla, las muñecas separadas y las yemas de los dedos tocándose. Su sonrisa era leve y tensa y condescendiente de un modo risueño.

Aparentemente, vivía solo. Las habitaciones de su casa le recordaron a Barry Vine las áreas divididas de un comercio de antigüedades. Todo parecía una antigüedad bellamente conservada, bien cuidada, no menos que el señor Littlebury, de pelo plateado y vestido con traje gris plata, su camisa rosa de Custom Shop y su corbata de lazo rosa y plateada. Era más anciano de lo que parecía al principio, como suele ocurrir también con algunas antigüedades. Barry pensó que podría muy bien estar en la setentena. Cuando hablaba lo hacía como el difunto Henry Fonda interpretando un papel de profesor.

Su modo de hablar dado a los circunloquios no informó gran cosa a Vine en cuanto a qué hacía para ganarse la vida cuando empezó a describir su ocupación. Era americano, nacido en Filadelfia, y había vivido en Cincinnati, Ohio, mientras Harvey Copeland enseñaba en una universidad de allí. Así fue como se conocieron. Preston Littlebury también era conocido del vicecanciller de la Universidad del Sur. Él mismo había sido algo así como académico, había trabajado en el Victoria and Albert Museum, tenía fama de experto en arte y en una ocasión había escrito una columna sobre antigüedades para un periódico nacional. En la actualidad compraba y vendía plata y porcelana antiguas.

Todo esto Vine logró descifrarlo de las oscuridades y digresiones de Littlebury. Mientras hablaba, no cesaba de asentir como un mandarín chino.

– Viajo mucho, voy de un lado a otro. Paso una considerable cantidad de tiempo en la Europa del Este, un fecundo mercado desde que cesó la Guerra Fría. Déjeme que le cuente una cosa muy graciosa que ocurrió cuando cruzaba la frontera entre Bulgaria y Yugoslavia…

Una anécdota sobre el tema perenne de la ineptitud burocrática amenazaba. Vine ya había soportado tres y le interrumpió bruscamente.

– Respecto a Andy Griffin, señor. ¿Fue empleado suyo en otro tiempo? Estamos ansiosos por conocer su paradero durante los días anteriores a su muerte.

Al igual que la mayoría de narradores de anécdotas, a Littlebury no le gustó que le interrumpieran.

– Sí, bueno, a eso iba. Hace casi un año que no he visto a ese tipo. ¿Son conscientes de ello?

Vine asintió, aunque no lo era. Si ponía reparos podría tener que oír más aventuras de Preston Littlebury en los Balcanes durante aquel año.

– ¿Usted le dio empleo?

– En cierto modo. -Littlebury hablaba con cuidado, sopesando cada palabra-. Depende de lo que entienda por «dar empleo». Si se refiere a si le tenía en lo que creo que en lenguaje común se llama «nómina», la respuesta ha de ser un no rotundo. No era cuestión, por ejemplo, de darle de alta de la Seguridad Social o de dedicarme a efectuar ciertos ajustes en el Impuesto sobre la Renta. Si, por el contrario, se refiere a trabajos ocasionales, a un papel de hombre para todo, debo decirle que está en lo cierto. Durante un corto período de tiempo Andrew Griffin recibía lo que lo llamaré un emolumento elemental.

Littlebury juntó las yemas de sus dedos y miró con ojos brillantes a Vine por encima de ellos.

– Realizaba tareas menores como lavarme el coche y barrer el patio. Sacaba a pasear a mi perrito, actualmente fallecido. En una ocasión, recuerdo, me cambió una rueda que se me pinchó.

– ¿Alguna vez le pagó en dólares?

Si alguien le hubiera dicho a Vine que este hombre, este epítome del refinamiento y la pedantería, o como él mismo sin duda lo habría expresado, de la civilización, utilizaría la frase favorita del presidiario, no lo habría creído. Pero eso fue lo que Preston Littlebury hizo.

– Podría haberlo hecho.

Fue pronunciado de la manera más taimada que Vine jamás había oído. Ahora, pensó, el hombre probablemente empezaría a efectuar aquellas otras revelaciones: «Para ser totalmente honesto con usted» era una de ellas; «Para decirle la absoluta verdad» era otra. Littlebury sin duda no tendría ocasión de utilizar el mayor embuste del acusado: «Juro por la vida de mi esposa y de mis hijos que soy inocente». De todos modos, él no parecía tener ni esposa ni hijos y su perro había muerto.

– ¿Lo hizo, señor, o no lo hizo? ¿O no puede recordarlo?

– Hace mucho tiempo.

¿De qué tenía miedo? No mucho, pensó Vine. No demasiado para que el fisco se enterara de sus transacciones secretas. Muy probablemente traficaba en dólares. A los países de la Europa oriental les gustaban más que las libras esterlinas, mucho más que sus propias monedas.

– Encontramos un número de billetes de dólares… en posesión de Griffin.

– Es una moneda universal, sargento.

– Sí. O sea que alguna vez pudo haberle pagado en dólares, señor, pero no lo recuerda.

– Es posible que lo hiciera. Una o dos veces.

Sin sentirse tentado ya a ilustrar cada contestación con una historia divertida, Littlebury de pronto pareció molesto. Se quedó sin palabras. Ya no le brillaban los ojos y sus manos se movían nerviosas en su regazo.

Vine estaba inspirado y preguntó rápidamente:

– ¿Tiene usted una cuenta bancaria en Kinhgsmarkham, señor?

– No, no la tengo. -Lo dijo con aspereza. Vine recordó que vivía en Londres, aquello no era más que un retiro ocasional o de fin de semana. Pero sin duda se quedaba allí algunos lunes y necesitaba dinero en efectivo…-. ¿Quiere preguntarme alguna otra cosa? Tenía la impresión de que esta investigación se refería a Andrew Griffin, no a mis asuntos pecuniarios personales.

– Los últimos días de su vida, señor Littlebury. Francamente, no sabemos dónde los pasó. -Vine le mencionó las fechas pertinentes-. Desde un domingo por la mañana hasta un martes por la tarde.

– No los pasó conmigo. Yo me encontraba en Leipzig.

La policía de Manchester confirmó la muerte de Dane Bishop. El certificado de defunción indicaba que la causa de la muerte había sido un fallo cardíaco provocado por una neumonía. Tenía veinticuatro años y vivía en una dirección de Oldham. La razón de que no hubiera acudido al aviso de Wexford había sido su falta de antecedentes. Sólo había un delito contra él y había tenido lugar unos tres meses después de la muerte de Caleb Martin: robo en una tienda de Manchester.

– Haré que acusen a ese Jem Hocking de asesinato -dijo Wexford.

– Ya está en la cárcel -medio objetó Burden.

– Aquello no es lo que yo considero una cárcel. No una auténtica cárcel.

– No pareces tú -dijo Burden.