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Un leñador utiliza cuerda. Burden recordaba haber visto realizar «cirugía» en un árbol del jardín de un vecino. Fue durante su primer matrimonio, cuando sus hijos eran pequeños. Todos lo habían contemplado desde una ventana del piso de arriba. El «cirujano» se había atado con cuerda a una de las grandes ramas del sauce antes de empezar el trabajo de serrar una rama muerta.
Si John Gabbitas trabajaría en sábado él no lo sabía, pero quiso ir al cottage temprano por si acaso. Sólo pasaba uno o dos minutos de las ocho y media. Los timbrazos repetidos no consiguieron despertarle. O Gabbitas todavía no se había levantado o ya se había ido.
Burden fue a la parte de atrás y miró los diversos edificios anexos, una leñera y un cobertizo para maquinaria, y una estructura para mantener la leña seca mientras se curaba. Todo había sido registrado al principio del caso. Pero cuando registraron, ¿qué buscaban?
Gabbitas apareció cuando Burden regresó a la parte delantera de la casa. Parecía no haber venido por el sendero que cruzaba el pinar, sino por entre los mismos árboles, de la zona de árboles que quedaba al sur de los jardines. En lugar de botas de trabajo, llevaba zapatillas de deporte y en lugar de ropa protectora o incluso su Barbour, vaqueros y un jersey. Si llevaba una camisa debajo de éste no se veia.
– ¿Puedo saber dónde ha estado, señor Gabbitas?
– Dando un paseo -respondió Gabbitas. Fue escueto y seco. Parecía ofendido.
– Una buena mañana para pasear -dijo Burden con suavidad-. Quiero preguntarle por la cuerda. ¿Utiliza usted cuerda en su trabajo?
– A veces. -Gabbitas se mostró receloso, parecía que iba a preguntar por qué, pero debió de pensárselo mejor o recordó cómo había muerto Andy Griffin-. Últimamente no la he usado, pero siempre la tengo a mano.
Como Burden había esperado, tenía la costumbre de atarse al árbol si el trabajo que tenía que hacer era a cierta altura o peligroso por alguna otra razón.
– Estará en el cobertizo de la maquinaria -dijo-. Sé exactamente dónde. Podría encontrarla a oscuras.
Pero no pudo. Ni a oscuras ni a plena luz del día. La cuerda había desaparecido.
Wexford, que se había preguntado de dónde procedían aquellas facciones de Daisy que no venían directamente de Davina Flory, las vio misteriosamente en el hombre que tenía ante sí. Pero no, quizá no misteriosamente. Gunner Jones era su padre, un acto manifiesto para todos excepto los que sólo veían un parecido en el tamaño físico y en el color del pelo y los ojos. Él tenía… o mejor dicho, Daisy tenía la manera de mirar oblicuamente ladeando el ojo y la boca, la curva de las ventanas de la nariz, el corto labio superior, las cejas rectas que describían una curva sólo en las sienes.
El peso del padre ensombrecía otros posibles parecidos. Era un hombre corpulento con una mirada truculenta. Cuando fue conducido a la sala de entrevistas donde se encontraba Wexford, se comportó como si se hallara de visita o incluso en una misión de investigación. Mirando la ventana (que daba a un patio trasero y depósito de cubos de basura), comentó despreocupadamente que el viejo lugar había cambiado mucho desde que había estado allí por última vez.
Había un insolente tono de desafío en su voz, pensó Wexford. Hizo caso omiso de la mano que le tendía con falsa cordialidad y fingió estar examinando una carpeta de papeles que tenía sobre la mesa.
– Siéntese, por favor, señor Jones.
Estaba un poco mejor que las salas de entrevistas usuales, es decir, las paredes no estaban estucadas en blanco, la ventana tenía persiana y no reja metálica, el suelo no era de cemento, sino que estaba embaldosado y las sillas en las que se sentaban los dos hombres tenían el respaldo y el asiento blandos. Pero no había nada que lo elevara a la categoría de «oficina» y junto a la puerta había un policía uniformado, el agente Waterman, procurando parecer despreocupado y como si estar sentado en el rincón de una sala inhóspita de la comisaría de policía fuera su lugar preferido para pasar el sábado por la mañana.
Wexford añadió algo a las notas que tenía frente a sí, leyó lo que había escrito, levantó la vista y empezó a hablar de Joanne Garland. Supuso que Jones se sorprendería, quizás incluso se mostraría desconcertado. Esto no era lo que esperaba.
– En otra época fuimos amigos, sí -dijo-. Estaba casada con mi amigo Brian. Solíamos salir juntos, las dos parejas, quiero decir. Yo y Naomi, Brian y ella. En realidad, yo trabajé para Brian mientras vivía allí, tenía un empleo en su compañía como representante de ventas. Me rompí la pierna, como quizás usted ya sabe, y el mundo del deporte se me cerró a la tierna edad de veintitrés años. Mala suerte, ¿no le parece?
Tratando la cuestión como retórica, Wexford preguntó:
– ¿Cuándo vio por última vez a la señora Garland?
La carcajada de Jones sonó como una bocina.
– ¿Verla? No la he visto desde hace yo qué sé, ¿diecisiete, dieciocho años? Cuando yo y Naomi nos separamos ella se puso de parte de Naomi, lo cual se podría llamar lealtad. Brian también se puso de su parte y así me quedé sin trabajo. Lo que se podría llamar eso, amigo mío, no lo sé, pero yo lo llamaría traición. Nada era bastante malo para que esos dos lo dijeran de mí… ¿y qué había hecho yo? No mucho, para ser sincero. ¿La había pegado? ¿Había salido con otras mujeres? ¿Bebía? En modo alguno, no había nada de eso. Todo lo que había hecho era volverme loco por culpa de aquella vieja zorra hasta que no pude soportarlo ni un maldito día más.
– ¿No ha visto a la señora Garland desde entonces?
– Ya se lo he dicho. No la he visto ni he hablado con ella. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué era Joanne para mí? Nunca me gustó, para empezar. Como puede usted haber deducido ya, las mujeres mandonas y entrometidas no me emocionan exactamente, además de que tiene unos buenos diez años más que yo. No he visto a Joanne ni he estado cerca de este lugar desde aquel día.
– Tal vez no la haya visto ni haya hablado con ella, pero se ha comunicado con ella -dijo Wexford-. Recientemente recibió una carta suya.
– ¿Ella les ha dicho eso?
Habría sido mejor no preguntar. Wexford no habría descrito su actitud jactanciosa y rápidas protestas como buena actuación. Pero quizá no era una actuación.
– Joanne Garland ha desaparecido, señor Jones. Se desconoce su paradero.
Su expresión era de extrema incredulidad, la mirada de un personaje de un cómic de horror frente a un desastre.
– Oh, vamos.
– Está en paradero desconocido desde la noche de los asesinatos de Tancred House.
Gunner Jones proyectó los labios hacia fuera. Se encogió de hombros. Ya no parecía sorprendido. Parecía culpable, aunque Wexford sabía que esto no significaba nada. Era simplemente la actitud de una persona que no es habitualmente honesta y franca. Sus ojos se clavaron en los de Wexford pero la mirada pronto le falló y la desvió.
– Me encontraba en Devon -dijo-. Quizá no se han enterado de ello. Estaba pescando en un lugar llamado Pluxam on the Dart.
– No hemos encontrado a nadie que apoye su historia de que estuvo allí el once y el doce de marzo. Me gustaría que nos diera el nombre de alguien que pudiera corroborarlo. Usted nos dijo que nunca había manejado una pistola, sin embargo es miembro del North London Gun Club y tiene licencia de armas de fuego para dos tipos.
– Fue una broma -dijo Gunner Jones-. Quiero decir, vamos, seguro que lo entienden. Es divertido, ¿no?, llamarse Gunner y no haber tenido nunca un arma en mi mano.
– Me parece que tenemos un sentido del humor diferente del suyo, señor Jones. Hábleme de la carta que recibió de la señora Garland.
– ¿Cuál? -preguntó Gunner Jones. Prosiguió como si no hubiera formulado la pregunta-. No importa porque las dos hablaban de lo mismo. Me escribió hace unos tres años, cuando me divorcié de mi segunda esposa, y me decía que Naomi y yo deberíamos volver a estar juntos. No sé cómo se enteró del divorcio, alguien debió de contárselo, todavía tenemos conocidos comunes. Me escribió para decirme que entonces estaba «libre», es la palabra que empleó, no había nada que impidiera que yo y Naomi «rehiciéramos nuestro matrimonio». Le diré una cosa: me parece que en estos días la gente escribe cartas cuando tienen miedo de hablar por teléfono. Ella sabía lo que le diría si me telefoneaba.
– ¿Usted le respondió?
– No, amigo, no lo hice. Tiré su carta a la papelera. -Una expresión de inefable astucia se apoderó del rostro de Jones. Era pantomima. Probablemente, también era inconsciente. No tenía ni idea del aire taimado que adquiría cuando mentía-. Recibí otra hace como medio mes, quizás un poco más. Tuvo el mismo destino que la primera.
Wexford empezó a preguntarle por sus vacaciones de pesca y su destreza con las armas. Llevó a Gunner Jones al mismo terreno que cuando le había preguntado por la carta la primera vez y recibió respuestas evasivas similares. Durante largo rato Jones se negó a decir dónde se había alojado en York, pero al fin lo dijo y admitió de mala gana que tenía a una amiguita allí. Proporcionó un nombre y una dirección.
– Sin embargo, no volveré a aventurarme.
– ¿Hasta el día de hoy no ha estado en Kingsmarkham desde hace dieciocho años?
– Así es.
– ¿Ni el lunes 13 de mayo del año pasado, por ejemplo?
– Ni ese día, por ejemplo, ni ningún otro.
Era media tarde y habían transcurrido dos horas desde que se había tomado un bocadillo proporcionado en la cantina, cuando Wexford pidió a Jones que prestara declaración y de mala gana e interiormente decidió que debía dejarle marchar. No tenía pruebas para retenerle. Jones ya estaba hablando de «que venga un abogado», lo cual pareció indicar a Wexford que sabía más de crímenes por las películas norteamericanas de la televisión que por experiencia auténtica, pero también en esto podía estar actuando.
– Ahora que estoy aquí podría pensar en tomar un taxi y reunirme con mi hija. ¿Qué le parece?
Wexford dijo con neutralidad que esto, por supuesto, era cosa suya. La idea no era agradable, pero no le cabía duda de que Daisy estaría perfectamente a salvo. El lugar era un hervidero de agentes de policía, los establos seguían llenos de personal. Avanzándose a su propia llegada, llamó a Vine para alertarle de la intención de Jones.
En realidad, Gunner Jones, que había llegado en tren, regresó a Londres enseguida con el mismo medio, sin oponer resistencia a la oferta de la policía de transportarle hasta la estación de tren de Kingsmarkham. Wexford no sabía con seguridad si Jones era realmente muy listo o profundamente estúpido. Sacó la conclusión de que era una de esas personas para quienes las mentiras son una opción tan razonable como la verdad. Lo que se elige es lo que hace la vida más fácil.
Se estaba haciendo tarde y era sábado, pero aun así había ido en coche a Tancred. En el poste de la derecha de la verja principal había otro ofrecimiento floral. Se preguntó quién podría ser el donante de estas flores, esta vez un corazón compuesto con capullos de rosas de color rojo oscuro, si se trataba de una serie de personas o si siempre era la misma, y bajó del coche para mirarlo mientras Donaldson abría la verja. Pero en la tarjeta sólo estaba escrito este mensaje: «Buenas noches, dulce dama», y no había firma.
A medio camino del bosque, un zorro cruzó corriendo por delante de ellos pero lo suficientemente lejos para que Donaldson no tuviera que frenar. Desapareció en la espesa maleza. En las orillas, entre la hierba y los nuevos brotes de abril, las primaveras se abrían. Llevaban la ventanilla del coche abierta y Wexford podía oler el fresco aire suave, que olía a primavera. Pensaba en Daisy, debido al miedo que la visita por sorpresa de su padre produciría en ella. Pero pensaba en ella -se dio cuenta con un cuidadoso autoanálisis- sin excesiva ansiedad, sin temor apasionado, sin absoluto amor, para ser sinceros.
Se sentía ligeramente inquieto. No tenía grandes deseos de ver a Daisy, ninguna necesidad de estar con ella, de colocarla en la posición de aquella hija, ser su padre y asumir ese papel reconocido por ella. Tenía los ojos abiertos. Quizás el hecho de que no se había horrorizado o enojado ante la intención que había declarado tener Gunner Jones de ir allí. Sólo se había inquietado y se había puesto en guardia. Porque estaba encariñado con Daisy pero no la amaba.
La experiencia le proporcionó esta revelación. Había aprendido la diferencia, la enorme división entre amar y sentir cariño por alguien. Daisy apareció cuando, por primera vez en su vida, Sheila desertaba. Sin duda cualquier mujer joven, bonita y amigable que se hubiera mostrado agradable con él habría servido al mismo propósito.
Le habían dado su cuota de amor para la esposa, los hijos y los nietos y eso era todo, no habría más. No quería más. Lo que sentía por Daisy era una tierna estimación y la esperanza de que todo le fuera bien.
Esta reflexión final se estaba formando en su mente cuando vislumbró, por la ventanilla del coche, a una figura que corría a lo lejos entre los árboles. El día era claro y en todo el bosque penetraban rayos de sol que formaban oblicuos haces brumosos, en algunos lugares casi opacos. Éstos le estorbaban a la vista en lugar de ayudarle a ver quién podía ser aquella figura. Ésta corría, aparentemente con alegría y abandono, a través de los espacios claros y entre las densas barras de luz. Era imposible distinguir si la figura era un hombre o una mujer, joven o de edad madura. Wexford sólo podía estar seguro de que el corredor no era viejo. Desapareció en la indeterminada dirección del árbol del ahorcado.
Cuando sonó el teléfono, Gerry Hinde estaba hablando con Burden, preguntándole si había visto las flores de la verja. No se veían flores como aquéllas en las floristerías. Cuando querías comprar algo a tu esposa, por ejemplo, te las daban en un manojo, no muy atractivo, y ella tenía que arreglarlas. Su esposa decía que en realidad no le gustaba que la gente le regalara flores, porque lo primero que tenía que hacer, aunque estuviera haciendo otra cosa, era ponerlas en agua. Y eso podía suponer una eternidad cuando seguramente estaba cocinando o acostando a uno de los niños.
– Sería útil saberlo. Me refiero a de dónde ha sacado esas flores quienquiera que sea. Preparadas así.
Burden no quiso decir que muy probablemente estarían fuera del alcance de Hinde.
La ética puritana aún tenía un importante papel entre las fuerzas que regían su pensamiento. Le indicaba que no utilizara coche si podía ir a pie, y que telefonear a quien vivía en la casa de al lado era casi pecado. Por lo tanto, cuando Gabbitas dijo que se hallaba en casa, Burden estuvo a punto de preguntarle con aspereza por qué no podía ir a verles si tenía algo que decir. Un tono de gravedad y quizá de sorpresa en la voz del leñador le detuvo.
– ¿Podría venir aquí, por favor? ¿Podría venir y traer a alguien con usted?
Burden no dijo lo que habría podido decir, que Gabbitas había parecido lejos de ser entusiasta en su compañía aquella mañana.
– Deme alguna idea del asunto de que se trata, por favor.
– Prefiero esperar hasta que hayan llegado. No tiene nada que ver con la cuerda. -La voz le tembló un poco. Dijo con torpeza-: No he encontrado ningún cuerpo ni nada parecido.
– Por el amor de Dios -exclamó Burden para sus adentros cuando colgó.
Salió al patio y dio la vuelta a la casa. El coche de Nicholas Virson estaba aparcado sobre las losas. La luz del sol todavía era muy brillante pero el sol estaba bajo. Sus rayos oblicuos convertían el coche que se acercaba por el camino principal del bosque en un deslumbrante globo de fuego blanco. Burden no podía mirarlo; el vehículo se detuvo cerca de él y Wexford bajó antes de que pudiera ver quién era.
– Iré contigo.
– Ha dicho que lleve a alguien conmigo. Me ha parecido un poco de caradura.
Tomaron el estrecho camino que cruzaba el pinar. A ambos lados la plácida luz del sol del atardecer exhibía los diversos colores de las coníferas, suaves agujas, conos dentados, árboles de Navidad y majestuosos cedros, verdes, azules, plateados, dorados y casi negros. La luz del sol formaba pilares y franjas entre las formas simétricas. Se percibía un fuerte y aromático color alquitranado.
El suelo estaba seco y bastante resbaladizo debido a las marrones agujas que lo cubrían. El cielo era de un deslumbrante azul blancuzco. Qué suerte tenían de vivir allí, pensó Wexford, los Harrison y John Gabbitas, y cuánto debían de temer perderlo. Con inquietud, recordó su viaje a casa el día anterior y a Daisy y el leñador juntos en el pasillo iluminado por el sol. Una chica podía poner la mano en el brazo de un hombre y mirarle a la cara con aquella confianza y no significar nada. Estaban muy lejos de él. Daisy era «tocona», tenía tendencia a tocarle a uno cuando hablaba, poner un dedo en la muñeca de uno, pasar suavemente la mano por el brazo de uno en un gesto casi como una caricia…
John Gabbitas se hallaba en el jardín delantero de su casa, esperándoles, haciéndoles señas con la mano derecha con frenética impaciencia, como si su retraso le resultase intolerable.
Una vez más a Wexford le sorprendió su aspecto, una guapura espectacular que, si hubiera pertenecido a una mujer, habría inducido a considerar que era una lástima que viviera enterrada en aquel lugar. Este tipo de comentario jamás se aplicaría a un hombre. De repente recordó la observación del doctor Perkins acerca de Harvey Copeland y su aspecto, y entonces Gabbitas les hizo entrar en la sala de estar, y señaló con el mismo dedo tembloroso que antes les había hecho señales de impaciencia algo que reposaba sobre un taburete con asiento de rafia en el centro de la habitación.
– ¿Qué es esto, señor Gabbitas? -le preguntó Burden-. ¿Qué pasa?
– Lo he encontrado. He encontrado esto.
– ¿Dónde? ¿Dónde está ahora?
– En un cajón. En la cómoda.
Era una pistola extraña, un revólver, de un color plomo oscuro, el metal del cañón de un tono ligeramente más pálido y más amarronado. Lo contemplaron en silencio.
Wexford preguntó:
– ¿Lo ha sacado y lo ha puesto aquí?
Gabbitas asintió con la cabeza.
– ¿Ya sabe que no debería haberlo tocado?
– De acuerdo, ahora ya lo sé. Ha sido una sorpresa. He abierto el cajón donde guardo papel y sobres y es lo primero que he visto. Estaba sobre un paquete de papel para imprimir. Sé que no debería haberlo tocado, pero ha sido instintivo.
– ¿Podemos sentarnos, señor Gabbitas?
Gabbitas alzó la mirada y asintió con furia. Eran los gestos de un hombre que se impacientaba por la intrascendencia de la pregunta en momentos como aquellos.
– Es el arma con la que les mataron, ¿no?
– Puede que sí, puede que no -respondió Burden-. Eso hay que verificarlo.
– Les he telefoneado en cuanto lo he encontrado.
– En cuanto lo ha sacado de donde lo ha encontrado, sí. Eso debe de haber sido a las cinco y cincuenta. ¿Cuándo miró por última vez en ese cajón antes de las cinco y cincuenta?
– Ayer -respondió Gabbitas tras cierta vacilación-. Ayer por la noche. Hacia las nueve. Iba a escribir una carta. A mis padres, que viven en Norfolk.
– ¿Y el arma no estaba allí?
– ¡Claro que no! -De pronto la voz de Gabbitas adoptó un tono de exasperación-. Me habría puesto en contacto con ustedes entonces. No había nada en el cajón más que lo de siempre: papel, papel de cartas, sobres, tarjetas, cosas así. La cuestión es que el arma no estaba allí ¿Pueden entenderlo? Yo nunca la había visto antes.
– Está bien, señor Gabbitas. Yo de usted procuraría calmarme. ¿Escribió realmente a sus padres?
Gabbitas contestó con impaciencia:
– He enviado la carta desde Pomfret esta mañana. He pasado el día talando un sicómoro muerto del centro de Pomfret y me han ayudado dos muchachos que realizan trabajo comunitario. Hemos terminado a las cuatro y media y he llegado aquí hacia las cinco.
– ¿Y cincuenta minutos más tarde ha abierto el cajón porque tenía intención de escribir otra carta? Al parecer es un corresponsal entusiasta.
Pero Gabbitas replicó a Burden con furia mal contenida:
– Oiga, no tenía por qué decirles nada de esto. Podía haberla tirado a la basura y nadie se habría enterado. No tiene nada que ver conmigo, simplemente la he encontrado, la he encontrado en ese cajón donde otra persona ha debido de ponerla. Yo he abierto el cajón para sacar un papel en el que escribir una factura por el trabajo que hoy he hecho. Para el departamento de medio ambiente del consejo municipal. Trabajo así. Tengo que hacerlo. No puedo pasarme semana tras semana sin hacer nada. Necesito dinero.
– Está bien, señor Gabbitas -dijo Wexford-. Pero ha sido una lástima que manipulara el arma. Supongo que lo ha hecho con las manos desnudas. Sí. Llamaré a Archbold para que venga y se ocupe de ello. Será mas prudente que ninguna otra persona no autorizada lo toque.
Gabbitas estaba sentado, inclinado hacia delante, con los codos apoyados en los brazos del sillón, la expresión agresiva y malhumorada. Era la expresión de alguien a quien han negado su deseo de que la autoridad le agradeciera sus servicios. Wexford consideró que había dos maneras posibles de tomárselo. Una era que Gabbitas era culpable, quizá sólo de poseer esa arma, pero culpable de eso y ahora tenía miedo de conservarla. La otra era que simplemente no comprendía la gravedad del asunto o comprendía lo que significaba, si el revólver que había sobre el taburete era en verdad el arma asesina. Efectuó su llamada, y preguntó a Gabbitas:
– ¿Ha estado fuera todo el día?
– Ya se lo he dicho. Y puedo darle los nombres de docenas de testigos que lo confirmarán.
– Es una pena que no pueda darnos el nombre de uno que corrobore dónde se encontraba usted el 11 de marzo. -Wexford suspiró-. Está bien. Supongo que no hay señales de que hayan forzado la entrada. ¿Quién más tiene llave de esta casa?
– Nadie, que yo sepa. -Gabbitas vaciló, y rápidamente corrigió lo que había dicho-. Bueno, cuando me trasladé aquí no cambié la cerradura. Los Griffin tal vez todavía tengan alguna llave. No es mi casa. No me pertenece. Supongo que la señorita Flory o el señor Copeland tenían una. -Al parecer, más nombres iban acudiendo a su mente-. Los Harrison tuvieron una llave entre la marcha de los Griffin y mi llegada. No sé lo que ocurrió con ella. Cuando salgo de casa nunca dejo de cerrar con llave, en eso tengo cuidado.
– No se preocupe, señor Gabbitas -dijo Burden con sequedad-. No parece importar mucho.
Perdiste una cuerda y has encontrado un arma, reflexionó Wexford cuando se halló solo con Gabbitas. En voz alta dijo:
– Supongo que la situación es la misma con el cobertizo de la maquinaria. Mucha gente tiene llave.
– La puerta no tiene cerradura.
– No hay más que hablar, pues. Usted vino aquí en mayo, ¿verdad señor Gabbitas?
– A principios de mayo, sí.
– Sin duda tiene una cuenta bancaria.
Gabbitas le dijo dónde, lo dijo sin vacilar.
– ¿Y cuando llegó aquí transfirió inmediatamente su cuenta a la sucursal de Kingsmarkham? Sí. ¿Eso fue antes o después del asesinato del agente de policía? ¿Lo recuerda? ¿Fue antes o después de que asesinaran al detective sargento Martin en esa sucursal bancaria?
– Fue antes.
A Wexford le dio la impresión de que Gabbitas parecía inquieto, pero estaba acostumbrado a que su imaginación le indicara cosas así.
– El arma que acaba de encontrar fue casi con toda seguridad el arma utilizada en aquel asesinato. -Observó el rostro de Gabbitas, no vio nada en él más que una especie de vacía receptividad-. Del público que estaba en el banco aquella mañana, 13 de mayo, no todos acudieron a la policía para prestar declaración. Algunos se marcharon antes de que llegara la policía. Uno se llevó el arma.
– Yo no sé nada de esto. No estaba en el banco aquel preciso día.
– ¿Pero ya había venido a Tancred?
– Llegué el cuatro de mayo -dijo Gabbitas hoscamente.
Wexford hizo una pausa; luego, preguntó con neutralidad:
– ¿Le gusta la señorita Davina Jones, señor Gabbitas? ¿Daisy Jones?
El cambio de tema pilló a Gabbitas desprevenido. Estalló:
– ¿Qué tiene eso que ver con el tema?
– Usted es joven y aparentemente sin compromiso. Ella también es joven y guapa. Es encantadora. Como consecuencia de lo que ha sucedido, ella posee unos bienes considerables.
– Ella no es más que alguien para quien trabajo. De acuerdo, es atractiva, cualquier hombre la encontraría atractiva. Pero no es más que alguien para quien trabajo, en lo que a mí se refiere. Y quizá no trabajaré mucho más tiempo para ella.
– ¿Deja este trabajo?
– No es una cuestión de dejar el trabajo. No estoy empleado aquí, ¿lo recuerda? Se lo dije. Trabajo por mi cuenta. ¿Quieren saber más cosas? Les diré algo: la próxima vez que encuentre un arma no se lo diré a la policía, la arrojaré al río.
– Yo de usted no lo haría, señor Gabbitas -dijo Wexford con suavidad.
En la sección de reseñas del Sunday Times había un artículo de un distinguido crítico literario sobre material que había recopilado para una biografía de Davina Flory. La mayor parte consistía en correspondencia. Wexford le echó un vistazo y después se puso a leer con creciente interés.
Muchas de las cartas habían estado en posesión de la sobrina de Menton, ya muerta. Eran de Davina a su hermana, la madre de la sobrina, e indicaban que el primer matrimonio de Davina, con Desmond Cathcart Flory, nunca se había consumado. Se citaban largos párrafos, ejemplos de infelicidad y amarga decepción, todo ello escrito con el inconfundible estilo de Davina que alternaba la sencillez y lo barroco. El autor del artículo especulaba, basando su argumento en pruebas aparecidas en cartas posteriores, sobre quién podría haber sido el padre de Naomi Flory.
Esto explicaba algo sobre lo que Wexford se había preguntado. Aunque Desmond y Davina se habían casado en 1935, la única hija de Davina no nació hasta diez años más tarde. Recordó, dolorosamente, aquella horrible escena en el Cheriton Forest Hotel cuando Casey había afirmado en voz alta que Davina todavía era virgen ocho años después de estar casada. Con un suspiro, terminó el artículo y pasó a la doble página en la que aparecía el Banquete Literario del periódico celebrado en Grosvenor House el lunes anterior. Wexford lo miró sólo con la esperanza de ver una fotografía de Amyas Ireland, quien había asistido al banquete el año anterior y era probablemente que también lo hubiera hecho ese año.
La primera cara que vio, que le saltó de una página llena de fotografías, fue la de Augustine Casey. Casey estaba sentado a una mesa con otras cuatro personas. De todos modos, había otras cuatro personas en la fotografía. Wexford se preguntó si habría escupido en su copa de vino, y después leyó el pie:
«De izquierda a derecha: Dan Kavanagh, Penelope Casey, Augustine Casey, Francés Hegarty, Jane Somers».
Todos sonreían complacidos excepto Casey, cuyo rostro mostraba una sonrisa sardónica. Las mujeres iban vestidas con traje de noche.
Wexford miró la fotografía y releyó el pie, miró las otras fotografías de las dos páginas y volvió a la primera. Percibía la silenciosa presencia de Dora junto a su hombro izquierdo. Ella esperaba que preguntara pero él vaciló, sin saber cómo articular lo que quería decir. La pregunta salió con cautela.
– ¿Quién es la mujer del vestido brillante?
– Penelope Casey.
– Sí, lo sé. Ya lo veo. ¿Quién es en relación con él?
– Es su esposa, Reg. Parece que él ha vuelto con su esposa o que ésta ha vuelto con él.
– ¿Lo sabías?
– No, cariño, no lo sabía. No supe que tenía esposa hasta anteayer. Sheila esta semana no telefoneó, así que le telefoneé yo. La noté muy inquieta, pero lo único que me dijo fue que la esposa de Gus había regresado a su piso y que él había vuelto allí para «hablar de una vez por todas».
Se llevó la mano a los ojos, quizá para ocultar esa fotografía a la vista.
– Qué desgraciada debe de sentirse -dijo, y añadió-: Oh, pobre criatura…