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– No puedo decirle si es la misma arma que fue utilizada en la matanza del banco el pasado mayo -dijo el perito a Wexford-. Sin duda es el arma empleada en Tancred House el 11 de marzo.
– Entonces, ¿por qué no puede decir si fue la misma arma?
– Probablemente lo es. En favor de esta teoría está el hecho de que la recámara aloja seis cartuchos, es una clásica «arma de seis», y una de ellas fue utilizada en el asesinato del banco, mientras que cinco fueron empleadas en Tancred House. Muy probablemente las cinco que quedaban en la recámara. En una sociedad donde las pistolas aparecen constantemente como armas asesinas, no resulta difícil aventurar eso. Pero creo que en este caso es una conjetura inteligente.
– Pero no puede estar seguro de si es la misma arma.
– Como le he dicho, no puedo.
– ¿Por qué no?
– Han cambiado el cañón -dijo el experto lacónicamente-. No es una tarea tan asombrosa. La línea de revólveres Dan Wesson, por ejemplo, con su variedad de longitudes de cañón, cualquier aficionado puede cambiarlo en casa. El Colt Magnum podría ser más difícil. Quienquiera que quisiera hacerlo necesitaría tener las herramientas. Bueno, debía de tenerlas, porque éste, decididamente, no es el cañón con el que este revólver comenzó su vida.
– ¿En una armería las tendrían?
– Depende de qué clase de armería. La mayoría están especializadas en escopetas.
– ¿Y eso es lo que hace que las señales en los cinco cartuchos disparados en Tancred House sean diferentes de las del que mató a Martin? ¿Un cambio de cañón?
– Exacto. Por eso sólo puedo decir esto y que es probable, no que ocurriera con seguridad. Al fin y al cabo, estamos en Kingsmarkham, no en el Bronx. No habrá un número ilimitado de escondites de armas de fuego por aquí. En realidad son los números lo que apunta a ello, el del pobre tipo que era uno de los suyos y los cinco de Tancred. Y el calibre, por supuesto. Y su intención de engañar. ¿Qué hay de esto? No cambiaba cañones de revólver por diversión, no era su afición.
Estaba enfadado. El alivio que habría podido sentir porque Sheila había sido separada de aquel hombre, porque ya no iba a irse a Nevada, fue absorbido por la ira. Por Casey había rechazado La señorita Julia, por Casey ella había cambiado su vida y, le parecía a él, su personalidad misma. Y Casey había regresado con su esposa.
Wexford no había hablado con ella. Sólo el contestador automático respondía cuando marcaba su número, y ya no había mensajes alegres, sólo el nombre y la petición de que se dejara el recado. Él dejó un mensaje: le pidió que le telefoneara. Después, como ella no lo hizo, dejó otro, uno que decía que lo sentía, que lo sentía por ella, y lamentaba lo que había ocurrido y todas las cosas que él había dicho.
Visitó el banco cuando se dirigía a su trabajo. La sucursal donde habían matado a Martin, no su banco, sino la que estaba más cerca de la ruta que Donaldson había tomado. Wexford tenía la tarjeta Transcend que le permitía sacar dinero en efectivo en todos los bancos y todas las sucursales del Reino Unido. El nombre le hacía rechinar los dientes por el mal uso de las palabras [11], pero era una tarjeta útil.
Sharon Fraser seguía allí. Ram Gopal había obtenido un traslado a otra sucursal. El segundo cajero esta mañana era una mujer euroasiática muy joven y bonita. Wexford, que había decidido no hacer esto, no podía evitar mirar hacia el lugar donde Martin había estado y había muerto. Debería haber alguna señal, algún recuerdo duradero. Casi esperó a ver la sangre de Martin, algún vestigio de ella, mientras se auto-censuraba por estas ideas disparatadas.
Tenía cuatro personas delante en la cola. Pensó en Dane Bishop, enfermo y asustado, quizá ni siquiera bien de la cabeza en aquella época, disparando a Martin desde aquel lugar más o menos, saliendo a todo correr y arrojando su arma al irse. La gente asustada, los gritos, aquellos hombres que no se habían quedado sino que calladamente se habían marchado. Uno de ellos, de pie quizá donde él se encontraba ahora, sujetaba, según Sharon Fraser, un fajo de billetes de banco verdes en la mano.
Wexford miró a su alrededor para ver lo larga que era la cola detrás de él y vio a Jason Sebright. Sebright intentaba extender un talón donde estaba en lugar de utilizar una de las mesas y el bolígrafo atado con cadenita del banco. La mujer que tenía delante se volvió y Wexford le oyó decir:
– ¿Le importa que apoye mi talonario en su espalda, señora?
Esto provocó risitas inquietas. La luz de Sharon Fraser se encendió y Wexford se acercó a ella con su tarjeta Transcend. Reconoció la expresión de sus ojos. Era aprensiva, poco cordial, la expresión de alguien que preferiría atender a cualquiera excepto a ti porque, por tu profesión y tus preguntas inquisitivas, pones en peligro su intimidad y su paz y quizá su existencia misma.
Cuando Martin murió, hubo gente que fue al banco a dejar flores en el lugar donde cayó, donantes tan anónimos como quienquiera que fuera el que llevaba aquellos ramos a la verja de Tancred. Los últimos ofrecimientos estaban muertos. Las heladas nocturnas los habían ennegrecido hasta hacerlos parecer un nido hecho por algún pájaro poco ordenado. Wexford pidió a Pemberton que las retirara y las arrojara al montón de basura de Ken Harrison. Sin duda pronto serían sustituidas por otras. Quizás era porque su mente meditaba anormalmente sobre el amor y el dolor y los peligros del amor por lo que había empezado a especular respecto a quién podría ser el donante de aquellas flores. ¿Un admirador? ¿Un silencioso -y rico- admirador? ¿O más que eso? La visión de las rosas marchitas le hizo pensar en aquellas primeras cartas de Davina y sus años sin amor hasta que Desmond Flory se fue a la guerra.
Cuando se acercaba a la casa, vio a un obrero en la ventana del ala oeste que sustituía el cristal roto. Era un día apagado y sereno, lo que los meteorólogos se habían acostumbrado a llamar «tranquilo». La niebla que estaba suspendida en el aire se mostraba sólo a lo lejos, donde el horizonte quedaba borroso y el bosque se convertía en un azul ahumado.
Wexford miró por la ventana del comedor. La puerta que daba al vestíbulo estaba abierta. Habían quitado los precintos y la habitación estaba abierta. En el techo y las paredes todavía se veían las manchas de sangre, pero la alfombra había desaparecido.
– Mañana empezaremos aquí, jefe -dijo el obrero.
Así que Daisy estaba comenzando a aceptar su pérdida, el horror de aquella habitación. Había iniciado la restauración. Caminó por las losas, pasó por delante de la casa y se encaminó hacia el ala este y los establos. Entonces vio algo que no había observado al llegar. La bicicleta de Thanny Hogarth estaba apoyada en la pared, a la izquierda de la puerta principal. Un trabajador rápido, pensó Wexford, y se sintió mejor, se sintió más alegre. Incluso tenía ganas de especular sobre qué podría ocurrir cuando llegara Nicholas Virson… ¿o Daisy manejaba estas situaciones demasiado bien para permitir que eso sucediera?
– Creo que Andy Griffin pasó aquí esas dos noches -le dijo Burden cuando entró en los establos.
– ¿Qué?
– En uno de los anexos. Los registramos, por supuesto, cuando efectuamos el registro general de la casa después del suceso, pero no volvimos a acercarnos a ellos.
– ¿De qué anexos estás hablando, Mike?
Siguió a Burden por el arenoso sendero de detrás del alto seto. Una corta hilera de cottages adosados, no en estado ruinoso pero tampoco bien cuidados, se erguía paralelo a este seto; el camino era un sendero arenoso. Se podía estar allí acuartelado durante un mes, como ellos habían hecho, sin conocer siquiera la existencia de esas casitas.
– Karen vino aquí anoche -explicó Burden-. Efectuaba su ronda. Daisy dijo que había oído algo. De hecho no había nadie, pero Karen vino por aquí y miró por esa ventana.
– ¿Quieres decir que alumbró con una linterna?
– Supongo. En estos cottages no hay electricidad, ni agua corriente, ninguna comodidad. Según Brenda Harrison, hace cincuenta años que no vive nadie en ellos; bueno, desde antes de la guerra. Karen vio algo que le ha hecho volver esta mañana.
– ¿Qué quiere decir que «vio algo»? No estás ante un tribunal, Mike. Soy yo, ¿lo recuerdas?
Burden hizo un gesto de impaciencia.
– Sí, claro. Lo siento. Trapos, una manta, restos de comida. Entraremos. Todavía está allí.
La puerta del cottage se abría con un pestillo. El más fuerte de una variedad de olores que les saludó era el de amoníaco de orina rancia. El suelo era de ladrillos y sobre él se había preparado una cama con un montón de sucios cojines, dos abrigos, trapos inidentificables y una gruesa manta bastante limpia. Había dos latas vacías de coca-cola en la parrilla frente a la chimenea. Una cesta de hierro contenía ceniza gris y sobre la ceniza, arrojada quizá después de haberse enfriado ésta, había una bola hecha de papel grasiento que había contenido pescado con patatas fritas. El olor que desprendía era ligeramente más desagradable que el de la orina.
– ¿Crees que Andy durmió aquí?
– Podemos probar si hay huellas en las latas de coca-cola -dijo Burden-. Podría haber estado aquí. Él conocería este lugar. Y si estuvo aquí esas dos noches, la del 17 y el 18 de marzo, nadie más lo estuvo.
– Está bien. ¿Cómo llegó hasta aquí?
Burden le hizo señas de que cruzara la repugnante habitación. Tuvo que agachar la cabeza, pues los dinteles eran muy bajos. Detrás de una trascocina y la puerta trasera, con cerrojos arriba y abajo pero no cerrada con llave, había un jardín con alambrada lleno de maleza y una pequeña área tapiada que podría haber sido una carbonera o una pocilga. En el interior, medio cubierta con una sábana impermeable, había una moto.
– Nadie le habría oído llegar -dijo Wexford-. Los Harrison y Gabbitas estaban demasiado lejos. Daisy no había regresado a casa. No volvió hasta varios días más tarde. Él tenía este sitio para él. Pero, Mike, ¿por qué quería este sitio para él?
Caminaban por el sendero que bordeaba el bosque. A lo lejos, hacia el sur del camino secundario, se oía el gemido de la sierra de cadena de Gabbitas. Los pensamientos de Wexford pasaron al arma, a aquello tan extraordinario que habían hecho al revólver. ¿Gabbitas tenía los medios y conocimientos necesarios para cambiar el cañón de un revólver? ¿Tendría las herramientas? Por otra parte, ¿lo tendría alguna otra persona?
– ¿Por qué Andy Griffin querría dormir aquí, Mike?
– No lo sé. Estoy empezando a preguntarme si este lugar ejercía alguna fascinación especial en él.
– Él no era nuestro segundo hombre, ¿verdad? No era el que Daisy oyó pero no vio.
– No le veo en ese papel. Habría sido demasiado importante para él. Lo suyo era el chantaje, el chantaje de poca monta.
Wexford asintió.
– Por eso le mataron. Creo que empezó en pequeña escala y todo en efectivo. Eso lo sabemos por la cuenta de ahorros. Es posible que operara desde aquí mientras él y sus padres todavía vivían aquí. No creo que empezara con Brenda Harrison. Es posible que lo intentara con éxito con otras mujeres. Lo único que tenía que hacer era elegir a una mujer mayor y amenazarla con decirle a su esposo o a sus amigos o a algún pariente que ella se le había insinuado. A veces funcionaba y a veces no.
– ¿Crees que intentó algo con las mujeres de aquí? ¿La propia Davina, por ejemplo, o Naomi? Todavía puedo oír el veneno que había en su voz cuando me habló de ellas. El lenguaje selecto que utilizaba.
– ¿Se atrevería? Quizás. Es algo que nunca sabremos. ¿A quién hizo chantaje cuando salió de casa de sus padres aquel domingo y acampó aquí? ¿Al asesino o al hombre al que Daisy no vio?
– Tal vez.
– ¿Y por qué tenía que estar aquí para hacerlo?
– Esto se parece más a una de tus teorías que a las mías, Reg. Pero como he dicho, creo que este lugar le fascinaba. Era su hogar. Quizá guardaba amargo rencor por haber sido despedido el año pasado. Puede ser que descubramos que pasó mucho más tiempo aquí y en el bosque y que espiaba más de lo que nadie ha pensado. Todas esas ocasiones en que estaba fuera de casa, y nadie sabía dónde se encontraba, imagino que era aquí. ¿Quién conocía este lugar y estos bosques? Él. ¿Quién podía conducir a través de ellos sin quedarse atascado en el fango o estrellarse contra un árbol? Él.
– Pero hemos dicho que no le vemos como nuestro segundo hombre -dijo Wexford.
– Está bien, olvida esta habilidad para conducir por el bosque, olvida cualquier implicación en los asesinatos. Supongamos que estaba aquí acampado el 11 de marzo. Digamos que tenía intención de permanecer aquí un par de noches con fines de los que todavía no sabemos nada. Salió de su casa en la moto a las seis y trajo sus cosas aquí. Estaba en el cottage cuando llegaron los dos hombres a las ocho, o quizá no estaba en la casa sino fuera, paseando o haciendo lo que fuera. Vio a los asesinos y reconoció a uno de ellos. ¿Qué te parece?
– No está mal -admitió Wexford-. ¿A quién reconocería? A Gabbitas, sin duda. Aunque llevara una máscara de leñador. ¿Reconocería a Gunner Jones?
La bicicleta seguía allí. El obrero también seguía allí, dando los toques finales a su ventana reparada. Empezó a caer una persistente llovizna, la primera lluvia en mucho tiempo. El agua lavó las ventanas de los establos y oscureció el interior. Gerry Hinde tenía una lámpara en ángulo sobre el ordenador en el que estaba construyendo una nueva base de datos: todo sujeto o sospechoso al que habían entrevistado con sus respectivas coartadas y los testigos que las corroboraban.
Wexford había empezado a preguntarse si servía de algo permanecer tan cerca de la escena de los crímenes. El día siguiente haría cuatro semanas de lo que los periódicos llamaban «la matanza de Tancred» y el ayudante del jefe de policía le había citado para tener una entrevista con él. Wexford tenía que ir a su casa. Parecería una cita social, una copa de jerez en algún momento, pero el propósito de todo ello era, estaba seguro, quejarse de la falta de progresos realizados y el coste de todo aquello. Se sugeriría, o más probablemente se daría la orden, de que regresaran a Kingsmarkham, a la comisaría de policía. Volverían a preguntarle cómo podía seguir justificando la protección nocturna de Daisy. ¿Cómo podría justificar él ante sí mismo prescindir de esa protección?
Telefoneó a casa para preguntar a Dora si había habido señales de Shelia, recibió una preocupada negativa y salió a la lluvia. El lugar tenía un aspecto lúgubre con aquel tiempo. Era curioso que la lluvia y la grisura cambiaran la presencia de Tancred House, de tal manera que parecía un edificio de uno de esos siniestros grabados Victorianos, austero, incluso severo, con las ventanas como ojos apagados y sus muros descoloridos con manchas de agua.
Los bosques habían perdido su color azul y se habían vuelto grises como las piedras bajo un cielo espumoso. Bib Mew salió de la parte de atrás, montada en su bicicleta. Vestía como un hombre, caminaba como un hombre, se la habría calificado sin vacilar de masculina de lejos o de cerca. Al pasar al lado de Wexford, fingió no verle, girando la cabeza torpemente y mirando hacia el cielo, examinando el fenómeno de la lluvia.
Wexford recordó su minusvalía. Sin embargo, vivía sola. ¿Cómo debía de ser su vida? ¿Cómo había sido? Había estado casada. Eso le pareció grotesco. Montaba en su bicicleta como los hombres, empujaba fuerte los pedales y se alejó por el sendero principal. Era evidente que seguía evitando el camino secundario y la proximidad del árbol del ahorcado, y esto le produjo un pequeño escalofrío interno.
La mañana siguiente llegaron los constructores. Su furgoneta estaba en las losas junto a la fuente antes de que Wexford llegara. No se llamaban constructores, sino «Creadores de interiores» y eran de Brighton. Wexford repasó con atención sus notas sobre el caso, que ya formaban una gruesa carpeta. Gerry Hinde las tenía todas en un pequeño disco, más pequeño que el antiguo disco single, pero inútil para Wexford. Veía que el caso se le escapaba de las manos ahora que había transcurrido tanto tiempo.
Quedaban algunas incógnitas. ¿Dónde estaba Joanne Garland? ¿Estaba viva o muerta? ¿Qué relación tenía con los asesinos? ¿Cómo se marcharon de Tancred los asesinos? ¿Quién puso el arma en la casa de Gabbitas? ¿O se trataba de algún truco del propio Gabbitas?
Wexford volvió a leer la declaración de Daisy. Puso la cinta de la declaración de Daisy. Sabía que tendría que volver a hablar con ella, pues aquí las cosas irreconciliables eran más evidentes. Debía intentar explicarle cómo era posible que Harvey Copeland hubiera subido aquellas escaleras y sin embargo le dispararon como si aún estuviera al pie de ellas y de cara a la puerta de la calle; explicar el largo tiempo -un largo tiempo medido en segundos- entre que abandonó el comedor y recibió los disparos.
¿Podría también explicar algo que él sabía que Freeborn se burlaría de ello si oía que se planteaba el tema? Si la gata Queenie normalmente, en verdad parecía que invariablemente, galopaba por los pisos de arriba a las seis de la tarde, siempre a las seis, ¿por qué Davina Flory creyó que el ruido que se oía arriba era Queenie cuando lo oyó a las ocho? ¿Y por qué el asesino se había asustado hasta el punto de marcharse al oír los ruidos de arriba, que de hecho no los producía nada más amenazador que un gato?
Había otra pregunta que formular, aunque él estaba casi seguro de que el tiempo habría enturbiado su recuerdo exacto igual que el trauma había empezado a hacer inmediatamente después del suceso.
Reconoció el coche aparcado sobre las losas, lo más lejos de «Creadores de interiores» de Brighton que era posible sin aparcar en el césped, como el de Joyce Virson. Probablemente estaba en lo cierto al pensar que Daisy recibiría con agrado la posibilidad de descansar de la señora Virson, quizás una excusa para deshacerse de ella. Wexford llamó y Brenda abrió.
En el comedor habían colgado una sábana. Desde atrás llegaban sonidos apagados, no golpes ni ruidos de rascar, sino suaves y flujos de agua. Acompañando a éstos se oía el invariable sine qua non de los constructores, pero a bajo volumen, el destilar indiferente de música pop. No se la oía en la sala de la mañana ni en el serré, donde estaban sentadas no dos sino tres personas: Daisy, Joyce Virson y su hijo.
Nicholas Virson se tomaba tiempo libre siempre que le venía en gana, pensó Wexford, que saludó con un austero «Buenos días». Trabajara en lo que trabajase, ¿tan mal iba el negocio en esta época de recesión que importaba muy poco si él acudía o no?
Estaban hablando cuando Brenda le hizo entrar y Wexford imaginó que su conversación había sido acalorada. Daisy tenía aspecto decidido y estaba un poco sonrojada. La expresión de la señora Virson era más malhumorada que de costumbre y Nicholas parecía enojado, como si hubiera visto frustrado algún intento. ¿Estaban allí para almorzar? Wexford no se había dado cuenta de que eran más de las doce.
Daisy se levantó cuando él entró, abrazando cerca de sí el gato que había estado en su regazo. Su pelaje era casi del mismo tono que el azul de los ajustados vaqueros que ella llevaba; también vestía una cazadora. La cazadora estaba bordada y entre las puntadas de colores había una multitud de claros dorados y plateados. Debajo de la cazadora llevaba una camiseta a cuadros negros y azules y el cinturón era de metal, plateado y dorado con tachones de cristal perlado y transparente. Era inevitable tener la sensación de que quería demostrar algo. Había que enseñar a aquella gente la Daisy real, lo que ella quería ser, un espíritu libre, incluso un espíritu escandaloso, vistiendo como le complaciera y haciendo lo que quisiera. El contraste entre lo que llevaba ella y la ropa de Joyce Virson -aun teniendo en cuenta la gran diferencia de edad- era tan notable que resultaba absurdo. Joyce Virson llevaba un uniforme de suegra, un vestido de lana de color vino con chaqueta a juego, alrededor del cuello un romboide en una correa, de moda en los años sesenta, sus únicos anillos su gran anillo de prometida de diamantes y su aro de tortuga de plata de cinco centímetros de largo, su caparazón tachonado de piedras de colores, que parecía que le subía por la mano desde la primera articulación del dedo hacia los nudillos.
Para no utilizar la palabra «intrusión», Wexford se disculpó por molestarles. No tenía intención de irse y volver más tarde, e indicó que estaba seguro de que eso no era lo que Daisy esperaba. La señora Virson respondió por ella.
– Ahora que está aquí, señor Wexford, quizá se pondrá de nuestro lado. Sé lo que opina usted de que Daisy esté aquí sola. Bueno, no está sola, viene una chica para protegerla, aunque ¿qué podrían hacer en caso de emergencia? Lo siento, pero realmente no puedo imaginarlo. Y, con franqueza, ya que pago contribuciones, me sabe bastante mal que nuestro dinero se gaste en este tipo de cosas.
Nicholas dijo inesperadamente:
– Ya no pagamos contribuciones, madre, pagamos el poll tax.
– Todo es lo mismo. Todo va igual. Hemos venido aquí esta mañana para pedirle a Daisy que vuelva a vivir con nosotros. Oh, no es la primera vez, como usted sabe tan bien como yo. Pero hemos pensado que valía la pena volver a intentarlo, en particular dado que las circunstancias han cambiado en cuanto a bueno, a Nicholas y Daisy.
Wexford observó que un terrible sonrojo cubría la cara de Nicholas Virson. No era un sonrojo de placer o gratificación sino, a juzgar por la mueca que lo acompañó, de intensa turbación. Estaba casi seguro de que las circunstancias no habían cambiado excepto en la mente de Joyce Virson.
– Resulta evidente que es absurdo que viva aquí -dijo la señora Virson, y sus siguientes palabras salieron atropelladamente-, como si fuera adulta. Como si tuviera capacidad para tomar sus propias decisiones.
– Bueno, lo soy -replicó Daisy con calma-. Soy adulta. Tomo decisiones.
Parecía muy poco preocupada por todo esto. Tenía aspecto de estar ligeramente aburrida.
Nicholas hizo un esfuerzo. Su rostro seguía sonrosado. Wexford recordó de pronto la descripción del asesino enmascarado que Daisy le había dado: el pelo claro, un hoyuelo en la barbilla, las orejas grandes. Era casi como si estuviera pensando en este hombre cuando le describió. ¿Por qué lo haría? ¿Por qué lo haría, aunque fuera de modo inconsciente?
– Hemos pensado -dijo Nicholas- que Daisy podría venir a cenar con nosotros y… y quedarse a pasar la noche para ver cómo se sentía. Teníamos intención de darle una sala de estar propia, una especie de suite. En realidad, no tendría que vivir con nosotros, ya me entiende. Podría hacer absolutamente su vida, si eso es lo que quiere.
Daisy se rió. Si lo hizo por la idea en sí o por el uso de Nicholas de aquella absurda elegancia, Wexford no pudo saberlo. Le había parecido ver en la muchacha los ojos preocupados y que la ansiedad en ellos no había desaparecido, pero ella se rió y su risa estaba llena de alegría.
– Ya os lo he dicho, esta noche salgo a cenar fuera. No espero llegar hasta tarde y sin duda me acompañarán a casa.
– Oh, Daisy… -El hombre no pudo contenerse. Su infelicidad se traslucía en su actitud pomposa-. Oh, Daisy, al menos podrías decirme con quién vas a ir a cenar. ¿Le conocemos? Si es una amiga, ¿no puedes traerla con nosotros?
Daisy dijo:
– Davina solía decir que si una mujer habla de una amistad o de «alguien» con quien trabaja o de «alguien» a quien conoce, la gente siempre creerá que se trata de otra mujer. Siempre. Decía que era porque en el fondo no quieren realmente que las mujeres tengan relaciones con el sexo opuesto.
– No tengo la más remota idea de qué estás diciendo -dijo Nicholas y Wexford se dio cuenta de que era cierto.
– Bueno, lo siento -intervino Joyce Virson-, pero no entiendo nada. Yo diría que una chica que tiene una relación con un hombre joven querría estar con él. -Empezaba a perder la paciencia y con ella el autocontrol. Siempre era una función de equilibrio trémulo-. La verdad es que cuando la libertad y mucho dinero caen en manos de la gente demasiado pronto, se les sube a la cabeza. Es el poder; el poder les vuelve locos. Es el mayor placer de la vida que muchas mujeres tienen, ejercer poder sobre algún pobre hombre cuyo único crimen es que resulta que ella le gusta. Lo siento, pero detesto estas cosas. -Se mostraba más agresiva, su voz estaba a punto de sobrepasar el límite del control-. Si eso es la liberación de la mujer o como quieran llamarlo, puedes quedártelo y buen provecho. No te servirá para encontrar un buen marido, eso lo sé.
– Madre -dijo Nicholas, con un destello de potencia. Habló a Daisy-. Vamos a ir a comer con… -nombró a unos amigos del lugar- y esperábamos que tú también vinieras. Tenemos que irnos muy pronto.
– No puedo ir. El señor Wexford está aquí para hablar conmigo. Es importante. Tengo que ayudar a la policía. ¿Habéis olvidado lo que ocurrió aquí hace cuatro semanas? ¿Lo habéis olvidado?
– Claro que no. ¿Cómo quieres que lo hayamos olvidado? Mamá no quería decir eso, Daisy. -Joyce Virson había vuelto la cabeza y sostenía un pañuelo junto a su cara mientras aparentaba contemplar con gran concentración los tulipanes recién abiertos en las macetas de la terraza-. Se había hecho la ilusión de que vendrías y también… bueno, también yo. Realmente creíamos que podríamos convencerte. ¿Podemos volver más tarde, cuando salgamos de almorzar? ¿Podemos pasar por aquí otra vez e intentar explicarte lo que hemos pensado?
– Por supuesto. Los amigos pueden visitarse siempre que quieren, ¿no? Tú eres mi amigo, Nicholas, eso lo sabes, ¿no?
– Gracias, Daisy.
– Espero que siempre seas mi amigo.
Era como si Wexford y Joyce Virson no estuvieran allí. Por un momento, los dos estuvieron solos, encerrados en lo que su relación era, había sido, cualesquiera secretos de emoción o acontecimientos que compartieran. Nicholas se puso de pie y Daisy le dio un beso en la mejilla. Entonces hizo una cosa curiosa. Se acercó a grandes pasos a la puerta del serré y la abrió de golpe. Bib quedó al descubierto al otro lado y dio un paso atrás aferrando un trapo de quitar el polvo.
Daisy no dijo nada. Cerró la puerta y se volvió a Wexford.
– Siempre escucha detrás de las puertas. Es una pasión en ella, una especie de adicción. Yo siempre sé que lo hace, la oigo empezar a respirar muy deprisa. Es extraño, ¿no? ¿Qué puede sacar de ello?
Volvió al tema de Bib y de escuchar detrás de las puertas en cuanto los Virson se hubieron ido.
– No puedo despedirla. ¿Cómo me las apañaría sin nadie? -De pronto habló como alguien que tuviera el doble de su edad, un ama de casa en orden de batalla-. Brenda me ha dicho que se van. Le dije que les había despedido en un momento de rabia, que no lo había dicho en serio, pero se van de todos modos. ¿Conoce a ese hermano de él que tiene el negocio de alquiler de coches? Ken trabajará con él, tienen intención de ampliar el negocio y pueden alquilar el otro piso, sobre la oficina de Fred. John Gabbitas ha estado tratando de comprar una casa en Sewingbury desde el pasado agosto y acaba de enterarse de que le han concedido la hipoteca. Seguirá ocupándose de los bosques, supongo, pero no vivirá aquí. -Emitió una especie de risita seca-. Estaré sola con Bib. ¿Cree usted que me asesinará?
– ¿No tienes ninguna razón para pensar… -empezó a preguntar, serio.
– Ninguna en absoluto. Simplemente tiene aspecto de tío, nunca habla y escucha detrás de las puertas. También es débil mental. Para ser una asesina realmente resulta muy buena limpiadora. Lo siento, no hace gracia. ¡Oh, Dios mío, parezco esa espantosa Joyce! Usted no cree que debería ir allí, ¿verdad? Ella me persigue.
– De todos modos no harías lo que yo pienso, ¿verdad? -Ella negó con la cabeza-. Entonces, no malgastaré saliva. Hay un par de cosas, como muy bien has adivinado, de las que me gustaría hablar contigo.
– Sí, desde luego. Pero antes tengo que decirle una cosa. Iba a hacerlo antes, pero ellos no callaban. -Sonrió con aire triste-. Joanne Garland ha telefoneado.
– ¿Qué?
– No ponga esa cara de asombro. Ella no lo sabía. No sabía nada de lo que había ocurrido. Llegó anoche y esta mañana ha ido a la galería y la ha encontrado cerrada, así que me ha telefoneado.
Wexford se dio cuenta de que Daisy quizá no era consciente de los temores que ellos tenían por Joanne Garland, tal vez no sabía nada aparte del hecho de que se había marchado a alguna parte. ¿Por qué iba a saberlo?
– Ella creía que telefoneaba a mamá. ¿No le parece espantoso? He tenido que decírselo. Ha sido la peor parte, contarle lo que había ocurrido. No me creía, al principio no me creía. Suponía que le gastaba una broma pesada. Esto ha sido… bueno, hace media hora. Justo antes de que llegaran los Virson.
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a>Transcend significa «rebasar». (N. de la T.)