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Ella estaba llorando.
Como lloraba al teléfono y hablaba de un modo incoherente y entrecortado por las lágrimas, él había cedido y, en lugar de pedirle que acudiera a la comisaría de policía, había dicho que iría él a verla. En la casa de Broom Vale se sentó en un sillón y Barry Vine en otro mientras Joanne Garland, incapacitada por la primera pregunta que le habían hecho, sollozaba con la cabeza sobre el brazo del sofá.
Lo primero en que se fijó Wexford cuando ella les hizo entrar en la casa era que tenía la cara magullada. Eran viejas señales, que se estaban curando, pero quedaban vestigios, verdosos, amarillentos, contusiones alrededor de la boca y la nariz, rasguños más oscuros, moretones en los ojos y la línea del pelo. Sus lágrimas no podían disfrazarlo, y tampoco eran consecuencia de las lágrimas.
¿Dónde había estado? Wexford se lo preguntó antes de que se sentaran y la pregunta produjo más lágrimas. Ella respondió entre jadeos:
– América, California -y se arrojó al sofá inundada en lágrimas.
– Señora Garland -dijo Wexford al cabo de un rato-, procure controlarse. Le traeré un vaso de agua.
Ella se irguió, con el rostro bañado en lágrimas.
– No quiero agua -dijo a Vine-. ¿Podría darme un whisky? En ese armario. Los vasos están ahí. Tómense uno. -Un sollozo ahogado cortó el final de la última palabra. De un gran bolso de cuero rojo que había en el suelo sacó un puñado de pañuelos de papel de colores y se enjugó el rostro-. Lo siento. Pararé. Cuando haya tomado una copa. Dios mío, qué impresión.
Barry le mostró la botella de soda que había encontrado. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza y tomó un sorbo del whisky solo. Parecía haber olvidado la oferta que les había hecho a ellos, que en cualquier caso habría sido rechazada. El whisky, evidentemente, fue recibido con agrado. El efecto que produjo en ella fue bastante distinto del que habría producido en alguien que raras veces bebiera alcohol. No era como si necesitara un trago -es decir, beber algo alcohólico- sino como si tuviera sed. Un tipo esencial de sed que era calmada con lo que bebía y que la alivió por completo.
Volvió a sacar pañuelos de papel y se secó la cara, pero esta vez lo hizo con cuidado. Wexford pensó que parecía notablemente joven para tener cincuenta y cuatro años, o si no exactamente joven, tenía la cara notablemente tersa. Podría ser una mujer de treinta y cinco cansada y bastante ajada. Sin embargo, sus manos eran las de una mujer mayor, telarañas de tendones fibrosos, venas sobresalientes. Vestía un traje de punto de color verde y llevaba una gran cantidad de bisutería. Tenía el pelo de un brillante dorado pálido, su figura bien formada si no esbelta, las piernas excelentes. A los ojos de cualquiera era una mujer atractiva.
Respirando profundamente, tomando sorbos del whisky, sacó del bolso una polvera y un pintalabios y se retocó el maquillaje. Wexford vio que la mirada se detenía en la peor de las contusiones, una de debajo del ojo izquierdo. Se la tocó con la punta del dedo antes de aplicar polvos en un intento por disimularla.
– Hay muchas cosas que nos gustaría preguntarle, señora Garland.
– Sí. Supongo. -Vaciló-. No lo sabía, no tenía ni idea. No publican noticias del extranjero en los periódicos norteamericanos. A menos que sea una guerra o algo así. No apareció nada de esto. Me he enterado cuando he telefoneado a esa chiquilla, la hija de Naomi. -El labio le tembló cuando pronunció ese nombre. Tragó saliva-. Pobrecita. Supongo que debería sentir lástima por ella, debería haberle dicho que lo sentía, pero me ha dejado anonadada. Apenas podía hablar.
– No avisó a nadie de que se iba. No se lo mencionó a su madre ni a sus hermanas -expuso Vine.
– Naomi lo sabía.
– Tal vez. -Wexford no dijo lo que sentía, que jamás conocerían la verdad de ello, ya que Naomi estaba muerta. Lo que menos deseaba era una nueva lluvia de lágrimas-. ¿Le importaría decirnos cuándo se marchó y por qué?
Ella replicó, como hacen los niños:
– ¿Tengo que hacerlo?
– Sí, me temo que sí. A la larga. Quizá le gustaría pensar su respuesta. Tengo que decirle, señora Garland, que su desaparición nos ha causado considerables problemas.
– ¿Podría servirme un poco más de whisky, por favor? -Tendió el vaso vacío a Vine-. Sí, está bien, no es necesario que me mire así, me gusta beber pero no soy alcohólica. En especial me gusta beber en momentos de tensión. ¿Hay algo malo en ello?
– No es asunto mío responder a sus preguntas, señora Garland -dijo Wexford-. Estoy aquí para que usted pueda responder a las mías. Ha sido una cortesía venir aquí. Y quiero que sea usted capaz de contestar. ¿Queda claro? -Hizo un gesto con la cabeza a Vine, que estaba de pie con el vaso en la mano y una expresión de fastidio en la cara. Joanne Garland parecía asustada y malhumorada-. Muy bien. Se trata de un asunto muy serio. Quiero que me diga cuándo llegó a casa y qué hizo.
Ella respondió de mala gana:
– Llegué ayer por la tarde. Bueno, el avión de Los Ángeles llega a Gatwick a las dos y media, pero llegó con retraso. No pasamos por la aduana hasta las cuatro. Tenía intención de tomar el tren pero estaba demasiado cansada, agotada, así que tomé un coche. Llegué aquí hacia las cinco. -Les miró con dureza-. Tomé una copa; bueno, dos o tres. Las necesitaba, se lo aseguro. Me fui a dormir. Dormí doce horas.
– Y esta mañana ha ido a la tienda y la ha encontrado cerrada y con aspecto de haberlo estado durante un largo período.
– Así es. Me he puesto furiosa con Naomi… que Dios me perdone. Oh, sé que podía haber preguntado a alguien, podía haber telefoneado a una de mis hermanas. Ni se me ha cruzado por la mente. Sólo he pensado: Naomi lo ha liado todo otra vez; en fin, como he dicho, que Dios me perdone. No tenía las llaves de la tienda, pensaba que estaría abierta, así que he vuelto a casa y he telefoneado a Daisy. Bueno, yo creía que telefoneaba a Naomi para echarle una bronca. Daisy me lo ha contado. Pobre criatura, debe de haber sido un infierno tener que contármelo, revivirlo todo otra vez.
– La tarde en que usted se marchó, el 11 de marzo, fue a visitar a su madre a la Residencia de jubilados de Caenbrook entre las cinco y las cinco y media. ¿Hará el favor de decirnos qué hizo después?
Suspiró, lanzó una mirada al vaso vacío que Vine había colocado sobre la mesa y se pasó la lengua por los labios recién pintados.
– Terminé de preparar mi equipaje. Me iba al día siguiente, el doce. El vuelo no salía hasta las once de la mañana y tenía que facturar a las nueve y media, pero pensé: iré esta noche, ¿y si los trenes llevan retraso por la mañana? Fue una decisión que tomé realmente de improviso. Cuando hacía el equipaje. Pensé: llamaré a un hotel de Gatwick para ver si tienen habitación, y lo hice y la tenían. Había prometido ir a ver a Naomi, aunque en realidad ya lo habíamos preparado todo durante el día. Y no íbamos a hacer las cuentas, Naomi dijo que ella llevaría el IVA al día. Pero dije que iría sólo para demostrar buena voluntad… -La voz le falló-. Bueno, todo esto. Pensé: Iré a Tancred, pasaré media hora con Naomi y después iré a casa y luego a la estación. La estación está a cinco minutos a pie de aquí.
Este dato Wexford lo conocía muy bien y no hizo ningún comentario. Fue Vine quien insistió:
– No entiendo por qué tuvo que irse aquella noche. Si el avión no salía hasta las once. Aunque tuviera que facturar hacia las nueve y media. Sólo está a media hora de tren como mucho.
Ella le lanzó de soslayo una mirada ofendida. Era evidente que a Joanne Garland le desagradaba el sargento de Wexford.
– Si tiene que saberlo, no quería correr el riesgo de ver a nadie por la mañana. -La expresión de Vine permaneció inmutable-. Está bien, no se esfuerce en comprenderlo. No quería que la gente me viera con maletas, no quería que me preguntaran, que me telefonearan mis hermanas… ¿lo entiende?
– Dejaremos de momento el misterioso viaje mágico, señora Garland -dijo Wexford-. ¿A qué hora fue a Tancred House?
– A las ocho menos diez -respondió sin vacilar-. Siempre sé la hora de las cosas. Estoy muy pendiente de la hora. Y nunca llego tarde. Naomi siempre intentaba que fuera allí más tarde, pero era sólo por su madre. Me dejaba recados en el contestador automático, pero estaba acostumbrada a ello; los martes nunca escuchaba los mensajes. ¿Por qué no podía yo ser considerada igual que lady Davina? Oh, Dios mío, ahora está muerta, no debería decir eso. Bueno, como he dicho, salí a las ocho menos diez y llegué allí a las ocho y diez. De hecho, y once. Miré mi reloj cuando llamaba a la puerta.
– ¿Hizo sonar la campana?
– Una y otra vez. Yo sabía que me oían. Sabía que estaban allí. Quiero decir, creía que lo sabía. -El color desapareció de su rostro y lo dejó blanco como la cera-. Estaban muertos, ¿verdad? Acababa de ocurrir. Dios mío. -Wexford la observó mientras ella cerraba brevemente los ojos y tragaba saliva. Le dio tiempo. Luego, ella dijo con una voz diferente, más gruesa-: Las luces estaban encendidas en el comedor. Oh, Dios mío, perdóname, pensé, Naomi ha dicho a Davina que hemos hecho todo lo que era necesario hacer y Davina ha dicho: en ese caso es hora de que esa mujer aprenda a no molestarme mientras estoy cenando. Ella era así, diría eso.
Acudió a su mente un recuerdo nítido de lo que había ocurrido a Davina Flory. Joanne Garland se llevó la mano a la boca.
Para frustrar cualquier otra petición de perdón a Dios, Wexford se apresuró a preguntar:
– ¿Volvió a llamar?
– Llamé tres o cuatro veces seguidas. Fui a la ventana del comedor pero no vi nada. Las cortinas estaban corridas. Yo estaba un poco enfadada. Suena terrible decir eso ahora. Pensé: Está bien, no me quedaré por aquí, y no lo hice. Me marché a casa.
– ¿Así tal cual? ¿Fue hasta allí y después, porque no le abrían la puerta, se volvió a casa?
Barry Vine recibió una mirada muy irritada.
– ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Echar la puerta abajo?
– Señora Garland, por favor, piense con atención. ¿Se cruzó con algún vehículo o vio algún vehículo cuando se dirigía hacia Tancred?
– No, seguro que no.
– ¿Por dónde fue?
– ¿Por dónde? Por la verja principal, por supuesto. Siempre iba por allí. Quiero decir, sé que hay otro camino, pero nunca lo he utilizado. Es un sendero muy estrecho.
– ¿Y no vio ningún otro vehículo?
– No, ya se lo he dicho. Casi nunca veía a nadie, de todos modos. Bueno, creo que me encontré con John nosequé una vez, Gabbitas. Pero de eso hace meses. Decididamente no me crucé con nadie el once de marzo.
– ¿Y al regresar?
Ella negó con la cabeza.
– No me crucé con ningún vehículo ni vi ninguno ni al ir ni al volver.
– Mientras estuvo en Tancred, ¿había otro coche o furgoneta o vehículo de alguna clase aparcado frente a la casa?
– Claro que no. Siempre dejan sus coches en otro sitio. Oh, ya entiendo a qué se refiere, oh Dios mío…
– ¿No dio la vuelta a la casa?
– ¿Quiere decir si pasé por delante del comedor? No, no, no lo hice.
– ¿No oyó nada?
– No sé a qué se refiere. ¿Qué se habría podido oír? Ah, sí, sí. Disparos. No, por Dios, no.
– Cuando se marchó, ¿qué hora sería? ¿Quizá las ocho y cuarto?
Ella respondió con voz baja y suave:
– Ya se lo he dicho, siempre sé la hora. Eran las ocho y dieciséis minutos.
– Si ello le ayuda, ya puede tomarse otra copa, señora Garland.
Si esperaba que Barry le sirviera, esperó en vano. Exhaló un teatral suspiro y fue al armario de las bebidas.
– ¿Seguro que no quieren una?
Lo preguntó de manera evidente sólo a Wexford.
– ¿Podría decirme cómo se hizo esas contusiones en la cara? -preguntó él.
Con el vaso apoyado en el regazo, permanecía sentada erguida en el sofá con las rodillas apretadas. Wexford trató de leerle el rostro. ¿Era timidez lo que veía en él? ¿O turbación? En cualquier caso, no el recuerdo de alguna clase de maltrato.
– Casi han desaparecido -dijo al fin-. Apenas se notan. No quería volver a casa hasta estar segura de que habían desaparecido.
– Yo se las veo -dijo Wexford con franqueza-. No dudo que estoy equivocado, pero da la impresión de que alguien le hubiera golpeado salvajemente su bonito rostro hace unas tres semanas.
– Ha acertado la fecha -dijo ella.
– Nos lo va usted a contar, señora Garland. Hay otras muchas cosas que nos contará, pero empezaremos por lo que le pasó a su cara.
Habló atropelladamente:
– Me he sometido a cirugía estética. En California. Me alojé en casa de una amiga. Allí es corriente, todo el mundo se lo hace; bueno, no todo el mundo. Mi amiga lo hizo y me dijo que fuera y que me quedara con ella y fuera a esta clínica…
Wexford la interrumpió empleando el único término que le resultaba familiar:
– ¿Quiere decir que se ha hecho estirar la cara?
– Eso es -dijo malhumorada-, y los párpados y el labio superior y todo eso. Bueno, no podía hacérmelo aquí. Todo el mundo lo habría sabido. Quería irme, quería ir a algún sitio cálido y no me gustaba… bueno, si han de saberlo, ya no me gustaba mi cara, ¿de acuerdo?
Las cosas empezaban a ponerse en su sitio con mucha rapidez. Wexford se preguntó si llegaría un día en que Sheila querría algo así y temió que así sería. De todos modos, ¿se podía uno burlar de Joanne Garland o desaprobarla? Podía permitirse ese lujo y sin duda había logrado lo que pretendía. Comprendió entonces por qué no quería que la chismosa familia lo supiera o que los vecinos se dieran cuenta, así que se presentaría ante ellos con un fait accompli ante el que podrían reaccionar atribuyéndole su nuevo aspecto a la buena salud o a que la edad se había portado bien con ella, cosa que raras veces ocurre. Naomi, con su despiste y modo de obrar como si estuviera en otro mundo, podía saberlo. En alguien tenía que confiar Joanne, para que ocupara su puesto y llevara la tienda. ¿Quién mejor que Naomi, que conocía el negocio y cuya reacción ante una cara estirada podría no ser diferente de la de otra mujer ante un cabello teñido o un dobladillo acortado?
– Supongo que no han hablado con mi madre -dijo Joanne Garland-. Bueno, ¿por qué iban a hacerlo? Pero si lo hubieran hecho sabrían por qué no quería que ella se enterara de algo así.
Wexford no respondió.
– ¿Ahora van a dejarme?
Él asintió.
– De momento. El sargento Vine y yo vamos a almorzar. Usted probablemente querrá descansar, señora Garland. Me gustaría verla más tarde. Hemos instalado un centro de coordinación en Tancred House. La veré allí a… ¿qué le parece las cuatro y media?
– ¿Hoy?
– Hoy a las cuatro y media, por favor… Yo de usted llamaría a Fred Harrison. No querrá usted conducir sobrepasando el límite permitido, ¿verdad?
Más flores en el poste de la verja. Esta vez tulipanes rojos, unos cuarenta, calculó Wexford, con los tallos ocultos por las cabezas de los de debajo, la masa entera colocada sobre un cojín de verdes ramas para formar un rombo. Barry Vine le leyó lo que ponía la tarjeta:
– «Cuando las más duras piedras se vieron sangrar.»
– Cada vez es más curioso -comentó Wexford-. Barry, cuando haya terminado con la señora Garland, quiero que tú y yo hagamos un experimento.
Mientras avanzaban por el bosque, telefoneó a casa y habló con Dora. Tal vez se retrasaría. Oh, no, Reg, esta noche no, no puedes, es la inauguración de la casa de Sylvia. ¿Lo había olvidado? Sí. ¿A qué hora tenían que estar allí? A las ocho y media como muy tarde.
– Si no puedo llegar antes, estaré en casa hacia las ocho.
– Saldré a comprarle algo. Champán, a menos que se te ocurra algo más interesante.
– Sólo una almohada de cuarenta tulipanes rojos, pero estoy seguro de que preferirá el champán. Supongo que Sheila no ha telefoneado.
– Te lo habría dicho.
El bosque tenía un tono verde brillante, recobrando vida con la primavera. En los largos valles verdes entre los árboles, flores blancas y amarillas punteaban la hierba. Se percibía un aroma acebollado procedente del ajo silvestre con sus rígidas hojas del color del jade y capullos como de lirio. Un arrendajo, rosa y con manchas azules, volaba bajo las ramas de los robles, emitiendo su estridente grito. La lluvia que caía mansamente llenaba el bosque de un suave susurro crujiente.
Salieron al terreno abierto, cruzaron el espacio en el muro bajo. Un súbito aumento de la potencia de la lluvia cayó en forma de violento chubasco; el agua golpeaba las piedras, se derramaba por el parabrisas y los costados del coche. A través de la estremecedora grisura, Wexford vio el coche de Joyce Virson otra vez frente a la puerta principal. Tuvo una repentina premonición de que había en perspectiva algo importante, pero la rechazó por absurda. Aquello que sentía no significaba nada.
Fue a los establos, pensando en el remitente de las flores, en John Gabbitas que nunca había mencionado sus planes de comprarse una casa, en la deserción de los Harrison, en aquella extraña mujer medio boba que escuchaba detrás de las puertas. ¿Alguna de aquellas anomalías tenía importancia en el caso?
Cuando llegó Joanne Garland, la llevó al rincón donde se habían colocado los dos sillones de Daisy. Después de su anterior encuentro, ella se había aplicado una gran cantidad de maquillaje y polvos en la cara. El hecho de que él conociera la razón de su viaje le hacía sentirse cohibida. Le miró con aire ansioso y se sentó en uno de los sillones, manteniendo la mano en la mejilla con intención de ocultar el peor moratón.
– George Jones -dijo él-. Gunner Jones. ¿Le conoce?
Debía de estarse volviendo ingenuo, Wexford. ¿Qué esperaba? ¿Un profundo sonrojo? ¿Otra explosión de llanto? Ella le miró del modo en que él la habría mirado si le hubiera preguntado si conocía al doctor Perkins.
– Hace años que no le he visto -respondió-. Le conocía. Éramos compañeros, él y Naomi y yo y Brian, mi segundo esposo. Como he dicho, no le he visto desde que él y Naomi se separaron. Le he escrito un par de veces… ¿es ahí adonde quiere llegar?
– ¿Le escribió sugiriéndole que él y Naomi Jones volvieran a vivir juntos?
– ¿Eso es lo que él les ha dicho?
– ¿No es cierto?
Ella hizo una pausa para pensar. Una uña pintada de rojo rascó la línea del pelo. Quizá la cicatriz invisible le picaba.
– Lo es y no lo es. La primera vez que le escribí fue por ese motivo. Naomi estaba un poco… bueno, triste, como deprimida. En una o dos ocasiones me dijo que quizá debería haber intentado esforzarse más con Gunner. Cualquier cosa era mejor que la soledad. Así que le escribí. Él no me contestó. Encantador, pensé. Aun así, por entonces me di cuenta de que no era tan buena idea. Me había precipitado un poco. La pobre Naomi no estaba hecha para el matrimonio. Bueno, para las relaciones en general. No quiero decir que le gustaran las mujeres. Ella estaba mejor sola, ocupándose de sus cosas, sus pinturas y todo eso.
– Pero usted volvió a escribirle, a finales del pasado verano.
– Sí, pero no para hablarle de eso.
– ¿Para hablarle de qué, entonces, señora Garland?
¿Cuántas veces había oído las palabras que ella estaba a punto de pronunciar? Podía predecirlas, la forma exacta de la objeción.
– No tiene nada que ver con este asunto.
Él respondió como hacía siempre:
– Eso lo juzgaré yo.
De pronto ella se enojó.
– No quiero decirlo. Me da vergüenza. ¿No puede entenderlo? Ellos están muertos, no importa. En cualquier caso, no era nada de… ¿cómo lo llaman ustedes?… maltrato, violencia. Quiero decir, es ridículo, aquellos dos viejos. Oh, Dios mío, es tan estúpido. Estoy cansada y no tiene nada que ver con nada de esto.
– Me gustaría saber qué decía la carta, señora Garland.
– Quiero ver a Daisy -dijo ella-. Debo ir a la casa y ver a Daisy y decirle que lo lamento. Por el amor de Dios, yo era la mejor amiga de su madre.
– ¿Ella no lo era de usted?
– No tergiverse mis palabras constantemente. Ya sabe a lo que me refiero.
Él sabía a qué se refería.
– Tengo mucho tiempo, señora Garland. -No lo tenía, tenía que asistir a la fiesta de Sylvia. Aunque se derrumbaran los cielos, tenía que asistir a esa fiesta-. Vamos a quedarnos aquí, en estos dos cómodos sillones, hasta que decida contármelo.
Por entonces, de todas maneras, aparte de que era pertinente para el caso, se moría por saberlo. Ella no sólo había despertado su curiosidad con sus evasivas; le había puesto los nervios de punta.
– Supongo que no es personal -añadió-. No es algo referente a usted. No tiene que sentir vergüenza.
– Está bien, lo diré. Pero comprenderá lo que le digo cuando se lo cuente. Gunner tampoco contestó esa carta, por cierto. Buen padre es. Bueno, debería haberlo sabido, ya que nunca se tomó el más mínimo interés por la pobre niña desde que se largó.
– ¿Se trata de Daisy? -preguntó Wexford, inspirado.
– Sí, sí.
– Naomi me lo contó -dijo Joanne Garland-. Quiero decir, tenían que haber conocido a Naomi para comprender cómo era. Ingenua no es la palabra exacta, aunque también lo era. Era como distinta de la otra gente, distraída, no se enteraba de lo que ocurría. Supongo que no me explico bien. Ella no actuaba como las otras personas, así que no supongo que supiera cómo actuaban las otras personas. No cuando hacían cosas que eran… bueno, que estaban mal o que eran desagradables. Y ni siquiera sabía cuándo hacían algo… algo hábil o especial tampoco. ¿Me explico?
– Claro que sí.
– Empezó a hablar de este asunto un día cuando estábamos en la tienda. Quiero decir, habló de ello como si me contara que Daisy salía con un chico nuevo o que iba a realizar algún viaje escolar al extranjero. Así es como lo planteó. Dijo… voy a intentar recordar sus palabras exactas… sí, dijo: «Davina cree que estaría bien que Harvey hiciera el amor con Daisy. Para iniciarla, por decirlo de alguna manera. Iniciarla. Ésa es la palabra. Porque Harvey es un amante maravilloso. Y no quiere que Daisy tenga que pasar por lo que le ocurrió a ella». ¿Entienden por qué me daba vergüenza contarlo?
Wexford no se asombró pero comprendió que era asombroso.
– ¿Qué respondió usted?
– Espere. No he terminado. Naomi dijo que la cuestión era que Davina era demasiado vieja ya para… bueno, no es necesario que lo especifique, ¿no? Físicamente, para entendernos. Y eso la preocupaba porque Harvey (esto es lo que decía Davina) todavía era un hombre joven y vigoroso. ¡Puaj!, pensé yo. Davina creía en realidad, aparentemente, que sería magnífico para los dos y ella y Harvey lo habían sugerido. Bueno, ella se lo dijo a la chica y aquel mismo día el horrible Harvey más o menos se le insinuó.
– ¿Qué dijo Daisy?
– Que se fuera a hacer gárgaras, supongo. Eso es lo que dijo Naomi. Quiero decir, Naomi no estaba indignada ni nada. Sólo dijo que Davina estaba loca por el sexo, siempre lo había estado, pero que debería comprender que no todo el mundo sentía igual que ella. Pero Naomi no hizo lo que yo habría hecho… si hubiera sido mi hija, si hubiera tenido una hija. Ella se limitó a decir, como si hablara de alguna diferencia de opinión que pudiéramos tener, como por ejemplo si íbamos a tener ropa en la galería o no, se limitó a decir que era cosa de Daisy. Yo me enfurecí. Dije muchas cosas acerca de que Daisy corría un peligro moral, todo eso, pero no sirvió de nada. Entonces fui a ver a Daisy. Me la encontré cuando ella salía del colegio, le dije que se me había estropeado el coche y si me llevaba a casa.
– ¿Habló de esto con ella?
– Sí. Ella se echó a reír pero se notaba que estaba… disgustada. Nunca le había gustado mucho Harvey y me dio la impresión de que su abuela la había desilusionado. No dejaba de repetir que no habría esperado eso de Davina. No le importaba para nada que yo lo supiera, estuvo muy dulce, es una chica muy dulce. Y eso más o menos lo empeoraba.
»Se iban todos de vacaciones. Realmente me preocupaba, no sabía qué más podía hacer. No podía quitarme de la cabeza la imagen del viejo Harvey… bueno, violándola. Era una tontería, lo sé, porque supongo que no podría hacerlo y de todos modos, ellos no eran de esa clase.
Wexford no tenía una idea clara de a qué clase se refería pero no interrumpió. Toda la vergüenza y reticencia iniciales de Joanne Garland habían desaparecido mientras contaba entusiasmada su historia.
– Estaban a punto de regresar cuando me tropecé con ese chico, Nicholas… ¿Virson, se llama? Yo sabía que era una especie de novio de Daisy, lo más parecido que había tenido a un novio, y pensé decírselo. Lo tenía en la punta de la lengua pero él es tan tonto y pomposo que me imaginé que se pondría colorado y se defendería fanfarroneando. Así que no se lo dije. Se lo conté a Gunner. Le escribí una carta.
»Al fin y al cabo, es su padre. Creí que incluso el maldito Gunner haría algo. Pero estaba equivocada. No podía importarle menos. Tuve que confiar en Daisy, bueno, en su sensatez. Y no era una niña, realmente, tenía diecisiete años. Pero ese Gunner… ¿qué clase de maldito padre es?
Siete armerías en las páginas amarillas de Kingsmarkham, cinco en Stowerton, tres sólo en Pomfret, otras doce en los alrededores.
– Es asombroso que nos quede fauna -dijo Karen Malahyde-. ¿Qué estamos buscando exactamente?
– Alguien que hubiera dado trabajo a Ken Harrison a tiempo parcial y le hubiera enseñado a cambiar el cañón de una pistola y le prestara las herramientas.
– Está usted de broma, ¿verdad, señor?
– Me temo que sí -respondió Burden.