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Fred Harrison le pasó en su taxi cuando conducía hacia la verja principal. De camino a recoger a Joanne Garland, y a dar el pésame a Daisy, pensó mientras devolvía el saludo al hombre. ¿Pésame? Sí, ¿por qué no? Era asombroso qué abusos soportaba el amor. Sólo había que ver las esposas e hijos maltratados. Ella probablemente había mantenido el antiguo temor reverente lleno de admiración hacia su abuela, moderado como estaba por un afecto real, y en cuanto a Harvey, nunca le había gustado. Respecto a su madre, estas personas como Naomi Jones, excéntricas en su irrealidad, su suave pasividad satisfecha, a menudo eran adorables.
Lo que Wexford sabía, y Joanne Garland probablemente no, eran las revelaciones de las cartas citadas en el artículo del Sunday Times. El primer matrimonio no consumado con Desmond Flory. Aquellos años de vida «como hermanos», la imposibilidad en aquella época y aquel ambiente de buscar ayuda. Los mejores años de su vida sexual, en estimación de cualquiera, de los veintitrés a los treinta y tres desperdiciados, perdidos, quizá jamás compensados adecuadamente más adelante. Y hacia el final de la guerra, en aquellos días últimos antes de que mataran a Desmond Flory, tuvo lugar el encuentro con un amante, el hombre que sería el padre de Naomi.
La insólita energía de aquellos años que había entregado a la plantación de aquellos bosques. Era interesante especular sobre si los bosques existirían ahora si Flory no hubiera sido impotente con su esposa. Wexford se preguntaba si la avidez sexual de Davina Flory no era debida a diez años de frustración, si siempre habían permanecido en su pasado aquellos años, vacíos. Ella sabía que ocurriera lo que ocurriere en el futuro, nunca podrían ser llenados, la brecha jamás se cerraría.
Ella había querido evitar algo así a Daisy. Era una visión caritativa. A Wexford se le ocurrían tantas otras consecuencias desastrosas de un enlace entre Daisy y el esposo de su abuela, que la visión caritativa se presentaba como era: una excusa vacía. Ella debería saber que no era así, se dijo para sus adentros. El buen gusto y la decencia común deberían haberle enseñado que no estaba bien, esto y algo de lo que ella se ufanaba tanto: la conducta civilizada.
¿Quién había sido el amante? ¿Quién era este hombre que, como el príncipe de la historia, había cabalgado para libertar a la mujer en el bosque dormido? Algún compañero escritor, supuso, o un académico. No era difícil imaginarse a Davina en el papel de lady Chatterley y al padre de Naomi como un criado de la finca.
La lluvia había cesado. El bosque estaba húmedo y neblinoso pero cuando Wexford salió del camino forestal y se encaminaba hacia Kingsmarkham, había salido el sol. El atardecer era apacible y cálido, con todas aquellas nubes dibujadas como densas masas onduladas en el horizonte. El coche salpicó al pasar por un charco que quedaba en el camino de su garaje. Encontró a Dora al teléfono y alimentó esperanzas, pero ella le despidió con un rápido gesto con la cabeza. Sólo se trataba del padre de Neil, que le preguntaba si quería que la llevara en su coche.
– ¿Y yo qué? ¿Por qué no iba yo a querer que me llevaran?
– Suponía que tú no ibas. La gente da por supuesto, querido, que en general no asistes a ninguna fiesta.
– Claro que voy a ir a la fiesta de inauguración de la casa de mi hija.
Era irrazonable perder los estribos por esto. Wexford era lo bastante psicólogo para saber que si estaba alterado era debido a la culpabilidad. Culpabilidad porque no hacía a Sylvia el caso que merecía, la quería por rutina, la ponía en segundo lugar después de su hermana, tenía que obligarse a pensar en ella porque iba camino de olvidar su existencia. Subió al piso de arriba y se cambió. Tenía intención de ponerse una chaqueta deportiva y pantalones de pana, pero los rechazó en favor de su mejor traje, en realidad, su único buen traje.
¿Por qué se preocupaba tanto por aquella estúpida muchacha, aquella Sheila ridículamente afectada y teatral? Utilizar estos terribles adjetivos referidos a ella, aun para sí mismo, estuvo a punto de hacerle lamentarse en voz alta. Solo en el vestíbulo, tomó el teléfono y marcó el número de ella. Sólo por si acaso. Cuando sonó más de tres veces y la voz grabada no se había oído, sintió renacer la esperanza. Pero no respondió nadie. Lo dejó sonar veinte veces y colgó.
Dora le dijo:
– Eres muy listo. -Y añadió-: No hará ninguna tontería, lo sabes.
– Ni siquiera había pensado en ello -dijo, aunque sí lo había hecho.
La casa que Sylvia y su esposo se habían comprado se hallaba en el otro extremo de Myfleet, a unos veinte kilómetros. Había sido una rectoría en los tiempos en que a la Iglesia de Inglaterra no le importaba ceder una mansión húmeda, fría y con diez dormitorios por quinientas libras al año. Sylvia y Neil lo habían querido, sentían el desdén de finales del siglo veinte hacia todo lo suburbano y no habían parado hasta que pudieron permitirse abandonar su casa adosada de cinco dormitorios. Estas ansias por una «auténtica casa» era una de las pocas cosas en que estaban de acuerdo, como habían observado Wexford y Dora en una reciente discusión. Pero ninguna pareja incompatible habría podido tener más ganas de seguir juntos que estos dos, acumulando cada vez más posesiones, ingeniándoselas para depender cada vez más de los servicios y el apoyo del otro.
Sylvia, ahora que tenía su título de la Universidad a Distancia tenía un trabajo bastante bueno en el departamento de Educación del condado. A ella parecía gustarle poner impedimentos en su propio camino, así que tenía que confiar en la presencia de Neil y en sus promesas, de la misma manera que él aceptaba más diversiones y más viajes al extranjero para poder confiar en los de ella. Pero comprar esta casa, a dieciséis kilómetros de donde ella trabajaba y en la dirección opuesta al colegio de su nieto, a Wexford le parecía que era ir demasiado lejos. Hizo esta observación a Dora mientras conducía con atención por los sinuosos caminos que llevaban a Myfleet.
– La vida ya es de por sí lo bastante dura para convertirla en una carrera de obstáculos.
– Sí. ¿Se te ha ocurrido que Sheila podría estar ahí esta noche? Está invitada.
– No estará.
En efecto, no estaba. Sylvia le dijo que su hermana no iba a ir -bueno, le había dicho una semana atrás que no iba a ir- antes de que él pudiera preguntar. De todos modos, él no habría preguntado. Por escenas y espectáculos de amargo resentimiento ocurridos con anterioridad conocía las consecuencias de preguntar.
– Estás muy elegante, papá.
Él le dio un beso, dijo que la casa era encantadora, aunque parecía más grande y más severa de lo que la recordaba del día en que la había visto, pero no se podía negar que era un lugar magnífico para celebrar una fiesta. Entró en la sala de estar, que ya estaba atestada. Todo el lugar necesitaba decoración, pedía a gritos con lágrimas heladas calefacción central. Un gran leño en la chimenea victoriana imitación baronial tenía buen aspecto y el calor de cincuenta cuerpos proporcionarían calidez. Wexford saludó a su yerno y aceptó un vaso de Highland Spring, muy adornado con hielo, rodajas de lima y hojas de menta.
Todo el mundo sabía quién era. No era exactamente intranquilidad lo que percibía al moverse entre ellos sino más bien precaución, un control de sí mismos, un somero autoexamen. Esto era más cierto ahora que en ocasiones anteriores, con la campaña en curso contra el beber y conducir, y vio a algunos hombres mirar el vaso que contenía dos dedos de whisky mientras se preguntaban si podrían hacerlo pasar por zumo de manzana o dar la vieja justificación: conduce mi esposa.
Entonces vio a Burden. El inspector formaba parte de un grupo que incluía a Jenny y a algunas compañeras educadoras de Sylvia y permanecía en silencio, con un gran vaso en la mano que realmente contenía zumo de manzana. Si no era que Mike se había vuelto loco y había pedido media pinta de escocés. Se encaminó hacia allí, pues había encontrado a un compañero agradable para pasar el mejor rato de la velada.
– Estás muy elegante.
– Eres el tercero que encuentra adecuado comentar mi aspecto. En otras palabras: ¿En general voy tan desastroso? ¿Soy el modelo principal de la pasarela de Oxfam [12]?
Burden no respondió pero ofreció a Wexford una de sus pequeñas medio sonrisas tensas alzando un poco las cejas. Él iba vestido con un jersey de cachemir gris oscuro sobre un cuello cisne, cazadora de seda lavada gris oscuro y vaqueros de diseño, aunque quizá no había logrado el efecto deseado. Al menos, no a los ojos de Wexford.
– Ya que estamos metidos en observaciones personales -dijo Wexford-, ese atuendo te hace parecer un vicario a la moda. El ocupante adecuado de esta casa. Es por el alzacuellos.
– Oh, tonterías -dijo Burden malhumorado-. Siempre dices algo así, sólo porque no parezco invariablemente como si llevara la palabra «bofia» estampada en la cara. Ven, trae tu vaso. Esta casa es un auténtico laberinto, ¿no te parece?
Se encontraban en un lugar que en otro tiempo podría haber sido sala de mañana, cuarto de costura, estudio o «salón pequeño». En un rincón ardía una estufa de petróleo, que producía mucho olor pero no mucho calor.
Wexford dijo:
– Mira estas cosas que hay en mi vaso. Parecen canicas. ¿Cómo las llamarías? Cubitos de hielo no, porque son redondas. ¿Y esferas de hielo?
– Nadie entendería lo que querías decir. Dirías «cubitos de hielo redondos».
– Pero eso es una contradicción, tendrías que…
Burden le interrumpió con firmeza.
– El jefe ha telefoneado mientras estabas con esa mujer, Joanne. Le he hablado. Dice que es una farsa hablar de una «habitación del asesinato» cuatro semanas después del suceso y quiere que abandonemos Tancred a finales de semana.
– Lo sé. Tengo una cita con él. De todas maneras, ¿quién lo llama «habitación del asesinato»?
– Karen y Gerry cuando contestan al teléfono. Peor que eso. He oído a Gerry decir: «Habitación de la matanza, dígame».
– No importa mucho. No es necesario que estemos allí. Creo que lo tengo a mi alcance, Mike, no puedo decir más. Necesito que una o dos cosas se coloquen en su lugar, necesito una chispa de ilustración…
Burden le miraba con aire suspicaz.
– Yo necesito mucho más que eso, te lo aseguro. ¿Te das cuenta de que ni siquiera hemos pasado la primera valla, que es cómo se marcharon de Tancred sin que nadie les viera?
– Sí. Daisy efectuó su llamada de emergencia a las ocho y veintidós minutos. Esto, dice ella, fue entre cinco y diez minutos después de que se marcharan. Pero no lo sabe y en verdad es una estimación muy somera. Si fueron diez minutos, el tiempo máximo que yo calcularía, debieron de irse a las ocho y doce, lo cual es cuatro minutos antes de que Joanne Garland se marchara. Yo creo a esa mujer, Mike. Creo que sabe las horas como todos esos adictos a la puntualidad. Si ella dice que se fue a las ocho y dieciséis minutos, seguro que se fue a esa hora.
»Pero si se marcharon a las ocho y doce, ella tenía que verles. Es la hora en que dice que estaba en la parte delantera de la casa, intentando ver por la ventana del comedor. Así que se marcharon más tarde y Daisy tardó más bien cinco minutos que diez en llegar al teléfono. Digamos que se marcharon a las ocho y diecisiete o dieciocho. En ese caso, debieron de seguir a Joanne Garland y se podría suponer que conducirían más deprisa que ella…
– A menos que tomaran el camino secundario.
– En ese caso, les habría visto Gabbitas. Si Gabbitas está implicado en esto, Mike, le interesaría decir que les había visto. No lo dice. Si es inocente y dice que no les vio, no estuvieron allí. Pero volvamos a Joanne Garland.
»Cuando llegó a la verja principal, tuvo que bajar del coche y abrirla. Después, tendría que cruzarla con el coche, bajar y volver a cerrarla. ¿Es concebible que, con el coche de los asesinos detrás de ella, pudiera hacerlo y el otro coche no la atrapara?
– Podríamos probarlo -dijo Burden.
– Lo he probado. Lo he probado esta tarde. Sólo que dejamos tres minutos, no dos, entre la partida del coche A y la del coche B. Yo conducía el coche A entre cincuenta y sesenta por hora y Barry iba en el coche B, conduciendo lo más deprisa que podía, de sesenta a ochenta, y a ratos a más. Me ha atrapado cuando bajaba la segunda vez, para cerrar la verja.
– ¿Su coche podría haberse marchado antes de que llegara Joanne Garland?
– Es difícil. Ella llegó a las ocho y once minutos. Daisy dice que no oyeron a los asesinos en la casa hasta las ocho y uno o dos minutos. Si se marcharon a y diez, eso les deja nueve minutos como mucho para subir al piso de arriba, registrar el lugar y volver a bajar, matar a tres personas, herir a una cuarta y huir. Podría hacerse… justo. Pero si huyeron por el camino principal a través del bosque, tenían que encontrarse con Joanne que entraba. Y si tomaron el camino secundario digamos por ejemplo a las ocho y siete minutos, se habrían cruzado con Bib Mew en su bicicleta, ya que salió de Tancred a las ocho menos diez.
Burden dijo con aire pensativo:
– Lo haces parecer imposible.
– Es imposible. A menos que exista una conspiración entre Bib, Gabbitas, Joanne Garland y los asesinos, lo cual es evidente que no es así. Es imposible. Es imposible que se marcharan en cualquier momento entre las ocho y cinco y las ocho y veinte, y sin embargo sabemos que tuvieron que hacerlo. Todo este tiempo hemos estado suponiendo algo, Mike, basándonos en una evidencia muy débil. Y ésta es que llegaron y se fueron en coche. En alguna clase de vehículo de motor. Hemos supuesto que existía un vehículo. Pero ¿y si no fuera así?
Burden se quedó mirándole fijamente. En aquel momento la puerta se abrió y entró una multitud de gente, todos con platos de comida, en busca de algún lugar donde sentarse. En lugar de responder su propia pregunta, Wexford dijo:
– Es la hora de cenar. ¿Vamos a buscar algo para comer?
– De todas maneras no deberíamos quedarnos aquí. No es justo para Sylvia.
– ¿Quieres decir que los invitados a una fiesta tienen la obligación de circular y ganarse la bebida y las patatas fritas con sabor a taco?
– Algo así. -Burden sonrió. Consultó su reloj-. Vaya, ya son las diez. Sólo tenemos canguro hasta las once.
– Tiempo justo para un bocadillo -dijo Wexford, quien estaba seguro de que no habría de sus preferidos.
Mientras consumía mayonesa al salmón, habló con dos colegas de Sylvia y después con un par de viejas amigas de la escuela. Había algo de cierto en lo que Burden decía de hacer un poco de invitado. Vio a Dora enzarzada en una amistosa discusión con el padre de Neil. No perdía de vista a Burden y se encaminó en su dirección cuando las amigas del colegio fueron a buscar más ensalada de pollo.
Burden abordó su discusión en el punto preciso en que la habían dejado.
– Tenía que haber alguna clase de vehículo.
– Bueno, ya sabes lo que decía Holmes. Cuando todo lo demás es imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser.
– ¿Cómo llegaron allí sin transporte? Está a kilómetros de cualquier parte.
– Por el bosque. A pie. Es la única manera, Mike. Piensa en ello. Los caminos estaban llenos de tráfico. Joanne Garland yendo arriba y abajo por el camino principal. Primero Bib y después Gabbitas por el secundario. Pero eso no les preocupa porque ellos van a pie, perfectamente a salvo. ¿Por qué no? ¿Qué tenían que transportar? Un arma y algunas piezas de joyería.
– Daisy oyó que se ponía en marcha un coche.
– Claro que sí. Oyó el coche de Joanne Garland. Más tarde de lo que ella dice, pero no se puede esperar que sea muy precisa en cuanto al tiempo. Oyó que el coche se ponía en marcha después de que los dos asesinos se hubieran marchado y ella se arrastraba hacia el teléfono.
– Creo que tienes razón. ¿Y los dos pudieron huir sin que nadie les viera?
– Yo no he dicho eso. Alguien les vio. Andy Griffin. Él estaba allí esa noche, durmiendo en su escondrijo, y les vio. Lo bastante de cerca, imagino, para reconocerles. El resultado de su intento de hacerles chantaje, a los dos o a uno de ellos, fue que le colgaron.
Cuando Burden y Jenny se marcharon, Wexford empezó a pensar en marcharse él también. Se habían ido tarde, su canguro se vería obligada a quedarse otro cuarto de hora. Eran casi las once.
Dora había ido con un grupo de otras mujeres, guiadas por Sylvia, a recorrer la casa. Tenían que mantenerse muy calladas, para no despertar a los niños. Wexford no quiso preguntarle a Sylvia si había tenido noticias de su hermana, porque esta pregunta podría provocar una escena de celos y resentimiento. Si Sylvia se sentía bien con su nueva casa y su estilo de vida actual, respondería su pregunta como una persona racional. Pero si no era así -y él no podía conocer el estado de ánimo de ella aquella noche- le atacaría con aquellas viejas acusaciones de que él prefería a su hermana menor. Logró llegar hasta Neil y preguntarle.
Claro que Neil no tenía idea de si Sylvia había hablado recientemente con Sheila, sólo sabía de un modo vago que Sheila había tenido una relación con un novelista del que él jamás había oído hablar, y no sabía que esta relación había terminado. Sin querer, hizo que Wexford se sintiera imbécil. Dijo que sabía que todo iría bien y se excusó diciendo que iba a buscar una bandeja de café.
Dora regresó, dijo que si quería tomar una bebida de verdad ella conduciría hasta casa. No, gracias, respondió; Wexford había descubierto que una vez que te habías tomado dos de esas aguas minerales, realmente no tenías ganas de tomar alcohol. ¿Nos vamos, pues?
Los dos se habían vuelto delicadamente cuidadosos con esta niña difícil, hacían lo imposible para no ofenderla. Pero se marchaba otra gente. Sólo un núcleo duro de noctámbulos se quedaría pasada la medianoche. Esperaron con paciencia a que trajeran los abrigos de los demás y a que se intercambiaran los cumplidos de último momento con los invitados que se marchaban.
Al fin, Wexford besó a su hija y le dijo buenas noches, gracias, una fiesta encantadora. Ella le besó a su vez, y le dio un agradable, cálido y nada resentido abrazo. Wexford pensó que Dora se pasaba un poco al decir «¡Feliz casa!» -¡qué expresión!-, pero todo estaba permitido con el fin de agradar.
Había varios caminos para llegar a casa. Cruzando Myfleet o efectuando un ligero rodeo por el norte para desviarse de Myfleet, o por el sur, el largo camino vía Pomfret Monachorum. Wexford tomó la ruta que se desviaba, aunque el nombre insinuaba una carretera bien iluminada con dos carriles en lugar de lo que realmente era: un laberinto de caminos donde tenías que saber cuál elegir.
Estaba muy oscuro. No había luna y las estrellas estaban cubiertas por una gruesa capa de nubes. En estos pueblos, los residentes habían hecho campaña contra la iluminación de las calles, para que a esta hora parecieran deshabitadas, todas las casas a oscuras salvo por el ocasional cuadrado de luz en una ventana con las cortinas corridas, tras la cual se hallaba algún pájaro nocturno.
Dora oyó las sirenas una fracción de segundo antes que él. Dijo:
– ¿Tenéis que hacerlo? ¿Después de medianoche?
Se hallaban en uno de los largos trechos de sendero bordeado de árboles entre casas. Los terraplenes a ambos lados se erguían como muros defensivos. En este oscuro cañón, los faros de su coche producían un resplandor verdoso.
– No somos nosotros -dijo él-. Son los bomberos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Suena de otra manera.
El volumen del sonido aumentaba y por un momento Wexford pensó que iban en su dirección, que se encontrarían de cara. Ya había empezado a frenar y se acercaba todo lo posible a un lado cuando la sirena se calló y él se dio cuenta de que el coche de bomberos estaba en otro camino, más adelante.
El coche adquirió velocidad y salió de la depresión entre los terraplenes como murallas y densos arbustos y árboles protectores y del pozo de oscuridad. Los terraplenes desaparecieron, el camino se ensanchó y una llanura, una extensión de tierra llana, se abrió ante ellos. El cielo, en lo alto, era rojo. En el horizonte y filtrándose por la masa de nubes había una rojez humeante como podría haber sobre alguna ciudad. Pero no había ninguna ciudad.
Se oyó una nueva sirena. Dora dijo:
– No es en Myfleet. Es en este lado de Myfleet. ¿Será un incendio en una casa?
– Pronto lo veremos.
Lo supo antes de llegar allí. Era la única casa con techo de paja del vecindario. La rojez se intensificó. Pasaba de un apagado color oxidado a un resplandor en el cielo como un fuego de brasas, como los espacios brillantes entre el carbón que arde. Entonces pudieron oírlo. Un rítmico crepitar y chisporrotear.
El camino ya estaba acordonado. En el otro lado de la barrera estaban aparcados los dos coches de bomberos. Los bomberos lanzaban lo que parecía agua con la manguera pero probablemente no era agua. El ruido que producía la casa en llamas era como olas del mar rompiendo en una playa guijarrosa en una tormenta, como el impetuoso retroceso de la madera. Era ensordecedor; hablar resultaba imposible, el comentario sobre el incendio, las llamas devoradoras, quedaba silenciado.
Wexford salió del coche. Se acercó a la barrera. Un agente de bomberos empezó a decirle que retrocediera, que tomara el camino de Myfleet, pero después reconoció quién era. Wexford meneó la cabeza. No iba a intentar gritar con aquel ruido infernal. El calor del fuego llegaba hasta él, robando al aire la frescura, la humedad, ardiendo como una enorme chimenea doméstica en una casa de gigantes.
Wexford tenía la vista fija. Estaba lo bastante cerca para imaginar que le chamuscaba la cara. A pesar de la lluvia reciente, lluvia que había sido escasa, el techo de paja había desaparecido como papel y leña menuda. Donde había estado, donde quedaban aún vestigios, podían verse las vigas del techo ennegrecidas a través de las rugientes llamas. La casa se había convertido en una antorcha, pero el fuego estaba más vivo que la llama de una antorcha, ávido y decidido como un animal con la pasión de quemar y destruir. Las chispas saltaban ascendiendo en espiral hacia el cielo, cayendo y danzando. Una gran ascua, un pedazo de tejado de paja hirviendo, de repente salió volando del tejado y se dirigió hacia ellos como un cohete. Wexford se agachó y retrocedió.
Cuando el objeto ardiendo cayó a sus pies, preguntó al bombero si había alguien dentro de la casa.
La llegada de la ambulancia ahorró al hombre la respuesta. Wexford vio que Dora daba marcha atrás para dejar espacio. El bombero apartó la barrera y la ambulancia entró.
– No había esperanzas para intentar nada -afirmó el bombero.
Detrás seguía un coche. Era el MG de Nicholas Virson. El coche redujo velocidad y se detuvo, pero no como si estuviera bajo control, no como si el conductor hubiera frenado y puesto punto muerto y después el freno de mano. Se estremeció hasta detenerse y se paró con una sacudida. Virson bajó y se quedó contemplando el fuego. Se tapó la cara con las manos.
Wexford volvió junto a Dora.
– Puedes irte a casa si quieres. Alguien me llevará.
– Reg, ¿qué ha ocurrido?
– No lo sé. No puedo imaginar que se iniciara por casualidad.
– Te esperaré.
Los hombres de la ambulancia sacaban a alguien en una camilla. Él esperaba que fuera una mujer pero era un hombre, un bombero que había efectuado un desesperado intento. Nicholas Virson volvió un rostro contraído a Wexford. Las lágrimas se derramaban por sus mejillas.
<a l:href="#_ftnref12">[12]</a> Abreviatura de Oxford Committee for Famme Relief. (N. de la T.)