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La casa en parte era muy antigua y había sido construida sólidamente en aquel distante pasado con estructura de madera. Sobrevivieron dos de los postes principales. Eran de roble y casi indestructibles, irguiéndose entre las cenizas como árboles abrasados. No había cimientos y, al igual que los árboles, esos grandes montantes habían sido plantados muy hondos en el suelo.
El lugar ennegrecido parecía más el residuo de un incendio forestal que el de una casa quemada. Wexford, que supervisaba las ruinas desde su coche, recordó que había encontrado bonito el hogar de Virson la primera vez que lo había visto. Un cottage como de caja de bombones, con rosas alrededor de la puerta y un jardín adecuado para un calendario. La persona que había provocado aquel incendio gozaba con la destrucción de la belleza, disfrutaba con la mutilación en sí. Porque para entonces a Wexford no le cabía duda de que se trataba de un incendio provocado.
El garaje de The Thatched House contenía veintidós latas de un galón de gasolina y aproximadamente ese número de latas de galón de parafina. Estas latas estaban alineadas a ambos lados del garaje, la mayoría de ellas junto a la pared común con la casa. El tejado de paja se extendía por encima de todo el garaje, así como de la casa en sí.
Nicholas tenía una explicación. Los problemas en Oriente Próximo habían incitado a su madre a acumular gasolina. Qué problemas en particular no podía recordarlos, pero la gasolina llevaba allí años, «por si había escasez».
No había llovido lo suficiente, pensó Wexford [13]. Una larga y grave sequía había precedido a la llovizna de los días pasados. Los investigadores habían encontrado poca cosa en aquel garaje, quedaba muy poco. Algo había encendido aquellas latas, un simple fusible. El hallazgo del resto de una vela casera corriente, que de manera casi milagrosa había rodado y salido por debajo de las puertas, les llevó a pensar que se trataba de un objeto vital para el incendio provocado. Lo que el investigador tenía en mente no siempre iba bien, pero en este caso sí había ido bien. Empapar un trozo de cuerda no en gasolina sino en parafina, e insertar un extremo en una lata de parafina. La única lata de parafina estaría rodeada de latas de gasolina. Atar el otro extremo de la cuerda alrededor de una vela hasta la mitad, encender la vela y dos, tres, cuatro horas más tarde…
El bombero estaba malherido pero se recuperaría. Joyce Virson había muerto. Wexford había dicho a la prensa que trataban el caso como un asesinato. Era un incendio provocado y un asesinato.
– ¿Quién conocía la existencia de esa gasolina, señor Virson?
– La señora de la limpieza. El tipo que viene a arreglar el jardín. Supongo que mi madre se lo había dicho a otra gente, amigos. Tal vez yo también. Quiero decir, para empezar, recuerdo a un muy buen amigo mío que había venido y andaba escaso de gasolina. Le puse la suficiente para que llegara a su casa. Después estaban los tipos que venían a reparar el tejado, entraban y solían almorzar allí…
Y fumar, pensó Wexford.
– Será mejor que nos dé algunos nombres.
Mientras Anne Lennox anotaba los nombres, Wexford pensó en la entrevista que acababa de sostener con James Freeborn, el subjefe de Policía. ¿Cuántos asesinatos más tenían que esperar antes de que se hallara al que los perpetraba? Ya habían muerto cinco personas. Era más que una matanza, era una hecatombe. Wexford sabía que era mejor no corregir al subjefe de Policía, no decir algo sarcástico, por ejemplo, acerca de que esperaba que no hubiera otros noventa y cinco muertos. En cambio, pidió que se mantuviera el centro de coordinación en Tancred sólo hasta el fin de semana y de mala gana se le concedió permiso.
Pero basta de protección para la chica. Wexford tuvo que asegurarle que aquella semana no iría nadie.
– Algo así podría durar años.
– Espero que no, señor.
Nicholas Virson preguntó si habían terminado con él, si podía irse.
– Todavía no, señor Virson. Ayer le pregunté, antes de tener idea de la causa de este incendio, dónde había estado el martes por la noche. Se hallaba usted muy perturbado y no insistí en la pregunta. Ahora vuelvo a hacérsela. ¿Dónde estaba?
Virson vaciló. Al fin dio esa respuesta que nunca es cierta pero no obstante se da a menudo en estas circunstancias.
– Para ser completamente sincero, estuve conduciendo por ahí.
Dos de esas frases en conjunción. ¿La gente está alguna vez «conduciendo por ahí» simplemente? ¿Solo, de noche, a principios de abril? ¿En el lugar donde está su casa de campo, donde no hay nada nuevo que ver ni lugar hermoso que descubrir para regresar a verlo a la luz del día? En un viaje de vacaciones quizá, pero ¿en su propio vecindario?
– ¿Por dónde estuvo conduciendo? -preguntó paciente.
Virson no sabía qué responder.
– No lo recuerdo. Por ahí, por los caminos -dijo esperanzado-. Hacía buena noche.
– Está bien, señor Virson, ¿a qué hora dejó usted a su madre y se marchó?
– Puedo decírselo: a las nueve y media. En punto -añadió-. Le digo la verdad.
– ¿Dónde estaba su coche?
– Fuera, en la grava, y el de mi madre estaba al lado. Nunca los guardábamos en el garaje.
No, no podían entrarlos. No había espacio. El garaje estaba lleno de combustible, esperando estallar cuando una llama llegara a él mediante una tira de cuerda.
– ¿Y adonde fue?
– Ya se lo he dicho, no lo sé, me limité a ir conduciendo. Cuando regresé…
Tres horas más tarde. Parecía muy bien cronometrado.
– ¿Estuvo conduciendo por el campo durante tres horas? En ese tiempo podía haber ido a Heathrow y regresado.
Un intento de sonrisa triste.
– No fui a Heathrow.
– No, ya supongo que no. -Si el hombre no quería decírselo tendría que adivinarlo. Miró la hoja de papel en la que Anne había escrito los nombres y direcciones de las personas que conocían el almacén de gasolina: amigos íntimos personales de Joyce Virson, el amigo de Nicholas Virson que se quedó sin gasolina, su jardinero, la mujer de la limpieza…-. Creo que aquí ha cometido un error, señor Virson. La señora Mew trabaja en Tancred House.
– Ah, sí. Trabaja para nosotros… bueno, para mí, también. Dos mañanas a la semana. -Pareció aliviado ante el cambio de pregunta-. Así es como empezó a ir a ayudar a Tancred. Mi madre la recomendó.
– Entiendo.
– Juro por mi vida y por todo lo que considero sagrado -declaró Virson apasionado- que no he tenido nada que ver con esto.
– No sé lo que usted considera sagrado, señor Virson -dijo Wexford con suavidad-, pero dudo que sea pertinente en este caso. -Había oído cosas semejantes a menudo, hombres respetables al igual que villanos jurando por la cabeza de sus hijos y esperando el cielo en una vida futura-. Dígame dónde puedo encontrarle, haga el favor.
Burden se presentó ante él cuando Nicholas Virson se hubo ido.
– Yo también fui a casa por ese camino, Reg. El lugar estaba completamente a oscuras a las once y quince.
– ¿No había ninguna llama de vela reluciendo a través de las rendijas de la puerta del garaje?
– El objetivo no era matar a la señora Virson. Quiero decir, el que lo hizo es bastante cruel, no le importaba si la mataba o no, pero ella no era el objetivo principal.
– No, no creo que lo fuera.
– Voy a ir a recoger el almuerzo. ¿Quieres algo? Hoy hay Thai o bistec y tarta de riñones.
– Pareces un anuncio malo de televisión.
Wexford salió con él y se unió a la corta cola. Desde allí sólo se veía el extremo de la casa, la alta pared y las ventanas del ala este. La forma de Brenda Harrison podía verse débilmente tras una de éstas, limpiando el cristal con un trapo. Wexford alargó el plato para que le sirvieran una ración de tarta con puré de patatas y un revoltillo. Cuando volvió a mirar, Brenda había desaparecido de la ventana y en su lugar estaba Daisy.
Daisy, por supuesto, no estaba limpiando el cristal, sino de pie con las manos colgando a los lados del cuerpo. Parecía contemplar la lejanía hacia los bosques y el lejano horizonte azul, y a él su expresión, por lo que podía ver, le parecía inefablemente triste. Era la figura de la soledad, allí de pie, y no le sorprendió verla taparse la cara con las manos antes de volverse y alejarse.
Levantó la cabeza, Burden también la había visto. Por un momento no dijo nada; se limitó a tomar su plato de aromática comida de color brillante y una lata de coca-cola con el vaso vuelto del revés.
De regreso en los establos, Burden dijo lacónicamente:
– Iba tras ella, ¿verdad?
– ¿Daisy?
– Siempre ha ido tras ella, desde el principio. Cuando provocó el incendio, iba tras Daisy, no Joyce Virson. Creía que Daisy estaría allí. Me dijiste que los Virson habían estado aquí para persuadirla de que fuera con ellos el martes por la noche, a cenar y a pasar la noche.
– Sí, pero ella se negó. Se mostró inflexible.
– Lo sé. Y sabemos que no fue. Pero el que lo hizo no lo sabía. Sabía que los Virson habían intentado persuadirla y también sabía que por la tarde habían vuelto para renovar su intento. Debió de suceder algo que le hizo creer que Daisy pasaría la noche en The Thatched House.
– Entonces, ¿descartamos a Virson? Él sabía que ella no estaría allí. Hablas como si el que lo hizo fuera un hombre, Mike. ¿Tiene que serlo?
– Es algo que se da por supuesto.
– Bib Mew también trabajaba para los Virson. Conocía la existencia de la gasolina en el garaje.
– Ella escucha detrás de las puertas -dijo Wexford- y quizá sólo oye de modo imperfecto lo que se dice al otro lado. Estuvo aquí la noche del 11 de marzo. Muchas… ¿las llamamos maniobras?… de esa noche dependen de su declaración. No es muy lista, pero sí lo suficiente para vivir sola y tener dos trabajos.
– Tiene aspecto de hombre. Sharon Fraser dijo que todas las personas que salieron del banco eran hombres, pero si uno de ellos hubiera sido Bib Mew ¿se habría dado cuenta de que no era un hombre?
– Uno de los hombres del banco se quedó en la cola con un puñado de billetes de banco verdes. En este país ya no tenemos billetes verdes. ¿Qué país los tiene?
– Estados Unidos -dijo Burden.
– Sí. Esos billetes eran dólares. Martin fue asesinado el 13 de mayo. Thanny Hogarth es un norteamericano que muy bien podría tener dólares en su posesión cuando llegó aquí, pero no llegó a este país hasta junio. ¿Y Preston Littlebury? Vine nos dijo que efectúa casi todas sus transacciones en dólares.
– ¿Has visto ya el informe de Barry? Littlebury comercia en antigüedades, eso es correcto, y las importa de Europa del Este. Pero su principal fuente de ingresos en la actualidad procede de la venta de uniformes del ejército de Alemania Oriental. Le dio un poco de vergüenza admitirlo, pero Barry se lo sonsacó. Al parecer, existe un mercado estupendo para esta clase de cosas memorables aquí: cascos, cinturones, camuflaje.
– ¿Pero armas no?
– Armas no, que sepamos. Barry también dice que Littlebury no tiene cuenta bancaria aquí. No tiene ningún trato con ese banco.
– Yo tampoco -replicó paciente Wexford-, pero tengo mi famosa tarjeta Transcend. Puedo utilizar cualquier sucursal de cualquier banco que me guste. Además, el hombre que estaba en la cola con los billetes se encontraba allí simplemente para cambiar esos billetes por libras esterlinas, ¿no?
– Nunca he visto a este tal Littlebury, pero por lo que he oído decir de él, no es de los que toman un arma y escapan. Te diré lo que pienso, Reg: el que estaba en aquella cola era Andy Griffin, con los dólares que Littlebury le había pagado.
– Entonces, ¿por qué no fue a cambiarlos? ¿Por qué los encontramos en casa de sus padres?
– Porque nunca llegó a la cabeza de la cola. Hocking y Bishop entraron y Martin fue asesinado. Andy recogió el revólver y escapó con él. Decidió venderlo y lo vendió. Por eso hacía chantaje al comprador, por posesión de un arma incriminatoria.
»Jamás llegó a cambiar aquellos dólares. Se los llevó a casa y los escondió en aquel cajón. Porque tenía una especie de miedo supersticioso a ser visto con ellos después de lo que había ocurrido. Algún día tal vez los habría cambiado, pero no entonces, todavía no. De todos modos, por el arma había sacado más de noventa y seis dólares.
Wexford declaró lentamente:
– Creo que tienes razón.
El gesto amable, hospitalario, habría sido ofrecer alojamiento a Nicholas Virson. Quizá Daisy se lo hubiera ofrecido y él lo había rechazado. ¿Por las mismas razones que la negativa de Virson de quedarse por la noche en una ocasión anterior?
Ahora las cosas eran diferentes. El hombre no tenía donde ir. Pero en el cielo de Daisy esta estrella se estaba apagando, por mucho que en otro tiempo hubiera brillado, cuando había provocado aquella maravilla y aquella mirada de adoración. Thanny Hogarth lo había desplazado. ¿Qué eres cuando sale la luna?
Era una conducta normal en alguien de su edad. Tenía dieciocho años. Pero había sucedido una tragedia, la madre de Virson había muerto, su casa había ardido hasta los cimientos. Daisy debía de haberle ofrecido hospitalidad y su oferta, simplemente por la existencia de Thanny Hogarth, había sido despreciada.
Hasta que encontrara algo permanente, Nicholas Virson había alquilado una habitación en el Olive and Dove. Wexford le encontró en el bar. De dónde había sacado el traje oscuro que llevaba, él no podía adivinarlo. Tenía aspecto sombrío y solitario y parecía mucho mayor que cuando le había visto la primera vez en el hospital: un hombre triste que lo había perdido todo. Cuando Wexford se acercó, Nicholas estaba encendiendo un cigarrillo y a este acto hizo referencia.
– Lo dejé hace dieciocho meses. Estaba de vacaciones con mamá en Corfú. Me pareció un buen momento, sin tensiones ni nada de eso. Es curioso, cuando dije que nada me haría volver a empezar, no podía prever esto. Hoy ya me he fumado veinte.
– Quiero hablar con usted otra vez del martes por la noche, señor Virson.
– Por el amor de Dios, ¿es necesario?
– No voy a hacerle preguntas, yo voy a decirle cosas. Lo único que tiene que hacer es confirmar o negar. No creo que lo niegue. Usted se hallaba en Tancred House.
Los infelices ojos azules fluctuaron. Virson dio una larga chupada a su cigarrillo, como un fumador que ha enrollado algo más fuerte que tabaco. Tras una vacilación, dio la respuesta clásica de los que él habría definido como de las clases criminales.
– ¿Y qué, si hubiera estado?
Al menos no era el «podría haber estado» de siempre.
– En lugar de «conducir por ahí», fue directo allí con el coche. La casa estaba vacía. Daisy había salido y no había ningún agente de policía. Pero usted ya sabía todo esto, sabía lo que encontraría. No sé dónde aparcó el coche. Hay muchos lugares donde podría esconderse para que no lo vieran los que subían por el camino principal o por el secundario.
«Esperó. Debía de hacer frío y ser aburrido, pero esperó. No sé cuándo llegaron ellos, Daisy y el joven Hogarth, o cómo llegaron. En la furgoneta de él o en el coche de ella, uno de sus coches. Pero al fin llegaron y usted les vio.
Virson murmuró con la boca junto a su vaso:
– Poco antes de las doce.
– Ah.
Ahora Virson hablaba en voz baja, malhumorado.
– Ella regresó poco antes de medianoche. Conducía un tipo joven con el pelo largo. -Levantó la cabeza-. Conducía el coche de Davina.
– Ahora es de Daisy -corrigió Wexíord.
– ¡No está bien!
Dio un puñetazo sobre la mesa y el barman miró alrededor.
– ¿Qué? ¿No conducir el coche de su abuela? Su abuela está muerta.
– Eso no. No me refiero a eso. Me refiero a que ella es mía. Prácticamente estábamos comprometidos. Me había dicho que se casaría conmigo «algún día». Me lo dijo el día que salió del hospital y fue a nuestra casa.
– Estas cosas suceden, señor Virson. Ella es muy joven.
– Entraron en casa juntos. Ese maldito tipo la rodeaba con el brazo. Un tipo con el pelo hasta los hombros y barba de dos días. Yo sabía que no saldría enseguida aquella noche, no sé por qué pero lo sabía. No tenía sentido esperar más.
– Tal vez fue mejor para él no salir.
Virson le lanzó una mirada desafiante.
– Tal vez.
Wexford creyó parte de aquello. Aunque le parecía que podía fácilmente creerlo todo. Creerlo, pero no demostrarlo. Estaba cerca, de todos modos, casi sabía lo que había sucedido el 11 de marzo, conocía el motivo y el nombre de uno de los dos que lo había llevado a cabo. En cuanto llegaran a casa, telefonearía a Ishbel Macsamphire.
El correo había llegado tarde, después de que él partiera para el trabajo. Entre las cosas que había para él se encontraba un paquete de Amyas Ireland. Contenía las pruebas de la nueva novela de Augustine Casey El látigo. Amyas escribía que aquel ejemplar de prueba era uno de los quinientos que Carlyon Quick iba a publicar, el número del de Wexford era el 350 y debería colgarlo, pues algún día podría tener valor. En especial si conseguía que Casey lo firmara. ¿Amyas tenía razón, al pensar que Casey era amigo de la hija de Wexford?
Wexford reprimió un instinto de arrojarlo al fuego que Dora había encendido. ¿Qué disputa había tenido él con Augustine Casey? Ninguna. Cuando Sheila hubiera superado lo peor, aquel hombre les habría hecho un favor a todos.
Llamó al número de Edimburgo, pero no respondió nadie. La mujer había salido y quizá no estuviera en casa hasta las diez o las diez y media. Si alguien estaba fuera a las ocho, casi se podía estar seguro de que estaría fuera hasta pasadas las diez. Entretanto, él se distraería con el libro de Casey. Aunque la señora Macsamphire respondiera afirmativamente a todas sus preguntas, había muy poca cosa para proseguir, tan poca en sí misma…
Leyó El látigo o intentó hacerlo. Al cabo de un rato se dio cuenta de que no había entendido nada, y no era porque su atención se hallara en otra parte, simplemente lo encontró incomprensible. Gran parte estaba en verso y el resto parecía una conversación entre dos personas sin nombre, con probabilidad pero no seguridad varones, que estaban profundamente preocupados por la desaparición de un armadillo. Wexford había mirado el final, no sacó nada en claro y hojeando el libro hacia atrás vio que esta alternancia de versos con la conversación sobre el armadillo proseguía en todas las páginas, aparte de una que estaba llena de ecuaciones algebraicas y otra que contenía la palabra «mierda» repetida cincuenta y siete veces.
Al cabo de una hora desistió y subió al piso de arriba para recoger el libro de árboles de Davina Flory que se hallaba en su mesilla de noche. Vio que había utilizado como señal para saber hasta dónde había llegado en la lectura la guía de la ciudad de Heights, Nevada, que Sheila le había dado, la ciudad donde Casey iba a ser, sin duda para entonces ya lo era, escritor residente en la universidad.
Al menos ella ya no iba a ir. El cariño era una cosa extraña. Él la quería y por tanto debería desear para ella lo que ella deseaba para sí, estar con Casey, seguirle hasta el fin del mundo. Pero él no lo hacía. Él se alegraba enormemente de que a ella se le hubiera negado lo que quería. Exhaló un pequeño suspiro y pasó las páginas, mirando las láminas de colores de árboles y montañas, un lago, una cascada, el centro de la ciudad con un capitolio, con una cúpula dorada.
Los anuncios eran más entretenidos. Había una compañía que hacía botas del Oeste que se podían encargar «en todos los radiantes colores del espectro, de este mundo y del espacio exterior». Coram Clark Inc. era una armería de Reno, Carson City y Heights. Vendía toda clase de armas, lo que hizo abrir a Wexford ojos como platos. Rifles, escopetas, pistolas, pistolas de aire comprimido, munición, recargas, pólvora negra, decía el anuncio. El espectro completo de Browning, Winchester, Luger, Beretta, Remington y Speer. Se pagaban los precios más elevados por las armas usadas. Compra, venta, comercio, armería. En algunos estados norteamericanos no se necesitaba licencia, se podía llevar un arma en el coche, siempre que se mostrara abiertamente en el asiento. Recordó lo que Burden había dicho de los estudiantes a los que se les permitió comprar armas para autodefenderse cuando se rumoreaba que había un asesino suelto en alguna universidad…
Había un anuncio de las mejores palomitas de maíz del Oeste y otro de placas de matrícula personalizadas en colores iridiscentes. Metió la guía en la parte posterior de Adorable como un árbol y leyó media hora. Eran casi las diez y volvió a probar a hablar con Ishbel Macsamphire.
Por supuesto, no podía llamarla mucho después de las diez. Ésta era una norma que procuraba cumplir, no telefonear a nadie después de las diez de la noche. Las diez menos dos minutos y alguien llamaba a la puerta. La norma de no telefonear a nadie después de las diez también debía aplicarse a las visitas, en opinión de Wexford. Bueno, todavía no eran las diez.
Dora fue a abrir la puerta antes de que él pudiera impedírselo. No le parecía sensato que una mujer fuera sola a abrir la puerta por la noche. No era una actitud sexista, sino prudente, hasta el día en que todas las mujeres hicieran como Karen y aprendieran artes marciales. Se levantó y fue a la sala de estar. Una voz de mujer, muy baja. Bien. Una mujer que pedía algo.
Volvió a sentarse, abrió Adorable como un árbol en el lugar donde tenía la señal y sus ojos se fijaron de nuevo en el anuncio de la armería. Coram Clark Inc. Uno de esos nombres lo había leído recientemente en algún otro contexto. Clark era un apellido corriente. Pero ¿quién se llamaba Coram? Coram, recordó de los lejanos días en que el latín era obligatorio en los colegios, significaba «a causa de»… no, «en presencia de». Había una manera de aprender las preposiciones del ablativo:
a, ab, absque, coram, de,
Palam, clam, cum, ex y e,
Sine, tenus, pro y prae,
Añade super, subter, sub e in,
Cuando estado, no movimiento, es lo que significan
Era asombroso recordar aquello después de tantos años…, pensó.
Dora entró con una mujer tras ella. Era Sheila.
Ella le miró y él la miró y dijo:
– Qué maravilloso verte.
Ella se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos.
– Estoy en casa de Sylvia. Confundí la fecha de la fiesta y llegué ayer. Pero vaya, ¡qué casa tan fabulosa! ¿Y qué les ha entrado, dejar por fin la periferia? Me encanta, pero de mala gana he pensado salir y venir a haceros una visita.
A las diez. Era propio de ella.
– ¿Estás bien? -le preguntó él.
– No. No estoy bien. Estoy destrozada. Pero estaré bien.
Él veía la prueba del libro de Casey sobre uno de los cojines del sofá. El nombre de Casey no estaba impreso en letras de dos centímetros y medio como podría estar en un ejemplar acabado, pero estaba lo bastante claro para que se viera. El látigo, por Augustme Casey, prueba no corregida, precio probable en el Reino Unido, L14,95.
– Dije un montón de cosas horribles. ¿Quieres que hablemos de ello?
El estremecimiento involuntario de Wexford hizo reír a Sheila.
– Papá, lamento todas las cosas que dije.
– Yo dije cosas peores y lo siento.
– Tienes un libro de Gus. -En sus ojos había una expresión que recordaba la adoración que él había odiado ver, la devoción servil y hechizada-. ¿Te ha gustado?
¿Qué importaba aquello entonces? Aquel hombre se había ido. Mintió para mostrarse amable.
– Sí, está muy bien. Muy bien.
– No, no entendí ni una palabra -admitió Sheila.
Dora estalló en carcajadas.
– Por el amor de Dios, vamos a tomar una copa.
– Si toma una copa tendrá que quedarse a pasar la noche -dijo Wexford el policía.
Sheila se quedó a desayunar, y después volvió a la Antigua Rectoría. Hacía rato que Wexford tenía que haberse ido a trabajar, pero quería hablar con la señora Macsamphire antes de irse. Por alguna razón, que no comprendía del todo, quería hablar con ella desde allí, no desde los establos ni de su propio teléfono del coche.
Igual que las diez de la noche era lo más tarde que se podía telefonear a nadie, lo más pronto eran las nueve de la mañana. Esperó hasta que Sheila se hubo ido, marcó el número y respondió una mujer joven con un fuerte acento escocés diciendo que Ishbel Macsamphire se encontraba en el jardín y que ya le llamaría ella. Wexford no lo aceptó. La mujer podría ser de esas personas que escatimaban cada penique gastado en una llamada de larga distancia, que tal vez tuviera que escatimar cada penique.
– ¿Le importaría preguntarle si podría hablar conmigo un momento ahora?
Mientras esperaba, ocurrió algo extraño. Recordó con claridad quién compartía su apellido con una armería de Nevada, quién se llamaba Coram de apellido.
<a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Juego de palabras: En inglés ramy day significa día de lluvia y también, en sentido figurado, tiempo futuro de escasez. (N. de la T.)