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El 13 de mayo es el día de peor suerte del año. Las cosas serán infinitamente peor si da la casualidad de que cae en viernes. Sin embargo, ese año era lunes y eso bastaba, aunque Martin no era supersticioso y habría emprendido cualquier empresa importante el 13 de mayo o habría subido a un avión sin ningún escrúpulo.
Por la mañana encontró una pistola en la cartera que su hijo llevaba al colegio. Actualmente se le llama mochila, pero se trataba de una cartera de mano. La pistola se encontraba entre un montón de libros de texto, manoseadas libretas, papel arrugado y un par de calcetines de deporte, y por un terrible instante Martin creyó que era de verdad. Durante unos quince segundos pensó que Kevin se hallaba realmente en posesión del revólver más grande que él jamás había visto, aunque de un tipo que no era capaz de identificar.
Reconocer que se trataba de una reproducción no le impidió confiscarlo.
– Puedes despedirte de esta pistola, te lo prometo -anunció a su hijo.
Este descubrimiento se produjo en el coche de Martin poco antes de las nueve de la mañana del lunes 13 de mayo, camino de la escuela de Kingsmarkham. La cartera de Kevin, mal cerrada, se había caído del asiento trasero y parte de su contenido se había esparcido en el suelo. Kevin contempló con aire triste y en silencio a su padre meterse en el bolsillo del impermeable la pistola de juguete. Ante la puerta del colegio, bajó del coche diciendo adiós sin apenas mover los labios y sin mirar atrás.
Éste fue el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que acabaría en cinco muertes. Si Martin hubiera encontrado la pistola antes y Kevin hubiera ido al colegio solo, nada de ello habría sucedido. A menos que se crea en la predestinación y el destino. A menos que se crea que los días de uno están contados. Si uno puede imaginárselo, si uno puede percibirlos numerados al revés, de la muerte al nacimiento, Martin había llegado al Día Uno. El lunes, 13 de mayo.
También era el día libre, este Día Uno de su vida, del sargento detective Martin del departamento de Investigación Criminal de Kingsmarkham. Había salido temprano, no sólo para llevar a su hijo al colegio -eso era excepcional, consecuencia de salir de casa a las nueve menos diez- sino para que le instalaran unos limpiaparabrisas nuevos en el coche. Era una mañana excelente, el sol brillaba en un cielo claro y el pronóstico era bueno, pero aun así no quería arriesgarse a llevar a su esposa a Eastbourne a pasar el día con unos limpiaparabrisas que no funcionaban.
Los del garaje se comportaron como era típico. Martin había concertado esa visita por teléfono dos días antes, pero eso no impidió que la recepcionista reaccionara como si nunca hubiera oído hablar de él, ni que el único mecánico disponible meneara la cabeza diciendo que era posible, que podía hacerse, pero habían llamado a Les inesperadamente para una emergencia y más valía que Martin les dejara telefonearle. Al final prometieron a Martin que los tendría instalados a las diez y media.
Regresó a pie por Queen Street. La mayoría de las tiendas todavía no habían abierto. La gente con la que se cruzaba iba camino de la estación para dirigirse a su trabajo. Martin notaba la pistola en el bolsillo derecho, su peso y su forma. Era una pistola grande y pesada con un cañón de diez centímetros. Si la policía británica fuera armada, notaría esto. Cada día, todo el día. Martin pensó que ello tendría sus inconvenientes y sus ventajas, pero de todos modos no podía imaginar que semejante medida fuera aprobada por el Parlamento.
Se preguntó si debería contarle a su esposa lo de la pistola, y se preguntó muy en serio si debería decírselo al inspector jefe Wexford. ¿Qué hace un muchacho de trece años con una reproducción de lo que probablemente era un arma de la policía de Los Ángeles? Era demasiado mayor para las pistolas de juguete, claro, pero ¿cuál podía ser el propósito de una reproducción sino amenazar, hacer creer a los demás que era real? ¿Y esto podía tener una intención criminal?
En aquellos momentos Martin no podía hacer nada. Aquella noche, por supuesto, decidiera lo que decidiera hacer, debería tener una charla seria con Kevin. Se metió en High Street, desde donde pudo ver el reloj azul y dorado de la torre de la iglesia de St. Peter. Eran casi las nueve y media. Se dirigía al banco, con intención de sacar dinero suficiente para pagar el garaje, así como para gasolina, almuerzo para dos, gastos extraordinarios en Eastbourne y que quedara un poco para los dos días siguientes. Martin desconfiaba de las tarjetas de crédito y, aunque tenía una, raras veces la utilizaba.
Su actitud era la misma con respecto al cajero automático. El banco todavía se hallaba cerrado, impidiéndole el paso su sólida puerta principal de roble, pero había un cajero automático instalado en la fachada de granito. Llevaba la tarjeta en la cartera, la sacó y la miró. En algún sitio había escrito el número secreto. Intentó recordarlo: ¿cincuenta-cincuenta-tres? ¿Cincuenta-tres-cero-cinco? Oyó que corrían los cerrojos y daban vuelta a la llave de la puerta. Esta se abrió hacia adentro y dejó al descubierto la puerta interior de cristal. El grupo de clientes del banco que estaban esperando cuando Martin llegó entró primero.
Martin se acercó a uno de los mostradores que estaban equipados con un secante y un bolígrafo sujeto con una cadena a un falso tintero. Sacó su talonario. No necesitaría la tarjeta de crédito para respaldar su cheque, ya que todo el mundo le conocía al tener allí su cuenta; uno de los cajeros ya le había visto y se habían saludado.
Sin embargo, pocos conocían su nombre de pila. Todos le llamaban Martin y siempre lo habían hecho. Incluso su esposa le llamaba Martin. Wexford debía de saber cómo se llamaba, y también el departamento de cuentas, y todo el que se ocupara de estas cosas en el banco. Cuando se casó, lo había pronunciado y su esposa lo había repetido. Bastante gente creía que Martin era su nombre de pila. La verdad de ello era un secreto que él guardaba tan dentro de sí como podía, y en aquella ocasión firmó el cheque como hacía siempre: «C. Martin».
Dos cajeros entregaban dinero o recibían depósitos tras sus pantallas de cristal: Sharon Fraser y Ram Gopal, cada uno de ellos con el nombre en el cristal y una luz en lo alto para indicar que estaban libres. Se había formado cola en la zona recién designada para esperar, señalizada con unos postes cromados y cuerdas azul turquesa.
– Como si fuéramos ganado en un mercado -dijo indignada la mujer que tenía delante.
– Bueno, es más justo -replicó Martin, que era un gran amante de la justicia y el orden-. Así se aseguran de que nadie se cuela.
Fue entonces, justo después de hablar, cuando se dio cuenta de que ocurría algo. La atmósfera del interior de un banco es muy tranquila. El dinero es serio, el dinero es silencioso. La frivolidad, la diversión, los movimientos rápidos, las prisas no pueden tener lugar en esta sede de costumbres, de intercambios pecuniarios. Así que el más mínimo cambio se percibe al instante. Una voz alzada se hace notar, un sujetapapeles que cae se convierte en un estruendo. Cualquier mínima perturbación sobresalta a los clientes que esperan. Martin notó una corriente de aire cuando la puerta de cristal se abrió demasiado deprisa, percibió la sombra cuando la puerta principal, que jamás se cerraba durante el día, que permanecía permanentemente abierta durante las horas de trabajo, se cerró con cuidado y casi en silencio.
Se volvió.
Después, todo sucedió muy deprisa. El hombre que había cerrado la puerta, que había corrido el cerrojo de la puerta, ordenó con aspereza:
– Todos contra la pared. Rápido.
Martin se fijó en su acento, que era inconfundiblemente de Birmingham. Él así lo creyó. Cuando el hombre habló, alguien gritó. Siempre hay alguien que grita.
El hombre, que tenía el revólver en la mano, dijo con su voz nasal y sin inflexión:
– No ocurrirá nada si hacen lo que se les dice.
Su compañero, un muchacho, en realidad, que también iba armado, avanzó por el pasillo de cordón color turquesa y soportes cromados hacia los dos cajeros. Había un cajero tras una ventanilla a su izquierda y otro tras una ventanilla a su derecha: Sharon Fraser y Ram Gopal. Martin retrocedió hasta la pared de la izquierda con todos los demás que formaban la cola; todos estaban en aquel lado, amenazados por el revólver del hombre.
Estaba seguro de que la pistola que empuñaba el muchacho de la mano enguantada era de juguete. No una reproducción como la que él llevaba en su bolsillo, sino de juguete. El muchacho parecía muy joven, de diecisiete o dieciocho años, pero Martin sabía que, aunque él mismo no era viejo, lo era lo bastante para no saber si alguien tenía dieciocho o veinticuatro años.
Martin trató de memorizar todos los detalles del aspecto del muchacho, sin saber, sin soñar entonces, que cualquier memorización que pudiera realizar sería en vano. Observó el aspecto del hombre con similar atención. El muchacho tenía un curioso sarpullido en la cara. O quizás eran granos. Martin nunca había visto nada igual. El hombre era moreno y tenía las manos tatuadas. No llevaba guantes.
El arma que empuñaba el hombre también podía no ser de verdad. Era imposible decirlo. Al observar al muchacho, pensó en su propio hijo, no muchos años menor. ¿Kevin habría pensado en algo como aquello? Martin palpó la reproducción que llevaba en el bolsillo, vio que el hombre tenía la vista fija en él. Sacó la mano y la enlazó con la otra.
El muchacho había dicho algo a la cajera, a Sharon Fraser, pero Martin no entendió qué. Debían de tener algún sistema de alarma en el banco. Se confesó a sí mismo que no sabía de qué tipo. ¿Un botón que se oprimía con el pie? ¿En aquellos momentos estaba sonando una alarma en la comisaría de policía?
No se le ocurrió memorizar ningún detalle del aspecto de sus compañeros, aquellas personas que se apretaban como él contra la pared. En realidad, habría sido igual. Lo único que habría podido decir de ellos era que ninguno era viejo, aunque todos menos uno eran adultos. La excepción era un bebé que iba en brazos de su madre. Para él eran sombras, un público sin nombre, sin rostro.
En su fuero interno sentía una necesidad creciente de hacer algo, de actuar. Sentía una enorme indignación. Era lo que siempre sentía cuando se hallaba frente al delito o a un intento de delito. ¿Cómo se atrevían? ¿Quién se creían que eran? ¿Con qué derecho imaginado entraban allí a llevarse lo que no era suyo? Era la misma sensación que experimentaba cuando oía o veía que un país había invadido a otro. ¿Cómo osaban cometer semejante ultraje?
La cajera le estaba entregando dinero. Martin no creía que Ram Gopal hubiera disparado ninguna alarma. Estaba con la mirada fija, petrificado de terror o simplemente inescrutablemente sereno. Observaba a Sharon Fraser que oprimía las teclas del cajero automático que tenía a su lado del que salían billetes en paquetes de cincuenta y cien libras. Los ojos fijos contemplaban los paquetes que, uno tras otro, eran empujados por debajo de la barrera de cristal, mediante la cubeta de metal, hacia la ávida mano enguantada.
El muchacho tomaba el dinero con la mano izquierda, recogiéndolo con rapidez y metiéndolo en una bolsa de lona que llevaba atada a la cintura. Seguía apuntando a Sharon Fraser con la pistola, la pistola de juguete. El hombre amenazaba a los demás, incluido Ram Gopal. Era fácil hacerlo desde donde se hallaba. El interior del banco era pequeño y todos estaban muy juntos. Martin percibió el llanto de una mujer, sollozos ahogados, suaves gemidos.
Su indignación amenazaba con desbordarse. Pero todavía no, todavía no. Se le ocurrió que si la policía tuviera autorización para llevar armas, él podría estar entonces tan acostumbrado a ellas que sabría distinguir si una pistola era auténtica o falsa. El muchacho se había colocado frente a Ram Gopal. Sharon Fraser, una joven y rolliza muchacha, a cuya familia Martin conocía algo -su madre había ido al colegio con la esposa de él- estaba sentada con los puños apretados y sus largas y rojas uñas se le hundían en las palmas. Ram Gopal había empezado a pasar paquetes de billetes por debajo de la barrera de cristal. Casi había terminado. En unos momentos, todo habría acabado y él, Martin, no habría hecho nada.
Contempló al hombre corpulento que retrocedía hacia las puertas. Importaba poco, seguían amenazados por su pistola. Martin deslizó la mano hasta su bolsillo y palpó la enorme arma de Kevin. El hombre lo vio pero no hizo nada. Tenía que abrir aquella puerta, correr los cerrojos, para poder escapar.
Martin se había dado cuenta enseguida de que la pistola de Kevin no era de verdad. Mediante el mismo proceso de reconocimiento y razonamiento, ya que no por experiencia, supo que la pistola de aquel muchacho tampoco era de verdad. El reloj de pared que había sobre los cajeros, tras la cabeza del muchacho, indicaba que eran las nueve y cuarenta y dos. ¡Con qué rapidez había sucedido todo! Sólo media hora antes él se hallaba en aquel garaje. Sólo cuarenta minutos antes había encontrado la reproducción en la cartera de su hijo y la había confiscado.
Se metió la mano en el bolsillo, sacó la pistola de Kevin y gritó:
– ¡Tirad las pistolas!
El muchacho volvió la cabeza lentamente y le miró. Una mujer ahogó un sollozo. La pequeña y frágil pistola que empuñaba el muchacho pareció temblar. Martin oyó que la puerta principal golpeaba la pared al abrirse. No oyó marcharse al hombre, al hombre que llevaba la pistola de verdad, pero sabía que se había marchado. Una ráfaga de aire barrió el banco. La puerta de cristal se cerró de golpe. El muchacho se quedó mirando a Martin con ojos extrañamente impenetrables, quizá drogados, sosteniendo su pistola como si en cualquier momento pudiera dejarla caer, como si estuviera realizando una prueba para ver hasta qué punto podía dejarla suspendida de un dedo antes de que cayera.
Alguien entró en el banco. La puerta de cristal se abrió hacia adentro. Martin gritó:
– ¡Atrás! ¡Llame a la policía! ¡Enseguida! Se ha producido un atraco.
Dio un paso al frente, hacia el muchacho. Sería fácil, era fácil, el verdadero peligro había pasado. Apuntaba con su pistola al muchacho y éste temblaba. Martin pensó: «¡Lo habré hecho yo, yo solo, Dios mío!».
El muchacho apretó el gatillo y una bala le atravesó el corazón.
Martin cayó. No se dobló, sino que se desplomó en el suelo como si las rodillas le hubieran flaqueado. Le salió sangre por la boca. No emitió ningún ruido más que una débil tos. Su cuerpo se doblegó, como en una película, a cámara lenta; con las manos agarró el aire, pero con movimientos débiles y elegantes, y poco a poco se derrumbó hasta quedar completamente inmóvil, con la vista fija hacia arriba sin ver el techo abovedado del banco.
Por un momento todo quedó en silencio; luego, la gente empezó a gritar y chillar. Se agolparon en torno al hombre agonizante. Brian Prince, el director del banco, salió del despacho de atrás y con él salieron algunos miembros del personal. Ram Gopal ya estaba al teléfono. El bebé prorrumpió en desesperado y desgarrador llanto mientras su madre chillaba y farfullaba y rodeaba con sus brazos al niño. Sharon Fraser, que conocía a Martin, se acercó a él y se arrodilló a su lado, llorando y retorciéndose las manos, pidiendo a gritos justicia.
– Oh Dios, oh Dios, ¿qué le han hecho? ¿Qué le ha sucedido? Que alguien me ayude, que no muera…
Pero Martin ya había muerto.