177686.fb2
El nombre de pila de Martin apareció en los periódicos. Se anunció aquella tarde en el avance de noticias de la BBC y otra vez a las nueve. El sargento detective Caleb Martin de treinta y nueve años, casado y padre de un hijo.
– Es curioso -dijo el inspector Burden-, no lo creerás, pero no sabía que se llamaba así. Siempre creí que se llamaba John o Bill, o algo así. Siempre le llamábamos Martin como si éste fuera su nombre de pila. Me pregunto por qué lo hizo. ¿Qué le impulsó a ello?
– El valor -dijo Wexford-. Pobre hombre.
– La temeridad.
Burden lo dijo con aire triste, no con hostilidad.
– Supongo que el valor nunca tiene mucho que ver con la inteligencia, ¿no crees? Ni con el razonamiento o la lógica. Él no le dio a su mente la más mínima posibilidad de funcionar.
Martin había sido uno de ellos, uno como ellos. Además, a un policía le resulta particularmente horrible el asesinato de otro policía. Es como si la culpabilidad se doblara y el peor de todos los crímenes se agravara porque la vida del policía, idealmente, está consagrada a la prevención de semejantes actos.
El inspector jefe Wexford no realizó más esfuerzos para buscar al asesino de Martin de los que habría hecho en la búsqueda de cualquier otro asesino, pero se sentía más implicado emocionalmente que de costumbre. Martin ni siquiera le había gustado de modo particular, le irritaban sus fervorosos esfuerzos carentes de humor. «Perseverante» es un adjetivo, peyorativo y desdeñoso, que a menudo se aplica a los policías, y era el primero que acudía a la mente en el caso de Martin. The Plod [1] incluso es un término de argot para referirse a las fuerzas policiales. Pero todo esto quedaba olvidado ahora que Martin había muerto.
– Muchas veces he pensado -dijo Wexford a Burden- qué poca psicología había en aquella frase de Shakespeare que dice que el mal que los hombres hacen vive después de ellos, que el bien se entierra con sus huesos. No es que el pobre Martin fuera malo, pero ya sabes a qué me refiero. Recordamos las cosas buenas de las personas, no las malas. Yo recuerdo lo puntilloso y escrupuloso que era, y lo muy… bueno, obstinado. Me pongo muy sentimental al pensar en él cuando no estoy enfadado. Pero, Dios mío, estoy tan enfadado que apenas veo nada cuando me imagino a aquel muchacho de los granos disparándole a sangre fría.
Habían empezado entrevistando con el máximo cuidado a Brian Prince, el director, y a Sharon Fraser y Ram Gopal, los cajeros. Los clientes que se encontraban en el banco… es decir, los clientes que habían acudido a ellos o a quienes habían podido encontrar fueron los siguientes. Nadie supo decir exactamente cuántas personas había en el banco en el momento de los hechos.
– El pobre Martin habría podido decírnoslo -dijo Burden-. Estoy seguro. Él sabía hacer las cosas, pero está muerto, y si no lo estuviera, nada de todo esto importaría.
Brian Prince no había visto nada. Se enteró de lo que pasaba cuando oyó el disparo que mató a Martin. Ram Gopal, miembro de la escasa población inmigrante india de Kingsmarkham, de la casta de los brahmanes del Punjab, dio a Wexford la descripción mejor y más completa de ambos hombres. Con descripciones como aquélla, comentó Wexford posteriormente, sería un delito no atraparles.
– Les observé con gran detenimiento. Permanecí sentado muy quieto, conservando mis energías, y me concentré en todos los detalles de su aspecto. Sabía que no podía hacer otra cosa, así que hice eso.
Michelle Weaver, que se dirigía a su trabajo en la agencia de viajes que estaba a dos puertas del banco, describió al muchacho como de entre veintidós y veinticinco años, rubio, no muy alto, con mucho acné. La madre del bebé, la señora Wendy Gould, también dijo que el muchacho era rubio pero alto, al menos de metro ochenta. Sharon Fraser creía que era alto y rubio pero se había fijado particularmente en sus ojos, que eran de un brillante azul pálido. Los tres hombres dijeron que el muchacho era bajo o de estatura media, delgado, de unos veintidós o veintitrés años. Wendy Gould dijo que parecía enfermo. Las demás mujeres, la señora Margaret Watkin, dijo que el muchacho era moreno y bajo y tenía los ojos oscuros. Todos coincidían en que tenía la cara llena de granos, pero Margaret Watkin dudaba de si se trataba de acné. Más probablemente era un montón de pequeñas marcas de nacimiento, dijo.
El compañero del muchacho fue descrito invariablemente como mucho mayor que éste, diez años más o, según la señora Watkin, veinte años más. Era moreno, algunos dijeron atezado, y tenía las manos peludas. Sólo Michelle Weaver dijo que tenía un lunar en la mejilla izquierda. Sharon Fraser creía que era muy alto, pero uno de los hombres le describió como «bajito» y otro como «no más alto que un adolescente».
La seguridad y la concentración de Ram Gopal inspiraban confianza a Wexford. Él describió al muchacho como de metro setenta, muy delgado, con los ojos azules, el pelo rubio y granos como de acné. El muchacho vestía tejanos azules, una camiseta oscura o un jersey y una chaqueta negra de cuero. Llevaba guantes, detalle que ningún otro testigo pensó en mencionar.
El hombre no llevaba guantes. Tenía las manos cubiertas de vello oscuro. El pelo de la cabeza también era oscuro, casi negro, pero con grandes entradas, que producían el efecto de una frente enormemente alta. Al menos tenía treinta y cinco años y vestía de manera similar al muchacho excepto en que sus tejanos eran de algún color oscuro, gris o marrón, y vestía una especie de jersey marrón.
El muchacho sólo había hablado una vez, para decir a Sharon Fraser que le entregara el dinero. Sharon Fraser fue incapaz de describir su voz. Ram Gopal expresó su opinión de que el acento no era cockney pero tampoco una voz educada, probablemente del sur de Londres. ¿Podía ser el acento local, influenciado por el londinense, debido a la extensión de la capital y a la televisión? Ram Gopal admitió que podía ser. No estaba seguro de los acentos ingleses, cosa que descubrió Wexford al ponerle a prueba y descubrir que definía un acento de Devon como de Yorkshire.
Entonces, ¿cuántas personas estaban en el banco? Ram Gopal dijo que quince incluido el personal y Sharon Fraser dijo dieciséis. Brian Prince no lo sabía. De los clientes, uno dijo doce y otro dieciocho.
Era evidente que, tanto si había muchos como si había pocos, no todos habían acudido a la llamada de la policía. Durante el tiempo transcurrido entre la huida de los atracadores y la llegada de la policía, quizás hasta un máximo de cinco personas habían salido del banco discretamente mientras el resto se ocupaba de Martin.
En cuanto vieron su oportunidad, escaparon. ¿Quién podía reprochárselo, en especial si no habían visto nada de importancia? ¿Quién quiere involucrarse en una investigación policial si no se tiene nada que aportar? ¿Aun cuando se tenga algo que aportar, pero si es de poca importancia y otros testigos más observadores pueden proporcionarlo?
Para disfrutar de paz mental y una vida tranquila es mucho más sencillo escabullirse y proseguir hacia el trabajo, las tiendas o el hogar. La policía de Kingsmarkham se enfrentaba con el hecho de que cuatro o cinco personas no habían dicho ni pío, sabían algo o no sabían nada pero se mantenían calladas y escondidas. Lo único que la policía sabía era que el personal del banco no conocía de vista a ninguna de estas personas, cuatro o cinco o quizá sólo tres. Que ellos pudieran recordar. Ni Brian Prince, ni Ram Gopal ni Sharon Fraser recordaban una cara que reconocieran en aquella cola de la zona delimitada con cordón. Es decir, aparte de los clientes regulares que habían permanecido dentro del banco tras la muerte de Martin.
A Martin por supuesto le conocían, y a Michelle Weaver y Wendy Gould entre otros. Sharon Fraser sólo podía decir esto: tenía la impresión de que todos los clientes del banco que faltaban eran hombres.
El detalle más sensacional proporcionado por los testigos fue el de Michelle Weaver. Dijo que había visto al chico con acné soltar su pistola justo antes de huir del banco. La había arrojado al suelo y se había escapado.
Al principio, a Burden le costó creer que ella esperaba que se tomara en serio su afirmación. Parecía extraño. El acto que la señora Weaver describía, lo había él leído en alguna parte, o se lo habían contado, o lo había sacado de alguna lectura. Era una técnica clásica de la Mafia. Incluso le dijo que debían de haber leído el mismo libro.
Michelle Weaver insistió. Ella había visto el arma resbalar por el suelo. Los otros se habían arremolinado en torno a Martin, pero ella era la última de la hilera de gente a la que el pistolero había hecho poner contra la pared, o sea que era la que estaba más lejos de Martin, quien se hallaba a la cabeza.
Caleb Martin había soltado el arma con la que hizo su valiente intento. Su hijo Kevin la identificó posteriormente como de su propiedad y contó que aquella mañana su padre se la había quitado en el coche. Era un juguete, una burda copia, con varias inexactitudes de diseño, de un revólver militar y de policía, un Smith and Wesson modelo 10 con un cañón de doce centímetros.
Varios testigos habían visto caer el arma de Martin. Un contratista de obras llamado Peter Kemp se encontraba junto a él y dijo que Martin había soltado el arma en el momento en que recibió el impacto de la bala.
– ¿Podía ser el arma del sargento detective Martin lo que vio, señora Weaver?
– ¿Cómo dice?
– El sargento detective Martin soltó el arma que sostenía. Ésta resbaló por el suelo entre los pies de la gente. ¿Podría usted estar confundida? ¿Podría ser esa pistola lo que usted vio?
– Vi cómo el chico la arrojaba.
– Ha dicho que la vio resbalar por el suelo. ¿Había dos armas resbalando por el suelo?
– No lo sé. Yo sólo vi una.
– La vio en la mano del muchacho y después la vio resbalar por el suelo. ¿Vio realmente cómo se soltaba de la mano del muchacho?
Ya no estaba segura. Ella creía que lo había visto. Sin duda la había visto en la mano del muchacho y después había visto una pistola en el suelo, deslizándose por el lustroso mármol entre los pies de la gente. Se le ocurrió una idea que la hizo callar por un momento. Miró con firmeza a Burden.
– No me presentaría ante un tribunal para jurar que lo vi -afirmó.
En los meses que siguieron, la búsqueda de los hombres que habían perpetrado el atraco al banco de Kingsmarkham cobró alcance nacional. Poco a poco, todos los billetes robados aparecieron. Uno de los hombres se compró un coche y pagó en efectivo antes de que se dieran a conocer los números de los billetes que faltaban, y pagó seis mil libras a un vendedor de coches usados que no sospechó nada. Esto lo hizo el hombre mayor, el más moreno. El vendedor de coches proporcionó una detallada descripción de él y también, por supuesto, su nombre. O el nombre que el hombre le había dado. George Brown. A partir de entonces, la policía de Kingsmarkham se refería a él con el nombre de George Brown.
Del dinero restante, poco menos de dos mil libras salieron a la luz envueltos en periódicos en un contenedor de basura de la ciudad. Las seis mil libras que faltaban jamás se hallaron. Probablemente se habían gastado en pequeñas cantidades. Con eso no se corría un gran riesgo. Como dijo Wexford, si le das a la cajera del supermercado dos billetes de diez para pagar, ella no comprueba los números. Lo único que tienes que hacer es ser prudente y no volver allí.
Justo antes de Navidad, Wexford fue al norte a entrevistar a un hombre que se hallaba en prisión preventiva en Lancashire. Fue lo usual. Si cooperaba y ofrecía información útil, las cosas podrían irle mucho mejor en su juicio. En realidad, era probable que le rebajaran siete años.
Se llamaba James Walley y dijo a Wexford que había hecho un trabajo con George Brown, un hombre cuyo nombre real era George Brown. Era uno de sus delitos pasados que tenía intención de pedir que fuera tenido en cuenta. Wexford visitó al auténtico George Brown en su casa de Warrington. Era un hombre bastante mayor, aunque probablemente más joven de lo que parecía, y cojeaba un poco, consecuencia de una caída de un andamio unos años atrás, al intentar penetrar en un bloque de pisos.
A partir de entonces, la policía de Kingsmarkham empezó a hablar del hombre al que buscaban como el conocido por el nombre de George Brown. Del chico con acné no había señales, ni rastro. En los bajos fondos era desconocido, igual podía estar muerto, a juzgar por lo que se oyó decir de él.
El conocido por el nombre de George Brown volvió a aparecer en enero. Se trataba de George Thomas Lee, arrestado en el transcurso de un atraco en Leeds. Esta vez fue Burden quien le visitó en la cárcel. Era un hombre menudo y estrábico, pelirrojo y con el pelo muy corto. La historia que contó a Burden fue la de un muchacho con granos al que había conocido en un pub de Bradford y que había alardeado de haber matado a un policía en algún lugar del sur. Mencionó un pub, después lo olvidó y mencionó otro, pero conocía el nombre completo del muchacho y su dirección. Seguro ya de que el motivo que se escondía tras todo esto era la venganza por alguna pequeña ofensa, Burden encontró al muchacho. Éste era alto y moreno, un técnico de laboratorio sin empleo con un historial tan inmaculado como su cara. El muchacho no recordaba haberse encontrado con el conocido por el nombre de George Brown en ningún pub, pero sí recordaba haber llamado a la policía cuando halló a un intruso en el último lugar donde había trabajado.
Martin había muerto de un disparo de un revólver Colt Magnum calibre 357 o 38. Era imposible saber cuál, porque aun cuando el cartucho era de calibre 38, el del 357 admite cartuchos de ambos calibres. A veces a Wexford le preocupaba esa arma y en una ocasión soñó que se hallaba en el banco observando dos revólveres que patinaban en círculos por el suelo de mármol mientras los clientes del banco lo contemplaban como espectadores de algún espectáculo. Magnums on Ice.
Él mismo fue a hablar con Michelle Weaver. Ésta era muy servicial, siempre estaba dispuesta a hablar, sin dar muestras de impaciencia. Pero habían transcurrido cinco meses y el recuerdo de lo que había visto aquella mañana en que murió Caleb Martin inevitablemente se iba desvaneciendo.
– No pude haber visto que la tiraba, ¿no cree? Quiero decir, debí de imaginármelo. Si la hubiera tirado, habría estado allí, y no estaba, sólo había la que tiró el policía.
– Sin duda sólo había un arma cuando llegó la policía. -Wexford le hablaba en tono de conversación, como si supieran lo mismo y compartieran información interna-. Lo único que encontramos fue el arma de juguete que el sargento detective Martin quitó a su hijo aquella mañana. No una copia, ni una reproducción, sino un arma de juguete.
– ¿Y fue realmente un juguete lo que yo vi? -Estaba maravillada-. Las hacen que parecen de verdad.
Otra entrevista conversacional, esta vez con Barbara Watkin, reveló no mucho más que su obstinación. Se mostró insistente en su descripción del aspecto del muchacho.
– Sé reconocer el acné. Mi hijo mayor padeció un acné terrible. No era lo que tenía ese muchacho. Se lo aseguro, era más como marcas de nacimiento.
– ¿Cicatrices de acné, tal vez?
– No era nada de eso. Imagine esas marcas rojas que tiene la gente, sólo que éstas eran del tipo morado, y como una erupción; tenía docenas de ellas.
Wexford preguntó al doctor Crocker y éste dijo que nadie tenía marcas de nacimiento que respondieran a esa descripción, así que aquí se acabó el asunto.
No quedaba mucho más que decir, nada que preguntar. Era finales de febrero cuando habló con Michelle Weaver y principios de marzo cuando Sharon Fraser apareció con algo que había recordado acerca de uno de los hombres que faltaban entre los clientes del banco. Llevaba un fajo de billetes de banco en la mano y eran billetes verdes. No había billetes de banco ingleses de color verde desde que el billete de libra había sido sustituido por una moneda varios años antes. No podía recordar nada más acerca de este hombre, ¿sería útil?
Wexford no podía decir que sí, que mucho. Pero no hay que decepcionar a este tipo de persona animosa.
No ocurrió nada más hasta que se recibió una llamada de emergencia el 11 de marzo.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a>The Plod podría traducirse por «La perseverancia». (N. de la T.)