177686.fb2 Un Beso Para Mi Asesino - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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– Están todos muertos. -La voz pertenecía a una mujer y era joven, muy joven. Lo repitió-: Están todos muertos. -Y añadió-: ¡Yo voy a morir desangrada!

La operadora que había atendido la llamada, aunque no era nueva en la tarea, dijo posteriormente que se quedó helada al oír estas palabras. Ya había preguntado si el comunicante quería el servicio de la policía, de los bomberos o una ambulancia.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– Ayúdenme. Voy a morir desangrada.

– Dime dónde estás, la dirección…

La voz empezó a dar un número de teléfono.

– La dirección, por favor…

– Tancred House, Cheriton. Ayúdenme, por favor; ayúdenme… Que vengan pronto…

Eran las ocho y veintidós.

El bosque se extiende en una área de algo así como ciento cincuenta y cinco kilómetros cuadrados. Está formado en su mayor parte por coníferas, bosques artificiales de pino escocés y alerce, picea noruega y de vez en cuando algún alto abeto Douglas. Pero al sur de esta plantación queda un vestigio del antiguo bosque de Cheriton, uno de los siete existentes en el condado de Sussex en la Edad Media; los otros son Arundel, St. Leonard's, Worth, Ashdown, Waterdown y Dallington. Con la excepción de Arundel, en otro tiempo todos ellos formaron parte de un único gran bosque de más de nueve mil kilómetros cuadrados que, según la Crónica anglosajona, se extendía desde Kent hasta Hampshire. Los ciervos corrían por él y, en las profundidades, cerdos salvajes.

La pequeña área que queda es bosque de robles, fresnos, castaños de indias y castaños, abedules y viburnos, que cubren, estos últimos, las laderas del sur y los límites de una finca privada. Aquí, donde todo era zona verde hasta principios de los años treinta, el nuevo propietario plantó un nuevo bosque formado por abetos Douglas, cedros y la más rara Wellingtonia, veinte áreas de bosque maduro hecho a medida. Los caminos que conducen a la casa, uno de ellos no mejor que un estrecho sendero, serpentean a través del bosque, en unos lugares entre escarpados terraplenes, en otros a través de bosquecillos de rododendros, pasando ante árboles en la flor de la vida y de vez en cuando recibiendo la sombra espesa de un viejo gigante.

Algunas veces pueden verse gamos entre los árboles. Se han visto ardillas rojas. El gallo lira es una rareza, el mosquitero de Dartford común, y los aguiluchos hembra son visitantes invernales. A finales de primavera, cuando los rododendros florecen, las largas vistas son de un tono rosado bajo una bruma verde de hojas de haya que se abren. El ruiseñor canta. Anteriormente, en marzo, los bosques son oscuros, pero relucen con la vida que va a nacer, y bajo los pies el terreno es de un rico color dorado procedente de los hayucos. Los troncos de las hayas brillan como si su corteza estuviera recubierta de plata. Pero por la noche todo es oscuridad y silencio, una profunda quietud llena los bosques, un silencio imponente.

El terreno no está vallado, pero hay verjas en el seto que señala los límites. Todas son de cedro rojo y con cinco barrotes. La mayoría dan acceso a senderos, infranqueables salvo a pie, pero la verja principal separa el bosque de la carretera que tuerce hacia el norte desde la B 2428, enlazando Kingsmarkham con Cambery Ashes. Hay un cartel, una sencilla tabla clavada a un poste que indica TANCRED HOUSE. CAMINO PARTICULAR. SE RUEGA CERRAR LA VERJA, que queda a la izquierda. Se pide que se cierre la verja, aunque no se necesita ninguna llave, ningún código ni ningún dispositivo para abrirla.

Aquel martes por la noche, a las ocho y cincuenta y uno del 11 de marzo, la verja estaba cerrada. El sargento detective Vine bajó del primer coche y la abrió, aunque era mayor que casi todos los agentes que iban en los dos coches. Había ido a Kingsmarkham para sustituir a Martin. El convoy estaba formado por tres vehículos; el último era una ambulancia. Vine les dejó pasar a todos y después cerró la verja. No se podía conducir muy deprisa, pero una vez dentro, en este terreno particular, Pemberton condujo lo más rápido que pudo.

Más tarde se enterarían de que, como se utilizaba a diario, este camino era siempre denominado el camino principal.

Estaba oscuro; hacía dos horas que se había puesto el sol. El último farol de la calle se encontraba a unos cien metros, en la B 2428, ante la verja. Tenían que iluminarse sólo con los faros de sus coches, faros que dejaban ver la neblina que se deslizaba por el bosque como gallardetes de niebla verdosa. Si había ojos escudriñando desde el bosque las luces no los mostraban. Los troncos de los árboles formaban columnatas de pilares grises, envueltos en bufandas de neblina. En las profundidades, la oscuridad era impenetrable.

Nadie hablaba. La última persona que había hablado había sido Barry Vine cuando dijo que bajaría a abrir la verja. El inspector detective Burden no dijo nada. Estaba pensando en qué se encontrarían en Tancred House y diciéndose a sí mismo que no debía anticiparse, pues especular era inútil. Pemberton no tenía nada que decir y no habría considerado aquél un lugar para iniciar conversación.

En la furgoneta que iba detrás estaban el conductor, Gerry Hinde, un agente que acudía al lugar de los hechos llamado Archbold con un fotógrafo llamado Milsom y una agente, la detective Karen Malahyde. El personal médico que iba en la ambulancia estaba formado por un hombre y una mujer, ésta conducía. Habían tomado la decisión de no exhibir luces azules ni hacer sonar ninguna sirena.

El convoy no hacía ningún ruido salvo el producido por los motores de los tres vehículos. Serpenteaba a través de las avenidas de árboles donde los terraplenes eran altos y donde el camino atravesaba mesetas arenosas. Por qué el camino era tan sinuoso resultaba un misterio, pues la ladera tenía una pendiente poco pronunciada y no había nada especial que evitar excepto quizá los árboles gigantescos aislados, invisibles en la oscuridad.

El capricho del plantador de un bosque, pensó Burden. Trató de recordar si había visto estos bosques en sus días de juventud, pero no conocía bien la región. Naturalmente, sabía a quién pertenecía entonces, todo el mundo en Kingsmarkham lo sabía. Se preguntó si el mensaje dejado para Wexford ya le había llegado, si el inspector jefe estaba incluso ya en camino, en un coche uno o dos kilómetros detrás de ellos.

Vine miraba por la ventanilla, apretando la nariz contra el cristal, como si pudiera ver algo aparte de la oscuridad, la neblina y los márgenes del frente, amarillentos, relucientes y de aspecto mojado a la luz de los faros. Ningún ojo miraba desde las profundidades, ningún punto gemelo verde o dorado, y no se percibía ningún movimiento de ave o animal. Ni siquiera el firmamento era perceptible. Los troncos de los árboles quedaban separados como columnas pero sus ramas superiores parecían formar un techo ininterrumpido.

Burden sabía que había cottages en la finca, casas donde se alojaba al personal que mantenía Davina Flory. Se hallarían cerca de Tancred House, a no más de cinco minutos a pie, pero no pasaron por delante de ninguna verja, de ningún sendero que se adentrara en el bosque, no vieron luces distantes, débiles o brillantes, en ninguna parte. Se hallaban a ochenta kilómetros de Londres, pero podía haber sido el norte de Canadá, podía haber sido Siberia. El bosque parecía interminable, hileras y más hileras de árboles, algunos de ellos de más de doce metros de altura, otros a medio crecer pero aun así bastante altos. Cada vez que doblaban un recodo y creían que tras la curva habría un claro, un cambio, que verían la casa por fin, sólo encontraban más árboles, otro pelotón de este ejército de árboles, inmóviles, silenciosos, expectantes.

Se inclinó hacia delante y dijo a Pemberton, con voz que sonó alta en el silencio:

– ¿Cuánto hemos recorrido desde la verja?

Pemberton lo comprobó.

– Casi cuatro kilómetros, señor.

– Es mucho, ¿no?

– Casi cinco kilómetros según el mapa -dijo Vine.

Éste tenía una señal blancuzca en la nariz, donde la había apretado contra el cristal.

– Parece que tardamos horas -refunfuñó Burden.

Mientras atisbaba en los interminables bosquecillos, la infinita envergadura de las columnas como de catedral, la casa apareció a la vista, destacándose ante los ojos con un efecto de sorpresa.

El bosque se dividió, como si se corriera una cortina, y allí estaba, profusamente iluminada como para una obra de teatro, bañada en una abundancia de luz artificial, verdosa y fría. Era extrañamente dramático. La casa relucía, rielaba en una bahía de luz, destacando en un neblinoso pozo oscuro. La fachada estaba tachonada de luces, pero de color naranja, los cuadrados y rectángulos de ventanas iluminadas.

Burden no había esperado ver luz, sino una oscura desolación. Esta escena era para él como el primer fotograma de una película de personajes de cuento de hadas que vivían en un palacio remoto, una película sobre la Bella Durmiente. Debería haber habido música, una melodía suave pero siniestra, con cuernos y tambores. El silencio le hacía sentir a uno que faltaba algo esencial, que algo había ido desastrosamente mal. El sonido se había ido sin fundir las luces. Vio cerrarse el bosque otra vez cuando la carretera dobló otra curva. La impaciencia se apoderó de él. Quería bajar y correr a la casa, irrumpir en ella para encontrar lo peor, fuera lo que fuese lo peor, y se mantuvo en el asiento con mal humor.

Aquel primer vistazo había sido un breve anticipo, un avance. Esta vez el bosque desapareció, y los faros mostraron que el camino cruzaba un llano herboso en el que se erguían unos cuantos grandes árboles. Los ocupantes de los coches se sintieron muy al descubierto al empezar a cruzar este prado, como si fueran la escolta de una fuerza invasora a punto de realizar una emboscada. La casa que se hallaba al otro lado estaba iluminada con absoluta claridad, una elegante finca rural que parecía georgiana salvo por su tejado embreado y chimeneas únicas. Parecía muy grande y espléndida, y también amenazadora.

Un muro bajo dividía sus alrededores inmediatos del resto de la finca. Formaba ángulo recto con el camino en el que ellos estaban, partiendo el terreno abierto sin árboles. Justo antes de la abertura del muro había un desvío hacia la izquierda. Se podía seguir recto o girar a la izquierda en este camino que parecía conducir al costado y parte posterior de la casa. El muro ocultaba los focos.

– Sigue adelante -indicó Burden.

Cruzaron la abertura, entre postes de piedra con la parte superior curvada. Aquí empezaban las losas, un amplio espacio pavimentado con piedra de Portland. La piedra de un tono gris dorado, agradablemente irregular, demasiado junta para que creciera siquiera musgo entre una losa y otra. En el centro exacto de este patio había un gran estanque circular, y en el centro de éste, en una isla de piedra cargada de flores y plantas de hojas, hechas en mármoles diversos, verdes, rosados y gris bronce, un grupo de estatuas: un hombre, un árbol, una muchacha en mármol gris, que podría o no haber sido una fuente. Si lo era, en la actualidad no funcionaba. El agua estaba estancada, lisa.

En forma de E sin el travesaño central, o como un rectángulo al que le falta uno de los lados largos, la casa se erguía sin ningún adorno más allá de esta gran llanura de piedra. Ni una enredadera suavizaba su liso enlucido ni ningún arbusto crecía cerca que pusiera en peligro sus franjas de piedra rústica. Las lámparas de arco que había en este lado del muro mostraban todas las líneas finas y todos los diminutos surcos de su superficie.

Las luces estaban encendidas en todas partes, en las dos alas laterales, en la parte central y en la tribuna de arriba. Lucían tras cortinas corridas, rosa, naranja o verde según el color de las cortinas, y también brillaban en las ventanas sin cortinas. La luz de las lámparas de arco competían con estos colores más suaves pero no podían apagarlos por completo. Todo estaba inmóvil, no había viento, y daba la impresión de que no sólo el aire sino el propio tiempo se había detenido.

Aunque, como Burden se preguntó después, ¿qué había que pudiera moverse? Aunque hubiera soplado un fuerte viento, allí no había nada que mover. Incluso los árboles habían quedado atrás, y había otros miles tras la casa, perdidos en aquella cueva de oscuridad.

El convoy se acercó a la puerta principal, pasando por la izquierda del estanque y las estatuas. Burden y Vine abrieron sus respectivas portezuelas y Vine llegó primero a la puerta principal. A ésta se accedía mediante dos anchos escalones bajos de piedra. Si alguna vez había habido un porche, para entonces había desaparecido y lo único que quedaba a ambos lados de la puerta era un par de columnas lisas. La puerta principal era de un blanco reluciente, brillante a aquella luz como si la pintura todavía estuviera húmeda. La campana era de las que hay que tirar de una varilla de hierro forjado. Vine tiró de ella. El sonido que hizo cuando tiró de la varilla debió de resonar en toda la casa, pues el personal médico, que salía de su ambulancia a unos veinte metros de distancia, lo oyó claramente.

Hizo sonar la campanilla por tercera vez y luego llamó con la aldaba de latón. Los herrajes de la puerta relucían como el oro en la brillante luz. Recordaron la voz que había hablado por teléfono, la mujer que había pedido ayuda, y aguzaron el oído. No se oía nada. Ni un gemido, ni un susurro. Silencio. Burden hizo sonar la aldaba y sacudió la tapa del buzón. A nadie se le ocurrió pensar en una puerta trasera, en cuántas puertas traseras podía haber. A nadie se le ocurrió que una pudiera estar abierta.

– Tendremos que entrar por la fuerza -dijo Burden.

¿Por dónde? Cuatro anchas ventanas flanqueaban la puerta principal, dos a cada lado. Dentro podía verse una especie de vestíbulo exterior, un invernadero con laureles y azucenas en macetas en el suelo de mármol blanco jaspeado. Las hojas de azucena relucían a la luz de dos candelabros. Lo que había más allá, tras un arco, no se alcanzaba a ver. Parecía un lugar cálido y tranquilo, parecía civilizado, un lugar amable bien amueblado, el hogar de gente rica aficionada al lujo. En el invernadero, adosada a la pared, había una consola de caoba y dorada con una silla colocada de modo negligente a su lado, una silla alta y estrecha con el asiento de terciopelo rojo. De un jarrón chino que había sobre la mesa se derramaban los largos zarcillos de una planta colgante.

Burden se apartó de la puerta principal y echó a andar por la llanura de losas de piedra del amplio patio. La luz era como de la luna pero muy ampliada, como si ésta se reflejara en algún espejo celestial. Luego, dijo a Wexford que la luz empeoraba el efecto. La oscuridad habría sido natural, él se habría movido con más comodidad a oscuras.

Se acercó al ala occidental donde la ventana del final, ligeramente curvada, tenía su base a sólo treinta centímetros del suelo. Las luces estaban encendidas en el interior, reducidas, desde donde él se encontraba, a un suave resplandor verde. Las cortinas estaban corridas, su pálido forro hacia el cristal, pero adivinó que al otro lado debían de ser de terciopelo verde. Más tarde se preguntaría qué instinto le había conducido a aquella ventana, a rechazar las que estaban más cerca y elegir aquélla.

Había tenido la premonición de que tenía que ser aquélla. Allí dentro estaba lo que había que ver, que encontrar. Trató de mirar a través de la rendija de brillante luz que quedaba entre los bordes de las cortinas. No pudo ver más que resplandor. Los otros estaban detrás de él, en silencio pero cerca. Dijo a Pemberton:

– Rompe la ventana.

Pemberton, frío y calmado, preparado para esto, rompió el cristal de una de las ventanas rectangulares con una llave de tuercas de coche. Rompió uno de los cristales del centro de la ventana, metió la mano por el espacio, apartó la cortina y abrió la ventana. Burden entró primero, agachándose, y Vine le siguió. Un material grueso y pesado les envolvió y ellos se lo apartaron de la cara, corriendo la cortina, cuyas anillas tintinearon suavemente al deslizarse por la barra.

Entraron en la habitación y vieron lo que habían ido a ver. Vine inspiró con fuerza. Nadie más hizo ningún ruido. Pemberton penetró por la ventana y con él Karen Malahyde. Burden se hizo a un lado para dejarles sitio, se apartó pero no dio un paso al frente, de momento. No pronunció ninguna exclamación. Miró. Pasó quince segundos mirando. Sus ojos tropezaron con la mirada fija de Vine, incluso volvió la cabeza, y observó, como en otro plano, en otro lugar, que las cortinas eran en verdad de terciopelo verde. Después volvió a mirar hacia la mesa del comedor.

Era una mesa grande, de casi tres metros de largo, con mantel, cristalería y cubertería de plata; había comida en ella, y el mantel era rojo. Parecía que la intención era que fuera rojo, un damasco escarlata, excepto que la zona más próxima a la ventana era blanca. La marea de color rojo no había llegado tan lejos.

Al otro lado de la parte más escarlata alguien yacía derrumbado hacia delante, una mujer que había estado sentada a la mesa o de pie junto a ella. Enfrente, echado hacia atrás en una silla, se hallaba desplomado el cuerpo de otra mujer, la cabeza colgando y el largo cabello negro cayendo como una cascada, su vestido rojo como el mantel, como si lo hubiera llevado para hacer juego,

Estas dos mujeres habían estado sentadas una frente a otra en el medio exacto de la mesa. Por los platos y demás enseres, era evidente que había habido alguien sentado a la cabecera y otra persona a los pies, pero entonces no había nadie allí, ni muerto ni vivo. Sólo los dos cuerpos y la extensión de color escarlata entre ellos.

No cabía duda de que las dos mujeres estaban muertas. La de más edad, cuya sangre había teñido el mantel de rojo, tenía una herida de bala en un costado de la cabeza. Se podía ver sin tocarla, y nadie la tocó. Tenía destrozada la mitad de la cabeza y un lado de la cara.

La otra había recibido un disparo en el cuello. Su rostro, curiosamente no lastimado, estaba blanco como la cera. Tenía los ojos abiertos de par en par, fijos en el techo donde una salpicadura de manchas oscuras podía ser una multitud de manchas de sangre. Ésta había salpicado las paredes cubiertas de papel verde oscuro, las pantallas de las lámparas verdes y doradas cuyas bombillas permanecían encendidas, y había manchado la alfombra verde oscuro con máculas negras. Una gota de sangre había ido a parar a un cuadro de la pared, resbalando por el pálido óleo y allí se había secado.

Sobre la mesa había tres fuentes con comida. En dos de ellas todavía estaba la comida, fría y coagulándose pero reconocible. La tercera estaba empapada de sangre, como si la hubieran regado generosamente, como si se hubiera vaciado sobre ella una botella de salsa para alguna comida de horror.

Había sin duda una cuarta fuente. La mujer cuyo cuerpo había caído hacia delante, cuya sangre había chorreado y se había filtrado por todas partes, había hundido su mutilada cabeza en ella, su pelo oscuro, con vetas grises, se había desatado y esparcido entre los restos de la cena, un salero, un vaso tumbado, una servilleta arrugada. Otra servilleta, empapada de sangre, había caído al suelo.

Cerca de donde se hallaba la mujer más joven, la mujer que tenía la cabeza echada hacia atrás, había un carrito con comida. Su sangre había salpicado los mantelitos blancos y los platos blancos, así como una panera. Las gotas de sangre espolvoreaban las rebanadas de pan francés formando unas manchas que parecían pasas. Había una especie de budín en una gran fuente de cristal, pero Burden, que había observado todo sin sentir náuseas, no pudo mirar lo que la sangre le había hecho a aquello.

Hacía mucho tiempo, siglos, que no había sentido auténticas náuseas ante semejantes panoramas. Pero ¿había visto jamás algo igual? Sintió un vacío, una sensación de atontamiento, de que todas las palabras eran inútiles. Y aunque la casa estaba caliente, sintió un repentino frío amargo. Se tomó los dedos de la mano izquierda con los dedos de la mano derecha y notó su frialdad.

Imaginó el ruido que debía de haberse producido, el enorme ruido de un tambor de pistola al vaciarse, ¿una escopeta, un rifle, algo más potente? El ruido que habría rugido a través del silencio, la paz, la calidez. Y aquella gente allí sentada, hablando, en mitad de su comida, perturbados de esta manera terrible e intempestiva… Pero había habido cuatro personas. Una a cada lado, otra en la cabecera y otra en los pies de la mesa. Se volvió e intercambió otra mirada vacía con Barry Vine. Los dos eran conscientes de que la mirada que cada uno ofrecía al otro era de desesperación, de malestar. Estaban aturdidos por lo que veían.

Burden se dio cuenta de que se movía con dificultad. Era como si tuviera plomo en los pies y las manos. La puerta del comedor estaba abierta y la cruzó para entrar en la casa, con un nudo en la garganta. Después, varias horas más tarde, recordó que entonces, durante esos minutos, se había olvidado de la mujer que había telefoneado. La visión de los muertos le había hecho olvidar a los vivos, al posiblemente único superviviente…

Se encontró no en el invernadero sino en un majestuoso vestíbulo, una habitación grande cuyo techo, con una cúpula de cristal en el centro del tejado de la casa, también estaba iluminado por numerosas lámparas, pero menos brillantemente. Había lámparas con base de plata y lámparas con base de cristal y cerámica, sus tonos del color del albaricoque y marfil oscuro. El suelo era de madera pulida, salpicada de alfombras que Burden comprendió eran orientales, alfombras con dibujos en lila, rojo, marrón y dorado. Una escalinata ascendía desde el vestíbulo, dividiéndose en el primer piso, donde la doble escalera salía de una galería, con una balaustrada de columnas jónicas. Al pie de la escalera, con los miembros extendidos sobre los peldaños inferiores, yacía el cuerpo de un hombre.

También a él le habían disparado. En el pecho. La alfombra de la escalera era roja y la sangre que había manado del cuerpo aparecía como oscuras manchas de vino. Burden aspiró hondo y, al darse cuenta de que se había llevado la mano a la boca para cubrírsela, la bajó con decisión. Miró a su alrededor con una lenta mirada y entonces percibió un movimiento en el rincón.

El desapacible estruendo que se oyó de pronto produjo el efecto de desbloquearle la voz. Esta vez exclamó:

– ¡Dios mío!

La voz le salió con esfuerzo, como si alguien le apretara la garganta con la mano.

Era un teléfono que había caído al suelo, había sido arrojado al suelo por algún movimiento involuntario que tiró de su cordón. Algo se arrastraba hacia Burden procedente de la parte más oscura, donde no había ninguna lámpara. Emitía un sonido quejumbroso. El cordón del teléfono lo rodeaba y el teléfono se arrastraba detrás, rebotando y resbalando sobre el roble pulido del suelo. Rebotaba y zangoloteaba como un juguete atado a una cuerda tirado por un niño.

Ella no era ningún niño, aunque no parecía mucho mayor, una muchacha joven que se arrastraba hacia él a gatas y se desplomó a sus pies, emitiendo los desconcertados gemidos ininteligibles de un animal herido. Estaba cubierta de sangre, que le apelmazaba el pelo, le manchaba la ropa, le resbalaba por los brazos desnudos. Levantó la cara y ésta estaba sucia de sangre, como si se la hubiera mojado y se hubiera pintado la piel con los dedos.

Burden vio con horror que le brotaba sangre de una herida en la parte superior del pecho, a la izquierda. Se puso de rodillas frente a ella.

La muchacha habló. Le salió un susurro confuso:

– Ayúdeme, ayúdeme…