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Al cabo de dos minutos la ambulancia había partido, camino del hospital de Stowerton. Esta vez llevaba la luz encendida y la sirena puesta, que sonaba con estridencia a través de los oscuros bosques, los inmóviles bosquecillos.
Iba tan deprisa que el conductor tuvo que frenar y hacerse a un lado para esquivar el coche de Wexford, que entraba por la verja principal procedente de la B 2428; eran las nueve y cinco.
El mensaje le había llegado al lugar donde estaba cenando con su esposa, su hija y el amigo de ésta. Se trataba de un nuevo restaurante italiano de Kingsmarkham llamado La Primavera. Estaba en mitad del plato principal cuando sonó su teléfono y le salvó, de una manera particularmente drástica, como pensó después, de hacer algo que podría haber lamentado. Dio cuatro explicaciones rápidas a Dora, se despidió de una manera bastante superficial de los otros y salió del restaurante inmediatamente, dejando intacta su ternera Marsala.
Tres veces había intentado llamar a Tancred House, y siempre comunicaban. Cuando el coche, conducido por Donaldson, tomó la primera curva del estrecho camino boscoso, volvió a intentarlo y esta vez sonó y Burden respondió.
– El aparato estaba descolgado. Ha caído al suelo. Hay tres personas muertas por disparos. Debes de haberte cruzado con la ambulancia que se llevaba a una chica.
– ¿Está muy grave?
– No lo sé. Estaba consciente, pero parecía estar mal.
– ¿Has hablado con ella?
– Por supuesto -respondió Burden-. Tenía que hacerlo. Entraron dos en la casa, pero ella sólo vio a uno. Ha dicho que eran las ocho cuando ha sucedido, o poco después, las ocho y uno o dos minutos. No ha podido hablar nada más.
Wexford se guardó el teléfono en el bolsillo. El reloj del salpicadero del coche marcaba las nueve y doce minutos. Cuando le había llegado el mensaje, no estaba tanto de mal humor como preocupado y sintiéndose cada vez más infeliz. Sentado a la mesa en La Primavera ya había empezado a luchar contra estos sentimientos de antipatía, de clara repugnancia. Y cuando entonces revisó, por tercera o cuarta vez, el acre comentario que acudió a sus labios, que había controlado por Sheila, había sonado su teléfono. Ahora apartó el recuerdo de un encuentro doloroso. No habría tiempo para meditar sobre ello; todo debía ceder su lugar a la matanza perpetrada en Tancred House.
La casa iluminada apareció a través de los árboles, fue tragada por la oscuridad y reapareció cuando Donaldson ascendió por el sendero y cruzó la amplia extensión vacía. Vaciló ante la abertura del muro bajo, pero después aceleró y siguió adelante hasta el patio delantero. Una estatua que probablemente representaba la persecución de Dafne por Apolo se reflejaba en las aguas oscuras de un estanque poco profundo. Donaldson condujo hacia la izquierda y avanzó entre los coches.
La puerta principal estaba abierta. Vio que alguien había roto uno de los cristales de una ventana del ala izquierda u occidental de la casa. Tras la puerta principal, desde un invernadero lleno de azucenas, con un biombo en cada extremo en lo que le pareció se llamaba estilo Adam, se abría un arco hasta el gran vestíbulo donde había sangre en el suelo y las alfombras. La sangre formaba un mapa de islas sobre el roble claro. Cuando Barry Vine se acercó a él, vio el cuerpo del hombre al pie de la escalinata.
Wexford se aproximó al cuerpo y lo miró. Era un hombre de unos sesenta años, alto, delgado, con el rostro agraciado, las facciones finamente delineadas y del tipo que suele llamarse sensible. Su rostro estaba entonces amarillento como la cera. Tenía la boca abierta. También sus ojos, azules, estaban abiertos y miraban fijo. La sangre había teñido de rojo su camisa blanca y manchado su chaqueta oscura. Iba vestido de manera formal, con traje y corbata, y le habían disparado dos veces de frente y de muy cerca, en el pecho y en la cabeza. Esta era una maraña de sangre, con una pegajosidad amarronada que le apelmazaba el espeso cabello blanco.
– ¿Sabes quién es?
Vine negó con la cabeza.
– ¿Debería saberlo, señor? Presumiblemente se trata del propietario del lugar.
– Es Harvey Copeland, ex miembro del Parlamento por los municipios del sur y esposo de Davina Flory. Claro que hace poco que estás aquí, pero habrás oído hablar de Davina Flory, ¿no?
– Sí, señor. Por supuesto.
Con Vine nunca se sabía si era cierto o no. Mostraba siempre la misma cara inexpresiva, la misma actitud imperturbable, la misma impasibilidad.
Entró en el comedor, preparándose, pero aun así lo que vio le hizo contener el aliento. Nadie, jamás, se endurece por completo. Él jamás conseguiría contemplar escenas semejantes con indiferencia.
Burden se encontraba en la habitación con el fotógrafo. Archbold, como agente encargado del lugar de los hechos, medía y tomaba notas, y habían llegado dos técnicos de la oficina del forense. Archbold se levantó cuando entró Wexford y éste le hizo señas de que prosiguiera.
Cuando hubo dejado descansar su mirada por unos breves momentos en los cuerpos de las dos mujeres, dijo a Burden:
– La muchacha, dime todo lo que ha dicho.
– Que había dos. Eran cerca de las ocho. Llegaron en coche.
– ¿De qué otro modo se puede llegar aquí?
– Oyeron ruidos en el piso de arriba. El hombre que está muerto en la escalera fue a investigar.
Wexford dio la vuelta a la mesa y se quedó junto a la mujer muerta cuya cabeza y cabello colgaban sobre el respaldo de la silla. De allí pudo obtener una vista diferente de la mujer que estaba enfrente. Miró lo que quedaba de una cara, cuya mejilla izquierda estaba sobre un plato lleno de sangre, sobre el mantel rojo.
– Ésa es Davina Flory.
– Suponía que lo era -dijo Burden-. Y no cabe duda de que el hombre de la escalera es su esposo.
Wexford asintió. Sintió algo insólito en él, una especie de temor reverente.
– ¿Quién es ésta? ¿No tenían una hija?
La otra mujer debía de tener unos cuarenta y cinco años. Tenía el pelo y los ojos oscuros. La piel, blanca y consumida al estar muerta, probablemente había sido muy pálida en vida. La mujer estaba delgada e iba vestida con ropa estilo agitanado, prendas de algodón amplias y estampadas con abalorios y cadenas. Los colores que predominaban eran rojizos, pero no tan rojos como ahora.
– Tiene que haber producido un gran estrépito, todo esto.
– Alguien puede haber oído algo -indicó Wexford-. Tiene que haber otra gente en la finca. Alguien cuidaba de Davina Flory, su esposo y su hija. Estoy seguro de que he oído decir que hay un ama de llaves y quizás un jardinero que viven en casas por aquí cerca, cottages que pertenecen a la finca.
– Me he ocupado de eso. Karen y Gerry han salido para intentar localizarles. Se habrá fijado en que no hemos pasado por delante de ninguna casa al venir hacia aquí.
Wexford fue al otro lado de la mesa, vaciló, se acercó más que antes al cuerpo de Davina Flory. Su abundante cabello oscuro, veteado de blanco, se desparramaba como zarcillos manchados de sangre. El hombro de su vestido, de seda roja y ajustado a su delgada figura, tenía una enorme mancha negruzca. Tenía las manos sobre el mantel teñido de sangre en la postura de alguien que está en una sesión de espiritismo. Eran unas manos preternaturalmente largas como raras veces se ven excepto en las mujeres orientales. La edad las había deteriorado poco, o quizá la muerte ya había encogido las venas. Las manos no lucían adornos, sólo un anillo de boda de oro en la izquierda. La otra se había medio cerrado cuando los dedos se contrajeron y aferraron un puñado de damasco ensangrentado.
Con una creciente sensación de temor, Wexford había retrocedido para absorber más plenamente esta escena de horror y destrucción, cuando la puerta se abrió y entró el patólogo. Unos momentos antes Wexford había oído que se detenía un coche frente a la casa, pero había supuesto que se trataba de Gerry Hinde y Karen Malahyde que regresaban. En realidad era el doctor Basil Sumner-Quist, un hombre que era anatema para Wexford. Éste habría preferido mucho más a sir Hilary Tremlett.
– ¡Oh, Dios mío, Dios mío -exclamó Sumner-Quist-, cuan bajo han caído los poderosos!
El mal gusto, no, peor que eso, una vergonzosa falta de todo gusto caracterizaba al patólogo. En una ocasión, se había referido a una ejecución por agarrotamiento como «una pequeña y sabrosa golosina».
– ¿Supongo que ésta es ella?
Dio un golpecito a la espalda de seda manchada de sangre. La prohibición de tocar los cadáveres era aplicable a todo el mundo excepto a él.
– Eso creemos -respondió Wexford, manteniendo al mínimo el matiz desaprobador de su tono de voz. No le cabía duda de que ya había demostrado suficiente desaprobación por una noche-. Con toda probabilidad ésta es Davina Flory, el hombre de la escalera es su esposo, Harvey Copeland, y suponemos que ésta es su hija. No sé cómo se llamaba.
– ¿Ha terminado? -preguntó Sumner-Quist a Archbold.
– Puedo volver más tarde, señor.
El fotógrafo tomó una última fotografía y salió de la habitación con Archbold y los hombres de la oficina del forense. Sumner-Quist no se demoró. Levantó la cabeza agarrando la masa de cabello oscuro veteado de gris. El cuerpo del patólogo ocultaba la mitad estropeada de este rostro y apareció un perfil noble, una frente majestuosamente alta, una nariz recta, una boca ancha y curvada, todo ello surcado con mil finas líneas y mellas más profundas.
– Le gustaban jovencitos cuando le pescó, ¿no? Ella debía de tener al menos quince años más.
Wexford bajó la cabeza.
– He estado leyendo su libro, la primera parte de su autobiografía. Una vida llena de incidentes, podría decirse. La segunda parte quedará sin escribirse. De todos modos, hay demasiados libros en el mundo, en mi humilde opinión. -Sumner-Quist soltó su estridente risa-. He oído decir que todas las mujeres, cuando se hacen viejas, se convierten en cabras o monos. Ella era un mono, diría yo, ¿usted no? Ni un músculo flojo.
Wexford salió de la habitación. Era consciente de que Burden le seguía pero no se volvió. La rabia que se le había estado formando en el restaurante, que ahora fermentaba por otra causa, amenazaba con explotar.
Dijo con voz fría e inexpresiva:
– Cuando le mate, al menos será el viejo Tremlett quien le haga la autopsia.
– Jenny es una gran admiradora de sus libros -dijo Burden-, los de antropología o como quiera llamarlos. Bueno, supongo que también son políticos. Era una mujer notable. Le regalé a Jenny la autobiografía por su cumpleaños, la semana pasada.
Karen Malahyde entró en el vestíbulo. Dijo:
– No estaba segura de qué hacer, señor. Sabía que usted querría hablar con los Harrison y Gabittas antes de que fuera demasiado tarde, así que les he contado los hechos. Me ha parecido que les pillaba por sorpresa.
– Has hecho bien -dijo Wexford.
– Les he dicho que probablemente usted iría en una media hora, señor. Las casas son dos, adosadas, y están a unos dos minutos por el camino que sale del jardín trasero.
– Enséñamelo.
Ella le acompañó a la parte del ala oeste, después de la ventana rota, y señaló hacia donde el camino rodeaba el jardín y desaparecía en la oscuridad.
– ¿Dos minutos en coche o dos minutos a pie?
– Yo diría que diez minutos a pie, pero le indicaré a Donaldson dónde están.
– Puedes decírmelo a mí, iré a pie.
Donaldson iría después con Barry Vine. Wexford partió por el camino que estaba separado del jardín mediante un alto seto. Al otro lado de éste todo era bosque. Había muy poca niebla allí y brillaba la luna. Fuera del alcance de las lámparas de arco, la luz de la luna bañaba el sendero con una fosforescencia verdosa en la que las coníferas proyectaban negras sombras suaves o plumosas. También negras en contraste con el brillante cielo se veían las siluetas de árboles maravillosos, árboles de muestra plantados décadas atrás, y perceptibles incluso por la noche como fantásticos o extraños por su inmensa altura o las curiosas formaciones de sus hojas o ramas retorcidas. Las sombras que proyectaban eran como letras en hebreo escritas sobre un viejo y manchado pergamino.
Pensó en la muerte y el contraste. Pensó en la fealdad de todas las cosas que sucedían en aquel lugar tan hermoso. De la «completa perfección equivocadamente deshonrada». El recuerdo de aquella sangre salpicando la habitación y la mesa como si se hubiera derramado en ella un bote de pintura le hizo estremecer.
Allí, tan cerca, había otro mundo. El sendero tenía algo de mágico. El bosque era un lugar encantado, no real, un telón de fondo quizá de La flauta mágica o un escenario de un cuento de hadas, una ilustración, no un paisaje vivo. El silencio era total. Al caminar pisaba las agujas de los pinos y sus zapatos no hacían ningún ruido. A medida que el sendero se curvaba, aparecían nuevas vistas iluminadas por la luna: alerces sin hojas, araucarias con ramas como reptiles anclados, cipreses con agujas señalando hacia el cielo, pinos escoceses cuyas copas eran concertinos, macrocarpas densas como tapicerías, juníperos esbeltos y frondosos, abetos con las piñas del año anterior tirando de sus copetudas ramas. La luz de la luna, cobrando fuerza, iluminaba el paisaje, rielaba a través de sus senderos, estaba aquí y allí borrada por una densa barrera de ramas o troncos como retorcidas cuerdas.
La naturaleza, que debería haberse levantado y aullado, que debería haber enviado un viento que rugiera entre los bosques e hiciera protestar a las cosas, agitarse y gemir las ramas de los árboles, estaba tranquila, dulce y plácida. La quietud era casi no natural. No se movía ni una rama. Wexford rodeó una curva del sendero, lo vio desaparecer, vio despejarse el bosque ante él y aparecer un claro. Un sendero más estrecho partía de él, penetrando en una pantalla de coníferas de la clase más corriente.
Las luces de las casas relucían al final del sendero.
Barry Vine y Karen Malahyde habían subido al primero y segundo pisos para comprobar que no había más cadáveres. Curioso por saber lo que podía haber allí arriba, Burden no obstante no quiso pasar junto al cadáver de Harvey Copeland hasta que Archbold hubo anotado la posición del cuerpo, lo hubo fotografiado desde todos los ángulos y el patólogo hubo realizado su examen preliminar. Para pasar habría tenido que hacerlo por encima del brazo y mano derechos del hombre muerto. Vine y Karen lo habían hecho, pero una inhibición, una aprensión y un sentido de lo que era correcto detenían a Burden. En lugar de subir, cruzó el vestíbulo y miró en lo que resultó ser el salón.
Bellamente amueblado, exquisitamente ordenado, era como un museo de cosas bonitas y obras de arte. Por alguna razón, no habría imaginado que Davina Flory viviera así, sino de una manera más despreocupada o bohemia. Se la habría imaginado, con vestido o con pantalones, sentada con otros espíritus afines ante alguna mesa de refectorio antiguo y destartalado en un amplio lugar cálido y desordenado, bebiendo vino y hablando hasta altas horas de la noche. Una especie de salón de banquetes era lo que su imaginación había inventado. Davina Flory habitaba en él, vestida como una matriarca de una tragedia griega. Sonrió para sus adentros, avergonzado, volvió a mirar las adornadas ventanas, los retratos en marcos dorados, la jardinera con kalanchoes y helechos, el mobiliario del siglo dieciocho con esbeltas patas, y cerró la puerta.
En la parte posterior de esta ala oeste y detrás del vestíbulo había dos habitaciones que parecían ser los estudios de él y de ella, y otra que se abría a una gran habitación llena de plantas. Uno o más de uno de los muertos había sido un jardinero entusiasta. Se percibía allí un dulce olor de plantas de bulbo en flor, narcisos y jacintos, y esa sensación de suave humedad de las plantas característica de los invernaderos.
Encontró una biblioteca detrás del comedor. Todas estas habitaciones se hallaban tan ordenadas, tan pulcras y bien cuidadas como la primera en la que había mirado. Parecían pertenecer a alguna mansión del Patrimonio Nacional donde algunas habitaciones están abiertas al público. En la biblioteca, todos los libros estaban colocados tras puertas de fino y reluciente cristal con marcos de madera roja oscura. Un solo libro estaba abierto sobre un atril. Desde donde se encontraba Burden pudo ver que la impresión era antigua y se imaginó las grandes eses. Un pasillo conducía hacia la zona de la cocina.
La cocina era grande pero no cavernosa. Hacía poco que la habían reformado y decorado al estilo seudogranjero, pero a Burden le pareció que las puertas de los armarios eran de roble y no de pino. Había allí la mesa de refectorio que había imaginado, relucientemente pulida y con fruta sobre una también pulida fuente de madera en el centro.
Una tos detrás de él le hizo girarse. Archbold había entrado con Chepstow, el hombre de las huellas digitales.
– Disculpe, señor. Las huellas.
Burden tendió la mano derecha para mostrar que llevaba guantes. Chepstow asintió, se puso a trabajar con el pomo de la puerta por el lado de la cocina. La casa era demasiado majestuosa para que la salida de la cocina se denominara «puerta trasera». Burden se acercó con cautela a las puertas abiertas, una de las cuales conducía a un lavadero donde estaban la lavadora, una secadora y los trastos de planchar, y la otra a una especie de sala con estantes, armarios y un perchero con abrigos colgados en él. Aún se tenía que cruzar otra puerta antes de llegar a una salida al exterior.
Burden miró a su alrededor mientras Archbold llegaba. Archbold hizo una seña afirmativa. La puerta tenía cerrojos pero no estaban corridos. En la cerradura había una llave. Burden no tocaría el pomo, con guantes o sin ellos.
– ¿Piensa que entraron por aquí?
– Es una posibilidad, señor. ¿Por dónde, sino? Todas las demás puertas exteriores están cerradas con llave.
A menos que alguien les abriera. A menos que llegaran a la puerta principal y alguien les abriera y les invitara a entrar.
Chepstow llegó y efectuó su prueba en el pomo de la puerta, la placa que lo rodeaba y la jamba. Con un guante de algodón en la mano derecha, hizo girar el pomo con cuidado. Éste cedió y la puerta se abrió. Fuera había una fría oscuridad verdosa bañada en la distancia por la luz de la luna. Burden distinguió un alto seto que encerraba un patio pavimentado.
– Alguien ha dejado la puerta sin cerrar con llave. El ama de llaves cuando se ha ido a su casa, quizá. Tal vez siempre la dejaba así y sólo la cerraban con llave antes de irse a la cama.
– Podría ser -afirmó Burden.
– Qué terrible, tener que encerrarse en casa cuando estás en un lugar tan aislado como éste.
– Es evidente que ellos no lo hacían -dijo Burden irritado.
Cruzó el lavadero que conducía, a través de una puerta que estaba abierta, a una especie de vestíbulo trasero con armarios adosados a las paredes. Una escalera, mucho más estrecha que la principal, ascendía entre paredes. Ésta era entonces la «escalera trasera», característica de las grandes casas antiguas de las que Burden había oído hablar a menudo pero raras veces, si es que alguna, había visto. Subió, y se encontró en un pasillo con puertas abiertas en ambos lados.
Los dormitorios parecían innumerables. Si se vivía en una casa de aquel tamaño, se podía perder la cuenta de cuántos dormitorios se tenían. Burden encendía y apagaba las luces a medida que los recorría. El pasillo torcía a la izquierda y supuso que se encontraba en el ala oeste, sobre el comedor. La única puerta que había allí estaba cerrada. La abrió, y oprimió el interruptor que sus dedos palparon en la pared de la izquierda.
La luz inundó la especie de desorden en el que él había imaginado que vivía Davina Flory. Tardó un instante en comprender que aquí era donde habían estado el o los asesinos. Ellos habían producido el desorden. ¿Qué era lo que había dicho Malahyde? «Han registrado su habitación, buscando algo.»
No habían quitado la ropa de la cama, pero habían bajado las sábanas y apartado las almohadas. Los cajones de las dos mesillas de noche estaban abiertos así como dos de los del tocador. Una de las puertas del armario estaba abierta y sobre la alfombra había un zapato. La tapa del diván que había a los pies de la cama estaba levantada y una prenda de seda, con un estampado floral en rosa y dorado, sobresalía sobre un costado.
Era extraña, esa sensación que Burden experimentaba. La imagen que tenía del tipo de vida que suponía llevaba Davina Flory, la clase de persona que había creído que era ella, no dejaba de acudir a su mente. Así es como él habría imaginado su dormitorio, bellamente amueblado, limpiado y ordenado cada día, pero sujeto a un continuo proceso de desorden por parte de su propietaria. No por desprecio a las tareas de una criada, sino porque ella simplemente no se daba cuenta, era indiferente al orden que la rodeaba. No había sido así. Aquello lo había hecho un intruso.
¿Por qué, entonces, encontraba él algo incongruente en ello? El joyero, un estuche de cuero rojo, vacío y volcado sobre la alfombra, expresaba la verdad con suficiente claridad.
Burden meneó la cabeza con aire triste, pues no habría esperado que Davina Flory poseyera joyas o un joyero donde guardarlas.
Cinco personas en la pequeña habitación delantera de la casa de Harrison la convertían en un lugar atestado. Habían ido a buscar a John Gabbitas, el encargado forestal, a la casa de al lado. No había suficientes sillas y hubo que bajar una del piso de arriba. Brenda Harrison había insistido en preparar té, el cual nadie parecía querer pero todos, pensó Wexford, necesitaban aliviarse y reconfortarse.
Ella se mostró fría. Por supuesto, había tenido media hora para sobreponerse al susto antes de que él llegara. No obstante, él encontró desconcertante su energía. Era como si Vine y Malahyde le hubieran hablado de algún desastre sin importancia ocurrido a sus patrones, que un pedazo de tejado se había caído o que había goteras. La mujer se apresuró a preparar las tazas de té y una lata de galletas mientras su esposo permanecía sentado, con aire asombrado, moviendo de vez en cuando la cabeza de lado a lado como si no pudiera creerlo, con los ojos fijos.
Antes de salir para poner a hervir el agua y preparar una bandeja -parecía una mujer hiperactíva-, ella había confirmado la identificación de los cadáveres. El hombre muerto en la escalera era Harvey Copeland, la mujer mayor muerta ante la mesa era Davina Flory. La otra mujer la identificó sin lugar a dudas como la hija de Davina Flory, Naomi. A pesar de su posición elevada, en opinión de cualquiera, al parecer allí todos se llamaban por el nombre de pila, Davina, Harvey, Naomi y Brenda. La mujer incluso tuvo que pensar un momento para recordar el apellido de Naomi. Ah, sí, Jones, ella era la señora Jones, pero la chica se hacía llamar Flory.
– ¿La chica?
– Daisy era hija de Naomi y nieta de Davina. También se llamaba Davina, era algo así como Davina Flory la joven, ya me entiende, pero se hacía llamar Daisy.
– No utilice el pasado -dijo Wexford-. No está muerta.
Ella se encogió de hombros. Su tono le había parecido a Wexford un poco indigno, quizá sólo porque se había equivocado.
– Ah. Creía que la mujer policía había dicho que todos lo estaban.
Después de esto fue cuando preparó el té.
Wexford ya sabía que de los tres ella sería su principal informante. Su aparente insensibilidad, una indiferencia casi repulsiva, tenía poca importancia. Debido a ella podría resultar el mejor testigo. En cualquier caso, John Gabittas, un hombre en la veintena, aunque vivía en una de las casas del bosque de Tancred y se ocupaba de los bosques, también trabajaba por su cuenta, como leñador y experto en árboles, y dijo que sólo hacía media hora que había regresado de efectuar un trabajo al otro lado del condado. Ken Harrison apenas había pronunciado una palabra desde que Wexford y Vine habían llegado.
– ¿Cuándo les vio por última vez? -preguntó Wexford.
Ella respondió sin vacilar. No era mujer de pensar mucho.
– A las siete y media. Siempre lo hacía, como un reloj. A menos que ella tuviera alguna cena. Cuando sólo estaban ellos cuatro, yo cocinaba lo que fuera, lo colocaba en las fuentes y lo ponía en el carrito calentado y lo entraba en el comedor. Naomi siempre lo servía, o eso supongo. Nunca estuve allí para verlo. A Davina le gustaba sentarse a la mesa a las siete y cuarenta y cinco en punto, cada noche que estaba en casa. Siempre era así.
– ¿Y anoche fue así?
– Siempre era igual. Entré el carrito a las siete y media. Sopa y lenguado y albaricoques con yogur. Asomé la cabeza por la puerta del invernadero, todos estaban allí… Dije que me iba y salí por detrás, como siempre.
– ¿Cerró la puerta trasera con llave?
– No, claro que no. Nunca lo hacía. Además, quedaba Bib.
– ¿Bib?
– Ayuda un poco. Viene en su bicicleta. Algunas mañanas trabaja, o sea que casi siempre viene por las tardes. La dejé allí, terminando de limpiar el congelador, y me dijo que se iría al cabo de cinco minutos. -Se le ocurrió una cosa. Su color cambió, por primera vez-. La gata -dijo-, ¿la gata está bien? ¡Oh, espero que no mataran a la gata!
– No, que yo sepa -dijo Wexford-. Bueno, no, seguro que no.
Antes de que pudiera añadir nada, pues había empezado a hacerlo, ahogando el tono irónico, ella exclamó:
– Sólo las personas. ¡Gracias a Dios!
Wexford le concedió un momento.
– Hacia las ocho, ¿oyó alguna cosa? ¿Un coche? ¿Disparos?
Él sabía que los disparos no se habrían oído desde allí. No disparos realizados dentro de la casa. Ella negó con la cabeza.
– Por aquí delante no pasan coches. El camino termina aquí. Para entrar sólo está el camino principal y el secundario.
– ¿El secundario?
Ella respondió con impaciencia. Era de esas personas que esperan que todo el mundo lo sepa todo, como ellas mismas, el funcionamiento, las reglas y la geografía de su pequeño mundo particular.
– Es el que viene desde Pomfret Monachorum.
Gabbitas añadió:
– Por ese camino fui yo a mi casa.
– ¿A qué hora fue eso?
– A las ocho y veinte, y media. No vi a nadie, si eso es lo que quiere saber. No me crucé con ningún coche, ni vi ninguno ni nada de eso.
Wexford pensó que eso había salido demasiado pronto. Después habló Ken Harrison. Las palabras le salieron despacio, como si hubiera sufrido una herida en la garganta y aún estuviera aprendiendo a proyectar su voz.
– No oímos nada. No se oía nada. -Añadió, asombrosa e incomprensiblemente-: Nunca se oía nada. -Explicó-: Desde aquí nunca se oye nada de la casa.
Los otros parecían haber registrado y aceptado hacía rato lo que había sucedido. La señora Harrison se había adaptado a ello casi enseguida. Su mundo se había alterado pero ella lucharía. Su esposo reaccionó como si acabaran de darle la noticia.
– ¿Todos muertos? ¿Ha dicho usted que todos estaban muertos?
A Wexford le pareció como algo sacado de Macbeth, aunque no estaba seguro de que lo fuera. Muchas cosas de aquella noche eran como sacadas de Macbeth.
– La joven, la señorita Flory, Daisy, está viva.
Pero, pensó, ¿lo está? ¿Todavía lo está? Entonces Harrison le sorprendió. Creía que era imposible pero Harrison lo hizo.
– Es curioso que no la remataran, ¿no?
Barry Vine tosió.
– Tome otra taza de té, por favor -invitó Brenda Harrison.
– No, gracias. Se está haciendo tarde y nos vamos. Ustedes querrán acostarse.
– Entonces, ¿han terminado con nosotros?
Ken Harrison estaba mirando a Wexford con una especie de velada tristeza.
– ¿Terminado? No, en absoluto. Querremos volver a hablar con todos ustedes. Quizá tendrán la amabilidad de darme la dirección de Bib. ¿Cómo se llama de apellido?
Nadie parecía saberlo. Tenían la dirección pero no el apellido. La conocían sólo por Bib.
– Gracias por el té -dijo Vine.
Wexford regresó a la casa en coche. Sumner-Quist se había marchado. Archbold y Milsom estaban trabajando en el piso de arriba. Burden le dijo:
– He olvidado mencionarlo, pero he hecho bloquear todos los caminos de por aquí cuando me ha llegado el mensaje.
– ¿Antes de saber lo que había ocurrido?
– Bueno, sabía que sería algo así como una matanza. Ella ha dicho «Están todos muertos» cuando ha llamado a urgencias. ¿Crees que me he pasado?
– No -respondió Wexford despacio-, no, en absoluto. Creo que has hecho bien, en la medida en que es posible bloquear todos los caminos. Debe de haber docenas de maneras de salir de aquí.
– Realmente no. Lo que ellos llaman el camino secundario va a Pomfret Monachorum y Cheriton. El sendero principal va directamente a la B 2428 hasta la ciudad, y por casualidad había un coche patrulla a menos de un kilómetro. En la otra dirección el camino va a Cambery Ashes, como sabes. Ha sido una suerte para nosotros, o eso parecía. La pareja que iba en el coche patrulla se ha enterado al cabo de tres minutos de haberse recibido la llamada de la chica. Pero no han ido por allí, deben de haber ido por el camino secundario, y no había muchas probabilidades de ver nada. No tenían ninguna descripción, ningún número de matrícula o aproximación, ni idea de qué buscar. Ahora tampoco la tenemos. No podía preguntarle a ella nada más, ¿verdad, Reg? Me ha parecido que se estaba muriendo.
– Claro que no podías. Por supuesto que no.
– Espero que no se muera.
– Yo también -dijo Wexford-. Sólo tiene diecisiete años.
– Bueno, naturalmente, espero por ella que viva, pero estaba pensando en lo que puede contarnos. Todo, ¿no crees?
Wexford se limitó a mirarle.