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La chica podría contárselo todo. Davina, Jones, llamada Daisy Flory, podría contarles cuándo llegaron los hombres y cómo llegaron, qué aspecto tenían, incluso quizá qué querían y qué se llevaron. Ella les había visto y quizás había hablado con ellos. Tal vez hubiera visto su coche. Wexford creyó que probablemente era inteligente y esperaba que fuera observadora. Deseaba muchísimo que viviera.
Al entrar en su casa a medianoche, pensó en telefonear al hospital para preguntar por ella. ¿De qué serviría saber si vivía o había muerto?
Si le decían que había muerto, no dormiría, porque ella era una chica joven y tenía toda la vida por delante. Y también por la razón de Burden, tenía que ser sincero. Si ella moría, el caso sería mucho más complicado. Pero si le decían que estaba bien, que se recuperaba, él se animaría demasiado ante la perspectiva de hablar con ella y no podría dormir.
De todos modos, a él no le explicarían nada, sino que o le dirían que había muerto o que se mantenía «estable» o que estaba «cómoda». En cualquier caso, la agente de policía Rosemary Mountjoy se encontraba con ella, se sentaría ante la puerta de la habitación hasta la mañana siguiente y sería relevada a las ocho por la agente Anne Lennox.
Subió rápidamente la escalera para ver si Dora todavía estaba despierta. La luz que entró por la puerta abierta no le dio en la cara sino en una franja amplia sobre el brazo que estaba fuera de las sábanas, la manga de su camisón, la mano más bien pequeña con uñas redondeadas y rosadas. Estaba sumida en un profundo sueño y su respiración era regular y lenta. Podía dormir fácilmente entonces, a pesar de lo que había sucedido aquella noche, a pesar de Sheila y el cuarto miembro de su grupo al que él ya llamaba «ese miserable». Ella le exasperaba de un modo irrazonable. Se retiró y cerró la puerta, volvió a bajar y en la sala de estar buscó en el revistero el Independent on Sunday de dos días atrás.
La sección de reseñas todavía estaba allí, entre el Radio Times y alguna revista gratuita. Lo que buscaba él era la entrevista de Win Carver y el gran retrato a doble página que él recordaba. En la página once. Se sentó en un sofá y lo encontró. Tenía aquel rostro ante sí, el rostro que había visto una hora antes muerto, cuando Sumner-Quist lo había levantado agarrándole un mechón de pelo como un verdugo que sostuviera una cabeza recién cortada.
El texto comenzaba como una sola columna a la izquierda. Wexford miró la fotografía. El retrato era el de una mujer que sólo toleraría verse a sí misma con aquel aspecto si hubiera tenido un éxito abrumador en campos distantes del triunfo de la juventud y la belleza. No eran arrugas lo que había en aquel rostro sino las profundas mellas del tiempo y los dobleces de la edad. En un nido de arrugas sobresalía la nariz picuda y los labios se curvaban en una media sonrisa irónica y amable a la vez. Los ojos todavía eran jóvenes, oscuros, iris ardientes y blancos claros en la maraña de pliegues.
El titular decía: Davina Flory, el primer volumen de cuya biografía publica St. Giles Press al precio de 16 libras. Volvió la página y vio una fotografía de cuando era joven: una chiquilla con vestido de terciopelo y cuello de encaje, diez años más tarde una muchacha crecida con un jersey de cuello cisne, sonrisa misteriosa, pelo cortado a lo chico y uno de aquellos vestidos sin cintura con un cinturón en la cadera.
Las letras bailaban ante sus ojos. Wexford bostezó ostensiblemente. Estaba demasiado cansado para leer el artículo aquella noche; dejó el periódico abierto sobre la mesa y volvió a subir al piso de arriba. La noche transcurrida parecía inmensamente larga, un corredor de acontecimientos con Sheila y aquel miserable en la abertura del túnel, distantes pero presentes.
Mientras el lector recurría a una revista, el no lector acudía a un libro en busca de ayuda.
Burden entró en su casa al oír a su hijo gritar. Cuando llegó arriba, el ruido había cesado y Mark se consolaba en brazos de su madre. Burden oyó que ella le decía, en ese tono didáctico que tenía ella tan tranquilizador, que el diplodocus, el reptil de dos crestas, hacía dos millones de años que no existía y que, en cualquier caso, no se sabía que nunca hubiera habitado en armarios de juguetes.
Cuando ella entró en su dormitorio Burden se encontraba en la cama, sentado con el ejemplar de La menor de nueve que le había regalado a ella por su cumpleaños sobre las rodillas.
Ella le besó, entró en una descripción detallada de la pesadilla de Mark, lo cual le distrajo un rato de la nota biográfica que había estado leyendo en la solapa posterior de la cubierta del libro. En aquel momento decidió no decirle nada de lo que había ocurrido. No se lo contaría hasta la mañana siguiente. Ella había sido una gran admiradora de la mujer muerta, seguía sus viajes y coleccionaba sus obras. La charla que habían mantenido en la cama la noche anterior había sido referente a este libro, la infancia de Davina Flory y las primeras influencias que ayudaron a formar el carácter de esta distinguida antropóloga y «geosocióloga».
– No puedes empezar a leer mi libro hasta que yo no lo haya terminado -dijo ella adormilada, dándose la vuelta y hundiendo la cabeza en las almohadas-. De todos modos, ¿no podemos apagar la luz?
– Dos minutos. Sólo para relajarme un poco. Buenas noches, cariño.
A diferencia de muchos escritores a partir de cierta edad, a Davina Flory no le importaba que apareciera publicada la fecha de su nacimiento. Tenía setenta y ocho años, nació en Oxford y había sido la menor de los nueve hijos de un profesor de griego. Educada en el Lady Margaret Hall, y posteriormente con un doctor en filosofía de Londres, se había casado en 1935 con un compañero de estudios en Oxford, Desmond Cathcarth Flory. Juntos habían emprendido la rehabilitación de los jardines de la casa de él, Tancred House, en Kingsmarkham, y habían iniciado la plantación del famoso bosque.
Burden leyó el resto, apagó la luz, permaneció contemplando la oscuridad y pensando en lo que había leído. Habían matado a Desmond Flory en Francia en 1944, ocho meses antes de que naciera su hija Naomi. Dos años más tarde, Davina Flory comenzó sus viajes por Europa y Oriente Próximo y se volvió a casar en 1951. Burden había olvidado el resto, el nombre del nuevo marido, los títulos de todas sus obras.
Nada de esto importaba. Que Davina Flory hubiera sido quien era no resultaba más importante que si hubiera sido lo que Burden llamaba «una persona corriente». Era posible que los hombres que la habían matado no tuvieran idea de su identidad. Muchos de los que Burden conocía en el ejercicio de su trabajo ni siquiera sabían leer. Para el asesino o los asesinos de Tancred House, ella había sido sólo una mujer que poseía joyas y que vivía en un lugar aislado. Ella, su esposo, su hija y nieta eran vulnerables y estaban desprotegidos y eso era suficiente para ellos.
Lo primero que vio Wexford cuando despertó fue el teléfono. Normalmente, lo primero que veía era el despertador Marks & Spencer, en forma de arco que o bien estaba sonando o bien a punto de hacerlo. No podía recordar el número de teléfono del Stowerton Royal Infirmary. La agente Mountjoy habría telefoneado si hubiera sucedido algo.
En el correo, sobre la esterilla, había una postal de Sheila. La había enviado desde Venecia cuatro días antes, mientras se encontraba allí con aquel hombre. La fotografía era de un lúgubre interior barroco, un pulpito y colgaduras sobre él, probablemente mármol pero con intención de que pareciera tela. Sheila había escrito: «Acabamos de visitar los Gesuiti, que es la iglesia favorita de broma de Gus en todo el mundo, aunque no hay que confundirla, dice, con los Gesuati. La alfombra de piedra produce un poco de frío en los pies y aquí te quedas congelada. Muchos besos, S.».
La hará ser tan pretenciosa como él. Wexford se preguntó qué significaba aquella postal. ¿Qué era una iglesia de broma y, puestos a preguntar, qué era una alfombra de piedra?
Con la sección de reseñas del Independent on Sunday en el bolsillo, fue al trabajo en coche. Ya habían empezado a sacar muebles y equipo para montar un centro de coordinación en Tancred House. La investigación se llevaría a cabo desde allí.
Hinde le dijo cuando entró que un fabricante de sistemas les ofrecía, sin cargo alguno, como gesto de buena voluntad, ordenadores, procesadores de texto con impresoras láser, accesorios de impresora, estaciones de trabajo, software y máquinas de fax.
– El director general es presidente de los tories locales -explicó Hinde-. Un tipo llamado Pagett, Graham Pagett. Ha llamado por teléfono. Dice que es su manera de llevar a cabo la política del gobierno de que luchar contra el crimen es cosa de cada individuo.
Wexford gruñó.
– Nos iría bien ese tipo de apoyo, señor.
– Sí, es muy amable por su parte -dijo Wexford con aire ausente.
No iría allí todavía pero no perdería tiempo, se llevaría a Barry Vine y encontraría a la mujer llamada Bib.
Tenía que ser sencillo, este asunto. Tenía que ser un asesinato para robar o un asesinato en el transcurso de un robo. Dos ladrones en un coche robado iban tras las joyas de Davina Flory. Quizás habían leído el Independent on Sunday, pero este periódico no mencionaba las joyas, salvo por el comentario de Win Carver de que Davina llevaba un anillo de casada, y era más probable, de todos modos, que leyeran la revista People. Si sabían leer. Dos ladrones sin duda, pero no extraños al lugar. Uno que lo sabía todo al respecto, otro que no, su compañero, su compinche, se habían conocido quizás en la cárcel…
¿Alguien relacionado con aquellos criados, los Harrison? ¿Con esa Bib? Ésta vivía en Pomfret Monachorum, lo que probablemente significaba que se había ido a casa por el camino secundario. Wexford imaginaba que éste había sido utilizado por el asesino y su compañero. Era el camino más probable para huir, en especial dado que uno de ellos debía de conocer el lugar. Casi pudo oír a uno decirle al otro que éste era el camino para eludir a la policía.
El bosque separaba Pomfret Monachorum de Tancred y Kingsmarkham y casi del resto del mundo. Por detrás, el camino conducía a Cheriton y a Pomfret. Los muros estropeados de una abadía seguían en pie; la iglesia era bonita por fuera, interiormente destrozada por Enrique VIII y posteriormente por Cromwell; el resto del lugar consistía en la vicaría, un grupo de cottages y una pequeña zona de viviendas de protección oficial. En el camino de Pomfret había una hilera de tres cottages de ripias y pizarra.
En una de éstas vivía Bib, aunque ni Wexford ni Vine sabían en cuál. Lo único que los Harrison y Gabbitas sabían era que vivía en la hilera llamada Edith Cottages.
Una placa con este nombre y la fecha de 1882 estaba clavada en las ripias sobre las ventanas superiores del de en medio. Todas las casitas necesitaban una mano de pintura, ninguna tenía aspecto de prosperidad. En el tejado de cada una de ellas había una antena de televisión y la de la izquierda tenía una que sobresalía de la ventana de un dormitorio. Una bicicleta estaba apoyada contra la pared junto a la puerta principal del cottage de la derecha y una furgoneta Ford Transit estaba aparcada medio en el borde de hierba de fuera de la verja. En el jardín de la casita de en medio había un cubo de basura con ruedas, sobre una pieza de cemento con una tapa con un agujero. En este jardín había narcisos en flor, pero en ninguno de los otros dos había flores de ninguna clase, y el de la bicicleta estaba lleno de malas hierbas.
Como Brenda Harrison le había dicho que Bib iba en bicicleta, Wexford decidió probar en la casa de la derecha. Un hombre joven abrió la puerta. Era bastante alto, pero muy delgado; iba vestido con tejanos y una sudadera de una universidad americana tan ajada, lavada y descolorida, que sólo la U de Universidad y una S y T mayúsculas eran perceptibles en el fondo grisáceo. Tenía un rostro como de muchacha, el rostro de una muchacha poco femenina. Las jóvenes que hacían de heroínas en los dramas del siglo dieciséis debían de tener ese aspecto.
Dijo «Hola», pero de un modo aturdido y bastante lento. Parecía muy sorprendido; miró por detrás de Wexford el coche que estaba fuera, y después con cautela a éste.
– Policía de Kingsmarkham. Buscamos a alguien llamado Bib. ¿Vive aquí?
Él examinó la tarjeta de identificación de Wexford con gran interés. O incluso ansiedad. Una sonrisa perezosa transformó su rostro, haciéndole parecer de pronto más masculino. Se echó atrás el largo mechón de cabello negro que le caía sobre la frente.
– ¿Bib? No. No vive aquí. En la puerta de al lado. La de en medio. -Vaciló; pregunto-: ¿Es por el asesinato de Davina Flory?
– ¿Cómo lo sabes?
– La televisión, a la hora del desayuno -respondió, y añadió, como si a Wexford le interesara-: Estudiamos uno de sus libros en la universidad. Estudié Literatura Inglesa.
– Entiendo. Bueno, muchas gracias, señor. -La policía de Kingsmarkham llamaba a todo el mundo «señor» o «señora» o por su apellido o título hasta que se les acusaba formalmente. Era por educación, y una de las normas de Wexford-. No le molestaremos más -añadió.
Si el joven americano tenía el aspecto de una muchacha, Bib podía haber sido un hombre, tan pocas concesiones hacía o había hecho la naturaleza a su género. Su edad resultaba igualmente un enigma. Podía tener treinta y cinco o cincuenta y cinco años. Llevaba el pelo, que era oscuro, muy corto; tenía el rostro rubicundo y lustroso como si lo hubiera restregado con jabón y llevaba las uñas cortadas en forma cuadrada. En el lóbulo de una oreja le colgaba un pequeño aro de oro.
Cuando Vine hubo explicado para qué estaban allí, ella sonrió y dijo:
– Lo he visto en la tele. No podía creerlo.
Su voz era bronca, curiosamente inexpresiva.
– ¿Podemos entrar?
Ella estimó que esta pregunta no era simple formalidad. Pareció considerarla desde varios ángulos posibles antes de efectuar una lenta seña afirmativa.
Guardaba la bicicleta en la entrada, apoyada en una pared forrada con papel estampado, guisantes dulces que se habían descolorido y eran beige. La sala de estar estaba amueblada como el domicilio de una mujer anciana y tenía ese olor característico, una combinación de alcanfor y ropa no muy limpia cuidadosamente guardada, ventanas cerradas y guisantes hervidos. Wexford esperaba encontrarse con una madre anciana en un sofá, pero la habitación estaba vacía.
– Para empezar, ¿podríamos saber su nombre completo, por favor? -dijo Vine.
Si hubiera estado ante un tribunal acusada de asesinato, hubiera sido llevada hasta allí perentoriamente y sin asesores que la defendieran, Bib no podía haberse comportado con mayor cautela. Cada palabra tenía que ser sopesada. Pronunció su nombre con lenta desgana y vacilando antes de cada palabra.
– Eh… Beryl… eh… Agnes… eh… Mew.
– Beryl Agnes Mew. Creo que usted trabaja por horas en Tancred House y estuvo allí ayer por la tarde, ¿es cierto, señorita Mew?
– Señora. -Miró a Vine y después a Wexford y lo repitió, muy despacio-: Señora Mew.
– Lo siento. ¿Estuvo usted allí ayer por la tarde?
– Sí.
– ¿Qué hacía?
Podía ser la sorpresa lo que la afectaba de ese modo. O una desconfianza general hacia la humanidad. Parecía asombrada por la pregunta de Vine y le miró fríamente antes de encogerse de hombros.
– ¿Qué hace usted allí, señora Mew?
Ella volvió a quedarse pensativa. Estaba inmóvil pero sus ojos se movían más que los de la mayoría de gente. Ahora se movían de un modo bastante salvaje. Dijo, incomprensiblemente para Vine:
– Lo llaman lo duro.
– Usted hace el trabajo duro, señora Mew -dijo Wexford-. Sí, entiendo. Fregar los suelos, limpiar pintura y cosas así, ¿no? -Ella asintió con gesto lento-. Creo que estaba limpiando el congelador.
– Los congeladores. Tienen tres. -Meneó la cabeza lentamente de lado a lado-. Lo he visto en la tele. No podía creerlo. Ayer todo estaba en orden.
Como si, pensó Wexford, los habitantes de Tancred House hubieran sucumbido a una visita de la peste. Preguntó:
– ¿A qué hora se marchó para venir a su casa?
Si pronunciar su nombre había requerido tanta meditación, de una pregunta como ésta podía esperarse que supusiera varios minutos de reflexión, pero Bib respondió bastante deprisa:
– Habían empezado a cenar.
– ¿Quiere decir que el señor y la señora Copeland, la señora Jones y la señorita Jones habían entrado en el comedor?
– Les oía hablar y la puerta estaba cerrada. Me metí detrás del congelador y lo enchufé. Tenía las manos heladas, así que las puse un rato bajo el chorro de agua caliente. -El esfuerzo de hablar tanto la hizo callar un momento. Parecía estar recuperando fuerzas invisibles-. Tomé mi abrigo y después fui a buscar mi bici que estaba en esa parte de los setos, atrás.
Wexford se preguntó si la mujer había hablado alguna vez con el hombre de la casa de al lado, el americano, y si hablaba así, ¿entendería él alguna cosa?
– ¿Cerró la puerta con llave cuando se marchó?
– ¿Yo? No. No es cosa mía, cerrar las puertas con llave.
– Entonces, eso sería… ¿qué hora? ¿Las ocho menos diez?
Una larga vacilación.
– Calculo que sí.
– ¿Cómo vino a casa? -preguntó Vine.
– En mi bicicleta.
Se indignó por su estupidez. Él debería saberlo. Todo el mundo lo sabía.
– ¿Qué camino tomó, señora Mew?
– El camino secundario.
– Quiero que lo piense atentamente antes de responder. -Pero ella siempre lo hacía. Por eso tardaba tanto-. ¿Vio algún coche cuando se dirigía hacia su casa? ¿Se encontró con alguien o alguien la adelantó? En el camino secundario. -No se precisaban más explicaciones-. Un coche o una furgoneta o… un vehículo como el de la casa de al lado.
Por un momento Wexford temió que eso le hiciera pensar que su vecino americano pudiera estar involucrado en el asesinato. Ella se levantó y miró por la ventana en dirección a la Ford Transit. Su expresión era confusa y se mordió el labio.
Al fin preguntó:
– ¿Ése?
– No, no. Cualquier vehículo. ¿Se cruzó con algún vehículo, anoche, cuando regresaba a casa?
Ella se quedó pensativa. Asintió, meneó la cabeza, y por fin dijo:
– No.
– ¿Está usted segura?
– Sí.
– ¿Cuánto tarda en llegar a casa?
– El camino es de bajada.
– Sí. ¿Cuánto tardó anoche?
– Unos veinte minutos.
– ¿Y no se cruzó con nadie? ¿Ni siquiera con John Gabbitas con su Land Rover?
El primer destello de cierta vivacidad apareció en ella, en sus ojos inquietos.
– ¿Él ha dicho que lo hice?
– No, no. No es probable que lo hiciera si usted se encontraba aquí, en su casa, digamos que a las ocho y cuarto. Muchas gracias, señora Mew. ¿Tendría la bondad de mostrarnos el camino que toma para ir desde aquí hasta el camino secundario?
Hubo una larga pausa y después ella respondió:
– No me importa.
El camino en el que se hallaban los cottages era muy empinado por el lado del valle del río. Bib Mew señaló hacia abajo de este camino y dio algunas ambiguas instrucciones, desviando los ojos hacia el Ford Transit. Wexford pensó que debía de haberle inculcado en la mente la idea de que se había cruzado con aquella furgoneta la noche anterior. Mientras bajaban la colina en coche, vieron a la mujer apoyada en la verja, siguiendo su avance con ojos inquietos.
Al pie de la colina el arroyo no tenía puente. Una pasarela de madera lo cruzaba para que lo utilizaran los que iban a pie y los ciclistas. Vine metió el coche en el agua, que tenía quizás unos sesenta centímetros de profundidad y fluía rápida sobre piedras planas de color marrón. Al otro lado llegaron a lo que él insistió en llamar una confluencia en forma de T, aunque la extrema rusticidad del lugar, empinadas orillas de seto, árboles con grandes ramas, profundos prados con ganado vislumbrados más allá convertían esa palabra en una denominación impropia. Las instrucciones de Bib, si es que así podía llamárseles, eran girar a la izquierda allí y después tomar el primer camino a la derecha. Éste era la ruta de Pomfret Monachorum al camino secundario.
De pronto apareció un bosque a la vista. Los árboles del seto se separaban y allí estaba, un dosel oscuro, azulado, que colgaba muy alto por encima de ellos. A menos de un kilómetro volvió a aparecer, rápidamente les rodeó, mientras el profundo túnel del camino que discurría entre altos bordes se sumergía en el comienzo del camino secundario, donde un cartel decía: TANCRED HOUSE, TRES KILÓMETROS. CAMINO PARTICULAR.
Wexford dijo:
– Cuando nos parezca que sólo falta un kilómetro y medio, bajaré y haré a pie el resto del camino.
– Bien. Tenían que conocer el lugar si vinieron por aquí, señor.
– Lo conocían. O uno de ellos lo conocía.
Bajó del coche en el momento que le pareció oportuno, cuando vio aparecer el sol. El bosque no empezaría a hacerse verde en otro mes. Ni siquiera había una verde neblina que empañara los árboles que flanqueaban aquel sendero arenoso. Todo era de un marrón brillante, un centelleante color que doraba las ramas y convertía los brotes de las hojas en un reluciente tono de cobre. Hacía frío y el ambiente era seco. A última hora de la noche anterior, cuando el cielo se había despejado, había helado. La escarcha había desaparecido ya, no quedaba ni una veta plateada, pero en el aire transparente y tranquilo flotaba el frío. Sobre las densas o plumosas copas de los árboles, a través de los espacios en los bosquecillos, el cielo era de un delicado tono azul, tan pálido que casi parecía blanco.
La entrevista de Win Carver le había hablado de estos bosques, cuándo habían sido plantados, qué partes databan de los años treinta y cuáles eran más antiguas pero se habían aumentado plantando más desde entonces. Robles antiguos, y de vez en cuando castaños de Indias con ramas en forma de lazo y glutinosos brotes de hoja, sobresalían por encima de hileras de árboles más pequeños, más cuidados, en forma de florero como por un proceso natural del arte de recortar arbustos. Wexford pensó que podrían ser carpes. Entonces observó una placa de metal clavada en el tronco de uno de ellos. Sí, carpe común, Carpinus bétulus. Los ejemplares más altos que había un poco más allá eran fresnos de monte, leyó: Sorbus aucupana. Identificar los árboles cuando están desprovistos de hojas debe de constituir toda una prueba para el experto.
Los bosquecillos dieron paso a una plantación de arces de Noruega (Acer plantanoides) con troncos como piel de cocodrilo. Aquí no había coníferas, ni un solo pino o abeto que proporcionara una forma verde oscura entre las relucientes ramas sin hojas. Ésta era la parte más bella del bosque de hoja caduca, construido por el hombre, pero copia de la naturaleza, ordenado de manera prístina pero con la nitidez de la propia naturaleza.
Unos troncos caídos habían sido dejados cuando cayeron y estaban cubiertos de brillantes hongos y adornos naturales y tallos protuberantes amarillos o de color bronce. Los árboles muertos todavía constituían, con sus troncos putrefactos plateados, cobijo de lechuzas o alimento para los pájaros carpinteros.
Wexford siguió a pie, esperando que cada curva del estrecho camino hiciera aparecer ante él el ala este de la casa. Pero cada nueva curva sólo le proporcionaba otra vista de árboles en pie y árboles caídos, árboles nuevos y maleza. Una ardilla, marrón azulado y plata, ascendió por el tronco de un roble, saltó de tallo en tallo, dio un salto hasta la rama de un haya próxima. El camino hizo una elipse final, se ensanchó y despejó y allí, ante él, estaba la casa, como un sueño entre los velos de la neblina.
El ala este se elevaba majestuosa. Desde allí podía verse la terraza y los jardines de la parte posterior. En lugar de los narcisos, que llenaban los jardines públicos de Kingsmarkham y los macizos de flores del ayuntamiento, diminutas flores centelleaban como joyas azules agrupadas bajo los árboles. Pero los jardines de Tancred House todavía no habían despertado de su sueño invernal. Bordes herbáceos, rosaledas, senderos, setos, paseos entrecruzados, céspedes, todo tenía aún el aspecto de haber sido recortado y arreglado, y en algunos casos empaquetado, y dejado aparte para la hibernación. Altos setos de tejos y cipreses formaban muros para ocultar a todos los edificios anexos la vista de la casa, oscuras pantallas plantadas con astucia para gozar de una intimidad privilegiada.
Se quedó mirando unos momentos, después siguió el camino hacia donde pudiera ver los vehículos policiales aparcados. El centro de coordinación había sido instalado en lo que aparentemente eran unos establos, aunque unos establos en los que hacía medio siglo que no había vivido ningún caballo. Era demasiado elegante para ello y había persianas en las ventanas. Un reloj de esfera azul y manecillas doradas bajo un frontón central le indicó que eran las once menos veinte.
Su coche estaba aparcado sobre las losas, al igual que el de Burden y dos furgonetas. En el interior de los establos, un técnico estaba montando los ordenadores y Karen Malahyde preparaba un estrado, un atril, micrófono y medio círculo de sillas para la rueda de prensa. Estaba programada para las once.
Wexford se sentó tras el escritorio que habían preparado para él. Le conmovió las molestias que Karen se había tomado; estaba seguro de que era obra de Karen. Había tres bolígrafos nuevos, un abrecartas de latón que no se le ocurrió para qué lo usaría, dos teléfonos, como si él no tuviera su Vodaphone, un ordenador y una impresora que él no tenía ni idea de cómo hacer funcionar, y una maceta de barro azul y marrón con un cactus. El cactus, grande, esférico, gris, cubierto de pelambre, semejaba más un animal que una planta, un animal «mimoso», pero cuando le dio un golpecito se le clavó una afilada espina.
Wexford sacudió el dedo, soltando una maldición en voz baja. Se dio cuenta de que aquello era un honor. Estas cosas al parecer iban por categoría, y aunque había otro cactus en el escritorio que evidentemente estaba destinado a Burden, no tenía ni mucho menos las dimensiones del suyo, ni era tan hirsuto. Lo único que Barry Vine tenía eran unas violetas africanas que ni siquiera estaban en flor.
La agente Lennox había telefoneado poco después de iniciar su turno en el hospital. No había nada para informar. Todo iba bien. ¿Qué significaba eso? ¿Qué le importaba a él si la chica vivía o moría? En todo el mundo morían chicas jóvenes, de hambre, en las guerras e insurrecciones, por crueles prácticas y negligencias médicas. ¿Por qué iba a importarle ésta?
Marcó el número de Anne Lennox en su teléfono.
– Parece estar bien, señor.
Debía de haber oído mal.
– ¿Ella qué?
– Parece estar bien… bueno, respira mejor. ¿Quiere hablar con la doctora Leigh, señor?
Se produjo un silencio al otro lado de la línea. Es decir, no se oía ninguna voz. Podía oír ruidos de hospital, pasos y sonidos metálicos y sibilantes. Luego oyó la voz de una mujer.
– ¿Es la policía de Kingsmarkham?
– Soy el inspector jefe Wexford.
– Yo soy la doctora Leigh. ¿En qué puedo ayudarle?
La voz le pareció lúgubre. Detectó en ella la gravedad de esas personas que quizás aprendieron había que adoptar durante un tiempo después de haberse producido una tragedia. Una matanza como aquélla debía de afectar a todo el hospital. Él se limitó a dar el nombre, pues sabía que sería suficiente.
– La señorita Flory. Daisy Flory.
De repente toda la tristeza desapareció. Quizá se la había imaginado él.
– ¿Daisy? Sí, esta bien, se está recuperando.
– ¿Qué? ¿Qué ha dicho?
– He dicho que se está recuperando, que está bien.
– ¿Está bien? ¿Estamos hablando de la misma persona? ¿La joven que trajeron anoche con heridas de bala?
– Su estado es bastante satisfactorio, inspector. Saldrá de cuidados intensivos hoy mismo. Supongo que querrá verla, ¿no? No hay razón para que no pueda hablar con ella esta tarde. Sólo un rato, por supuesto. Digamos que diez minutos.
– ¿A las cuatro será buena hora?
– A las cuatro, sí. Primero pregunte por mí, por favor. Soy la doctora Leigh.
La prensa llegó pronto. Wexford supuso que en realidad debería decirse «los medios de comunicación», ya que al acercarse al estrado vio desde la ventana una furgoneta de la televisión que llegaba con un equipo de cámaras.