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«Finca» sonaba como cien casas adosadas agrupadas en unas pocas hectáreas. «Terrenos» expresaba sólo tierras, no los edificios que habían en ellas. Burden, insólitamente imaginativo, pensó que «heredad» podría ser la única palabra. Ésta era la heredad de Tancred, un pequeño mundo, o, más realista, una aldehuela: la gran casa, sus establos, cocheras, edificios anexos, moradas para criados pasados y presentes. Sus jardines, céspedes, setos, pinares, plantaciones y bosques.
Todo ello -quizá no los propios bosques- debería registrarse. Necesitaban saber con qué estaban tratando, qué era aquel lugar. Los establos donde se había instalado el centro de coordinación sólo eran una pequeña parte. Desde donde estaba él, la terraza que discurría a lo largo de la parte posterior de la casa, apenas nada de estos edificios anexos podía verse. Los setos plantados con astucia, la cuidadosa provisión de árboles para ocultar lo humilde o lo utilitario, lo escondían todo a la vista salvo la parte superior de un tejado de pizarra, la punta de una veleta. Después de todo, aún era invierno. Las hojas del verano protegerían estos jardines, esta vista, con apretadas pantallas de hojas.
En realidad, el largo césped se extendía entre bordes herbáceos, se convertía en una rosaleda, una esfera de reloj de macizos, se abría de nuevo para bajar hasta el prado, más allá. Quizá. Era una posibilidad, aunque demasiado lejana para verla desde allí. Lo habían arreglado de tal modo que los jardines se mezclaban suavemente con la vista que se extendía a lo lejos, el parque con su ocasional árbol gigantesco, el borde azulado de los bosques. Todo el bosque parecía azul en la suave luz neblinosa de finales de invierno. Excepto el pinar al oeste con sus colores mezclados de amarillo y negro ahumado, verde mármol y verde reptil, pizarra y perla y brillante cobre.
Incluso a la luz del día, incluso desde allí, las dos casas donde vivían los Harrison y Gabbitas eran invisibles. Burden bajó los escalones de piedra, recorrió el sendero y cruzó una verja que había en el seto para ir a la zona de los establos y las cocheras donde había comenzado la investigación. Encontró una hilera de cottages, desmoronados y en mal estado, pero no abandonados, que en otro tiempo sin duda habían alojado a algunos de los muchos criados que los Victorianos necesitaban para mantener el confort y el orden exteriores.
La puerta delantera de uno de ellos estaba abierta. Dos agentes uniformados estaban dentro, abriendo armarios, investigando un agujero de una trascocina. Burden pensó en la vivienda y en que siempre parecía que no había suficientes casas, y pensó en todas las personas que carecían de hogar, incluso en las calles de Kingsmarkham en aquellos días. Su esposa, que tenía conciencia social, le había enseñado a pensar así. El jamás lo habría hecho antes de casarse con ella. En realidad, él veía que un exceso de alojamiento en Tancred, en los cientos y cientos de casas como aquélla que debía de haber en toda Inglaterra, no resolvía ningún problema. De hecho, no. No podía creer que se pudiera hacer que todos los Flory y los Copeland de este mundo cedieran la casa no utilizada de sus criados a la mujer vagabunda que dormía en el porche de St. Peter, aunque la vagabunda lo quisiera, así que dejó esa línea de pensamiento y volvió a la parte trasera de la casa, a la zona de la cocina, donde tenía que reunirse con Brenda Harrison para realizar una inspección.
Archbold y Milsom estaban allí, examinando las áreas de losas sin duda en busca de marcas de neumático. Habían estado trabajando en el amplio espacio de la parte delantera cuando llegaron aquella mañana. Habían tenido una primavera seca, las últimas lluvias habían caído semanas atrás. Podía llegar hasta allí cualquier coche y no dejar rastro de su paso.
En las aguas tranquilas del estanque, cuando él se inclinó para mirarlas, había visto un par de grandes peces de colores, blancos con la cabeza encarnada, nadando serenamente en lentos círculos.
Blanco y encarnado… La sangre seguía allí, aunque el mantel, junto con multitud de otros objetos, lo habían metido en una bolsa para llevarlo al laboratorio del forense de Myringham. Más tarde, aquella noche, la habitación se había llenado de bolsas de plástico selladas que contenían lámparas y ornamentos, cojines y servilletas, fuentes y cubiertos.
Sin escrúpulos por lo que pudiera ver en el vestíbulo, pues unas sábanas cubrían la parte inferior de la escalera y el rincón donde se encontraba el teléfono, había conducido a Brenda de manera que evitara el comedor, cuando ésta dio un paso hacia un lado y abrió la puerta. Se movía con tanta rapidez, que era arriesgado apartar los ojos de ella un instante.
Era una mujer menuda y delgada, con la figura huesuda de una jovencita. Sus pantalones apenas mostraban el contorno de nalgas y muslos. Pero tenía el rostro surcado de profundas líneas, como hechas con un cuchillo, y se mordía constantemente los labios de una manera nerviosa. Su pelo seco y rojizo ya era lo bastante ralo para pensar que era probable que la señora Harrison necesitara una peluca al cabo de diez años. Nunca paraba quieta. Probablemente, se pasaba la noche agitándose en su inquieto sueño.
Fuera de la ventana, mirando boquiabierto, se hallaba su marido. La noche anterior habían sellado el cristal roto, pero no habían corrido las cortinas. Brenda le lanzó una mirada rápida y luego revisó la habitación, girando la cabeza. Sus ojos se detuvieron brevemente en la parte de la pared que estaba más salpicada, un rato más en una franja de alfombra al lado de la silla donde había estado sentada Naomi Jones. Archbold había rascado una parte manchada de sangre del pelo de la alfombra y se había ido al laboratorio con los otros objetos y los cuatro cartuchos que se habían recuperado. Burden pensó que ella haría algún comentario, alguna observación respecto a que la policía había destruido una buena alfombra a la que el tinte habría devuelto su estado original, pero la mujer no dijo nada.
Fue Ken Harrison quien hizo -o formó con los labios, pues dentro de la habitación fue casi inaudible- la esperada censura. Burden abrió la ventana.
– No le he entendido, señor Harrison.
– He dicho que eso era buen material.
– Sin duda puede sustituirse.
– Con un coste.
Burden se encogió de hombros.
– ¡Y la puerta trasera ni siquiera estaba cerrada con llave! -exclamó Harrison en el tono que el respetable dueño de una casa utiliza para referirse a un acto de vandalismo.
Brenda, sola para examinar esa habitación por primera vez, se había puesto muy pálida. Aquella mirada paralizada, aquella creciente palidez, podrían ser el preludio de un desvanecimiento. Sus ojos vidriosos se encontraron con los de él.
– Vamos, señora Harrison, no sirve de nada quedarse aquí. ¿Se encuentra bien?
– No voy a desmayarme, si se refiere a eso.
Pero había existido ese peligro, de eso él estaba seguro, pues la mujer se sentó en una silla del vestíbulo y echó la cabeza hacia delante, temblorosa. Burden podía oler a sangre. Esperaba que ella no supiera qué era aquel hedor, una mezcla de olor a pescado y a limaduras de hierro, cuando ella se puso en pie de un salto, estaba bien e ¿iban a subir al piso de arriba? Ella saltó con bastante agilidad por encima de la sábana que cubría los escalones donde Harvey Copelan había yacido.
Arriba, la mujer le mostró el último piso, un desván que quizá nunca se utilizaba. En el primer piso estaban las habitaciones que él ya había visto, las de Daisy y Naomi Jones. Cuando habían recorrido unas tres cuartas partes del pasillo que conducía al ala oeste, ella abrió la puerta y anunció que allí era donde dormía Copeland.
Burden se sorprendió. Había supuesto que Davina Flory y su esposo compartían el dormitorio. Aunque no lo dijo, Brenda le adivinó el pensamiento. Le lanzó una mirada en la que la mojigatería se mezclaba curiosamente con la impudicia.
– Ella tenía dieciséis años más que él. Era una mujer muy anciana. Claro que no lo habría dicho, ya sabe lo que quiero decir; era de esas que no parecen tener mucho que ver con la edad. Ella sólo era ella.
Burden sabía a qué se refería. La sensibilidad de aquella mujer le resultaba inesperada. Echó una rápida mirada a la habitación. Allí no había estado nadie, todo se hallaba en orden. Copeland dormía en una cama individual. Los muebles eran de caoba oscura, pero a pesar de su cálido color, la habitación tenía un aspecto austero, con unas feas cortinas de color crema, una alfombra de color crema también y los únicos cuadros que había eran grabados de antiguos mapas del condado.
El estado del dormitorio de Davina Flory pareció perturbar a Brenda más que el comedor. Al menos, estimuló en ella un estallido de emoción.
– ¡Qué desorden! ¡Mire la cama! ¡Mire todo eso fuera de los cajones!
Se precipitó dentro de la habitación y empezó a recoger cosas. Burden no hizo nada para detenerla. Las fotografías proporcionarían una imagen permanente de cómo estaba la habitación.
– Quiero que me diga lo que falta, señora Harrison.
– ¡Mire su joyero!
– ¿Puede recordar las cosas que tenía?
Brenda, ágil como una adolescente e igual de delgada, se sentó en el suelo, acercando a ella todos los objetos desparramados: un broche, unas pinzas para las cejas, una llave de maleta, una botella de perfume vacía.
– Ese broche, por ejemplo, ¿por qué lo dejaron?
Su breve carcajada fue como un ronquido.
– No valía nada. Yo se lo regalé.
– ¿Usted?
– Fue un regalo de Navidad. Todos nos hacíamos regalos, así que tuve que darle algo. ¿Qué le compraría a una mujer que lo tiene todo? Ella solía llevarlo, quizá le gustaba, pero sólo valía tres libras.
– ¿Qué falta, señora Harrison?
– No tenía muchas cosas. Yo digo «la mujer que lo tiene todo», pero hay cosas que se pueden tener y que no siempre se quieren, ¿verdad? Quiero decir un abrigo de pieles, aunque se pueda comprar. Bueno, es cruel, ¿no? Ella podía haber tenido diamantes en abundancia, pero no era su estilo. -Se había levantado y revolvía los cajones-. Yo diría que ha desaparecido todo, todo lo que había. Tenía algunas perlas buenas. Tenía anillos que su primer marido le había regalado; nunca los llevaba, pero estaban aquí. Su brazalete de oro ha desaparecido. Uno de los anillos tenía unos diamantes enormes, Dios sabe cuánto valía. Pensará usted que lo guardaba en el banco, ¿verdad? Me dijo que pensaba regalárselo a Daisy cuando cumpliera los dieciocho.
– ¿Cuándo sería eso?
– Pronto. La semana que viene o la otra.
– ¿Sólo «pensaba» en ello?
– Le estoy contando lo que ella decía y eso es lo que decía.
– ¿Cree que podría hacerme una lista de las joyas que cree usted que faltan, señora Harrison?
Ella asintió y cerró el cajón con un golpe.
– Es curioso, ayer a esta hora yo estaba aquí limpiando esta habitación. Siempre hacía los dormitorios el martes. Y ella entró, es decir Davina, y estuvo hablando feliz de ir a Francia con Harvey para hacer algún programa en la televisión francesa, un programa muy importante sobre libros, para su nuevo libro. Claro que ella hablaba francés como una nativa.
– ¿Qué cree usted que sucedió aquí anoche?
Ella bajaba delante de él la escalera trasera.
– ¿Yo? ¿Cómo quiere que lo sepa?
– Debe de haber imaginado algo. Conoce la casa y conocía a las personas que vivían en ella. Me interesaría saber lo que usted opina.
Al pie de la escalera se encontraron con un gato grande de un color que Burden conocía como «Azul Fuerzas Aéreas», que había salido de la puerta de enfrente y cruzaba el vestíbulo posterior. Cuando les vio se detuvo en seco, abrió los ojos de par en par, bajó las orejas y empezó a hincharse hasta erizar su denso y encrespado pelo color ahumado. Su postura era la de un animal bravo amenazado por los cazadores o algún peligroso depredador.
– No seas tonta, Queenie -dijo Brenda con afecto-. No seas tontita. Sabes que él no te hará daño mientras yo esté aquí. -Burden se sintió un poco ofendido-. Hay unos hígados de pollo para ti en los escalones de atrás.
El gato dio media vuelta y se fue corriendo por donde había venido. Brenda Harrison lo siguió a través de una puerta por la que Burden no había entrado la noche anterior, y por un pasillo que daba a la habitación de la mañana. En el invernadero bañado por el sol se estaba caliente como en verano. Había estado allí brevemente la noche anterior.
De día parecía diferente y vio que se trataba del edificio acristalado, de forma clásica y tejado curvado, que sobresalía en el centro de la terraza donde había estado inspeccionando los céspedes y los distantes bosques.
El olor de los jacintos era más fuerte, dulce y empalagoso. La luz del sol había abierto los narcisos y éstos mostraban sus corolas color naranja. Allí dentro el ambiente era húmedo, cálido y perfumado, como uno pensaría que es una selva tropical, el aire casi tangible.
– Ella no me dejaba tener animales domésticos -dijo de pronto Brenda Harrison.
– ¿Cómo dice?
– Davina. Como digo, no hacía discriminaciones, todos nosotros éramos iguales… quiero decir, es lo que ella decía, pero no me dejaba tener animales domésticos. Me habría gustado tener un perro. «Ten un hámster, Brenda -decía-, o un periquito.» Pero nunca me gustó esa idea. Es cruel tener pájaros enjaulados, ¿no le parece?
– A mí me gustaría tener uno -dijo Burden.
– Dios sabe qué será de nosotros ahora, de mí y de Ken. No tenemos otro hogar. Tal como están los precios de las casas no tenemos ninguna posibilidad… bueno, es una broma, ¿no? Davina dijo que éste era nuestro hogar para siempre, pero a la hora de la verdad, es un cottage que está ligado al puesto de trabajo, ¿no? -Se inclinó y recogió del suelo una hoja muerta. Su expresión se hizo reservada, un poco triste-. No es fácil empezar de nuevo. Sé que no aparento la edad que tengo, todo el mundo lo dice, pero a fin de cuentas no nos hacemos jóvenes, ninguno de nosotros.
– Iba usted a contarme lo que cree que sucedió aquí anoche.
Ella suspiró.
– ¿Qué creo que sucedió? Bueno, ¿qué ocurre en estos casos terribles? Quiero decir, no es el primero, ¿verdad? Entraron y subieron al piso de arriba, habían oído hablar de las perlas y quizá de los anillos. En la prensa siempre salía algo referente a Davina. Quiero decir, todo el mundo pensaría que aquí había dinero. Harvey les oyó, subió tras ellos y ellos bajaron y le dispararon. Después tuvieron que disparar a los otros para que no hablaran… quiero decir, para que no dijeran a nadie qué aspecto tenían.
– Es una posibilidad.
– ¿Qué más? -dijo ella, como si no hubiera espacio para la duda. Entonces, bruscamente, le asombró diciendo-: Ahora podré tener un perro. Pase lo que pase con nosotros, ya nadie puede impedirme que tenga un perro, ¿verdad?
Burden regresó al vestíbulo y contempló la escalinata. Cuanto más pensaba en ello, menos podía hacer encajar la mecánica con la evidencia.
Faltaban las joyas. Podría tratarse de joyas valiosas, con un valor de hasta cien mil libras, pero ¿matar a tres personas por ellas e intentar matar a una cuarta? Burden se encogió de hombros. Sabía que hombres y mujeres habían sido asesinados por cincuenta peniques, por el precio de una bebida.
Doliéndole un poco el recuerdo de su aparición en televisión, Wexford aún pudo felicitarse por la discreción que había mantenido en el asunto de Daisy Flory. La televisión ya no era un medio misterioso y temible. Estaba empezando a acostumbrarse a él. Ésta era la tercera o cuarta vez que aparecía ante las cámaras, y si no estaba de vuelta de ello, al menos se sentía tranquilo.
Sólo una pregunta le había perturbado. Le había parecido que no tenía nada que ver con los asesinatos de Tancred House, o muy poco. ¿Había más probabilidades de que encontraran a los responsables de éstos que a los culpables del tiroteo del banco? Él había respondido que estaba seguro de que ambos crímenes serían resueltos y atraparían al asesino del sargento Martin igual que a los de Tancred House. Una leve sonrisa apareció en el rostro de quien había hecho la pregunta, de lo que él trató de no hacer caso, manteniéndose sereno.
La pregunta no había sido formulada por el «corresponsal local» de los periódicos nacionales, ni por ninguno de los representantes de los periódicos nacionales que se hallaban allí, sino por un periodista del Kmgsmarkham Couner. Se trataba de un hombre muy joven, con el pelo oscuro, bastante atractivo y con aspecto engreído. Era una voz de escuela privada sin indicios del acento de Londres ni la fuerte pronunciación local.
– Hace ya casi un año de la matanza del banco, inspector.
– Diez meses -dijo Wexford.
– ¿No está probado que las estadísticas demuestran que cuanto más tiempo transcurre, menos probable…
Wexford señaló con la mano a otro periodista para que interviniera y las palabras del representante del Couner quedaron acalladas por su pregunta. Ella preguntó la edad de la señorita Flory. Davina o Daisy, ¿no la llamaban así?
Wexford tenía intención de ser discreto en este aspecto. Respondió que se hallaba en cuidados intensivos -posiblemente, a esta hora, aún era cierto- que se encontraba estable pero gravemente enferma. Había perdido mucha sangre. Nadie le había dicho esto, pero seguro que era cierto. La periodista le preguntó si la muchacha se hallaba en la «lista de peligro» y Wexford pudo responderle que ningún hospital tenía ninguna lista de este tipo y, que él supiera, nunca la habían tenido.
Iría solo a verla. No quería que nadie le acompañara en su primer interrogatorio. Gerry Hinde, en su elemento, administraba a su ordenador masas de información cotejada con la que, había anunciado misteriosamente, elaboraría una base de datos que sería distribuida a todos los sistemas del centro de coordinación. Habían traído bocadillos del supermercado de Cheriton High Road. Al abrir su paquete con el abrecartas, comprendiendo lo útil que después de todo resultaba éste, Wexford se preguntó qué hacía el mundo antes de la llegada del envase de plástico para bocadillo en forma de cuña. Merecía figurar entre los inventos benditos, pensó echando una mirada de disgusto a Gerry Hinde, que al menos estaba al nivel de las máquinas teleproductoras de imágenes.
Cuando se iba, llegó Brenda Harrison con una lista de las joyas de Davina Flory que faltaban. Sólo tuvo tiempo de echarle una rápida mirada antes de pasársela a Hinde. Era un buen material para la base de datos, y le daría algo que introducir en sus sistemas.
Para su irritación, el periodista del Couner le estaba esperando cuando salió del establo. Estaba sentado en un muro bajo, balanceando las piernas. Wexford tenía la norma de no hablar de los casos con la prensa, excepto en las ruedas de prensa preparadas. Aquel hombre debía de hacer una hora que estaba allí, pensando que él saldría tarde o temprano.
– No. No tengo nada más que decir.
– Eso es injusto. Debería darnos prioridad a nosotros. Apoyar a su autoridad local.
– Eso significa que usted me apoye a mí -dijo Wexford, divertido a su pesar-, no que yo le cuente hechos. ¿Cómo se llama?
– Jason Sherwin Coram Sebright.
– Un poco complicado, ¿no? Demasiado largo para firmar un artículo.
– Todavía no he decidido cómo llamarme con fines profesionales. Empecé la semana pasada en el Couner. La cuestión es que tengo una clara ventaja sobre los demás. Yo conozco a Daisy. Va a mi escuela, o a la que yo iba. La conozco muy bien.
Todo esto lo dijo con un descaro y una seguridad poco corrientes, incluso en estos días. Jason Sebright parecía completamente a sus anchas.
– Si va usted a verla, espero que me lleve con usted -dijo-. Espero que me conceda una entrevista en exclusiva.
– Entonces sus esperanzas están condenadas a no verse cumplidas, señor Sebright.
Acompañó a Sebright afuera, y esperó allí hasta que hubo subido a su coche. Donaldson le condujo por el sendero principal, el camino por el que habían venido la noche anterior. El pequeño Fiat de Sebright les seguía de cerca. A unos cuatrocientos metros, en una zona donde había muchos árboles caídos, pasaron a Gabbitas que utilizaba algo que Wexford pensó podía ser una máquina para cortar madera. El huracán de tres años antes había causado daños allí. Wexford se fijó en las zonas despejadas donde se habían plantado árboles recientemente, los nuevos árboles de sesenta centímetros de altura atados a postes y cubiertos con protecciones contra los animales. También aquí se habían construido cobertizos para proteger las tablas de madera y bajo lonas enceradas había montones de tablas de roble, sicómoro y fresno.
Llegaron a la puerta principal y Donaldson bajó para abrirla. Colgado del poste de la izquierda había un ramo de flores. Wexford bajó la ventanilla para verlo mejor. No se trataba de un arreglo floral corriente, sino de un cesto lleno de flores con un lado profundamente curvado para que se viera lo mejor posible. Fresias doradas, sallas azul cielo y stephanotis derramadas sobre el borde dorado de la cesta. Atada al asa había una tarjeta.
– ¿Qué dice?
Donaldson leyó a trompicones, se aclaró la garganta y volvió a empezar: «Ahora, me enorgullezco de ti, en tu posesión está, una muchacha sin igual».
Dejó la puerta abierta para Jason Sebright, quien, según vio Wexford, también bajó del coche para leer lo que ponía la tarjeta. Donaldson giró hacia la B 2428 para dirigirse a Cambery Ashes y Stowerton. Al cabo de diez minutos estaban allí.
La doctora Leigh, una mujer de aspecto cansado de veintitantos años, se reunió con Wexford en el corredor, fuera de la Sala MacAllister.
– Entiendo que es urgente hablar con ella, pero ¿podría limitarse a diez minutos, hoy? Quiero decir, en lo que a mí respecta, y si todo va bien, puede volver mañana, pero al principio creo que debería limitarse a diez minutos. Será suficiente para reunir la información esencial, ¿verdad?
– Si usted lo dice -dijo Wexford.
– Ha perdido mucha sangre -explicó ella, confirmando lo que él había comunicado a la prensa-. Pero la bala no le rompió la clavícula. Y lo que es más importante, no le tocó el pulmón. Un poco milagroso. No es tanto que esté físicamente enferma como que se encuentra muy perturbada. Todavía está muy perturbada.
– No me sorprende.
– ¿Me acompaña un momento al despacho?
Wexford la siguió a una pequeña habitación cuya puerta anunciaba «Enfermera de turno». Estaba vacía y llena de humo. ¿Por qué el personal del hospital, que debe de conocer mejor que la mayoría de la gente los peligros del tabaco, fuma más que nadie? Era un misterio que con frecuencia le intrigaba. La doctora Leigh chasqueó la lengua y abrió la ventana.
– Extrajimos una bala de la parte superior del pecho de Daisy. El omóplato le impidió salir. ¿La quiere?
– Claro que sí. ¿Le dispararon una sola vez?
– Sólo una. En la parte superior del pecho izquierdo.
– Sí.
Wexford envolvió el cilindro de plomo en su pañuelo y se lo metió en el bolsillo. El hecho de que hubiera estado en el cuerpo de la muchacha le hizo sentir una ligera e inesperada sensación de náusea.
– Ahora puede entrar. Está en una habitación lateral; la mantenemos sola porque es muy desgraciada. No necesita compañía, por el momento.
La doctora Leigh le acompañó a la sala MacAllister. Las paredes del pasillo de las habitaciones individuales estaban cubiertas de cristal glaseado y cada puerta tenía una parte de cristal transparente. Fuera de la habitación que tenía un 2 impreso en el cristal, Anne Lennox estaba sentada en un taburete de aspecto incómodo, leyendo una novela de Danielle Steel. Se levantó de un salto cuando vio aparecer a Wexford.
– ¿Me necesita, señor?
– No, gracias, Anne. Quédate donde estás.
Una enfermera salió de la habitación y sostuvo la puerta abierta. La doctora Leigh dijo que le estaría esperando cuando hubiera terminado y repitió la advertencia referente al límite de tiempo. Wexford entró y cerró la puerta tras de sí.