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Daisy estaba sentada en una alta cama blanca, apoyada en un montón de almohadas. Llevaba el brazo izquierdo en un cabestrillo y el hombro izquierdo fuertemente vendado. Hacía tanto calor en la sala, que en lugar de un camisón de hospital vestía una blusa blanca sin mangas que le dejaba al descubierto el brazo y hombro derechos. En el brazo derecho tenía un tubo de suero intravenoso.

Acudía a la mente la fotografía del Independent on Sunday. Era Davina Flory otra vez, era Davina Flory tal como había sido a los diecisiete años.

En lugar del pelo corto como un chico, Daisy lo llevaba largo. Era un pelo abundante y lacio, muy fino, castaño oscuro, que le caía sobre el hombro herido, casi lo cubría, y sobre el hombro desnudo. Su frente era como la de su abuela, sus ojos grandes y hundidos, no castaños sino de un brillante tono avellana claro con un anillo negro en torno a las pupilas. Tenía la piel blanca para ser una mujer tan morena y los labios más bien finos muy pálidos. La nariz, más bonita que la aguileña de su abuela, era un poco respingona. Wexford recordó las manos muertas de Davina Flory, estrechas y con largos dedos, y vio que las de Daisy eran iguales pero con la piel aún suave e infantil. No llevaba anillos. En los lóbulos rosa pálido de las orejas los agujeros para los pendientes parecían diminutas heridas.

Cuando le vio, la muchacha no habló sino que se echó a llorar. Las lágrimas le resbalaban en silencio por el rostro.

Él sacó un puñado de pañuelos de papel de la caja que había en la mesilla de noche y se los dio. Ella se secó la cara, después bajó la cabeza y entornó los ojos. El llanto ahogado sacudía su cuerpo.

– Lo siento -dijo él-. Lo siento muchísimo.

Ella asintió, aferrando los pañuelos mojados con la mano izquierda. Era algo en lo que no había pensado mucho, que había perdido a su madre en la violencia de la noche anterior. También había perdido a una abuela, a quien quería tanto, y a un hombre que había sido como un abuelo para ella desde que tenía cinco años.

– Señorita Flory…

La voz le salió ahogada mientras se llevaba los pañuelos a la cara.

– Llámeme Daisy.

Wexford comprendió que estaba haciendo un gran esfuerzo; Daisy tragó con dificultad y levantó la cabeza.

– Llámeme Daisy, por favor. No soporto que me llamen «señorita Flory», de todas maneras me llamo Jones. ¡Oh, he de dejar de llorar!

Wexford esperó unos momentos, aunque era consciente del poco tiempo que tenía. Vio que ella estaba intentando apartar imágenes de su mente, tacharlas, borrar la cinta de vídeo, vivir el presente. Respiró hondo.

Él esperó un poco, pero no podía permitirse esperar demasiado. Un minuto sólo para que ella regularizara la respiración, para que se secara las lágrimas de los dedos.

– Daisy -empezó-, ya sabes quién soy, ¿verdad? Soy policía, el inspector jefe Wexford.

Ella asintió rápidamente.

– Hoy sólo me dejan estar diez minutos contigo, pero mañana volveré, si tú me lo permites. Quiero que me respondas a una o dos preguntas ahora y procuraré que no te resulten dolorosas. ¿Te parece bien?

Un lento gesto de asentimiento y un profundo jadeo.

– Tenemos que volver a lo de anoche. No voy a preguntarte exactamente qué ocurrió, todavía no, sólo cuándo les oíste dentro de la casa por primera vez y dónde.

Vaciló tanto rato, que Wexford no pudo evitar mirar su reloj.

– Si pudieras decirme sólo a qué hora les oíste y dónde…

Ella habló de pronto y atropelladamente.

– Estaban arriba. Estábamos cenando, tomábamos el plato principal. Mi madre fue la primera en oírles. Dijo: «¿Qué es eso? Parece como si hubiera alguien arriba».

– Sí. ¿Qué más?

– Davina, mi abuela, dijo que era la gata.

– ¿La gata?

– Es una gata grande que se llama Queenie, persa. A veces, por la noche, alborota por toda la casa. Es asombroso el ruido que puede meter.

Daisy Flory sonrió. Fue una hermosa y amplia sonrisa, la sonrisa de una joven, y la mantuvo un momento antes de que le temblaran los labios. A Wexford le habría gustado tomarle la mano pero, por supuesto, no podía hacerlo.

– ¿Oíste algún coche?

Ella meneó la cabeza.

– Yo no oí nada más que el ruido del piso de arriba. Un ruido como golpes y pasos. Harvey, el marido de mi abuela, salió de la habitación. Oímos un disparo y luego otro. Fue un ruido terrible, realmente terrible. Mi madre chilló. Las tres nos levantamos de un salto. No, yo me levanté de un salto y mi madre también y yo… iba a salir y mi madre gritó: «No, no salgas» y entonces él entró. Entró en la habitación.

– ¿Él? ¿Sólo era uno?

– Yo sólo vi a uno. Oí al otro, pero no le vi.

Recordarlo le hizo volver a quedarse callada. Wexford vio que las lágrimas acudían de nuevo a sus ojos. La chica se frotó los ojos con la mano derecha.

– Sólo vi a uno -dijo con voz ahogada-. Tenía una pistola, entró.

– Tranquilízate -dijo Wexford-. Tengo que hacerte preguntas. Pronto habrá terminado todo. Piénsalo así, es algo que debe hacerse. ¿De acuerdo?

– De acuerdo. Él entró… -habló con tono automático-. Davina seguía allí sentada. Ella no se levantó, se quedó sentada pero con la cabeza vuelta hacia la puerta. Él le disparó en la cabeza, creo. Disparó a mi madre. Yo no sabía qué hacía. Era tan terrible, que no es posible imaginarlo: locura, horror, no era real, sólo era… oh, no lo sé… Intenté tirarme al suelo. Oí que el otro ponía un coche en marcha fuera. El que estaba allí dentro, el que iba armado, me disparó y no sé, no recuerdo…

– Daisy, lo estás haciendo muy bien. Muy bien, de veras. No supongo que puedas recordar lo que ocurrió después de que te dispararan. Pero ¿puedes recordar qué aspecto tenía él? ¿Puedes describirle?

Ella negó con la cabeza, se llevó la mano derecha a la cara. Él tuvo la impresión de que no era que la muchacha no supiera describir al hombre de la pistola, sino que de momento era incapaz de reunir las fuerzas necesarias para ello. Daisy murmuró:

– No le oí hablar. No habló. -Aunque no se lo habían preguntado, susurró-: Eran las ocho cuando les oímos y las ocho y diez cuando se fueron. Diez minutos, nada más…

Se abrió la puerta y entró una enfermera.

– Sus diez minutos han terminado. Me temo que es todo por hoy.

Wexford se puso en pie. Aunque no les hubieran interrumpido, no se habría atrevido a proseguir. La capacidad de responder de la chica casi se había agotado.

Con una voz como un susurro, ella dijo:

– No me importa que vuelva mañana. Sé que tengo que hablar de ello. Mañana hablaré un poco más.

Apartó sus ojos de los de él y se quedó mirando fijamente la ventana, levantando despacio los hombros, el que tenía herido y el otro, y se llevó la mano derecha a la boca.

El artículo del Independent on Sunday estaba empapado de una especie de hábil malicia. Siempre que era posible ser sarcástico, Win Carver lo era. No dejaba pasar ninguna oportunidad de mostrarse despectiva. Sin embargo, era un buen artículo. Así era la naturaleza humana, admitió Wexford para sus adentros; era mejor su tono irónico y ligeramente malicioso que un artículo más blando.

Un periodista del Kmgsmarkham Courier habría adoptado un estilo adulatorio al descubrir la repoblación forestal, los estudios de dendrología de Davina Flory, su jardinería y su coleccionismo de ejemplares de árboles raros. Carver trataba el tema como si fuera ligeramente divertido y un caso de leve hipocresía. «Plantar» un bosque, daba a entender, no era una manera muy exacta de referirse a un ejercicio que otros hacían por uno mientras uno lo único que hacía era desembolsar el dinero. La jardinería podía ser una manera muy agradable de pasar el tiempo si sólo se estaba obligado a hacerlo cuando no se tenía nada que hacer o los días de buen tiempo. Los hombres jóvenes y fuertes se ocupaban de cavar.

Davina Flory, proseguía la periodista en la misma línea, había sido una mujer aclamada y de gran éxito, pero no había tenido exactamente que luchar, ¿no? Asistir a Oxford había sido un paso evidente, dado que era inteligente, su padre era profesor y no carecían de dinero. Podía ser una gran jardinera, pero los terrenos y los recursos cayeron en sus manos cuando se casó con Desmond Flory. Quedarse viuda hacia el final de la guerra había sido un hecho triste, pero sin duda el dolor quedó mitigado al heredar de su primer marido muerto una enorme casa de campo y una fortuna inmensa.

También se mostraba un poco mordaz acerca de lo poco que le duró el segundo matrimonio. Sin embargo, al hablar de los viajes y los libros, la singularidad de la comprensión de Davina Flory de la Europa occidental y sus investigaciones políticas y sociológicas al respecto, en una época sumamente difícil y peligrosa, Win Carver no tenía más que alabanzas para ella. Hablaba de los libros «antropológicos» que estos viajes habían producido. Recordaba con una encantadora nostalgia aduladora sus propios días de estudiante unos veinte años atrás y su lectura de las dos únicas novelas de Davina Flory: Los anfitriones de Midian y Un hombre particular en Atenas. Comparaba su apreciación con el sentimiento de Keats por el Homero de Chapman, incluso decía que había sido silenciada «en una cima de Darien».

Finalmente, pero no brevemente, aludía al primer volumen de la autobiografía: La menor de nueve. Wexford, que había supuesto que este título era una cita de La duodécima noche, se alegró de ver confirmada su suposición. A continuación se daba un resumen de la infancia y la juventud de Davina Flory, tal como se describía en estas memorias, una referencia de pasada a su encuentro con Harvey Copeland, y la periodista terminaba con unas palabras -muy pocas- acerca de la hija de la señorita Flory, Naomi Jones, que tenía participación en una galería de artesanía de Kingsmarkham, y la nieta y homónima de la señorita Flory.

En las últimas líneas del artículo, Win Carver especulaba acerca de las probabilidades de recibir el título de Dame Commander of the British Empire en una futura lista de honores y los juzgaba bastante elevados. Debían pasar sólo uno o dos años, daba a entender, para que la señorita Flory se convirtiera en Dame Davina. Casi siempre (escribía Carver), «esperan hasta que ha pasado el octogésimo cumpleaños y así no se vive mucho más».

La vida de Davina Flory no había sido suficientemente prolongada. La muerte le había sobrevenido de una manera no natural y con la máxima violencia. Wexford, que se hallaba quieto en la sala de coordinación, dejó los periódicos a un lado y examinó la lista impresa que Gerry Hinde le había hecho de las joyas que faltaban. No había muchas, pero las que había parecían valiosas. Después cruzó el patio para dirigirse a la casa.

Habían limpiado el vestíbulo. Apestaba al tipo de desinfectante que huele como una combinación de lisol y jugo de lima. Brenda Harrison estaba recolocando los adornos que habían sido situados en lugares incorrectos. Su rostro prematuramente arrugado tenía una expresión de intensa concentración, la causa sin duda de las arrugas. En la escalinata, tres escalones más arriba, donde la alfombra, quizá manchada para siempre, estaba cubierta con una lona, se hallaba sentada la gata persa llamada Queenie.

– Se alegrará de saber que Daisy se está recuperando -anunció Wexford.

Ella ya lo sabía.

– Uno de los policías me lo ha dicho -dijo sin entusiasmo.

– ¿Cuánto tiempo hace que usted y su esposo trabajan aquí, señora Harrison?

– Va para diez años.

Wexford se sorprendió. Diez años es mucho tiempo. Habría esperado más demostraciones afectivas hacia la familia después de tantos años, más sentimiento.

– ¿El señor y la señora Copeland eran buenos amos?

Ella se encogió de hombros. Estaba limpiando el polvo de una lechuza roja y azul del Crown Derby y la volvió a dejar sobre la pulida superficie antes de hablar. Después, dijo de modo pensativo, como si hubiera reflexionado bastante antes de hablar:

– No se mostraban superiores. -Vaciló, y añadió con orgullo-: Al menos, no con nosotros.

La gata se levantó, se estiró y caminó lentamente en dirección a Wexford, Se detuvo enfrente de él, se erizó, le miró ceñuda y, repentinamente, echó a correr escaleras arriba. Al cabo de unos momentos, comenzaron los ruidos. Parecía un caballo en miniatura galopando por el pasillo, con golpes, choques y reverberaciones.

Brenda Harrison encendió una luz, y después otra.

– Queenie siempre hace esto a esta hora -explicó.

– ¿Causa algún daño?

Una leve sonrisa movió sus facciones, ensanchó sus mejillas unos dos centímetros. Eso le indicó a Wexford que era una de esas personas que se divierten con las travesuras de los animales. Su sentido del humor se limita casi exclusivamente a los chimpancés que toman el té, los perros antropomórficos, los gatitos con gorra. Son los que mantienen los circos con vida.

– Podría subir dentro de media hora -dijo ella- y no notaría que ella ha estado allí.

– ¿Y siempre lo hace a esta hora?

Consultó su reloj: eran las seis menos diez.

– Más o menos, sí. -Le miró de reojo, sonriendo un poco-. Es más lista que el hambre, pero no sabe decir la hora.

– Quiero hacerle una pregunta más, señora Harrison. ¿Ha visto a algún extraño en los últimos días o incluso las últimas semanas? ¿Gente poco conocida? ¿Alguien a quien no esperaría ver cerca de la casa o en la finca?

La mujer se quedó pensando. Meneó la cabeza.

– Pregunte a Johnny. Johnny Gabbitas. Él va por el bosque, siempre está fuera.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

Su respuesta le sorprendió un poco.

– Quizás un año. No más. Espere un momento, calculo que hará un año en mayo.

– Si se le ocurre algo, algo extraño o insólito que pueda haber sucedido, tenga la bondad de decírnoslo, ¿de acuerdo?

Ya estaba oscureciendo. Cuando dio la vuelta al ala oeste, las luces del muro se encendieron, controladas por un temporizador. Se detuvo y miró atrás, hacia el bosque y el camino que conducía fuera de ellos. La noche anterior dos hombres debían de haber venido por aquel camino o por el camino secundario; no había otra ruta posible.

¿Por qué ninguna de las cuatro personas de la casa había oído un coche? Quizá sí lo habían hecho. Tres de ellas ya no vivían para contarlo. Daisy no lo había oído, eso era lo único que podía saber o sabía. Pero si uno de ellos hubiera oído un coche, no había dicho nada, que Daisy supiera. Por supuesto, el día siguiente Daisy le contaría más cosas.

Los dos hombres del coche habrían visto la casa iluminada frente a ellos. A las ocho las luces del muro hacía dos horas que estaban encendidas y las de dentro desde hacía mucho más. El camino discurría por el patio, pasaba entre la abertura con las columnas de piedra en el muro. Pero suponiendo que el coche no hubiera llegado hasta la casa sino que hubiera girado a la izquierda antes de llegar al muro. Girado a la izquierda y a la derecha hacia el camino donde él se encontraba en aquel momento, el camino que conducía más allá del ala oeste, a veinte metros, se curvaba por delante de la zona de la cocina y la puerta trasera, bordeaba el jardín y su alto seto y penetraba en el pinar, que conducía a la casa de los Harrison y a la de John Gabbitas.

Tomar esa ruta presupondría conocer Tancred House y sus terrenos. Podría presuponer saber que la puerta de atrás no estaba cerrada con llave por la noche. Si el coche en el que llegaron había pasado por allí y aparcado cerca de la puerta de la cocina, era posible, incluso probable, que nadie lo hubiera oído desde el comedor.

Pero Daisy había oído al hombre que no había visto poner en marcha un coche, que tampoco había visto, después de que el hombre al que sí había visto les disparara a ella y a su familia.

Probablemente, el hombre había salido de la casa por la puerta trasera y llevado el coche hasta la parte delantera. Había escapado al oír ruidos arriba. El hombre que disparó a Daisy también oyó ruidos arriba, por eso no había disparado otra bala, la bala que habría matado a la chica. Los ruidos los hacía, por supuesto, la gata Queenie, pero los dos hombres no lo sabían. Muy probablemente, ninguno de ellos había estado en el piso de arriba, pero sabían que existía. Sabían que alguien más podía estar arriba.

Esta explicación era enteramente satisfactoria en todos los aspectos excepto uno. Wexford se hallaba de pie junto al camino, mirando hacia atrás, reflexionando sobre esta única excepción, cuando unos faros de coche salieron del bosque en el camino principal. Giraron a la izquierda justo antes de llegar al muro y, a la luz de la casa, Wexford vio que se trataba del Land Rover de Gabbitas.

Gabbitas se detuvo cuando le reconoció. Bajó la ventanilla.

– ¿Me buscaba?

– Me gustaría charlar con usted, señor Gabbitas. ¿Puede dedicarme media hora?

Como respuesta, Gabbitas se inclinó y abrió la puerta del pasajero. Wexford subió al coche.

– ¿Le importaría ir a los establos?

– Es un poco tarde, ¿no?

– ¿Tarde para qué, señor Gabbitas? ¿Investigar un asesinato? Hay tres personas muertas y una gravemente herida. Pero pensándolo bien, creo que su casa sería mejor lugar.

– Ah, muy bien. Si insiste.

Este pequeño intercambio había servido para informar a Wexford de cosas que no había observado en su primer encuentro. Por su acento y su actitud, el leñador se mostró como bastante por encima de los Harrison. También era extremadamente apuesto. Era como un héroe de una Cold Comfort Farm. Tenía el aspecto de un actor que algún director de reparto cinematográfico podría elegir para interpretar el papel de protagonista masculino en una adaptación de Hardy o Lawrence. Era byroniano pero también rústico. Tenía el pelo negro y los ojos muy oscuros. Las manos, al volante, eran morenas con vello negro en el dorso y en los largos dedos. La media sonrisa que había ofrecido a Wexford al pedirle que le llevara por el camino secundario había mostrado una dentadura muy blanca y regular. Era un matón y del tipo que se supone más atractivo que otros para las mujeres.

Wexford se sentó en el asiento del pasajero.

– ¿Qué hora dijo que era cuando llegó a casa anoche?

– Las ocho y veinte, ocho y veinticinco, es lo más aproximado que puedo calcular. No creo que tengan ninguna razón para que sea exacto en cuanto a la hora. -Su tono de voz mostraba cierta impaciencia-. Sé que estaba en casa cuando el reloj dio la media.

– ¿Conoce a la señora Bib Mew, que trabaja en la casa?

Gabbitas pareció divertido.

– Sé a quién se refiere. No sabía que se llamaba así.

– La señora Mew salió de allí en su bicicleta a las ocho menos diez, anoche, y llegó a su casa, en Pomfret Monachorum, hacia las ocho y diez. Si usted llegó a casa a las ocho y veinte, es probable que se cruzara con ella en el camino. Ella también utilizó el camino secundario.

– No me crucé con ella -dijo Gabbitas escueto-. Ya se lo he dicho, no me crucé con nadie, no vi a nadie.

Habían atravesado el pinar y llegado al cottage donde él vivía. La actitud de Gabbitas, cuando hizo entrar a Wexford, se había vuelto ligeramente más amable. Wexford le preguntó dónde había estado el día anterior.

– Podando árboles cerca de Midhurst. ¿Por qué?

Era una casa de soltero, ordenada, funcional, de aspecto un poco pobre. La sala de estar en la que hizo entrar a Wexford estaba dominada por objetos que la convertían en una oficina, un escritorio con un ordenador, archivador metálico gris, montones de ficheros. Unas estanterías llenas de enciclopedias casi cubrían una pared. Gabbitas apartó de una silla un montón de carpetas y libros de ejercicios y se la ofreció a Wexford. Éste insistió:

– ¿Y vino a casa por el camino secundario?

– Ya se lo he dicho.

– Señor Gabbitas -dijo Wexford bastante malhumorado-, debe de haber visto suficiente televisión, si no lo sabe por ninguna otra fuente, para comprender que la finalidad de un policía al preguntarle dos veces lo mismo es, francamente, eliminarle como sospechoso.

– Lo siento -dijo Gabbitas-. De acuerdo, lo sé. Sólo es que… bueno, a una persona que cumple con la ley no le gusta mucho que se piense que ha hecho algo malo. Espero que se me crea.

– Sí, es posible. Eso es muy idealista en el mundo en que vivimos. Me pregunto si ha estado pensando mucho en este asunto, hoy. Mientras permanecía en la soledad del bosque cerca de Midhurst, por ejemplo. Sería natural pensar en ello.

Gabbitas dijo escuetamente:

– Sí, he estado pensando en ello. ¿Quién puede evitar pensar en ello?

– Acerca del coche en el que llegaron los que perpetraron esta… esta matanza, por ejemplo. ¿Dónde estaba aparcado mientras ellos se hallaban en la casa? ¿Dónde estaba cuando usted regresó a casa? No huía por el camino secundario, pues usted se habría cruzado con él. Daisy Flory efectuó su llamada al 999 a las ocho y veintidós, unos minutos después de que ellos se marcharan. Se arrastró tan deprisa como pudo porque tenía miedo de morir desangrada -Wexford observaba el rostro del hombre mientras hablaba. Estaba impasible pero tensó un poco los labios-. O sea que el coche no pudo huir por el camino secundario o usted lo habría visto.

– Es evidente que debieron irse por el camino principal.

– Da la casualidad de que había un coche patrulla en la B 2428 a esa hora y se le avisó que bloqueara el camino y observara todos los vehículos a partir de las ocho y veinticinco. Según los agentes que iban en ese coche, ningún vehículo de ninguna clase pasó hasta las ocho y cuarenta y ocho, cuando llegó nuestro convoy con la ambulancia. También se puso un control en la B 2428 en la dirección de Cambery Ashes. Quizás esto se hizo demasiado tarde. Hay algo que tal vez pueda usted decirme: ¿existe alguna otra salida?

– ¿Por el bosque quiere decir? Un jeep quizá podría salir si el conductor conociera el bosque. Si lo conociera como la palma de su mano. -El tono de Gabbitas era de extrema duda-. No estoy seguro de que yo pudiera hacerlo.

– Pero usted no hace tanto tiempo que vive aquí, ¿verdad?

Como si le pareciera que se le pedía una explicación y no una respuesta, Gabbitas dijo:

– Doy clases un día a la semana en el Sewingbury Agricultural College. Acepto trabajos particulares. Soy arboricultor, entre otras cosas.

– ¿Cuándo llegó aquí?

– El pasado mayo. -Gabbitas se llevó la mano a la boca, se frotó los labios-. ¿Cómo está Daisy?

– Está bien -respondió Wexford-. Se pondrá bien… físicamente. Su estado psicológico es otra cosa. ¿Quién vivía aquí antes de que viniera usted?

– Unos que se llamaban Griffin. -Gabbitas lo deletreó-. Una pareja y su hijo.

– ¿Su trabajo se limitaba a la finca o realizaban trabajos externos como usted?

– El hijo era mayor. Tenía un empleo, no sé de qué. En Pomfret o Kingsmarkham, creo. Griffin, creo que su nombre de pila era Gerry, o quizá Terry, sí, Terry, se ocupaba de los bosques. Su esposa se dedicaba a sus labores. Creo que a veces trabajaba en la casa.

– ¿Por qué se fueron? No era sólo un trabajo lo que abandonaban, también era una casa.

– Él se estaba haciendo viejo. No tenía sesenta y cinco años pero estaba envejeciendo. Creo que el trabajo era demasiado para él; se jubiló antes de tiempo. Tenían una casa adonde ir, un sitio que habían comprado. Es todo lo que sé de los Griffin. Sólo les vi una vez, cuando me dieron este trabajo y me enseñaron la casa.

– Supongo que los Harrison sabrán más cosas.

Por primera vez, Gabbitas sonrió realmente. Tenía el rostro atractivo y amistoso cuando sonreía y sus dientes eran espectaculares.

– No se hablaban.

– ¿Quién? ¿Los Harrison y los Griffin?

– Brenda Harrison me dijo que no se hablaban desde que Griffin la había insultado unos meses antes. No sé lo que le dijo o hizo, ella no me contó nada más.

– ¿Cuál fue el verdadero motivo de que se fueran?

– No lo sé.

– ¿Sabe dónde está la casa a la que se mudaron? ¿Dejaron alguna dirección?

– A mí no. Creo que dijeron por Myringham. No muy lejos. Recuerdo claramente Myringham. ¿Quiere un café? ¿Un té o algo?

Wexford declinó la invitación. También declinó la oferta de Gabbitas de llevarle en coche hasta donde estaba el suyo, aparcado frente a la sala de coordinación.

– Es de noche. Será mejor que lleve una linterna. -Añadió-: Ése era su sitio, de Daisy. Esos establos eran como una especie de santuario privado para ella. Su abuela los hizo construir para ella. -Gabbitas era como un genio de las noticias bomba, pequeñas revelaciones-. Daisy pasaba horas allí sola. Haciendo sus cosas, lo que fuera.

Se habían adueñado de su santuario sin siquiera pedirle permiso. O, si habían pedido permiso y se lo habían concedido, no había sido cosa de la propietaria de los establos. Wexford anduvo por el sinuoso sendero que atravesaba el pinar, ayudado por la linterna que Gabbitas le había prestado. Se le ocurrió cuando apareció a la vista el bulto oscuro, la parte posterior no iluminada, de Tancred House que todo aquello probablemente pertenecía a Daisy Flory. A menos que hubiera otros senderos, pero si los había, los artículos periodísticos y las necrologías no los habían mencionado.

Todo aquello había ido a parar a ella por los pelos. Si la bala hubiera entrado unos centímetros más abajo, la muerte le habría arrebatado su herencia. Wexford se preguntó por qué estaba tan seguro de que su herencia sería una desventaja para ella, que cuando se enterara de lo que algunos llamarían su buena suerte, retrocedería.

Hinde había comprobado los artículos reseñados en la lista que había hecho Brenda Harrison con la compañía de seguros de Davina Flory. Un collar de azabache, un collar de perlas que, a pesar de lo que Brenda pudiera imaginar, probablemente no eran auténticas, un par de anillos de plata, un brazalete de plata y un broche de plata y ónice no estaban asegurados.

En ambas listas figuraba un brazalete de oro valorado en tres mil quinientas libras, un anillo de rubíes con diamantes valorado en cinco mil libras, otro juego con perlas y zafiros valorado en dos mil libras, y un anillo descrito como agrupación de diamantes, una joya magnífica, valorada en mil novecientas libras.

En total parecían valer más de treinta mil libras. También se habían llevado joyas de menos valor, por supuesto, sin saberlo. Quizás habían sido aún más ignorantes y habían supuesto que su botín valía mucho más de lo que valía en realidad.

Wexford dio unos golpecitos al peludo cactus gris con el dedo índice. Su color y textura le recordaban a Queenie, la gata. Sin duda ella también tenía púas ocultas entre el sedoso pelaje. Cerró la puerta con llave y se dirigió hacia su coche.