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– Se hacen llamar McCloy Ltd. -explicó Burden con voz cansada-, pero el último socio de la compañía que ostentaba ese nombre murió hace veinte años. Es un negocio antiguo, aunque creo que está en las últimas. En esta sociedad de consumidores convulsivos, a nadie le interesa la basura reacondicionada.
– Tienes razón -comentó Wexford pensando en Cullam.
– Scotland Yard me informó de otros seis McCloy, todos relacionados de algún modo con el negocio de la quincalla. No obstante, ninguno de ellos parece sospechoso. Stamford me ha dado una lista de los McCloy locales, pero tampoco aquí parece haber gato encerrado. Con todo, mañana a primera hora iré a Stamford para echar un vistazo. La policía local me ha prometido toda la ayuda que necesite.
Wexford se recostó en su butaca giratoria y el sol agonizante jugó con su cara.
– Mike -dijo-, me pregunto si no habremos empezado por el lado equivocado. Estamos buscando a McCloy para que nos conduzca a su asesino a sueldo. Quizá lo que deberíamos hacer es buscar al asesino a sueldo para que éste nos conduzca hasta McCloy.
– ¿Cullam?
– Puede. Quiero que Martin se convierta en la sombra de Cullam. Si paga el frigorífico al contado, querrá decir que vamos por buen camino. Esta noche examinaré el diario de Hatton y la agenda de la señora Hatton. Pero antes me detendré en el Olive & Dove a tomar una cerveza, ¿te apuntas?
– No, gracias. Hace una semana que no paso una noche en casa. Mi mujer está en contra del divorcio, pero podría replanteárselo.
Wexford sonrió y bajaron juntos en el ascensor. Era un atardecer cálido y diáfano. La luz y las sombras, suaves y alargadas, favorecían a la comercial High Street más que el sol del mediodía. Las casas avejentadas aparecían en su mejor momento, la ruindad y las grietas de sus estructuras veladas, como la luz de una vela suaviza una cara ajada. Durante el día, los inmundos callejones eran una trampa para las ratas, pero ahora constituían pasajes románticos donde los amantes podían encontrarse bajo las farolas y, mientras el sol se alejaba, contemplar la luna cabalgar sobre los tejados encumbrados, como en un cuento de los hermanos Grimm.
Puesto que sólo eran las ocho y el sol se resistía a desaparecer sin obsequiar a sus fieles con un espectáculo pirotécnico de llamas rosadas y amarillas que incendiaban todo el cielo del oeste, Wexford se detuvo en el flanco sur del puente y escuchó el gorgoteo del río. Un río inocente pese a conocer un secreto, pese a que una de sus piedras había privado a un hombre de aquella vista del atardecer.
Todas las ventanas del Olive & Dove estaban abiertas y las cortinas ondeaban suavemente sobre las jardineras y las fucsias colmadas de flores rojas. Frente a la entrada se había congregado una banda de bailarines. Ataviados con la chaqueta multicolor de los bufones, uno de ellos brincaba en torno a un caballito infantil. Para su regocijo, Wexford distinguió entre los miembros a George Carter.
– Buenas noches, señor Carter -saludó jovialmente.
Ligeramente abochornado, Carter le devolvió el saludo agitando una vara de cintas y cascabeles. Wexford entró en el bar.
Sentados a una mesa adosada a la glorieta del comedor estaban la muchacha que Camb le había presentado ese mismo día, una mujer mayor y un hombre. Wexford pidió una cerveza y al pasar frente al grupo, el hombre se incorporó con ademán de marcharse.
– Buenas noches -dijo Wexford-. ¿Ha decidido alojarse en el Olive?
La muchacha fue parca en sonrisas. Asintió bruscamente, y mencionando con precisión el rango de Wexford dijo:
– Permítame que le presente al abogado de mi padre, el señor Updike. Tío John, te presento al inspector jefe Wexford.
– Encantado.
– Y creo que no conoce a mi tía, la señora Browne.
Wexford miró a uno y otra. Curiosamente, siempre acababa haciendo el trabajo de Camb. La tía estaba pálida aunque agitada; y el abogado, satisfecho.
– Estoy dispuesto a aceptar que es usted la señorita Fanshawe, señorita Fanshawe -dijo Wexford.
– Conozco a Nora desde que era niña -explicó Updike-. Puede estar seguro de que es Nora.
El hombre tendió a Wexford una tarjeta con el nombre de una firma londinense, Updike, Updike y Sanger, de Ave María Lane. El inspector jefe observó la tarjeta y miró de nuevo a la señora Browne, que era la réplica en maduro de Nora Fanshawe.
– Me ha convencido -respondió Wexford, y se dirigió a una mesa vacía.
El abogado partió hacia la estación y Wexford oyó decir a la tía:
– Ha sido un día muy largo, Nora. Creo que telefonearé al hospital y luego me acostaré.
Wexford estaba sentado junto a la ventana, contemplando a los bailarines. La música la entonaban aficionados y los actores parecían cohibidos, pero la noche era tan bella que si cerrabas los ojos a los coches y los edificios comerciales podías trasladarte a la Inglaterra de Shakespeare. Alguien llevó a los nueve hombres una bandeja con botellas de cerveza y el hechizo se quebró.
– Venga al salón -dijo una voz a su espalda.
Nora Fanshawe se había quitado la chaqueta y una blusa de color café le daba un aire más femenino. Con todo, seguía siendo una criatura de líneas, planos y ángulos rectos y fuertes, y seguía sin sonreír.
– ¿Quiere beber algo, señorita Fanshawe? -preguntó Wexford incorporándose.
– Mejor no -respondió ella con brusquedad y sin agradecer la invitación-. Ya he bebido bastante. -Con una sonrisa apagada, añadió-: Hemos estado celebrándolo. Me refiero a la resurrección de una muerta.
Entraron en el salón y se sentaron en sendas butacas de cretona.
– El señor Updike quiso evitarme los detalles del accidente. -La joven llamó al camarero y sin consultar a Wexford, dijo-: Traiga dos cafés. -Luego encendió un cigarrillo extra largo y lo introdujo en una boquilla ámbar-. Cuéntemelos usted.
– ¿No desea evitarlos?
– Desde luego que no. No soy una niña y no me gustaba mi padre.
Wexford tosió ligeramente.
– El veinte de mayo, en torno a las diez de la noche -comenzó-. Un hombre que conducía un camión cisterna en dirección sur por la carretera de circunvalación de Stowerton vio un coche volcado que ardía en el carril rápido en sentido norte. Inmediatamente informó del accidente y cuando la policía y la ambulancia llegaron, encontraron los cuerpos de un hombre y una muchacha tendidos en la carretera y parcialmente calcinados. Una mujer, su madre, había salido despedida y aterrizado en el arcén. Sufrió heridas múltiples y se fracturó el cráneo.
– Continúe.
– Los restos del coche fueron examinados, pero los expertos no hallaron anomalías en los frenos ni en la dirección y los neumáticos eran prácticamente nuevos.
Nora Fanshawe asintió con la cabeza.
– La encuesta se aplazó a la espera de que su madre recobrara el conocimiento. La carretera estaba mojada y la señora Fanshawe ha insinuado que es posible que su padre condujera a una velocidad excesiva.
– Siempre conducía muy rápido. -La muchacha cogió los cafés que había traído el camarero y tendió una taza a Wexford. El inspector intuyó que ella lo tomaba solo y sin azúcar, y acertó-. Puesto que la muchacha que iba en el coche no era yo, ¿quién era?
– Confiaba en que usted lo sabría.
Nora Fanshawe se encogió de hombros.
– ¿Cómo voy a saberlo?
Wexford observó el labio fruncido y la mirada franca y severa de la joven.
– Señorita Fanshawe -dijo-, yo he respondido a sus preguntas, pero usted apenas me ha contado nada. Esta tarde vino a mi despacho como si estuviera haciéndome un favor. Creo que es hora de que se sincere conmigo.
Ella se ruborizó y murmuró:
– No acostumbro a hacerlo.
– Lo sé. Tiene veintitrés años, ¿verdad? ¿No cree que tanta reserva y altivez resultan un poco ridículas?
Tenía una mano menuda, pero al llevar las uñas cortas y los dedos desnudos parecía la de un hombre. Wexford observó que la mano se aproximaba hacia el plato de la taza y por un momento pensó que la muchacha pensaba coger su café, levantarse e irse. Nora frunció el entrecejo y su boca se endureció.
– Le hablaré de mi padre -dijo finalmente-. Quizá sirva de algo. La primera vez que supe acerca de sus infidelidades yo tenía doce años. Bueno, por lo menos supe que se comportaba como no lo hacían los padres de otras personas. Trajo una chica a casa y dijo a mi madre que iba a vivir con nosotros. Tuvieron una pelea en mi presencia y al final mi padre le entregó a mi madre quinientas libras. -Extrajo de la boquilla la colilla del cigarrillo y lo reemplazó por uno nuevo. El repentino deseo de fumar fue la única muestra emotiva de la muchacha-. La sobornó, ¿comprende? Fue muy claro: «Deja que se quede y el dinero será tuyo.» Así fue como ocurrió. La chica vivió con nosotros seis meses. Dos años después, mi padre le regaló a mi madre un automóvil y justo en esa misma época le pillé en su despacho con la secretaria. -Aspiró profundamente-. En el suelo -puntualizó con frialdad-. Después de eso, cada vez que mi padre tenía una amante nueva pagaba a mi madre en conformidad, esto es, le pagaba el valor que para mi padre tenía la muchacha. Quería que mi madre permaneciese a su lado porque era una excelente anfitriona y ama de casa. Al cumplir dieciocho años me fui a Oxford.
»Cuando me licencié, le dije a mi madre que ya podía mantenerla y que dejara a mi padre. Ella lo negó todo y le pidió a mi padre que me retirara la paga. Mi padre se negó, imagino que porque fue mi madre quien se lo pidió. Hace dos años que no toco un penique, pero… -echó una rápida mirada al bolso y el reloj- no siempre puedes rechazar los regalos, sobre todo si provienen de tu madre y eres hija única.
– De modo que aceptó un trabajo en Alemania -dijo Wexford.
– Pensé que me convenía alejarme. -El rubor volvió-. En enero -titubeó- conocí a un hombre, un vendedor inglés que solía viajar a Colonia por motivos de trabajo. -Wexford esperó que le hablara de amor, pero en lugar de eso la oyó decir con una extraña sensación de desconcierto-: Dejé mi trabajo y regresé a Londres para vivir con él. Cuando le dije que si nos casábamos no le pediría un penique a mi padre, en fin… me echó.
– ¿Volvió a casa de sus padres?
Nora Fanshawe levantó la cabeza y Wexford la vio sonreír por primera vez. Era una sonrisa severa, de burla hacia sí misma.
– Es usted frío como una piedra.
– Creía que aborrecía la compasión, señorita Fanshawe.
– Quizá. ¿Quiere más café? ¿No? Yo tampoco. Sí, volví a casa de mis padres. Yo seguía compadeciendo a mi madre. Pensé que mi padre se estaba haciendo mayor y yo también. Sabía que nunca podría vivir con ellos, pero creí… Las peleas familiares son incivilizadas, ¿no le parece? Mi madre era patética. Decía que siempre había deseado tener una hija adulta para que fuera su amiga. -Nora Fanshawe arrugó la nariz con aversión-. Hasta un carácter reservado y altivo como el mío tiene sus puntos débiles, inspector. Les acompañé a Eastover.
– ¿Y la pelea, señorita Fanshawe?
– A eso iba. Hasta ese momento nos habíamos llevado sorprendentemente bien. Mi padre llamó a mi madre cariño en más de una ocasión y hasta parecían felices. Querían saber qué estaba haciendo yo para conseguir otro trabajo y el ambiente era sereno. Tan sereno que después de la cena y de algunas copas mi madre hizo algo que nunca antes había hecho. Mi padre se había ido a la cama y de repente mi madre empezó a hablarme de cómo había sido su vida al lado de él, los sobornos y humillaciones que había sufrido. Me habló como si yo realmente fuera su amiga, su confidente. En fin, charlamos durante una hora y luego me preguntó sobre mi vida sentimental. Estúpida de mí, le hablé del hombre con quien había convivido. Digo estúpida de mí, pero de no haberlo sido tal vez estaría ahora en el lugar de la muchacha que murió en el accidente.
– ¿Su madre no reaccionó bien?
– Me miró con ojos desorbitados -dijo Nora Fanshawe-. Entonces, sin darme tiempo a detenerla, sacó a mi padre de la cama y le contó la historia. Me echaron la caballería encima. Mi madre estaba histérica y mi padre me insultó varias veces. Aguanté durante un rato pero finalmente le dije a mi padre que lo que es bueno para uno es bueno para el otro y que al menos yo no estaba casada. -Suspiró, moviendo sus hombros angulosos-. ¿Qué cree que me contestó?
– Que para los hombres es diferente -dijo Wexford.
– ¿Cómo lo ha adivinado? En cualquier caso, por primera vez mis padres formaban un frente común. Cuando mi madre le hubo revelado amablemente mis confidencias en mi presencia, mi padre dijo que encontraría al hombre, es decir, a Michael y le obligaría a casarse conmigo. No pude soportarlo más y me encerré en mi habitación. A la mañana siguiente fui a Newhaven y tomé el barco. Me despedí de mi madre con buenas palabras, pero mi padre había salido.
– Gracias por sincerarse, señorita Fanshawe. ¿Insinúa entonces que la muchacha muerta podría ser la amante de su padre?
– ¿Tan imposible le parece que mi padre llevase en el mismo coche a su esposa y su amante? Le aseguro que no lo es. Para mi padre resultaba muy sencillo. No tenía más que traerse a la muchacha, comunicárselo a mi madre y pagarle generosamente por la pena ocasionada.
Wexford mantuvo la mirada fija en el rostro de Nora Fanshawe. Era el extremo opuesto de Sheila. Sólo tenían en común la juventud, la salud, y el hecho de que, como todas las mujeres, eran hijas de alguien. El padre de la muchacha había muerto. En un inusual arranque de sentimentalismo, Wexford pensó que preferiría estar muerto a ser el hombre del que una hija podía decir semejantes cosas.
Con voz ecuánime, dijo:
– Me ha dado a entender que, según su parecer, en aquel momento no había otra mujer en el coche salvo su madre. ¿Tiene idea de quién podía ser la chica?
– Ésa fue la impresión que tuve, pero es obvio que estaba equivocada.
– Señorita Fanshawe, está claro que la muchacha no era una amiga ni una vecina de Eastover a quien sus padres acompañaban a Londres, pues en ese caso la familia habría preguntado por ella y dado señales de vida cuando se produjo el accidente.
– Eso habría ocurrido con cualquier persona.
– No necesariamente. Tal vez la chica no tenía una dirección fija, o puede que su casera o amigos esperaran que se mudara de casa durante ese fin de semana en particular. Quizá su nombre se halle en alguna lista de personas desaparecidas y todavía no se haya iniciado su búsqueda porque en su vida eran normales las desapariciones esporádicas. En otras palabras, podría tratarse de una chica que llevara una vida algo itinerante, que viajara por el país trabajando en diferentes sitios o que cambiara de pareja con frecuencia. Supongamos, por ejemplo, que pasó el fin de semana en la costa del sur e hizo autostop para regresar a Londres y su padre la recogió.
– Mi padre jamás la habría recogido. Él y mi madre no veían con buenos ojos el autostop. Inspector, habla como si todos los que iban en el coche hubiesen muerto. ¿Acaso ha olvidado que mi madre está viva? Se está recuperando y tiene el cerebro ileso. Ella insiste en que no había nadie más en el coche, salvo ella y mi padre. -Nora Fanshawe levantó la vista y su voz perdió firmeza-. Puede que sufra un bloqueo psicológico. Quizá desee creer que mi padre había cambiado, que no les acompañaba ninguna chica, y se haya convencido de que iban solos. Podría ser.
– Estoy seguro de que así es. -Wexford se levantó-. Buenas noches, señorita Fanshawe, y gracias por el café. Imagino que se quedará unos días.
– Estaré en contacto. Buenas noches, inspector.
El siguiente paso, pensó Wexford mientras regresaba a casa, consistía en investigar la lista de personas desaparecidas en las ciudades de veraneo y, en último extremo, también en Londres. ¿Por qué investigaba un accidente que ni siquiera era de su competencia? ¿Para distraer su mente del caso Hatton? ¿Porque el asunto encerraba aspectos tan confusos e inexplicables que nadie podía justificarlos?
Como es natural, al final resultaría que la muchacha era alguien que Jerome Fanshawe había conocido ese fin de semana y con la que se había encaprichado. No tuvo por qué suceder algo tan dramático como había sugerido Nora Fanshawe. ¿Y si Fanshawe dijo a su mujer: «Esta jovencita ha perdido el último tren y puesto que vive en Londres, le dije que podíamos llevarla con nosotros»? Mas en ese caso, la señora Fanshawe no habría negado la presencia de la chica.
Había algo más. El bolso. Camb había registrado el bolso y sólo había encontrado calderilla y un juego de maquillaje. No era normal, pensó Wexford. ¿Dónde estaban las llaves? Y ya puestos, ¿dónde estaban todas esas cosas que las mujeres suelen llevar en el bolso, como pañuelos, facturas de vestidos, recibos, bolígrafos, cartas? Los objetos que había en el bolso eran anónimos y los que no había eran justamente los que podían identificar a una persona.
Wexford entró en su casa y Clitemnestra salió a recibirle.
– ¿Qué harías -preguntó a su mujer- si trajera a una jovencita a casa y te pagara mil libras para que la dejaras quedarse?
– No tienes mil libras -dijo la señora Wexford.
– Cierto. Siempre ha de haber alguna objeción.
– Hablando de jovencitas y dinero, el señor Vigo ha enviado una factura astronómica por la muela de tu hija.
Wexford escudriñó la factura y gruñó.
– ¡Caminos entrelazados! -exclamó-. ¡Chippendale chino! Sólo espero que alguno de mis clientes le birle el planetario. ¿Hay cerveza en la casa?
Reprimiendo una sonrisa, la señora Wexford saltó por encima de la postura recostada del lanudo perro y entró en la cocina para abrir una lata.
Con una jarra de peltre a mano, Wexford pasó las dos horas siguientes estudiando el diario de Hatton y la agenda de la señora Hatton.
Su interés se centraba en la semana que precedía inmediatamente al 21 de mayo. El 22 Hatton había ingresado quinientas libras en su banco y dos días antes había estado en posesión de una gran suma de dinero o tenido la certeza de que iba a recibirla, pues el martes 21 encargó su nueva dentadura.
La agenda de la señora Hatton era un calendario rectangular en forma de libro. Las páginas de la izquierda mostraban fotografías a color de hermosos parajes de Inglaterra, acompañadas de un verso en consonancia con la imagen y la época del año. Las páginas de la derecha estaban divididas en siete apartados. Los días de la semana aparecían en el margen izquierdo, con un espacio de tres por doce centímetros para anotaciones breves.
Wexford abrió la agenda por el domingo 12 de mayo.
La fotografía pertenecía a los huertos frutales de Kentish y el párrafo a pie de página era de As You Like It: «Los hombres son abril cuando cortejan, diciembre cuando desposan. Las doncellas son mayo en tanto que doncellas, pero el cielo se transforma cuando devienen esposas.» No era el caso de los Hatton, pensó. Había llegado el momento de averiguar qué había hecho la señora Hatton aquella semana en concreto.
Nada para el domingo. Lunes 13 de mayo: «C. a Leeds. Mamá para el té.» Martes 14 de mayo. «Llamó compañía del gas. C. llega a las 3 tarde. Fotos.» El diario de Hatton confirmaba el viaje a Leeds. En el camino de ida se había detenido dos veces, una en Norman Cross para almorzar en el café Merrie England y la otra en el Dave’s Dinner, cerca de Retford, para una taza de té. Se alojó en Leeds con una tal señora Hubble, 21 de Ladysmith Street, y a la vuelta sólo se detuvo una vez, de nuevo en el Merrie England. Hasta ahora, nada en el diario había llamado la atención de Wexford. Hatton había hecho el viaje en el mínimo tiempo posible, sin un solo espacio libre para actividades clandestinas. Volvió a la agenda.
Miércoles 15 de mayo: «C. libre. Llamó doctor. Mem, Seguridad social.» Interesante. Hatton había enfermado y por lo visto en aquella época carecía de fondos. Jueves 16 de mayo: «C. gripe de verano. Llamar Jack y Marilyn para aplazar cena.» Ninguna anotación para el viernes, 17 de mayo.
Sábado 18 de mayo: «C. mejor. Doctor llamó otra vez. Vinieron Jim y mamá.»
Esto último completaba la semana. Wexford volvió la página al domingo 18 de mayo: «C. marchó a Leeds. Mem, llamará a las 8 tarde. J y M vinieron para unas copas y un solitario.» En la página contigua había una fotografía de una casa de campo, acompañada de la frase: «Es una verdad universalmente reconocida que todo hombre soltero poseedor de una gran fortuna desea encontrar esposa.» Wexford sonrió sombríamente. Lunes 20 de mayo: «C. otra vez mal. Salió de Leeds tarde. En casa a las 10 noche.»
Wexford se apresuró a comprobarlo en el diario de Hatton. Efectivamente, ahí estaba la anotación de Hatton de que había estado demasiado enfermo para regresara a casa antes del mediodía. Condujo con prudencia y se detuvo dos veces por el camino, en el Hollybush de Newark y en el Merrie England. ¿Era cierto que estaba enfermo o lo había fingido para ganar tiempo en Leeds? Pues, pensó Wexford, como quiera que hubiese obtenido ese dinero, estaba claro que había sido entre los días 19 y 20.
Martes 21 de mayo: «C. bueno. Día libre. Vio a Jack y Marilyn. Cita a las 2 tarde con dentista.»
Una mujercita muy precisa, Lilian Hatton, aunque parca en palabras. Imposible adivinar si sabía algo. El último lugar al que habría confiado sus secretos era esa agenda.
No parecía que Hatton hubiese estado tramando algo aquel lunes por la mañana en Leeds, pero nunca se sabía. Estaba la noche del domingo al lunes. En aquel entonces bien pudo haberse producido un robo en un banco de esa ciudad. Tendrían que comprobarlo. Se preguntó por qué el asunto de Fanshawe seguía asaltándole, perturbando su concentración, y de repente lo supo.
El accidente de Fanshawe se había producido el lunes 20. Una mujer sin identificar había muerto el 20 de mayo y ese mismo día algo importante le había ocurrido a Charlie Hatton.
Mas no era posible que existiese una relación entre ambos casos. Fanshawe era un corredor de bolsa adinerado con un piso en Mayfair y, salvo por un desliz inmoral, no había una sola mancha en su carácter. Charlie Hatton era un camionero pretencioso que probablemente jamás había puesto un pie en Mayfair.
Una coincidencia curiosa que Hatton hubiese sido asesinado un día después de que la señora Fanshawe recobrara el conocimiento. Wexford cerró los libros y apuró la jarra por tercera vez. Estaba cansado, fantasioso, y había bebido demasiada cerveza. Bostezando pesadamente, sacó a Clitemnestra al patio trasero y mientras esperaba a que terminara, contempló con la mirada perdida el cielo estrellado.