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– Buenos días, señorita Thompson -saludó Wexford con fingida cordialidad.
– Señora Pertwee, si no le importa. -La mujer cogió una de las cestas de alambre que había apiladas fuera del supermercado y miró a Wexford con ojos inseguros y desafiantes-. Jack y yo nos casamos discretamente ayer por la tarde.
– Permítame felicitarla.
– Gracias. No se lo comunicamos a nadie. Fuimos a la iglesia solos. Jack está muy triste por el pobre Charlie. Cuándo piensan atrapar al asesino es lo que me gustaría saber. Como se trata de un humilde trabajador, imagino que no vale la pena molestarse. Otro gallo cantaría si fuera uno de los de su clase. Esta sociedad capitalista en la que vivimos me da náuseas.
Wexford retrocedió ligeramente, temeroso de que la mujer hiciera realidad sus palabras. La novia agitó sus pestañas de cepillo de zapatos.
– Le aconsejo que empiece a moverse -prosiguió implacable-. Para quien mató a Charlie la horca sería poco.
– Vaya, vaya -dijo Wexford con tono pacificador-, pensaba que ustedes los progresistas estaban en contra de la pena de muerte.
La mujer entró con brusquedad en el supermercado y Wexford prosiguió su camino, sonriendo entre dientes. Camb le observó entrar en la comisaría.
– Por lo que veo, cada vez parece más interesado en el caso Fanshawe. Esta mañana, camino del trabajo, tropecé con la señorita Fanshawe.
– Tan interesado -dijo Wexford- que pienso encargar al agente Loring que averigüe si alguien ha desaparecido en los pueblos de la costa, en tanto que nosotros hacemos las comprobaciones pertinentes en Londres.
Burden estaba en Stamford. Cuando entró en el ascensor, Wexford decidió que él mismo estudiaría los casos de Londres. Las jovencitas comenzaban a ser un verdadero fastidio. Las había por todos lados y tenía la impresión de que causaban tantos problemas a la policía como los vagabundos. Ahora tenía que comprobar cuántas de ellas habían desaparecido en Londres. La tarea le parecía, en cierto modo, deshonrosa, pero hasta que Burden y el sargento Martin le trajeran la información poca cosa podía hacer, y por lo menos así tendría la certeza de que la labor se hacía bien.
Para cuando llegó la hora del almuerzo, había reducido a tres las más de treinta muchachas desaparecidas en el área de Londres. La primera, una tal Carol Pearson de Muswell Hill, despertó su interés porque había trabajado como aprendiza en una peluquería de Eastcheap. El despacho de Jerome Fanshawe se encontraba en Eastcheap y la peluquería tenía anexa una barbería. Además, la muchacha era morena y la denuncia de su desaparición correspondía al 17 de mayo.
La segunda chica, Doreen Dacres, también era morena y tenía veinte años. Despertó el interés de Wexford porque había dejado su habitación de Finchley el 15 de mayo para trabajar en Eastbourne. A partir de ahí nadie sabía nada de ella, ni en Finchley ni en el club de Eastbourne.
Bridget Culross era el último nombre en el que creía que debía concentrarse. Tenía veintidós años y trabajaba de enfermera en la clínica Princess Louise de New Cavendish Street. El sábado 18 de mayo se fue a Brighton para pasar el fin de semana con un novio desconocido y nunca regresó a la clínica. Se dio por sentado que se había fugado con su novio. También era morena, de vida inestable y con un único pariente, una tía que vivía en el condado de Leix.
¡Jovencitas!, pensó irritado Wexford, y pensó también en su hija, que le estaba exprimiendo el bolsillo para que en un futuro indeterminado pudiera sonreír sin reservas delante de las cámaras.
El largo día transcurrió con lentitud y el calor había aumentado. Las nubes se agolpaban, espesas y en forma de hongos, sobre los tejados hacinados de la ciudad. Sin embargo, no hacían nada por mitigar el calor, sino que se diría que lo cercaban junto con su aire quieto y amenazador bajo una gruesa tapa silenciadora. El sol había desaparecido, pálido a causa del sofocante vaho.
Un observador habría deducido que en esos momentos Wexford, al igual que muchos habitantes de Kingsmarkham, simplemente esperaba a que estallara la tormenta. No hacía nada. Estaba recostado frente a la ventana abierta, con los ojos cerrados mientras el aire, escaso y caliente, le envolvía del mismo modo que en las estaciones frías le invadía el calor de la rejilla situada en el margen inferior de la pared. Nadie le molestaba y lo agradecía. Estaba meditando.
En Stamford, donde llovía, el inspector Burden fue a una casa de campo supuestamente habitada por un hombre llamado McCloy y la encontró vacía, las puertas atrancadas y el jardín abandonado. No había vecinos ni nadie que pudiera decirle adónde había ido McCloy.
El agente Loring recorrió en coche las avenidas de las ciudades de la costa sur, visitando las comisarías y prestando especial atención a los clubs, cafés y salas de recreo donde siempre entran, salen y se cruzan chicas. Dio con un club donde había sido contratada una Doreen Dacres pero adonde ninguna Doreen Dacres había llegado, y eso lo tranquilizó. Incluso telefoneó a Wexford para contárselo, pero su euforia se apagó cuando oyó que el inspector jefe ya lo había averiguado tres horas antes.
La tormenta estalló a las cinco en punto.
Poco antes, las espesas nubes habían aumentado y el cielo del oeste había adquirido un denso tono negro púrpura, formando una cadena de cúmulos montañosos contra la que el perfil de los edificios alcanzaba una curiosa claridad y los árboles descollaban lívidos, con un brillo enfermizo. Pese al pegajoso calor, los compradores comenzaron a apresurarse, mas la lluvia, que tan fácilmente caía cuando era precedida por días lluviosos, ahora, después de dos semanas de sequía, se resistía, como si sólo pudiera brotar como resultado de una presión aguda y angustiosa. Era como si las nubes no estuvieran hechas de simple vapor sino de sacos impermeables, construidos y suspendidos a propósito para contener agua.
El primer golpe de brisa llegó como una bocanada de aliento caliente y Wexford cerró las ventanas. De manera casi imperceptible al principio, los árboles de High Street comenzaron a mecerse. Los verduleros y floristas habían retirado la mayor parte de su mercancía y ahora tocaba recoger los toldos para sustituirlos por carpas impermeables. El aire hacía presión contra las ventanas de Wexford. De pie frente a ellas, observaba el oscuro cielo del oeste mientras los cúmulos cenicientos adquirían un fulgurante reborde blanco.
El relámpago fue ahorquillado y se extendió como una ristra de fuegos artificiales y, al mismo tiempo, como la rama de un árbol abrasador. Cuando los furiosos brotes destellaron y atravesaron el negro cielo, el trueno avanzó por el oeste.
Wexford amaba las tormentas. Prefería el relámpago ahorquillado al zigzagueante y ahora estaba feliz con el despliegue rameado que parecía brotar del mismísimo río, haciendo eclosión en el cielo, por encima de los prados. Esta vez el trueno estalló con el sonido de un balazo, y con igual brusquedad, como si finalmente los sacos hubiesen sido perforados, la lluvia comenzó a caer.
Las primeras gotas chocaron contra la calzada y las flores rosas de los macetones se inclinaron y tambalearon. Por un breve instante parecía que la lluvia seguía indecisa, que sólo pretendía tamborilear lánguidamente los canalones cubiertos de polvo donde las gotas rodaban como mercurio. Pero de súbito, instada por una cadena de destellos, dejó de vacilar y en lugar de aumentar gradualmente, brotó a borbotones, como un enorme surtidor, rompiendo contra las ventanas, arrastrando consigo el polvo como una corriente purificadora. Wexford se apartó del cristal. El repentino diluvio parecía una enorme ola y cegó la ventana hasta sumirla en la oscuridad.
Oyó el chapoteo de un coche y el golpe seco de una portezuela. Burden, quizá. El teléfono interior sonó y Wexford levantó el auricular.
– Tengo a Cullam conmigo, señor -era la voz de Martin-. ¿Se lo traigo al despacho? Pensé que le gustaría hablar con él.
A Maurice Cullam le asustaban las tormentas, hecho que no desagradaba a Wexford. Con cierto desdén, el inspector jefe escudriñó el semblante pálido del hombre, sus manos huesudas y ligeramente temblorosas.
– ¿Asustado, Cullam? No se preocupe, moriremos juntos.
– Qué bien -replicó Cullam, que parpadeó cuando el trueno estalló sobre sus cabezas-. Creo que es peligroso estar tan alto. Cuando era niño quedé bloqueado en una casa.
– Pero salió ileso, ¿verdad? En fin, dicen que el demonio sabe cuidar de sí mismo. ¿Por qué me lo ha traído, sargento?
– Ha comprado el frigorífico -explicó el sargento Martin-. Y una estufa y un montón de chismes eléctricos. Pagó al contado, nada menos que ciento veinte libras.
Wexford encendió las luces y tras el cristal el cielo apareció negro como en una noche de invierno.
– Muy bien, Cullam, ¿de dónde sacó el dinero?
– Lo ahorré.
– Comprendo. ¿Cuándo compró la lavadora con la que lavó su ropa después de que Hatton muriera?
– En abril. -Cullam relajó los hombros y alzó una mirada resentida.
– De modo que ha ahorrado ciento veinte libras en sólo dos meses. ¿Cuánto gana a la semana? ¿Veinte libras? ¿Veintidós? ¿Ha ahorrado ciento veinte libras en dos meses con cinco hijos y un alquiler que pagar? No bromee, Cullam.
– No puede demostrar que no lo ahorré.
Cullam se estremeció cuando la luz parpadeó sobre su cabeza. Luego, un redoble de incontables tambores, distante al principio y atronador después, anunció el regreso de la tormenta a Kingsmarkham. Se revolvió en su asiento, mordiéndose el labio.
Wexford sonrió cuando un relámpago en zigzag transformó la tenue luz del despacho en un resplandor blanco.
– Cien libras -dijo-. Triste retribución por la vida de un hombre. ¿Cuánto vale usted, sargento?
– Estoy asegurado en cinco mil, señor.
– No me refería exactamente a eso, pero vale. ¿Lo ve, Cullam? Un asesino cobra de acuerdo con lo que cree que vale. El precio de la vida de la víctima no importa. Si un barrendero mata al rey, no puede esperar que le den la misma gratificación que si fuera un general. Ni siquiera pasaría por su cabeza esa posibilidad, pues su cuota es baja. Así pues, si tienes intención de contratar a un asesino y eres un tacaño, elegirás al más rastrero de entre los rastreros para que te haga el trabajo sucio, aun sabiendo, no obstante, que no lo hará igual de bien.
Las últimas palabras de Wexford se hundieron en el trueno.
– ¿Qué insinúa con el más rastrero de los rastreros? -Cullam levantó una mirada abyecta y agresiva.
– Quién se pica… Pocos llegan tan bajo como usted, Cullam. Estuvo de copas con un hombre, se bebió el whisky que él pagó y luego le esperó para matarlo.
– ¡Yo no he matado a Charlie Hatton! -Tembloroso, Cullam se levantó de la silla. El relámpago estalló en su cara y cubriéndose los ojos con una mano dijo con desesperación-: Maldita sea, ¿no podemos ir abajo?
– Creo que Hatton tenía razón cuando le llamó gallina, Cullam -dijo Wexford-. Bajaremos cuando yo lo decida. En cuanto me diga dónde está McCloy y cuánto le pagó, podrá ir abajo y esconder la cabeza.
Todavía de pie, Cullam se inclinó sobre el escritorio con la cabeza gacha.
– Es mentira -susurró-. No conozco a McCloy y jamás puse la mano encima de Hatton.
– Entonces, ¿de dónde sacó el dinero? Siéntese, Cullam. ¿No le avergüenza que un trueno inofensivo le asuste de ese modo? Es increíble, tiene miedo a las tormentas pero el coraje suficiente para aguardar en la oscuridad del río y aporrear a su amigo en la cabeza. Le conviene hablar. Tarde o temprano tendrá que hacerlo y me temo que esta tormenta tiene para varias horas. Hatton se enemistó con McCloy, ¿verdad? De modo que McCloy le untó a usted la mano para que regresara a casa con Hatton y le asaltara. El arma y el método los eligió usted. Le propinó un golpe certero.
– ¡Mentira! -exclamó Cullam. Retorciéndose en su asiento, se cogió la cabeza con las manos y la mantuvo apartada de la ventana-. ¿Que yo golpeé a Charlie con una de esas piedras? Jamás se me habría ocurrido hacer tal cosa…
– Entonces ¿cómo sabe que fue una piedra del río lo que le mató? -replicó Wexford con tono triunfal. Cullam alzó lentamente la cabeza y el sudor brilló sobre su piel-. Yo no se lo dije.
– Yo tampoco, señor -intervino el sargento.
– Dios -dijo Cullam con voz quebradiza y queda.
Los nubarrones se habían dispersado, exhibiendo jirones de un cielo verde enfermizo. La persistente lluvia martilleaba el cristal.
La policía de Stamford no sabía nada de Alexander James McCloy. Su nombre aparecía en la lista del censo como habitante de Moat Hall, la pequeña mansión que Burden encontró vacía y que llevaba meses abandonada. Atravesando la lluvia, el inspector fue de un agente inmobiliario a otro y finalmente halló Moat Hall inscrita en los libros de una pequeña agencia de las afueras de la ciudad. McCloy la había vendido en diciembre a una viuda norteamericana que, tras cambiar de opinión sin haber habitado siquiera la casa, la devolvió al agente y se fue a pasar el verano a Suecia.
El señor McCloy no había dejado ninguna dirección. ¿Por qué había de hacerlo? Su trato con la agencia había concluido satisfactoriamente. McCloy había cogido el dinero de la dama norteamericana y desaparecido. No, nada en la conducta de McCloy sugería que no fuera un hombre realmente recto. Pero…
– ¿Qué quiere decir con «pero»? -preguntó Burden.
– Sólo que, por lo que puede ver, no mantenía la casa como corresponde a la mansión de un caballero. Daba pena ver esos jardines tan abandonados. Pero, claro, el hombre era soltero y que yo sepa no tenía personal a su servicio.
Moat Hall descansaba en un pliegue de las colinas, quizá a una milla de la A-I.
– ¿Estaba siempre solo? -preguntó Burden.
– En una ocasión le vi con un par de sujetos. Me pareció que no eran de su clase.
– Y dígame, ¿le llevó por toda la casa y el terreno para que hiciera la inspección o como se llame eso que usted hace?
– Así es. Estaba todo bastante abandonado y algo sucio, pero eso no viene al caso. McCloy me dio vía libre para recorrer la casa, exceptuando los dos cobertizos. Los utilizaba como almacenes, dijo, de modo que yo nada tenía que hacer allí. Además, las puertas estaban cerradas con candado y a mí me bastaba con verlos por fuera.
– ¿No se perdió por allí ningún camión?
– Yo no vi ninguno.
– ¿Es posible, no obstante, que hubiese alguno en uno de los cobertizos?
– Puede -respondió dubitativo el agente inmobiliario-. Uno de ellos es casi tan grande como un hangar.
– Sí, ya me he dado cuenta.
Burden dio las gracias al agente. Estaba casi convencido de que había dado con el hombre, de que podía decir: «Nuestro McCloy estuvo aquí», y sin embargo no había obtenido más que un ínfimo fragmento de la vida de McCloy. El hombre había estado allí y se había ido. Todo lo más que podía hacer era poner Moat Hall patas arriba con la exigua esperanza de encontrar algo que les condujera hasta el actual refugio del antiguo propietario.
– ¿Piensa acusarme de asesinato? -preguntó sordamente Cullam.
– A usted y a McCloy, y puede que a un par más cuando nos haya dicho quiénes son. Les acusaremos de complicidad, aunque la diferencia es mínima.
– ¡Tengo cinco hijos!
– Hasta ahora, la paternidad no ha sido impedimento para que la gente vaya a la cárcel. Vamos, ¿no querrá entrar solo? ¿No querrá imaginarse a McCloy impune, carcajeándose mientras a usted le echan quince años? A él le caería la misma pena. En su caso, el asunto no es menos grave porque sólo le dijera que matase a Hatton.
– No lo hizo -replicó con brusquedad Cullam-. ¿Cuántas veces tengo que decirle que no conozco a ese McCloy?
– Muchas antes de que llegue a creerle. ¿Por qué iba a matar a Hatton por cuenta propia? No tiene sentido que mate a un hombre porque tiene más dinero que usted y una casa más bonita.
– ¡Yo no lo maté! -La voz de Cullam estuvo a punto de estallar en un sollozo.
Wexford apagó la luz y por un instante la habitación quedó a oscuras. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, comprendió que era la propia de un atardecer de verano después de una fuerte lluvia. La luz tenía un tono azulado y el aire era ahora más frío. El inspector abrió la ventana y una brisa fresca y suave se aferró a las cortinas. Abajo, frente a la comisaría, las flores habían sido aplastadas hasta formar una masa rosácea y pantanosa.
– Oiga, Cullam -dijo Wexford-, usted estaba allí. Dejó el puente diez minutos antes que Hatton. Eran las once menos veinte cuando se despidió de Hatton y Pertwee, y caminando a paso normal, sin necesidad de acelerar, habría llegado a su casa a las once. Sin embargo no llegó hasta las once y cuarto. A la mañana siguiente lavó la camisa, el jersey y los pantalones que vistiera la noche antes. Sabía que el asesino había matado a Hatton con una piedra del río, y hoy usted, que gana veinte libras a la semana y siempre ha tenido que preocuparse del dinero, gastó ciento veinte libras en electrodomésticos. Explíquese, Cullam. La tormenta ha pasado y no tiene nada de que preocuparse, salvo de quince años de prisión.
Cullam abrió sus manazas maltrechas, apretó una contra otra y se inclinó hacia adelante. El sudor de su cara se había secado. Tenía problemas para controlar los músculos de la frente y las comisuras de los labios. Wexford esperó pacientemente, pues había advertido que el hombre era incapaz de hablar. El miedo había secado y paralizado sus cuerdas vocales. Esperó pacientemente, pero sin un vestigio de compasión.
– Las cien libras y el sobre de la paga -dijo finalmente Cullam con voz ronca y asustada- los… los cogí del cuerpo de Charlie.