177687.fb2 Un Cad?ver Para La Boda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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– ¿Para qué lo quería, maldito Charlie Hatton? He estado en su casa, he visto todo lo que tiene. ¿Conoce a su mujer? Parece una furcia con esos vestidos y esas joyas y toda esa porquería en la cara, sin otra cosa que hacer en todo el día que mirar su televisor en color y hablar por teléfono con sus amigas, sin críos que les gritaran y fastidiaran nada más cruzar la puerta, gateando encima tuyo toda la noche porque están echando los dientes. ¿Quiere saber cuándo fue la última vez que mi señora se compró un vestido? ¿Quiere saber cuándo fue la última vez que salimos a divertirnos? La respuesta es nunca, nunca desde que llegó el primer niño. Mi señora tiene que comprar la ropa de los críos en el rastrillo y si necesita unas medias las saca de los bonos de beneficencia. Un chollo, ¿no le parece? Lilian Hatton tiene más abrigos que una estrella de cine, y va y se gasta treinta libras en un vestido para la boda de Pertwee. ¿Qué son cien libras para ella? Ni siquiera las habría echado de menos. Podría gastarse todo eso en cerillas para encenderse sus cigarrillos.

Las compuertas se habían abierto y Cullam, el reservado, el agresivo, hablaba desenfrenada y apasionadamente. Wexford escuchaba con atención, pero no lo parecía. Si Cullam hubiese estado en condiciones de observar la situación, habría pensado que el inspector jefe estaba aburrido o preocupado. Pero Cullam sólo quería hablar. Le traía sin cuidado que le escuchasen o no. El lujo del silencio y una habitación casi vacía era cuanto necesitaba.

– Tal vez me hubiese reprimido -prosiguió Cullam- si no hubiese tenido que escuchar sus fanfarronadas. «Guarda eso, Maurice», dijo, «tú lo necesitas más que yo», y luego me habló de la gargantilla que había comprado a su señora. «Hay mucho más allí donde lo saqué», dijo. Maldita sea, a mí ni siquiera me llega para comprar zapatos a mis hijos. Yo tenía dos críos cuando llevaba el mismo tiempo casado que Hatton. ¿Le parece justo?

– Tengo la sensación de haber escuchado un programa político -dijo Wexford-. Me trae sin cuidado su envidia. Una envidia como la suya es una buena razón para cometer un asesinato.

– ¿De veras? ¿Y qué iba a ganar matándole? Yo no estaba en su testamento. Ya se lo he dicho, le quité el dinero. Tengo cinco hijos y el lechero no aparece hasta las once de la mañana. ¿Ha intentado alguna vez conservar la leche para cinco críos con este calor y sin frigorífico? -Cullam hizo una pausa y, con ojos furtivos y nerviosos, prosiguió-: ¿Sabe qué habría hecho Hatton ese sábado si no le hubiesen asesinado? Primero la boda de Pertwee, de punta en blanco y acompañado de su fulana. Después habrían ido de tiendas sólo por el placer de gastar. Charlie me contó que para ellos era normal gastar veinte libras curioseando por las tiendas. Una botella de vino por aquí, potingues para la cara de ella por allá. Después, unas copas y cena en el Olive. Luego al cine, en los mejores asientos. Una vida ligeramente diferente de la mía, ¿no le parece? Cuando quiero relajarme y huir de los gritos de mis hijos, salgo al jardín.

– ¿Es usted católico, Cullam?

La pregunta sorprendió al hombre. Tal vez esperaba un comentario más severo, de modo que se encogió de hombros y con tono suspicaz musitó:

– No pertenezco a ninguna religión.

– Entonces no me hable de niños. Nadie le obliga a tenerlos. ¿Ha oído hablar de la píldora? Caray, veinte, treinta años antes de que usted naciera ya existía la planificación familiar. -La voz de Wexford se endureció al pasar a uno de sus temas favoritos-. Tener hijos es un privilegio, un motivo de alegría, o así debería ser, y por Dios que le llevaré a los tribunales si vuelvo a pillarle pegando a ese hijo suyo. Es usted un animal, Cullam… ¡Oh, qué sentido tiene todo esto! ¿Qué demonios hace usted en mi despacho? Me está haciendo perder el tiempo. Déjese de lamentaciones y cuénteme qué ocurrió aquella noche. ¿Qué ocurrió cuando dejó a Hatton y Pertwee en el puente?

La comisaría de Stamford había prometido a Burden toda la ayuda posible y así lo hizo. Acompañado de un sargento y un policía, regresó a Moat Hall y forzaron el candado de ambos cobertizos.

Dentro hallaron aceite en el suelo de cemento y, estampadas en el aceite, huellas de neumáticos. Aparte de eso, nada sugería una posible ocupación sospechosa, salvo por dos cajas de cartón vacías abandonadas en un rincón. Ambas habían contenido melocotones en lata.

– Nada -dijo Burden al sargento, aplastando con asco el cartón-. También yo tengo cajas como éstas en el garaje de mi casa. El supermercado me las facilita para llevar a casa la compra que mi mujer hace los viernes.

Caminó hasta la puerta y cruzó el jardín desierto. En ese momento imaginó, como si fuera real, la entrada de los camiones robados. Las puertas de los cobertizos se abrían para darles paso y luego se cerraban, y McCloy y los hombres que «no eran de su clase» descargaban y apilaban la mercancía aquí. Palmadas en la espalda, risas exageradas. Charlie Hatton entraba en la casa para picar algo antes de llevarse el camión y abandonarlo en algún lugar.

– Me gustaría entrar en la casa -dijo Burden-, pero el allanamiento de morada no es mi estilo. Tendremos que esperar a recibir la autorización de la dama expatriada a Suecia.

Cullam se levantó y deambuló hasta la ventana. Se diría que esperaba que Wexford le detuviera, pero Wexford no se inmutó.

– Exhibió su dinero en el Dragón y siguió hablando de dinero cuando llegamos al puente. -Cullam estaba de pie frente a la ventana, mirando fijamente la calle que había recorrido en compañía de Hatton y Pertwee. De la calzada mojada brotaban reflejos cristalinos. Wexford imaginó el Kingsbrook crecido y sus piedras sumergidas bajo el saetín-. Pertwee me pidió que esperara a Charlie Hatton -dijo Cullam-, pero yo me negué. Estaba harto de él y su dinero. -Lentamente, se mesó el fino pelo de color de estopa-. Ya le dije que no me encontraba bien, así que eché a andar a oscuras por el sendero.

Pensando en lo que te esperaba en casa, imaginó Wexford, y en Hatton. Allí abajo sólo debía de oírse el correr sibilante del agua. Por encima de Cullam, por encima del entramado de ramas negras, una galaxia tranquila, una red de estrellas. La avaricia y la envidia anulaban cuanto había en el corazón de un hombre… salvo la avaricia y la envidia. Si Cullam reparó en algo mientras caminaba, tuvo que ser la porquería, los desechos flotantes que el río succionaba y recogía en su travesía a través de los campos.

– ¿Le esperó?

– ¡Claro que no! -espetó acalorado Cullam-. ¿Por qué iba a hacerlo? Le odiaba. -Wexford trató de recordar cuándo había sido la última vez que alguien había hecho afirmaciones tan perjudiciales en ese despacho, en un espacio de tiempo tan breve. Cullam estalló-: Tenía náuseas y acabé vomitando bajo los árboles. Me encontraba fatal, se lo aseguro. -Se estremeció ligeramente, pero Wexford no supo si por el recuerdo de las arcadas junto al río o por algo todavía más desagradable. Escudriñó al hombre, indiferente al recelo de sus ojos y los espasmos de sus manos-. No estoy acostumbrado a beber whisky. Prefiero la cerveza.

– No es usted el único -repuso Wexford con sequedad-. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Oyó a Hatton acercarse?

– Llevaba rato oyéndole silbar desde lejos. Silbaba esa estúpida y vieja canción suya sobre el hombre que tenía miedo de volver a casa en la oscuridad.

Wexford alzó la vista y tropezó con la mirada taimada de Cullam, que se apresuró a desviarla agitando los párpados. ¿Era Cullam un completo patán o se percataba de lo macabro de sus palabras? Un hombre que no reaccionaba con temor ante semejante comentario tenía que carecer por completo de imaginación.

Mabel, querida,

escúchame,

están robando en el parque…

Burden, que oyó las palabras, las había memorizado y repetido para su jefe. «Robando en el parque…» ¿Cómo seguía? Algo sobre que no hay nada como el hogar pero que no podía volver a casa en la oscuridad. Esta vez fue Wexford quien se estremeció. Pese a su edad y su experiencia, notó que un escalofrío le recorría el cuerpo.

– Entonces ocurrió -dijo de repente Cullam con voz trémula-. No va a creerme, ¿verdad?

Wexford se encogió de hombros.

– Es la verdad, juro que es la verdad.

– Deje los juramentos para el banquillo, Cullam.

– Mierda… -El hombre hizo un esfuerzo y las palabras le salieron a trompicones-. Dejó de silbar. Oí un ruido… -Sus dotes descriptivas se reducían a unos pocos adjetivos y obscenidades trillados-. Una especie de ahogo, como… en fin, fue horrible. Yo me encontraba fatal. Después de un rato me levanté y… regresé. Estaba muerto de miedo. El lugar es un poco escalofriante. No veía nada y… y tropecé con él. Charlie estaba tirado en el camino. ¿Puedo beber agua?

– ¡No sea imbécil! -espetó Wexford.

– No se ponga así conmigo -gimoteó Cullam-. Se lo estoy contando, ¿verdad? No estoy obligado a hacerlo.

– Sí lo está.

– Encendí una cerilla -musitó el hombre-. Charlie tenía una herida en la cabeza. Le di la vuelta y me llené de sangre. -Se detuvo un instante para luego proseguir atropelladamente-. No sé qué me pasó. Metí una mano en su abrigo y cogí la cartera. Tenía un billete de cien libras. Su cuerpo estaba caliente…

Wexford miró horrorizado a Cullam.

– Pero estaba muerto, ¿verdad?

– No lo sé… no lo sé… ¡Dios mío, sí, estaba muerto! Tenía que estarlo. ¿Qué intenta hacer conmigo? -El hombre ocultó la cabeza entre las manos y sus hombros temblaron. Wexford lo agarró por la chaqueta y tiró de él hasta hacerle levantar la cabeza. Las lágrimas del hombre le provocaron una rabia tan feroz que eso era cuanto podía hacer para evitar golpearle-. Eso es todo -susurró Cullam tiritando-. El cuerpo cayó rodando por la pendiente hasta el agua. Entonces eché a correr como un loco. -Se cubrió los ojos con los puños, como un niño-. Es la verdad.

– La piedra, Cullam. ¿Qué hay de la piedra?

– Estaba al lado de su cuerpo, a la altura de las piernas. No sé por qué lo hice, pero la tiré al agua. Estaba manchada de sangre y de trocitos de pelo… y de otras cosas…

– Un poco tarde para venir con remilgos, ¿no le parece?

El tono de Wexford era fiero y su efecto electrizante. Cullam se puso en pie y dejó escapar un fuerte grito al tiempo que golpeaba el escritorio con los puños.

– Yo no lo maté, no lo maté… Tiene que creerme.

Burden acababa de entrar en la comisaría, empapado y malhumorado, cuando Wexford emergió como un toro del ascensor.

– ¿Dónde está Martin? -preguntó a Burden.

– No tengo ni idea. Acabo de hacerme doscientas millas y…

– No importa. Tengo a Cullam arriba y me ha salido con una historia increíble. -Esforzándose por controlar la voz, ofreció a Burden un breve resumen-. Dice que cogió el dinero del cuerpo de Hatton. Puede que sólo hiciera eso, no sé.

– Supongo que piensas retenerlo por el robo de las cien libras y el sobre de la paga.

– Creo que sí. Martin puede encargarse de eso. Quiero que tú, Loring y quien haga falta registren la casa de Cullam.

– ¿Para ver si oculta el dinero de ese maldito McCloy?

– Mike, empezaba a preguntarme -dijo Wexford con voz cansina- si McCloy no será un mito, una ficción. Cullam es un embustero y lo poco que sabemos de McCloy es lo que él nos ha contado. Tal vez se inventó a ese McCloy para desviar nuestra atención. -Suspiró-. Lo malo es que carece de imaginación.

– McCloy existe -repuso Burden con énfasis-. Es un sujeto esquivo, pero existe.

Eran las once cuando Wexford llegó a casa. Habían registrado la vivienda de Cullam, removido camas sucias y sin hacer, armarios con ropa que olía a comida rancia, cajones repletos de trastos destartalados. Habían buscado, pero el único dinero que encontraron fue las dos libras y ocho peniques que la señora Cullam guardaba en su bolso, un bolso blanco de plástico ennegrecido en las arrugas. Y el único descubrimiento de carácter siniestro fueron las magulladuras y contusiones en las piernas de uno de los niños…

– Dame una onza de algalia, buen boticario -dijo Wexford a Clitemnestra-, para endulzar mi imaginación. -Convencida de que le había dicho que era una buena perra, Clitemnestra agitó la cola. La puerta se abrió y entró Sheila-. ¿Qué haces en casa un miércoles? -preguntó su padre.

– Se me cayó la funda mientras comía una chocolatina, así que tuve que volver para ver al doctor Vigo. -Sheila le obsequió con una sonrisa encantadora y le besó en la mejilla. Su cabello formaba una pirámide de gruesos tirabuzones. Parecía una doncella de la época de la Restauración, criada de Millamant, dispuesta a ser besada por los rincones.

– ¿Te lo ha arreglado?

– Mmm, en el acto. Dijo que no me cobraría.

– ¿Cobrarte? Cobrarme querrás decir. Y espero que no lo haga. -Wexford sonrió burlonamente, arrancándose el recuerdo de Cullam como si fuera piel sucia-. Ahora que tienes dientes falsos no deberías comer chocolatinas.

– No llevo dientes falsos, es sólo una funda… ¿Quieres un poco? Es una mezcla de café y chocolate. Está buenísima.

– Gracias, cariño, pero no me apetece.

– El doctor Vigo y yo nos hemos hecho bastante colegas -dijo Sheila. Se tumbó en el suelo, boca abajo, con los codos apoyados sobre la alfombra, y miró a su padre-. Me invitó a una taza de té en su salón chino. No me atrevía a mover un dedo. Esas cosas le fascinan. Su esposa entró y dio un portazo, y él se puso furioso porque las vajillas vibraron. Dijo que ella no le entendía.

– Qué encanto. Lo que se dice un nuevo rico.

– Oh, papi, te equivocas. Al salir, me encontré a la recepcionista y caminamos juntas hasta el centro. Me dijo que el doctor Vigo se había casado por dinero. Ella era heredera y poseía una fortuna de cien mil libras, y él quería dinero para coleccionar esas cosas chinas. Sigue con su mujer sólo por el niño, pero desaparece la mayoría de los fines de semana. A veces no llega hasta el lunes por la noche. La recepcionista cree que tiene una novia en Londres. Parecía un poco celosa. ¿Sabes?, creo que ella también se acuesta con él.

Wexford mantuvo la expresión impertérrita, mas no pudo evitar un leve parpadeo que esperó pareciera una muestra sofisticada de regocijo. No le sorprendió lo que acababa de oír, sino el hecho de que se lo contara su propia hija. En cierto modo, estaba orgulloso y agradecido. Habían pasado cerca de cuarenta años desde que él tenía la edad de Sheila. ¿Habría osado en aquel entonces hablar a su padre de ese modo? Antes habría preferido la muerte.

Sheila se desperezó y levantó con agilidad.

– Ya que estoy en casa -dijo-, voy a cumplir con mis deberes. ¿Te apetece un paseo por el río, perra?

– No, por el río no, cariño -se apresuró a decir Wexford. ¿Permitir a su hija que caminara sola junto a esas oscuras aguas?-. Yo sacaré a la perra.

– ¿De veras?

– Vamos, vete a la cama. Me temo que ese pelo va a darte mucho trabajo.

Sheila rió entre dientes.

– ¿Estás preparado?

Estupefacto, Wexford vio cómo su hija se sacaba una peluca como si fuera un sombrero y la dejaba caer sobre un jarrón de cristal.

– Dios mío, sabio es el padre que conoce a su hija. -Wexford contempló con suspicacia las pestañas y las largas uñas de Sheila. ¿Qué más llevaba que fuera extraíble? Wexford, que raras veces perdía su aplomo ante los taimados excesos de sus criminales, era continuamente sorprendido por su propia hija. Sonriendo con ironía, fue en busca de la correa y arrancó a Clitemnestra del mejor sillón.

El aire de la noche, purificado por la tormenta, era fresco y diáfano. Apenas había estrellas, pues el cielo estaba velado por perezosos cirros, blancos como la nieve por efecto de la luna que flotaba en una parcela sin nubes. La hierba del prado que comparara con un tapiz había sido segada y la tierra aparecía ahora como un desierto cerdoso. Hacía frío para esta época del año. Cuando alcanzó el río, advirtió que estaba crecido. En algunas zonas las piedras estaban sumergidas bajo la corriente.

Wexford silbó a la perra y apretó el paso. Ahora podía ver el río, sus piedras plateadas y, entre ellas, los helechos como brillantes astillas de metal. Había alguien en el parapeto, con el cuerpo inclinado y mirando al río. Wexford tardó en descubrir si se trataba de un hombre o de una mujer, y cuando se dio cuenta de que era una mujer, mencionó un «buenas noches» enérgico y alegre para no asustarla.

– Buenas noches, inspector jefe. -Era una voz queda, irónica, inconfundible. Wexford se aproximó a Nora Fanshawe y ella se volvió hacia él.

– Una noche hermosa después de la tormenta. ¿Cómo está su madre?

– Vivirá -respondió fríamente la muchacha. Una reserva que en parte era repugnancia ofuscó sus facciones.

Wexford conocía esa mirada. La había visto cientos de veces en personas que temían haber hablado demasiado y abierto su corazón en exceso. Imaginaban que sus confidencias provocaban en Wexford aversión, lástima o desprecio. ¡Si supieran que sus revelaciones no eran para él más que ladrillos de la casa que intentaba erigir, peldaños de la escalera hacia la resolución del caso, piezas de curvados márgenes de un simple rompecabezas!

– ¿No ha recordado nada nuevo?

– Si se refiere a la chica que iba en el coche, mi madre asegura que no había ninguna chica. Sé cuándo dice la verdad.

– La gente nunca recuerda al instante lo sucedido antes de recibir un golpe en la cabeza -repuso alegremente Wexford-, máxime cuando se ha fracturado el cráneo. Es un hecho médico.

– ¿De veras? No deseo entretenerle, inspector jefe. ¿Sabía que su perro está en la carretera?

Wexford apartó a Clitemnestra de la trayectoria de un coche que se acercaba. El conductor bajó la ventanilla y le insultó, añadiendo que aún debía darle gracias por no denunciarle a la policía.

– Una espina regia en mi carne eres -dijo Wexford a la perra mientras le ataba la correa-. Una fuente de humillación.

Vio a la muchacha entrar en el Olive & Dove, con la luna proyectando su sombra negra, recta y atenuada.