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El agente Loring estaba encantado con la idea de un día en Londres. Tenía pánico a Wexford, quien, en su opinión, le trataba con una dureza merecida pero infatigable. Le habían hablado del cariño casi paternal que el inspector jefe profesaba a su predecesor, el agente Mark Drayton, y de la desilusión que sufrió cuando Drayton arruinó su carrera. Algo que ver con una chica y un soborno. Drayton, según le habían contado, llevaba melena, era hosco, sarcástico, inteligente, y un diablo con las mujeres. Loring, por consiguiente, llevaba un corte de pelo excéntricamente similar y era todo lo entusiasta, brillante y alegre que podía. Presentía que la inteligencia vendría con el tiempo. En la actualidad no podía competir con Wexford y Burden, dos seres que en todo momento actuaban inteligentemente. En cuanto a las mujeres… Loring era un sano admirador. Le proporcionaba un gran placer visitar Londres en busca de tres muchachas desaparecidas. Pensaba con melancolía cuánto le complacería encontrar a la chica en cuestión y, con suerte, escuchar a un Wexford agradecido llamarle Peter. El inspector jefe solía favorecer a Drayton llamándolo por su nombre de pila.
Pese a sus sueños e ingenuidad, Loring era un agente muy competente. Cometía errores, pero los reconocía. Con veintiún años medía un metro ochenta, era tan delgado como cuando tenía catorce y ansiaba el día en que pudiera liberarse del acné. Pese a todo -los granos eran menos visibles de lo que él creía-, las chicas generalmente aceptaban sus invitaciones a salir y las mujeres maduras a las que interrogaba se acariciaban el pelo y le sonreían al iniciar las preguntas. Con suerte, pensaba a veces, cuando ganara un poco de peso y se liberara de esos malditos granos se parecería a John Neville. El recibimiento de que fue objeto en la peluquería de Eastcheap le sorprendió y desazonó ligeramente.
Carol Pearson era la chica cuya desaparición estaba investigando y ya había visitado a su madre, que vivía en Muswell Hill. Una dama coqueta de cuarenta años, con una mentalidad y un gusto para la ropa de una jovencita de dieciocho, le había sonreído afectadamente y ofrecido ginebra. Dios sabe que sólo se es joven una vez -la señora Pearson parecía pretender serlo varias veces- y si Carol había decidido desaparecer un par de meses con su novio, no iba a ser ella quien se lo impidiera. El novio estaba casado, así pues ¿qué otra cosa podía hacer la pobre Carol? El hecho es que estaba harta de su trabajo y amenazaba con dejarlo en cualquier momento. ¿Sabía Loring los sueldos miserables que pagaban? ¿Sabía que las muchachas tenían que vivir prácticamente de las propinas? El novio tenía dinero. Era vendedor ambulante, dijo distraídamente la señora Pearson. Pero no podía recordar su nombre. Tampoco supo decírselo a la policía la primera vez que la interrogaron. Jack, lo había llamado Carol. Su hija nunca le escribía. Indolente como su madre. La señora Pearson sonrió de forma insinuante. Aparecería uno de estos días.
Así pues, Loring había cogido el metro hasta Tower Hill, perdiéndose dos veces por el camino. Llegó a Eastcheap y localizó el despacho del difunto Jerome Fanshawe por la placa colgada en el marco marmóreo de la puerta. Roma, la peluquería donde había trabajado Carol Pearson, estaba diagonalmente opuesta al despacho. Loring entró.
En su vida había visto nada parecido a esa recepcionista. No era la clase de muchacha que uno osaría besar, en caso de que quisiera hacerlo. Su cabello constituía una artística maraña de rizos rojizos y llevaba la cara oculta bajo una capa de maquillaje milagroso, una obra de arte de luz y sombras en tonos cremas y ámbar, con ojos oscurecidos y boca blanqueada. Vestía una falda hasta el tobillo, botas rojas sin dorso y un caftán rojo bordado en oro.
Ambos teléfonos blancos comenzaron a sonar simultáneamente cuando Loring entró. La muchacha descolgó los auriculares y dijo «Roma, buenos días, ¿le importaría esperar un momento?» antes de depositarlos sobre una gruesa agenda.
– ¿Qué desea?
Loring explicó que era agente de policía y enseñó su placa. La chica no se mostró sorprendida.
– Un momento, por favor.
Reanudó las conversaciones telefónicas y anotó las citas en la agenda. Loring contempló el salón. Jamás se había visto nada parecido en Kingsmarkham, una peluquería donde los clientes permanecían aislados en celdas individuales. Los tabiques alineados hacían pensar en enormes rebanadas de pan de centeno. Las lámparas del techo eran móviles negros y plateados y el suelo parecía un lago helado de color escarlata. La mayoría de los ayudantes eran varones, jóvenes de aspecto fatigado que vestían trajes ligeros salpicados de mechones de todos los colores.
– Si ha venido por lo de Carol Pearson -dijo con desdén la recepcionista-, tendrá que hablar con el señor Ponti. Un momento, por favor. -El teléfono de la izquierda volvía a sonar-. Roma. Buenos días, ¿le importaría esperar un momento? Lo encontrará en el salón de caballeros, pero ahora mismo está cortando y no podrá… Un momento. -La mujer descolgó el segundo auricular-. Roma, buenos días, un momento por…
– Gracias por su ayuda -dijo Loring. Regresó a la calle y entró en lo que él habría denominado una barbería. No difería mucho de la de Kingsmarkham. El mundo de la moda evoluciona más lentamente para los hombres que para las mujeres.
El señor Ponti, más que un peluquero, parecía el director de una escuela pública. Alto y delgado, vestía un sencillo traje oscuro, casi ascético. El único indicio de que había estado cortando pelo era el mango de las tijeras que sobresalía del bolsillo superior de su chaqueta y que Loring, tan abrumador era el aspecto docente del hombre, había tomado por la montura de unas gafas.
Los demás estilistas se apartaban deferentemente mientras él se abría paso entre las sillas. La luz que entraba por la puerta delató los polvos bronceadores de sus pómulos, y ahora que Loring tenía al hombre cerca, le pareció un actor maquillado listo para representar un papel académico. La encorvadura estaba allí, así como la expresión vaga pero aguda, y los ojos miopes.
Un leve deje italiano se dejó oír mientras hablaba.
– ¿Carol? La policía ya estuvo aquí y les dije que no podíamos ayudarles. -Alcanzó el bolso de cuero negro de Loring y lo acarició con admiración-. Excelente calidad. -Encogiéndose de hombros, corrió una puerta plegable que cercó parcialmente el local-. Escuche, a Carol no le iba esto. No quiero ser cruel, pero era una muchacha un tanto ordinaria, sin estilo, sin elegancia. -Del bolso extrajo la polvera de Woolworth y la barra de labios de metal rallado-. Esto es lo que le iba, estas baraturas. -La nariz larga y afilada del señor Ponti tembló.
Loring decidió que el hombre era detestable.
– ¿Ha tenido alguna vez como cliente a un tal Jerome Fanshawe?
El nombre era claramente familiar.
– ¿El corredor de bolsa del otro lado de la calle? Me han dicho que ha muerto en un accidente de coche. -Loring asintió con la cabeza-. Nunca estuvo aquí.
– ¿Seguro?
– Jamás olvido el nombre de un cliente. A todos mis clientes los conozco personalmente. -Ponti cerró el bolso y apoyó la espalda contra el mostrador con aire aburrido.
– Me pregunto si la señorita Pearson lo conocía -dijo Loring, retrocediendo ante el olor a loción para después del afeitado del hombre-. ¿Mencionó alguna vez el nombre de Fanshawe o visitó su despacho?
– Que yo sepa, no. -Ponti descorrió levemente la puerta y chasqueó los dedos-. Las fotos de Carol -pidió con tono autoritario-. Ya se las mostré a la policía -prosiguió, dirigiéndose a Loring-. Quizá usted desee echarles un vistazo. -Clavó la mirada en el pelo de Loring y estudió el corte con detenimiento y expresión de disgusto.
Las fotos asomaron por el canto de la puerta y Loring las cogió.
– La utilicé una vez de modelo -explicó Ponti-, pero era un desastre, un verdadero desastre.
A Loring las fotos le parecieron correctas. Tenía gustos sencillos en lo referente a belleza femenina y únicamente pedía que la muchacha fuera bonita, dulce y alegre. En las fotos, Carol aparecía con un peinado formado por fantásticas pirámides de tirabuzones, algunos de los cuales le caían sobre los hombros. Se diría que estaba incómoda, como si en lugar de su propio cabello soportara un casco romano, y parecía encogerse bajo el peso, mirando hacia arriba con sonrisa nerviosa. Ridículas líneas diagonales que partían de los párpados inferiores adornaban sus ojos, y unos pendientes de pedrería tiraban de los lóbulos de sus orejas. Debajo del maquillaje se ocultaba una muchacha bonita, clásicamente encantadora, y Loring recordó con tristeza que ésta podía ser la chica que había muerto, terriblemente desfigurada, envuelta en sangre, fuego y agua.
– Un desastre -repitió el peluquero.
Doreen Dacres había dado señales de vida.
Fue una historia curiosa la que Loring escuchó de los labios de la hermana casada que vivía en Finchley. Doreen había ido a Eastbourne para ocupar su nuevo puesto en el club. Como llegó temprano, la hicieron esperar en un salón vacío. Una mujer de la limpieza bien informada le explicó en qué podrían consistir algunas de sus obligaciones. Doreen se asustó y salió del club rauda y veloz.
Sólo tenía cinco libras. Dado que había abandonado su habitación y su trabajo en Londres, hizo inventario de su situación. La hermana casada le había dejado claro que ella y su marido no la querían en casa y sus padres vivían en Glasgow, una ciudad a la que Doreen había jurado que no volvería. Finalmente, se fue con su equipaje a una pensión y, temerosa de que el club la localizara, se inscribió con el nombre de Doreen Day y entró a trabajar de dependienta en una tienda.
Seis semanas después, y sólo cuando necesitó que le enviaran ropa, telefoneó a su hermana. Aliviado, Loring tachó de la lista el nombre de la muchacha.
Su última escala fue la clínica Princess Louise de New Cavendish Street, donde el conserje le enseñó cómo llegar a la residencia de las enfermeras. El edificio era una bella casa estilo Regencia de cuatro plantas, con pilares blancos que flanqueaban un portal azul subido generosamente decorado con latón. Una mujer que se hacía llamar hermana bajó a recibirle y, antes de que Loring pudiera hablar, se llevó un dedo a los labios.
– Silencio. Las enfermeras del turno de noche están durmiendo y no estaría bien que las despertáramos, ¿no le parece?
En el vestíbulo reinaba un silencio sepulcral y un aroma dulzón que nada tenía ver con el fuerte olor a antisépticos del hospital. La atmósfera hizo pensar a Loring en bandadas de jovencitas de cuerpos aseados que cruzaban el vestíbulo dejando tras de sí un aroma a jazmín, cuero ruso, helecho francés y heno recién segado. Siguió de puntillas a la fornida mujer de azul, medio guardiana, medio madre superiora, hasta un salón que contenía butacas de cretona, flores y un viejo televisor.
– La muchacha de la habitación contigua a la de la enfermera Culross será quien mejor pueda ayudarle -dijo la hermana-. Se trata de la enfermera Lewis, pero no pienso despertarla. -La mujer miró a Loring con fiera reprobación-. No, no pienso hacerlo -insistió-. Ni aunque fuera usted el secretario de la residencia. -Al parecer, la hermana había esperado algún tipo de desafío, pero al ver la mirada sumisa de Loring perdió parte de su aspereza y dijo-: Veré qué puedo hacer, pero no le prometo nada. Entretanto, puede hojear alguno de esos libros.
Los libros eran revistas. La residencia de las enfermeras de la clínica Princess Louise no era tan sofisticada como la sala de espera de Vigo, y en lugar de Nova y Elle ofrecía el Nursing Mirror y dos números del Nursing World de quince años atrás. Una vez solo, Loring contempló la calle.
Una de las alas de la clínica era el pabellón de maternidad, pero estaba claramente separado del edificio principal. Mientras aguardaba, vio llegar un Bentley. Una muchacha descendió apoyándose pesadamente en el brazo de su marido. Tenía el cuerpo abultado y era obvio que estaba de parto. Pasados diez minutos llegó un Jaguar. Se produjo una escena parecida, pero en este caso la futura madre tenía más edad y su vestido de embarazada era, sin duda, obra de un modista. La clínica Princess Louise se dedicaba con esmero a reaprovisionar las clases altas.
Eran cerca de las cinco cuando la puerta se abrió lentamente y la enfermera Lewis entró. Los párpados le pesaban y se diría que acababa de despertarse. No llevaba maquillaje y tenía un aspecto impoluto, la blusa tiesa y crujiente, el cabello claro, casi cremoso, húmedo y marcado por las gruesas púas de un peine.
– Siento haberle hecho esperar. Trabajo en el turno de noche.
– No se preocupe -dijo Loring-. Yo también trabajo a veces por la noche y sé lo que es.
La enfermera Lewis se sentó y sus piernas desnudas brillaron. Los dedos de los pies parecían los de una niña en unas sandalias de niña.
– ¿Qué desea saber? Ya he hablado con la policía. -Sonrió-. Les conté todo lo que sabía de Bridie Culross, aunque no es mucho. Bridie no tenía amigas, era una chica de hombres.
– Me gustaría que me contara todo lo que sepa de ella, señorita Lewis. -Dejar que hablen. Lo había aprendido de Wexford-. ¿Cómo era? ¿Tenía muchos novios?
– Bueno, éste no es un hospital de prácticas, de modo que no hay estudiantes de medicina. Llevaba aquí un año, desde que recibió el título, y había salido con todos los hombres de la residencia.
Loring anotó la información.
– Ignoro el verdadero nombre del hombre por el que sentía predilección, pero ella le llamaba Jota.
– ¿Como inicial, quiere decir? ¿Por ejemplo de John o James o… Jerome?
– Supongo que sí. Se lo comenté a la policía, pero no parecían muy interesados.
– Verá, generalmente no nos molestamos en investigar la desaparición de muchachas.
– ¿Y por qué se molestan ahora?
– Se lo contaré luego, ¿le parece? Ahora hábleme de ese Jota.
La muchacha cruzó sus largas piernas.
– Nunca llegué a verlo -dijo-. Me temo que estaba casado, pero a Bridie no le importaba. Ah, recuerdo que me dijo que la esposa de Jota había sido paciente de esta clínica.
Qué bonito, pensó Loring. El hombre visita a su esposa enferma y a la salida liga con la enfermera.
– Sé lo que está pensando -dijo Lewis- y sé que no es bueno. Jota tenía mucho dinero y un buen coche. Bridie… -Vaciló y se ruborizó-. En fin, Bridie, de hecho, vivía con él.
– ¿Con él? ¿En su casa?
– No me refería exactamente a eso.
– Oh, comprendo. -Las enfermeras, que deberían estar hechas a la vida, eran sorprendentemente mojigatas, pensó Loring-. Eh… el sábado, dieciocho de mayo, se fue con ese hombre a pasar el fin de semana a Brighton, ¿verdad?
– Con Jota, sí. -La enfermera Lewis seguía ruborizada por las implicaciones de ese fin de semana-. Y no regresó. Oí decir a la supervisora que si esta vez volvía no le abriría la puerta.
– ¿Quiere decir que lo ha hecho otras veces?
– Llegaba tarde muchas veces y en ocasiones no se molestaba ni en volver a dormir. Decía que no tenía intención de pasarse la vida preparando quirófanos y acarreando cuñas. Imaginé que se había ido con Jota para vivir decentemente. Bueno, decentemente no, ya me entiende.
– ¿Le hacía regalos? ¿Tenía un bolso negro con una etiqueta de Mappin y Webb? ¿Éste?
– ¡Oh, sí! Jota se lo regaló cuando cumplió veintidós años. Pero… -La muchacha frunció el entrecejo y se inclinó hacia el agente-. ¿Qué ocurre? ¿Ha encontrado el bolso pero no la ha encontrado a ella?
– No estamos seguros -dijo Loring, pero sí lo estaba.
Wexford se disgustaría si regresaba con tan poca información. Loring hubiera deseado pasar un día más en Londres, pero no le valía la pena enfrentarse a la ira de Wexford, a los preparativos necesarios para conseguirlo. Entró en el edificio principal del hospital y pulsó el timbre de recepción. Mientras esperaba, miró alrededor y cayó en la cuenta de que nunca había estado en un hospital como ése. Tuvo la impresión de ser la primera persona que cruzaba sus puertas con unos ingresos anuales inferiores a cinco mil libras y pensó en el hospital de Stowerton, donde los pacientes externos esperaban durante horas sobre duros asientos, donde la pintura de las paredes se caía a pedazos y donde todo el mundo parecía tener prisa.
Aquí, por el contrario, había una atmósfera de indolente elegancia, como en una mansión privada. El aroma de las flores -alverjillas en vasijas de cobre y, sobre el mostrador, una única rosa en un vaso aflautado- enmascaraba casi por completo el vago olor a desinfectante. Una alfombra granate de Wilton cubría el suelo.
Loring alzó la vista hacia la escalera y vio bajar a la recepcionista. Solicitó una lista de todos los pacientes ingresados en la clínica Princess Louise durante el último año y su petición fue recibida con una mirada de indignación.
Tardó cerca de media hora, pasando de un oficial a otro, en obtener la autorización necesaria.
La lista era larga y apabullante. Loring no conocía el catálogo de Debrett, pero pensó que podría haber sido una parte de la lista. Muchos nombres iban precedidos de un título nobiliario y entre los sencillos «señores» reconoció a un distinguido industrial, un antiguo ministro y un conocidísimo personaje de la televisión. Entre las mujeres había una duquesa, una bailarina y una modelo famosa.
Loring no encontró a Dorothy Fanshawe. Repasó la lista, convencido de que el nombre tenía que estar. Pero no estaba.
J de Jerome, pero también J de John, James, Jeremy, Jonathan, Joseph. ¿Era el amante de Bridget Culross el marido de la honorable señora de John Frazer-Bennett, de Wilton Crescent, o el marido de lady Fyne, de los Boltons? Loring llegó a la conclusión, e imaginó que Wexford habría coincidido con él, de que el amante de la muchacha era el último marido de Dorothy Fanshawe.