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Los jóvenes Pertwee estaban de luna de miel en casa del padre de Jack. El piso iba a tardar dos semanas en estar listo y Jack había cancelado la reserva del hotel. No tenían otro lugar a donde ir ni mucho más que hacer. Jack había solicitado las vacaciones anuales, así que aquí estaba, en casa. ¿Dónde sino iba a estar? Al fin y al cabo, era la única luna de miel que iba a tener en su vida. Normalmente, en sus ratos libres, hacía trabajos de pintura o decoración, perdía el tiempo o iba al Dragón. Marilyn se hacía vestidos, reía con las amigas y asistía a reuniones para promover la lucha social. Esas no eran ocupaciones para una luna de miel y los jóvenes Pertwee creían que continuar con las viejas costumbres durante este período, consagrado a la ociosidad y la indulgencia amorosa, constituía una suerte de profanación. Como Jack había dicho, no puedes pasarte el día en la cama, de modo que pasaban la mayor parte del tiempo sentados en el saloncito, cogidos de la mano. Marilyn sólo sabía hablar de política y Jack no era excesivamente locuaz. No eran aficionados a la lectura y se aburrían terriblemente. Pero ambos habrían muerto antes que confesarlo y en su fuero interno sabían que el silencio no era un augurio de futuras discordias. Las cosas irían bien cuando Jack volviera al trabajo y vivieran en su propio piso, cuando hubiera compañeros de faena de los que hablar, y muebles y la suegra a tomar el té. Ahora llenaban sus silencios con tristes reflexiones sobre Charlie Hatton, y aunque tampoco era tema para una luna de miel, el recuerdo compartido del amigo, expresado con frases trilladas y sentimentales, ayudaba a pasar el tiempo, y puesto que era un acto desinteresado y sincero, fortalecía el amor entre ambos.
Así fue como los encontró Wexford.
Marilyn le invitó a pasar con un encogimiento de hombros como único saludo. También Wexford podía ser brusco y lacónico si se lo proponía, y cuando Jack se levantó torpemente, el inspector se limitó a decir:
– He venido para hablar de McCloy.
– Entonces hable.
La muchacha sonrió.
– Dale un puro, Jack -dijo, mirando con afectuoso orgullo a su marido-. Sí -prosiguió, acercándose a Wexford-, denos una conferencia. Queremos aprender, ¿verdad, Jack? No nos importa escuchar, no tenemos nada mejor que hacer.
– Pues empiezan bien su luna de miel.
– ¿Qué luna de miel? -refunfuñó Jack-. ¿Cree que era esto lo que habíamos planeado?
Wexford tomó asiento y miró a la pareja.
– Yo no maté a Charlie Hatton -dijo-. Ni siquiera le conocía. Ustedes sí. Se supone que eran sus amigos, pero tienen una forma muy curiosa de demostrarlo.
Una punzada de dolor hizo palidecer el rostro de Jack. Cogió la mano de su mujer y suspiró.
– Charlie está muerto. No puedes ser amigo de un muerto. Sólo te queda el recuerdo.
– Déme un pedazo de recuerdo, señor Pertwee.
Jack miró al inspector y la sangre le subió de nuevo, palpitando.
– Se pasa el día jugando con las palabras, retorciéndolas, dándoselas de astuto…
– ¡Exhibiendo su maldita educación! -espetó la mujer.
– Tranquilízate, cariño. Estoy de acuerdo contigo, pero no vale la pena discutir. Usted ha llegado a la conclusión de que Charlie era un estafador, ¿no? De nada serviría que yo le dijera que Charlie era un hombre generoso, un hombre con un gran corazón que jamás te defraudaba. De nada serviría decírselo, ¿o sí?
– Dudo que me ayudara a descubrir quién lo mató.
– Charlie nos encontró el piso -explicó Jack-. ¿Sabe lo que hizo? El antiguo inquilino exigía una entrada de doscientas libras y Charlie las pagó. Fue un préstamo, desde luego, pero sin intereses. Fue el veintiuno de mayo. Jamás olvidaré esa fecha. Charlie había pasado el día anterior en el camión, conduciendo desde el norte. De repente, llega por la mañana y dice que ha encontrado un piso para nosotros. Yo estaba trabajando, pero Marilyn consiguió dejar la tienda dos horas y fue a verlo con él. Charlie le prometió la entrada a ese tipo. Parecía más un padre que un amigo.
El día que Hatton había encargado su dentadura nueva. Justo después del robo que no fue tal. Una muestra más de lo que Hatton había hecho con la pequeña fortuna que obtuvo de McCloy.
– No tienes más que pedírmelo, dijo Charlie, sólo has de decir sí. Tendría que haberle visto cuando dijimos sí. Era feliz haciendo regalos.
– Este lugar -dijo Marilyn con un tono apacible impropio de ella- ya no es el mismo sin Charlie Hatton.
Sensiblería barata, pensó duramente Wexford.
– ¿De dónde sacaba Charlie tanto dinero, señora Pertwee?
– ¿Cree que se lo pregunté alguna vez? Puede que sea una simple trabajadora, pero recibí una educación y tengo modales, de modo que no se meta en eso.
– ¿Señor Pertwee?
Tenía que responder, pensó Wexford. Esta vez había hablado demasiado y se había controlado para escudarse en la pena. Jack se llevó un puño a la frente.
– ¿De dónde sacaba tanto dinero? Doscientas cincuenta libras para la dentadura, doscientas para ustedes… Muebles, vestidos para su esposa, el regalo de bodas, ingresos semanales en el banco… Ganaba veinte libras a la semana, señor Pertwee. ¿Cuánto gana usted?
– No es asunto suyo.
– Tranquilízate, cariño -dijo Jack Pertwee, y miró a Wexford mordiéndose el labio-. Un poco más -respondió-. Un poco más si la semana es buena.
– ¿Podría prestar a su mejor amigo doscientas libras?
– ¡Mi mejor amigo está muerto!
– Déjese de rodeos, por favor -espetó Wexford-. Usted sabía la clase de vida que llevaba Hatton. No me diga que nunca se preguntó de dónde provenía todo ese dinero. Usted se lo preguntaba a sí mismo y al final se lo preguntó a él. ¿Cómo consiguió Hatton hacerse rico el veintiuno de mayo?
Pertwee relajó la frente, suspiró y sus ojos desprendieron un ligero destello de triunfo.
– No lo sé. Puede preguntarme hasta el día del juicio final, pero no podré decirle nada porque no lo sé. -Pertwee vaciló-. Me ha preguntado por McCloy. Charlie no recibió ningún dinero de McCloy el veintiuno de mayo. Es imposible.
Y Wexford siguió interrogando a Pertwee, recurriendo a toda la astucia adquirida durante años. Pertwee, entretanto, se aferraba a la mano de su esposa, sacudía la cabeza, respondía con monosílabos y finalmente calló.
En la vista preliminar del caso, Maurice Cullam se declaró culpable del robo de ciento veinte libras del cadáver de Charlie Hatton y fue de nuevo encarcelado. Quizá le cayeran otros cargos, le insinuó Burden.
No creía que Cullam fuera un asesino. Habían registrado su casa de arriba abajo, pero no habían encontrado dinero alguno. Cullam no poseía cuenta bancaria, sólo algunas libras en la caja postal de ahorros. El único hallazgo importante fueron las magulladuras de las piernas de Samantha Cullam. La niña se hallaba ahora bajo la custodia de la autoridad municipal. Su padre sería acusado de otros cargos que, no obstante, nada tenían que ver con el asesinato o el latrocinio.
– ¿Cuál será el siguiente paso? -preguntó ociosamente el doctor Crocker cuando regresó de examinar las lesiones de la pequeña-. En mi opinión, un animal que es capaz de golpear así a una niña es muy capaz de matar.
– No tiene sentido.
– El problema con la gente como tú es que siempre estás buscando complicaciones. Ahí viene el jefe. Acabo de preguntar a Mike si tienes un puesto libre en tu plantilla, habida cuenta lo mucho que les he ayudado con las encuestas.
Wexford miró al doctor con amargura.
– Cullam no es un asesino.
– Tal vez no. Prefiere las víctimas menudas y femeninas -repuso el doctor, y se embarcó en una acalorada diatriba contra el detenido.
– ¡Estoy harto de este maldito asunto! -exclamó Wexford-. Me he pasado la mañana tratando de hacer hablar a Pertwee. ¡Estúpido sensiblero! Todo el mundo sabe que Hatton era un ladrón y un estafador, pero Pertwee se niega a hablar porque no quiere mancillar la memoria de su amigo.
– Un principio digno de elogio -dijo Burden.
– Ningún principio es digno de elogio si su práctica deja impune a un asesino. Hatton trabajaba para McCloy y un fin de semana de mayo empezó a apretarle las tuercas. Y apretó con fuerza, eso te lo aseguro. Doscientas libras para Pertwee, doscientas cincuenta para Vigo… ¡Oh, estoy realmente harto!
– ¿Tiras la toalla? -inquirió el doctor.
Burden parecía profundamente consternado y chasqueó la lengua como una solterona. Wexford, no obstante, respondió con calma.
– Voy a probar otra estrategia y cuento contigo para que me allanes el camino. Después de todo, se supone que eres médico.
Cuando el trío llegó al hospital, encontraron a la señora Fanshawe sola pero levantada. Envuelta en un salto de cama negro, estaba sentada en una butaca leyendo el Fanny Hill.
– Han venido a verla un inspector jefe, un inspector y un médico -le informó la enfermera Rose.
La señora Fanshawe escondió el Fanny Hill debajo del último número de Homes and Gardens. Ahora ya sabía que la enfermera Rose era una enfermera y no una criada, y que ella estaba en un hospital. Pero ésa no era razón para que la muchacha supusiera que su paciente se sentía honrada por la visita. La señora Fanshawe conocía el motivo. Además, su semblante resplandecía con la seguridad propia de alguien a quien, por increíble que parezca, nadie ha dado crédito durante días y finalmente ha demostrado estar en lo cierto. Nora estaba viva. Nora estaba aquí, o por lo menos a un par de millas de aquí, en Kingsmarkham. Probablemente semejante delegación, enviada por la autoridad que tan estúpidamente había insistido en enterrar a su hija, venía a disculparse.
La señora Fanshawe se apresuró a coger un montón de anillos del joyero que su hermana le había traído, y luego tendió con elegancia una mano emperifollada a Wexford.
El inspector jefe, por su parte, vio una cara descontenta, un mentón de músculos caídos y unas arrugas que empujaban hacia abajo las comisuras de los labios. La mirada de la señora Fanshawe fue dura y fulgurante y su voz sonó ácida cuando dijo:
– Como ve, no estoy loca. Todo el mundo me tomó por una chiflada cuando aseguré que mi hija estaba viva. Imagino que han venido a disculparse.
– Por supuesto, señora Fanshawe. Le ruego acepte nuestras disculpas. -Las disculpas no costaban dinero. Wexford sonrió con dulzura al rostro irritado de la mujer y de repente recordó la historia que le había contado Nora Fanshawe. Que Jerome Fanshawe sobornaba a su esposa para que le dejara alojar a las amantes en casa-. Nadie pensó que usted estaba loca, pero había sufrido un accidente grave.
La señora Fanshawe asintió con presunción y Wexford pensó: No está más loca de lo que siempre ha estado. Pero ¿qué significaba eso? Finalmente llegó a la conclusión de que la mujer no era demasiado lista.
La enfermera Rose entró con dos sillas y sonrió sofocadamente cuando los tres hombres le agradecieron efusivamente el detalle.
– Tráeme otro cojín -ordenó la señora Fanshawe-. Un cojín como Dios manda, no una almohada. Luego telefonea a mi hija.
– Tendrá que esperar diez minutos, señora Fanshawe -dijo la joven.
– Como quieras. -La señora Fanshawe esperó a que la muchacha se marchara y luego dijo malhumorada-: Se supone que es una habitación privada, pero nadie lo diría por la arrogancia con que la tratan a una. Cuando tocas el timbre, la mitad de las veces no acude nadie.
– ¿Le gustaba más la clínica Princess Louise? -preguntó secamente Wexford.
– ¿A qué viene esa pregunta?
– Tengo entendido que el año pasado estuvo ingresada en la clínica Princess Louise de Cavendish Street.
– Pues ha entendido mal. La única vez que he estado en una clínica fue cuando nació mi hija. -Suspiró con impaciencia cuando la puerta se abrió y la enfermera Rose apareció con un servicio de té para cuatro-. Pensaba que andaban cortos de personal. No se trata de una visita de cortesía. Estos caballeros son policías.
El doctor Crocker, con todo, dijo:
– Muchas gracias, querida. -Y miró amorosamente a la enfermera Rose-. ¿Le importaría hacer los honores, señora Fanshawe?
Los anillos tintinearon mientras la mujer servía el té. Luego miró al doctor con suspicacia.
– Bien, mi hija está viva y nunca he visitado la clínica Princess Louise. ¿Qué más desean saber?
Wexford se limitó a mirar a Burden y éste tomó la palabra.
– Su hija está viva pero había una muchacha muerta entre los despojos del coche. ¿Tiene idea de quién era? ¿Le dice algo el nombre de Bridget Culross?
– Nada en absoluto.
– Era enfermera. -Una elocuente aspiración nasal de la señora Fanshawe le indicó lo que pensaba de las enfermeras-. Tenía veintidós años y tal vez sea la joven que murió en la carretera con su marido.
– Esa chica nunca estuvo viva en el coche con mi marido.
– Señora Fanshawe -intervino con cautela Wexford-, ¿está segura de que no recogieron a nadie en Eastbourne o Eastover?
– Estoy harta -espetó la mujer-. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? No había nadie más en el coche.
El inspector jefe la miró y pensó: ¿Me lo dirías? ¿Acaso te avergüenza que tu marido hiciera gala de otras mujeres en tu presencia y te pagara por soportar semejante trato? ¿O es que después de tantos años ya no te importa y realmente no había nadie en el coche?
Dorothy Fanshawe contempló los destellos de los anillos producidos por el sol, evitando la mirada del pesado trío. Pensaban que era una estúpida o una embustera. Sabía perfectamente a dónde querían ir a parar. Nora había hablado con ellos. Nora no tenía la decencia ni la discreción necesarias para mantener en secreto los repugnantes hábitos de Jerome.
¡Menudos estúpidos! Sus rostros mojigatos estaban turbados. ¿Realmente creían que a ella le importaba lo que hubiese hecho Jerome? Jerome estaba muerto y enterrado. ¡Enhorabuena! Ahora todo el dinero era de ella y de Nora, más dinero del que esos patanes podrían ganar en toda su vida. Mientras Nora no cometiera la estupidez de casarse con ese Michael, no habría nada de qué preocuparse.
Dorothy Fanshawe bebió un sorbo de té y dejó la taza en el plato con un golpe seco. Luego pulsó el timbre y cuando la puerta se abrió, dijo:
– Tráenos más agua caliente.
Iba a decir «por favor», pero se abstuvo. La enfermera Rose, tan rolliza y joven, le había recordado de súbito a la criada que Jerome solía manosear cuando hacía las camas. Con todo, sonrió vagamente, pues Jerome estaba muerto y donde ahora estaba no había criadas ni enfermeras ni cuerpos jóvenes y frescos.
– ¡Exhumación! -exclamó Burden-. No puedes hacerlo.
– Sí puedo, Mike -respondió Wexford con tono apaciguador-. Creo que podríamos conseguir una autorización judicial. Lo malo es que la muchacha lleva mucho tiempo muerta y tiene la cara destrozada… Dios, ahora mismo podría retorcerle el cuello a Camb.
– La tía parecía muy segura -le disculpó Burden.
– Traeremos a esa Lewis de la clínica Princess Louise y le enseñaremos las ropas. Pero si la chica era realmente Bridget Culross, ¿qué hacía en el coche de Fanshawe con la esposa de Fanshawe?
– Creo que la señora Fanshawe dice la verdad, señor.
– Y yo, Mike, y yo -repitió Wexford para convencerse-. Creo que Fanshawe era muy capaz de llevarse a la joven al chalet y de dormir con ella estando su esposa en la casa. Creo que la señora Fanshawe lo habría tolerado. En cuanto a la chica… en fin, sabemos muy poco de ella. Sin embargo Nora Fanshawe no sabía nada del asunto y estuvo con sus padres hasta el sábado, y teóricamente había de quedarse con ellos hasta el último día. Así pues, ¿cuándo aparece Culross? ¿Adónde fue el viernes por la noche?
– Es vergonzoso -dijo Burden, poniendo cara de repulsión.
– Eso poco importa. Deja la ética a un lado y concéntrate en las pruebas circunstanciales. Cuantas más vueltas les doy más me aferro a mi primera impresión.
– Que es…
– A la luz de los últimos datos, que Bridget Culross no conocía a Fanshawe, que la señora Fanshawe nunca fue paciente de la clínica Princess Louise y que, por tanto, él no es Jota. Probablemente la joven fue a Eastbourne o Brighton con Jota, se peleó con él y trató de regresar sola a Londres. Puede que hiciera autostop. Un camionero la dejó en la carretera de circunvalación de Stowerton y la muchacha volvió a levantar el dedo. Se asomó demasiado a la carretera y Fanshawe no tuvo tiempo de frenar. La golpeó en la cabeza y el coche volcó. ¿Qué te parece?
Burden no parecía muy convencido.
– Eso significa que para hacer autostop tuvo que hallarse en la mediana que separa ambas calzadas.
– Y un autostopista normal se colocaría en el lado izquierdo y esperaría a que la recogiera alguien del carril lento.
– Mmm. Por otro lado, sabemos que la señora Fanshawe oyó a su marido gritar «¡Dios mío!» justo antes del accidente. De hecho, fue la última cosa que dijo.
– Confío -dijo Wexford- en que la Providencia escuchase el grito y lo interpretase como una petición de perdón. -Sonrió amargamente-. De modo que ve a la muchacha en la carretera, grita, se desvía bruscamente y la atropella. ¿Cómo es posible que la chica no llevara llaves o algún documento de identidad en el bolso? ¿Por qué el camionero la dejó en la carretera en lugar de en la ciudad?
– Es tu teoría.
– ¡Lo sé, maldita sea! -espetó Wexford.
Pero siguió pensando en el camionero. Charlie Hatton había pasado por allí un cuarto de hora antes de que se produjera el accidente. No pudo haberlo presenciado. ¿Pudo ver a la muchacha esperando con el pulgar levantado? ¿Pudo ser el camionero que la dejó en la mediana? El problema era que Charlie Hatton conducía en la otra dirección.
Había ocurrido el 20 de mayo, y el 21 Charlie Hatton era un hombre rico. Tenía que haber una conexión. Pero ¿qué pintaba McCloy en todo eso?
Todos los cuerpos de policía de Inglaterra y Gales buscaban ahora a Alexander James McCloy, pelo castaño, estatura media, cuarenta y dos años, ex propietario de Moat Hall, cerca de Stamford, en Lincolnshire. A la luz de los últimos hallazgos de Burden, también lo buscaban en Escocia.
Esta vez fue el padre de Jack Pertwee quien le invitó a pasar. Todavía cogidos de la mano, los recién casados estaban viendo la televisión.
– ¡Caray! ¿Otra vez? -dijo malhumorada Marilyn cuando su marido se levantó y apagó el televisor-. ¿Qué quiere ahora?
– El pasado noviembre -dijo Wexford- su amigo Hatton planeó el robo del camión que conducía para el señor Bardsley. Cuando digo planeó, me refiero a que siguió las instrucciones de su otro empleador, Alexander James McCloy. Hatton recibió un pequeño golpe en la cabeza y fue atado para dar realismo al hecho. Afortunadamente, el señor Bardsley estaba asegurado. Mas no lo estaba la segunda vez, en marzo. En esta ocasión tuvo que asumir las pérdidas sin saber, claro está, que un elevado porcentaje del valor de la mercancía caía directamente en el bolsillo de Hatton.
Wexford se detuvo y contempló el semblante pálido de Jack Pertwee. Este le miró a su vez y ocultó la cabeza entre las manos.
– No admitas nada, Jack -dijo Marilyn.
– El diecinueve de mayo -prosiguió Wexford- Hatton fue a Leeds. Como había estado enfermo, se lo tomó con calma y regresó a Stowerton al día siguiente, lunes veinte de mayo. Cuando se hallaba en Leeds o en la carretera, tropezó con McCloy. Tropezó o descubrió algo acerca de McCloy, algo que le brindaba la oportunidad de chantajearle por valor de varios miles de libras.
– Todo eso es una mentira repugnante -repuso Jack con voz ahogada.
– Muy bien, señor Pertwee. Me gustaría que me acompañara a la comisaría, si no le importa.
– ¡Acaba de casarse! -protestó el padre.
– La señora Pertwee puede acompañarnos si lo desea. Se trata de un caso de asesinato y es evidente que se está ocultando información. ¿Está listo, señor Pertwee?
Jack no se movió. Las manos que aferraban su cabeza comenzaron a temblar. Marilyn abrazó a su marido con aire protector pero sin ternura, y movió los labios como si deseara escupir a Wexford en la cara.
– ¿Chantaje? -balbuceó Jack-. ¿Charlie? -Se apartó las manos de la cara y Wexford observó que estaba llorando-. ¡Eso es imposible!
– Me temo que no, señor Pertwee.
– No puede ser -dijo Jack, y musitó algo que Wexford no alcanzó a oír.
– ¿Cómo dice?
– No puede ser. McCloy está dentro. Usted es policía, ¿no? Sabe a lo que me refiero. McCloy está en la cárcel.