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15

Las noticias de Escocia llegaron casi al mismo tiempo que la revelación de Jack Pertwee. El 23 de abril Alexander McCloy había ingresado en prisión para cumplir una condena de dos años, acusado junto con otros dos sujetos de organizar un robo en un supermercado de Dundee y robar productos por valor de mil doscientas libras. Durante el robo hirieron levemente al vigilante y McCloy habría recibido mayor castigo de haber tenido antecedentes.

– Así pues, ese fin de semana de mayo, cuando Hatton estaba en Leeds -dijo Wexford por la mañana-, McCloy hacía un mes que cumplía condena en Escocia.

– Eso parece -convino Burden.

– Lo cual no sólo significa que McCloy no podía ser chantajeado, sino que la fuente de ingresos de Hatton se había secado. De hecho, probablemente en mayo Hatton se hallaba con menos dinero del que había tenido desde que se casó.

– La señora Hatton dijo que una semana antes, cuando su marido enfermó, éste dudó en llamar a su médico privado. Para entonces, Hatton ya debía de haberse gastado el dinero obtenido con el robo del camión de Bardsley en marzo.

– Seguramente, teniendo en cuenta el ritmo de vida que llevaba -dijo Wexford-. Hatton debía de estar desesperado, por no decir aterrorizado. ¿Te lo imaginas, Mike, mirando hacia un futuro en el que ya no podría invitar a rondas en el Dragón, ni salir de compras con su mujer los sábados por la tarde, ni entregar generosas sumas en las bodas de sus amigos?

– Supongo que no tardó en buscar otra fuente de ingresos.

– Iremos a la carretera de circunvalación de Stowerton para explorar el terreno -dijo Wexford poniéndose en pie-. Ambos casos se acercan cada vez más y, si no me equivoco, pronto chocarán.

– No encontramos ninguna maleta -explicó el sargento Martin-, pero quiero que examine las ropas que llevaba puestas la muchacha. Están en muy mal estado, señorita Lewis. Procure mantener la calma.

Ella era enfermera y había sido entrenada para controlarse. Martin la condujo a una habitación donde las ropas carbonizadas yacían, hechas jirones, sobre la mesa. Las prendas, ennegrecidas y andrajosas, habían sido separadas y su disposición hacía pensar en la parodia del escaparate de una mercería.

Los cuerpos del abrigo y el vestido estaban carbonizados, pero los faldones aparecían intactos y parches naranjas y amarillos asomaban por entre las zonas chamuscadas. El sostén de la muchacha era una elipse de alambre en la que cada tira de algodón y encaje había sido arrasada por el fuego. Margaret Lewis sintió un escalofrío y mantuvo las manos a su espalda. Luego acarició los zapatos naranjas y las medias de un encaje blanco tan abierto y fino como una redecilla, y rompió a llorar.

– Yo le regalé estas medidas por su cumpleaños -susurró.

Únicamente había ardido la zona de los muslos, pero una marca marrón descendía hasta la rodilla de una de las piernas lamida por una llama. Martin sostuvo a la muchacha por el codo y la sacó de la habitación.

– Le contaré todo lo que sé de Bridie -dijo Margaret Lewis, y bebió del té que Loring le había servido-, y todo lo que ella me explicó acerca de Jota. Lo conoció en octubre, cuando estaba atendiendo a la esposa de Jota. La mujer estuvo mucho tiempo ingresada amenazada de una toximia, y Bridie se veía con el marido cuando éste salía de visitar a su esposa. Ella terminaba la jornada a las ocho y media, justo cuando él se marchaba.

»Jota dejó a Bridie cuando su esposa salió de la clínica y yo pensé que la relación había tocado a su fin, pero me equivoqué. El hombre reapareció en mayo y la historia se reanudó. Bridie empezó a hablar de boda. La situación era muy desagradable, se lo aseguro, y yo no le prestaba mucha atención. Ojalá lo hubiera hecho.

– ¿Vio alguna vez a ese hombre, señorita Lewis? -preguntó Martin.

Margaret Lewis negó con la cabeza. Sus mejillas habían recuperado el color y no llevaba maquillaje que descorrer cuando se frotó los párpados con un pañuelo impoluto.

– Verá, no trabajábamos en la misma sección. Tendrán que preguntar a las otras chicas, seguro que alguna lo vio. Bridie me contó que Jota era mucho mayor que ella y eso le hacía… dudar. No sé si me explico.

– Entonces no puede saber si se trata de ese hombre. -Martin le mostró una fotografía de Jerome Fanshawe. Tomada con flash en una cena de empresa, exhibía un rostro duro, confiado y de mandíbula ancha, pero de una arrogancia y una fuerza que, pese a la edad, resultaba atractivo para las mujeres.

La muchacha contempló la foto con la aversión propia de la gente muy joven y, sin responder a la pregunta, dijo:

– ¿Le conté que fueron a Brighton el dieciocho de mayo? -Loring asintió con la cabeza-. Bridie tenía que reunirse con él en Marble Arch. La vi marchar con el abrigo y el vestido amarillos. Dijo que tendría que buscar algo que hacer durante el día porque Jota debía asistir a una conferencia. Esa es la razón por la que él iba a Brighton, para una conferencia.

Loring esbozó otra sonrisa de ánimo. Era el tipo de cosas que quería Wexford. Luego recordó la lista de pacientes de la clínica.

– En cuanto al hombre que tenemos en mente -dijo con cautela-, no hemos encontrado su nombre entre los pacientes de la clínica. La esposa asegura que jamás estuvo ingresada allí.

La muchacha rozó la fotografía y miró con perplejidad a Loring.

– Dios santo, ¿pero cuántos años tiene la esposa?

– ¿La esposa? Cincuenta o cincuenta y cinco.

– Lo siento. -Margaret se sonrojó-. Me temo que ha sido culpa mía. La esposa de Jota estaba en el ala de maternidad. En los hospitales, la sección general y el ala de maternidad están siempre separadas, siempre. Bridie tenía el título de comadrona y atendió a la esposa de Jota antes y durante el parto.

Burden conducía. Camb le había sorprendido con el plano del accidente. Wexford levantó los ojos y dijo:

– Detén el coche en la próxima área de descanso y seguiremos a pie.

Un viejo mojón que había estado en la cuneta desde que la autopista fuera un camino de carros que llevaba a Londres, indicaba casualmente el lugar del accidente. Desde allí una suave pendiente descendía hasta el valle.

Las secciones norte y sur de la carretera de circunvalación, abierta un año antes, estaban separadas por una franja de hierba sobre la que crecían grupos de abedules. El Jaguar de Fanshawe había golpeado uno de los árboles para luego volcar e incendiarse. Wexford y Burden dejaron pasar dos coches y una furgoneta antes de cruzar la vía hasta la mediana.

En el accidente había ardido una extensa zona de hierba que ahora, no obstante, aparecía cubierta de césped nuevo, y tan sólo un tocón negro revelaba dónde se había producido la colisión.

– Primero -dijo Wexford- trabajaremos sobre la hipótesis de que la muchacha iba en el coche con los Fanshawe, que era la querida de Jerome Fanshawe y que éste la devolvía a Londres. ¿Dónde iban sentadas? ¿La señora en el asiento trasero y su sustituta junto al donjuán, o viceversa?

– Imagino que, pese a todo, deseaban guardar las apariencias -repuso Burden arrugando su delicada nariz-. Dudo que llevaran el asunto abiertamente. Por tanto, la muchacha iba en el asiento de atrás.

– El asiento situado a la izquierda del conductor lo llaman el asiento de la muerte, Mike. La muchacha está muerta, mientras que la señora Fanshawe está viva. Si es cierto que la chica les acompañaba, tenía que ir sentada delante. -Wexford hizo un gesto ampuloso con su mano derecha-. Por ahí llega Fanshawe, conduciendo como un loco a ciento veinte kilómetros por hora, pero no sufrió ningún reventón y el parabrisas estaba intacto. ¿Qué vio Fanshawe para gritar «Dios mío»y girar bruscamente el volante?

– ¿Algo en la carretera?

– Sí, pero ¿qué? ¿Un trozo de metal, una caja de madera? Habría pasado tranquilamente sobre un trozo de cartón. En cualquier caso, no se ha encontrado nada en la carretera.

– ¿Un perro?

– Fanshawe no se habría desviado por salvar a un perro. Y no arrolló a ningún perro porque no hemos encontrado ningún cadáver de perro.

– Entonces vio a la chica asomando por la mediana para llamar su atención -opinó Burden con cautela.

– Pero estamos suponiendo que la muchacha iba en el coche. ¿Reconoces de una vez por todas que no podía ir en el coche?

Burden se alejó de Wexford y se detuvo junto al tocón de abedul.

– Si la chica se asomó -dijo, acercándose hacia el carril rápido- y Fanshawe creyó que iba a atropellarla, ¿por qué no se desvió hacia la izquierda, hacia el carril intermedio, en lugar de hacerlo hacia la derecha? Es probable que la carretera estuviera vacía, porque nadie presenció el accidente. Fanshawe se desvió hacia la derecha, se subió a la mediana y chocó contra el árbol.

Wexford se encogió de hombros. Un coche que iba por el carril rápido pasó frente a ellos a toda velocidad.

– ¿Te apetece probarlo, Mike? -dijo con una sonrisa burlona-. Asómate a la carretera, agita los brazos y veremos qué ocurre.

– Hazlo tú, si tantas ganas tienes de averiguarlo -replicó Burden, retirándose del bordillo-. Yo prefiero seguir vivo.

– ¿Y la chica, Mike? ¿Crees que se trata de un suicidio?

– Puede -respondió Burden con aire pensativo-. Supongo que la muchacha no tenía relación alguna con Fanshawe, supongamos que se fue a la costa del sur con otro novio, que éste la abandonó y se vio obligada a hacer autostop. El conductor que la recogió la dejó aquí porque ella se lo pidió. La muchacha cruza la carretera hasta la franja central, espera la llegada de un coche veloz y sale a su encuentro. Naturalmente, ello no explica el hecho de que Fanshawe se desviara hacia la derecha en lugar de hacia la izquierda.

– Y tampoco explica por qué todo aquello que podía identificar a la muchacha fue extraído del bolso. Si era una suicida, no tiene sentido que lo hubiese hecho ella misma. De todos modos, parece que has olvidado el verdadero motivo por el que estamos aquí. El accidente se produjo a las diez menos diez y Hatton pasó en dirección contraria a eso de las diez menos veinte. Un Hatton arruinado, ansioso de volver a llenar sus arcas. Supongamos que en realidad pasó un poco más tarde y vio a la muchacha asomarse a la carretera. Si Fanshawe no hubiese muerto, si hubiese matado a la muchacha sin dañar su coche y seguido su camino, Hatton habría podido chantajearle. Pero Fanshawe está muerto, Mike.

Esta vez le tocó a Burden encogerse de hombros y mostrarse confundido. Contempló la carretera en dirección sur, el seto que la circundaba, los prados al otro lado del seto. La carretera culminaba en una cresta a unos cincuenta metros hacia el norte de donde se encontraban y más allá sólo se divisaba el cielo pálido y lechoso.

– Si se tratase de un juego sucio -dijo-, si, por ejemplo, alguien hubiese empujado a la muchacha a la carretera… Oh, sé que parece imposible, pero ¿no se te ha pasado a ti también por la cabeza? Si alguien empujó a la joven y Hatton, al asomar por la cumbre de la pendiente, presenció la escena, ¿cómo es posible que el agresor no lo viera a él primero? Hatton conducía un camión grande y alto. Cualquier persona habría visto el techo del vehículo surgir por la colina unos segundos antes de que el conductor reparara en su presencia. Mira, por ahí viene un camión.

Wexford se volvió hacia la cresta de la pendiente. El techo del camión apareció sobre ella y el inspector jefe tardó unos segundos en divisar al conductor.

– Estaba oscuro -dijo.

– El agresor pudo ver las luces justo al tiempo que el conductor reparaba en su presencia.

Asaltados por la misma idea, los dos hombres caminaron hacia la cresta de la pendiente. A sus pies se extendía parte de Sussex, los amplios prados verdes y dorados, las densas sombras azuladas de los bosques y, entre ellos, alguna granja y la aguja de alguna que otra iglesia. Atravesando el bucólico paisaje, la carretera desplegaba su doble cinta blanca, alzándose aquí, hundiéndose allá, desapareciendo a veces entre las verdes praderas.

A no más de veinte metros de la cresta, la carretera hacia el sur se ampliaba en forma de arco y en su área de descanso merendaban los ocupantes de dos automóviles.

– Puede que detuviese el camión aquí -dijo Burden- y remontara la pendiente bien por razones fisiológicas o porque necesitaba aire puro. No olvidemos que estaba algo enfermo.

Mas Wexford contempló el paisaje y dijo:

– Donde toda vista complace y sólo el hombre es vil.

El colosal automóvil norteamericano, con sus aletas extendidas, ridiculizaba al resto de vehículos estacionados en el Olive. Mientras cruzaba el aparcamiento en compañía de Burden, Wexford advirtió que el coche no era nuevo y recibía pocos cuidados. Uno de los faros estaba roto y la herrumbre que cubría el aro de cromo indicaba que llevaba mucho tiempo así. Rasguños deslucían el acabado azul verdoso de los guardabarros. Aquí, en este aparcamiento de una pequeña ciudad rural, el vehículo era una pesada masa de metal que, sin duda, ofrecía un pobre rendimiento para la gasolina que consumía. Pese a ocupar un espacio enorme, la capacidad de sus asientos era reducida.

– Me recuerda a uno de esos monstruos de la prehistoria -dijo Wexford-. Mucha carne y poco cerebro.

– Debió de ser magnífico en su época.

– Lo mismo dicen de los dinosaurios.

Se sentaron en el bar. En el rincón más alejado, sentada en un banco de cuero, estaba Nora Fanshawe con un hombre rubio de cuerpo grande y cabeza pequeña. De expresión insulsa, su espalda tenía las dimensiones de un Mr. Universo. Otro dinosaurio, pensó Wexford, y enseguida dedujo que era el propietario del coche.

– Últimamente no hacemos más que tropezar el uno con el otro, señorita Fanshawe.

– Usted tropieza conmigo -replicó la muchacha con sequedad. Vestía otro de sus trajes sastre de corte distinguido, esta vez azul marino, ágil y práctico como un uniforme-. Le presento a Michael Jameson. Ya le he hablado de él.

La mano que estrechó Wexford tenía la palma húmeda.

– Una ciudad muy agradable, aunque un poco apartada del mapa.

– Depende de dónde esté hecho el mapa.

– ¿Cómo? Ah, comprendo. ¡Ja, ja!

– Ya nos íbamos -dijo Nora Fanshawe, y su voz fuerte y masculina tembló ligeramente cuando dijo-: ¿Vamos, Michael? -De repente se había transformado en una joven vulnerable.

Wexford conocía esa triste mirada de súplica. Lo había visto antes en los ojos de mujeres corrientes, ese temor al rechazo que las amilanaba, haciéndolas todavía más corrientes.

Jameson se levantó de mala gana. Guiñó un ojo a Wexford y ese guiño fue tan elocuente como las palabras.

– ¿Va a ver a su madre, señorita Fanshawe?

La muchacha negó con la cabeza y Jameson dijo:

– La vieja la mantiene alerta.

– Vámonos, Michael.

Nora Fanshawe rodeó el brazo de su acompañante y apretó el paso. Wexford les vio partir, diciéndose que era un idiota por permitir que la escena le conmoviera. La muchacha era brusca, descortés, poco femenina. También era especialmente franca y carecía del don del autoengaño. Wexford tenía la certeza de que la chica sabía que ese hombre era indigno de ella por lo que a inteligencia, probidad y carácter se refiere. Pero era atractivo y ella tenía dinero.

– Un poco patán -comentó Burden.

Wexford levantó la cortina y entre las fucsias vio cómo Jameson entraba en el amplio coche y ponía en marcha el motor. Nora Fanshawe no era de la clase de mujeres que considera la cortesía de los hombres como un derecho propio. El coche comenzó a moverse cuando ella aún no había subido al asiento del pasajero. Jameson ni siquiera le había abierto la puerta desde el interior.