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– Quiero que se concentren -dijo Wexford-. No me digan que ha pasado mucho tiempo y no lo recuerdan. Sucedió hace apenas siete semanas. Se sorprenderán de lo mucho que son capaces de recordar si lo intentan.
Estaban sentados en el apartamento de Lilian Hatton, Wexford de cara a las tres personas que ocupaban el sofá. La señora Hatton lucía un vestido negro de algodón y todas las joyas que Charlie le había regalado. Tenía las facciones pálidas y tensas, ensombrecidas todavía por las lágrimas vertidas cuando Wexford le reveló la fuente de ingresos de su marido. ¿Fue una revelación o siempre lo había sabido? Wexford no acababa de decidirse, pues pese a la corta falda, el maquillaje y los electrodomésticos de la cocina, la mujer era esencialmente una esposa victoriana, desamparada, pegajosa, que aceptaba todas las peculiaridades de su marido con una pasividad incondicional. Jamás habría preguntado a Charlie si el alfiler que llevaba lo había comprado con dinero mal ganado, del mismo modo que su homóloga del siglo xix jamás habría pedido a su amo y señor que reconociera que los obsequios que le hacía los obtenía haciendo trampas en el juego. A ella no le correspondía hacer preguntas, sino aceptar y elogiar y adorar. Ahora, mientras la miraba, Wexford se preguntó cómo se las arreglaría con semejante anacronismo en el mundo que Charlie denominaba campo de batalla.
– Siempre hablaba de luchar por lo que uno deseaba -había dicho ella con abatimiento-, que había que ser más fuerte que los demás, planificar una estra… estra…
– ¿Estrategia?
– Exacto, como si fuera un general.
Un soldado de fortuna, pensó Wexford, un mercenario.
Los otros dos, los jóvenes Pertwee, sí lo sabían. Finalmente lo habían reconocido y ahora Marilyn hablaba con resentimiento:
– Se desquitaba con los peces gordos. ¿Qué representa para ellos una mercancía más o menos? A fin de cuentas, todos son unos ladrones. El robo organizado de las clases trabajadoras en una sociedad capitalista. Charlie se limitaba a recuperar lo que era suyo.
– ¿Una forma de vengarse de la sociedad, señora Pertwee?
– ¿Y por qué no? Cuando en este país suba un gobierno realmente popular, a los tipos como Charlie se les hará justicia. Cuando llegue el verdadero socialismo no existirá el delito o lo que usted llama delito.
– Charlie siempre votaba a los conservadores -dejo Lilian Hatton-. No sé, Marilyn, no creo…
Wexford les interrumpió. En ese apartamento no había lugar para la risa, pero tenía ganas de reír.
– Dejemos la discusión de política para más tarde, ¿de acuerdo? Señora Hatton, ha tenido tiempo suficiente para pensar. Quiero que me cuente todo sobre la salida de su marido de Leeds el domingo diecinueve de mayo y su regreso el veinte.
La mujer aclaró la garganta y miró titubeante a Jack Pertwee, esperando quizá asesoramiento y apoyos masculinos.
– Tranquila Lily -dijo Marilyn-. Estoy a tu lado.
– No sé que haría sin ustedes. Bien… Charlie había estado enfermo y yo no quería que se fuera, pero él insistió.
– ¿Le preocupaba el dinero el dinero a su marido, señora Hatton?
– Charlie nunca me inquietaba con esas cosas. Oh, aguarde un momento… Me dijo que el médico tendría que esperar para cobrar. ¿Quiere que siga hablándole de aquel domingo? -Wexford asintió con la cabeza-. Jack y Marilyn vinieron por la noche para un solitario a tres.
– Así es -afirmó Marilyn-, y Charlie te telefoneó desde Leeds durante la partida.
La señora Hatton miró a su amiga con admiración.
– Exacto, eso hizo.
– ¿Qué le dijo?
– Poca cosa. Me preguntó que cómo estaba y dijo que me echaba de menos. -La mujer sonrió y se mordió el labio-. Odiábamos estar separados. No podíamos dormir el uno sin el otro.
– Parecían novios en lugar de marido y mujer -intervino Jack, y rodeó con el brazo los hombros de Lilian.
– ¿Le comentó si todavía se encontraba mal?
– Un poco indispuesto, por eso no pudo regresar esa misma noche.
– ¿Sonaba contento o excitado?
– Todo lo contrario. Tenía murria.
– Ahora trate de ser lo más precisa posible. ¿A qué hora exactamente llegó su marido a casa el lunes por la noche?
Lilian Hatton no vaciló.
– A las diez en punto. La noche antes me dijo que llegaría a las diez y yo había preparado una cazuela de pollo. Charlie me había comprado un reloj de cocina con alarma en marzo, pero no funcionaba y tuvo que volver a la tienda. Era la primera vez que lo utilizaba. Puse la alarma a las diez y sonó en el momento en que Charlie metía la llave en la puerta.
– ¿En qué estado llegó?
– Había sufrido una recaída, dijo, y tuvo que parar un par de veces en la carretera. De no haberlo hecho, habría llegado antes. Deseaba volver antes para darme una sorpresa, ¿comprende? -Embargada por la emoción, respiró con rapidez tratando de contener las lágrimas-. Dijo… dijo que se ahogaba en el camión y que tuvo que bajar en el área de descanso de Stowerton para respirar aire fresco. Dio un paseo por el campo.
– Ahora concéntrese, señora Hatton. ¿Dijo si había visto algo extraño durante el paseo?
La mujer miró perpleja a Wexford.
– No. Sólo comentó que le había sentado muy bien. Se encontraba mucho mejor, dijo, y pude comprobarlo con mis propios ojos. Parecía un hombre nuevo. Durante la cena hablamos de la boda de Jack. -Su voz enronqueció y se apoyó pesadamente en el brazo de Jack-. Charlie quería que me comprara un conjunto nuevo con vestido, abrigo y sombrero. Dijo… dijo que yo era su esposa y que quería que estuviese a la altura de las circunstancias.
– Y siempre lo estuviste, cariño. Charlie estaba orgulloso de ti.
– ¿Qué ocurrió al día siguiente? -preguntó Wexford.
– Se nos pegaron las sábanas. -La mujer se mordió el labio-. Charlie se levantó a las nueve y telefoneó a un amigo que quería dejar el piso donde vivía. Charlie le dijo que iría a verlo después del desayuno y eso hizo. Ahora sigue tú, Jack.
Jack retiró el brazo y palmeó suavemente la mano de la viuda.
– Charlie vino a buscarme al trabajo pero no pude escaquearme. Estaba haciendo el cableado de las casas nuevas de Pomfret. Dijo que creía que nos había encontrado un piso y le dije que se llevara a Marilyn con él. Parece que le estoy viendo, feliz como un niño y con esa sonrisa que ponía cuando hacía algo por ti, agitado como un mono subido a un palo. -Jack suspiró y sacudió la cabeza-. Mi viejo amigo Charlie.
Wexford se volvió hacia Marilyn con impaciencia.
– ¿Fue usted con él?
– Sí. Charlie vino a buscarme a Moran’s. -Moran’s era la mercería más importante de Kingsmarkham-. Esa vieja zorra, la directora, no quería dejarme ir, y no es que los lunes por la mañana haya mucho movimiento. Dejo el trabajo dentro de un mes, le dije. Si no le gusta, no tiene más que despedirme ahora mismo y desapareceré. La dejé en evidencia delante de Charlie y no volvió a abrir la boca. Charlie y yo fuimos a ver el piso y nos encontramos con el tipo que vivía en él, un sujeto muy extraño, si quiere saber mi opinión. Quería doscientas libras de entrada. Hubiera podido partirle la cara allí mismo. Iba vestido con un batín. Muy pronto, los de su calaña se encontrarán haciendo trabajos forzados, y estaba a punto de soltárselo cuando Charlie dijo que aceptaba y que conseguiría el dinero. Había comprendido que yo estaba encantada con el piso.
– ¿Le entregó el dinero?
– No sea absurdo. Dijo que primero lo consultaría con Jack, pero que si a mí me gustaba a Jack también le gustaría, y nos fuimos. Estaba furiosa. Yo pondré el dinero, dijo Charlie cuando salimos, me lo devolverán cuando las cosas les vayan saliendo mejor. ¿Qué tiene que decir a eso?
– Sí, ¿qué tiene que decir a eso?
– ¿Le acompañó Hatton a la tienda?
– Desde luego que no. Charlie no era mi guardián. Caminamos juntos hasta el Olive y entonces dijo que tenía que llamar por teléfono. Entró en la cabina que hay frente al Olive y no volvimos a vernos en un par de días.
– ¿Por qué llamó desde una cabina teniendo un teléfono en casa?
La pareja de recién casados estaba pensando lo que él, bajo otras circunstancias, habría pensado. Un hombre casado con teléfono propio llama desde una cabina a su amante. La señora Hatton, protegida por los recuerdos, mantenía su aspecto ingenuo y sumiso. Entonces Marilyn rió duramente.
– Está loco si piensa lo que creo que está pensando. ¿Charlie Hatton?
– ¿Qué quieres decir, Marilyn? -preguntó la viuda.
– No estoy pensando nada -replicó Wexford-. ¿Vino su marido a almorzar?
– Sí, a eso de las doce y media. Le pregunté qué pensaba hacer por la tarde y me dijo que quería hacerse mirar la boca porque siempre se le metía comida debajo de la dentadura, ¿comprende? Le daba mucha vergüenza tener dientes postizos siendo tan joven, porque pensaba que a mí me importaba. ¿A mí? Me habría importado si… Oh, ¿por qué le cuento todo esto? En fin, le estaba hablando de su dentadura. Solía decir que cuando tuviera dinero se haría una dentadura nueva, la mejor, y que se la encargaría al doctor Vigo.
– Yo se lo recomendé -explicó Jack.
– ¿Usted? -preguntó Wexford.
Jack levantó la cara y su tez adquirió un intenso tono a vino.
– No era mi dentista -murmuró-, pero había estado en su casa un par de veces para hacer reparaciones eléctricas y había descrito el lugar a Charlie, el jardín y todas las cosas antiguas que tenía el señor Vigo, y esa sala llena de objetos chinos.
La señora Hatton, que estaba llorando, se enjugó los ojos y, rememorando, sonrió a través de las lágrimas.
– Charlie y Jack solían bromear sobre esa casa -comentó Lillian-. Charlie siempre decía que le gustaría echar un vistazo al lugar, y Jack le explicó que el señor Vigo estaba cargado de dinero. Tenía que ser muy buen dentista para ganar tanta pasta, ¿no cree? Así que Charlie pensó que era el hombre que necesitaba y le telefoneó. No conseguirás que te visite hoy, le dije, pero lo consiguió. Un paciente había cancelado su cita y Vigo dijo que vería a Charlie en su lugar, a las dos.
– ¿Y luego?
– Charlie regresó a casa a las cuatro y dijo que el doctor Vigo iba a hacerle una dentadura nueva. Vigo era un hombre encantador, dijo, muy campechano. Le había invitado a una copa en su salón chino y Charlie dijo que cuando fuera rico tendría salas llenas de jarrones y adornos y… y un ajedrez de soldados y… ¡Oh, Dios, jamás tendrá esas cosas donde ahora está!
– No llores, Lily, cariño.
– ¿Cuándo le entregó el señor Hatton el dinero para la entrada del piso?
– Fue un préstamo -puntualizó Marilyn con indignación.
– ¿Cuándo se lo prestó?
– El miércoles apareció con el dinero en casa del padre de Jack.
– ¿Eso fue el veintidós de mayo?
– Creo que sí. Le entregamos el dinero al tipo ese y al día siguiente ya teníamos el piso. -Jack Pertwee miró con dureza a Wexford. Sus ojos apagados estaban ahora encendidos, la cara lívida pero abigarrada.
Wexford a duras penas pudo evitar un escalofrío. Que Dios ampare al hombre que mató a Charlie Hatton, pensó, si Pertwee da con él antes que nosotros.
– ¿No crees que es hora de que nos deshagamos de esta cosa?
Sheila sacó a Clitemnestra de la butaca de su padre y contempló la masa de pelo que la perra había dejado sobre el cojín.
– Yo misma estoy empezando a estar harta de ella -dijo-. Sebastián vendrá a buscarla esta noche.
– Estupendo.
– ¿Me dejarás el coche para acompañarlo a la estación?
– ¿Por qué? ¿Le da miedo cruzar solo los campos? -Mabel, querida, escúchame, están robando en el parque…-. Probablemente necesite el coche. Sebastián es un muchacho joven y sano. Deja que ande.
– Tiene una verruga -explicó Sheila-. El pobre ya tuvo que venir andando el día que nos trajo a Clitemnestra. Ahora mismo estaría recogiéndole en la estación -dijo mirando a su padre con mala cara- si no fuera porque siempre tienes tú el coche.
– Es mi coche -replicó absurdamente Wexford, y luego porque era un juego al que él y Sheila jugaban, añadió-: Era mi turquesa. Lo compré en Leah cuando estaba soltero. No habría renunciado a él…
– ¡Ni por un mar de verrugas! Oh, papaíto, eres un encanto. Ahí llega Sebastián.
La señora Wexford comenzó a poner la mesa.
– No hagas ningún comentario sobre su pelo -advirtió a su marido-. Tiene un cabello un poco especial y te conozco.
El pelo de Sebastián se asemejaba al de Clitemnestra, con la única diferencia de que no era gris, y le caía sobre los hombros en forma de rizos lanudos.
– Espero que el podenco acrílico no le haya dado demasiada lata, señora Wexford.
Wexford abrió la boca para expresar una cortés negativa, pero la excitación que Clitemnestra sintió al ver a su dueño impidió toda conversación durante un rato. La perra se abalanzó sobre las piernas del muchacho y apretó el cuerpo contra su chaqueta, una prenda que Wexford, sin dar crédito a sus ojos, relacionó con parte del uniforme de un comandante de la Marina Real noruega.
– ¿Cenas con nosotros? -preguntó la señora Wexford.
– Si no es mucha molestia.
– ¿Qué tal por Suiza?
– Bien. Caro.
Wexford comenzó a alimentar la cruel idea de que el viaje habría sido aún más caro si hubiese tenido que pagar una residencia canina, cuando Sebastián lo desarmó extrayendo de su mochila una enorme caja de bombones para la señora Wexford.
– ¡Suchard! -exclamó la señora Wexford-. Qué amable.
Animado, Sebastián se abalanzó sobre el rosbif y el pudin Yorkshire, alargando de vez en cuando una mano por debajo de la mesa para acariciar las orejas de Clitemnestra.
– Te llevaré a la estación en coche -dijo Sheila, y clavó una mirada de confianza en su padre.
– Estupendo. Podríamos llevar a Clitemnestra al Olive. Le encanta la cerveza y se merece una recompensa.
– En mi coche no -dijo con firmeza Wexford.
– ¡Oh, papá!
– Lo siento, cariño, pero no quiero que conduzcas habiendo bebido.
La expresión de Sebastián combinaba la admiración por la hija y el deseo de congraciarse con el padre.
– Iremos a pie -dijo, encogiéndose de hombros-. Aunque el camino a la estación de ustedes es larguísimo. -Observó la crema de plátano-. Sí, gracias, tomaré un poco más. Lo malo es que tendré que devolver a Sheila a casa, a menos que ella vuelva por la carretera -añadió, poco caballeroso-. He oído hablar de su asesinato hasta en Suiza. Ocurrió en los campos de atrás, ¿verdad?
Wexford raras veces hablaba de su trabajo en casa. Probablemente ese joven no pretendía sonsacarle nada, pero aun así… Finalmente hizo un asentimiento con la cabeza poco comprometedor.
– Qué extraño -prosiguió Sebastián-. Hace dos semanas fui a la estación por ese mismo camino.
Wexford interceptó la mirada de su mujer, la desvió y guardó silencio. Sheila habló por él.
– ¿A qué hora fue eso, Seb? ¿A las diez?
– Un poco más tarde. No me crucé con nadie y la verdad es que no lo lamento. -Sebastián encrespó el pelo rizado de la perra-. Si no me hubiese apartado, Clitemnestra, es posible que no hubieses vuelto a ver a tu papá. Un enorme coche norteamericano casi me atropella.
– Siempre se cuelan en el sendero que lleva a la estación -dijo Sheila.
– Ni sendero ni nada. Fue en pleno campo, en la vereda que conduce a esa especie de escalera. Un coche enorme de color verde pasó por mi lado a cuarenta y casi tuve que sumergirme en el seto. Anoté el número de la matrícula en un papel, pero con el follón del viaje lo perdí.
– ¿Una pareja de tortolitos? -preguntó Wexford.
– Puede. Estaba demasiado ocupado anotando la matrícula para fijarme en eso y tenía miedo de perder el tren.
– Bien, esta vez no iremos por el campo y regresaré bordeando la carretera si eso te hace feliz, papá.
– Puedes coger el coche -dijo Wexford-. Pero no pases de la limonada, ¿de acuerdo?