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– Ésta es mi teoría -dijo Burden-, por si les sirve de algo. He estado dándole vueltas y es la única solución posible. Hemos hablado mucho de asesinos a sueldo, pero el único asesino a sueldo de este caso es Charlie Hatton, contratado por el novio de Bridget Culross.

– Interesante -opinó Wexford-, pero extiéndete.

Burden acercó su silla a las de Wexford y el doctor. El viento y el sol envolvían el despacho con un patrón de hojas danzarinas.

– Jota es un hombre rico. Ha de serlo si puede pagar tres meses de clínica porque su esposa tiene un embarazo problemático.

– Un dinero echado a perder -comentó Crocker-. La hubieran atendido igual de bien en la Seguridad Social.

– Lo suficientemente rico para pagar a alguien para que cometa un asesinato. Me apuesto la vida a que Jota era un viejo amigo de McCloy. De modo que propone a Hatton que aguarde en la carretera de circunvalación, justo en el lugar en que tiene previsto dejar a la muchacha a su regreso de la conferencia.

– Pero ¿qué conferencia, Mike? ¿Hemos verificado las conferencias que tuvieron lugar en Brighton ese fin de semana?

– La del Sindicato Nacional de Periodistas, la de la Sociedad Blake y la de los gibbonitas -respondió rápidamente Burden.

– ¿Quiénes son esos últimos? -preguntó el doctor-. ¿Una manada de monos?

– No he dicho gibón -puntualizó Burden sin sonreír-. He dicho Gibbon, el de El declive y la caída… y el historiador, hombre. Creo que son otra panda de chiflados.

– ¿Insinúas que Jota se llevó una chica a Brighton y la dejó todo el día sola mientras cotilleaba sobre Gibbon? -preguntó pensativo Wexford-. En fin, cosas más extrañas he oído. Continúa.

– De regreso a Londres, Jota fingió una pelea con la muchacha y la echó del coche en un arranque de cólera. Hatton, que la estaba esperando, la golpeó en la cabeza, le vació el bolso y regresó a su camión. Al día siguiente Jota le pagó el dinero acordado. Estoy convencido de que la llamada que Hatton hizo desde la cabina iba dirigida a Jota para decirle que el trabajo estaba hecho. Nadie se habría enterado del asunto si Hatton no hubiese sido tan codicioso y hubiese empezado a exprimir a Jota.

El doctor miró burlonamente a Burden.

– Disculpa, Burden. Sé que soy un profano en la materia, pero tu teoría me parece absurda. No digo que la muchacha no estuviese muerta antes de que el coche la atropellara. Quizá lo estaba. Pero ¿qué sentido tiene que Hatton la colocara en la carretera? No podía tener la seguridad de que la arrollase un coche. Además, corría el riesgo de que alguien lo viera. Y Hatton era un hombre menudo, carecía de la fuerza necesaria para arrastrar a la joven hasta la banda sur de la carretera. Si la muerte de la muchacha había de parecer obra de un vagabundo, ¿por qué no la mató detrás del seto y la dejó allí?

– Oigamos tu teoría, pues -dijo Burden con aspereza.

– Yo no necesito teorías -replicó engreído Crocker-. No me pagan para hacer esa clase de diagnósticos.

– Bájate de tu burro, Paracelsos -dijo Wexford- y ponte en nuestra piel por un instante. Inténtalo al menos.

– El problema con ustedes es que siempre se creen lo que les dicen. Yo no. Sé por experiencia que las personas tergiversan la verdad cuando tienen miedo o sufren un bloqueo psicológico o desean ser demasiado útiles. Omiten detalles porque son unos ignorantes y cuando les dicen que quieres saberlo todo, seleccionan lo que para ellos representa todo, lo cual no es necesariamente lo que interesa al experto que hace las preguntas.

– ¡Todo eso ya lo sé! -exclamó Wexford con impaciencia.

– La señora Fanshawe dice que la muchacha no iba en su coche no porque le avergüence reconocerlo, sino porque lo ha olvidado. Por supuesto que iba en el coche. La recogieron dos millas antes de que se produjera el accidente, y esas dos millas son un pozo vacío para la señora Fanshawe. Como es natural, la mujer no tiene intención de llenar ese pozo. Ya sólo la palabra «muchacha» es para ella como un paño rojo para un toro. Están moscas porque en el bolso no había llaves ni otros objetos que pudieran identificar a la muchacha, y todo se debe a que la joven había guardado esas cosas en su maleta, que olvidó deliberadamente en el coche de Jota.

– ¿Por qué?

– Para que Jota tuviera que volver a buscarla. La maleta estaba en el asiento de atrás. Tarde o temprano el hombre había de reparar en ella y volver por la muchacha. O eso pensó ella. Al ver que Jota no regresaba, la joven comprendió que podía recuperarla otro día. Es probable que supiera dónde vivía Jota. En último extremo, sería una excusa para ajustarle las cuentas y enfrentarse a su esposa. Pero Jota no regresó y ella se hartó de esperar, de modo que hizo autostop y Fanshawe la recogió.

– ¿Así de simple?

– Según su teoría, Jota no es más que un donjuán relativamente peligroso. ¿Por qué no se personó en comisaría cuando encontramos a la muchacha?

El doctor dejó escapar una risa irónica de superioridad.

– Por la ineficacia de algunos. Dijisteis a la prensa que la joven muerta era Nora Fanshawe. ¿Por qué iba Jota a jugarse el tipo? Si abandonó a la chica en las afueras de Stowerton era porque no deseaba volver a verla. No tenía sentido que apareciera de repente para ayudarles con la investigación.

– ¿Qué pinta Charlie Hatton en todo esto? -preguntó quedamente Wexford.

– Si no te importa, responderé a tu pregunta con otra pregunta. ¿Qué te hace pensar que Hatton no disponía de una fuente de ingresos totalmente ajena a McCloy, Fanshawe o Jota?

Wexford miró a Burden y observó desasosiego en su rostro. No podía permitir esa clase de dudas. Resultaba intolerable.

– Hatton estaba detrás del seto -replicó obstinadamente Wexford-. Vio que empujaban a la muchacha a la carretera.

– ¡Venga ya!

– Oh, no desde la franja central, desde luego. -Wexford hizo una pausa deliberada. Las sombras de las hojas jugaban, bailaban y perecían a medida que el sol inundaba la habitación-. Desde un coche -dijo-, la empujaron desde un coche.

El sol surgía y desaparecía intermitentemente. Una vez solo, Wexford observó cómo las masas de nubes flotaban sobre los tejados de High Street y proyectaban sus sombras, primero en la fachada de una casa, luego en la calzada. El sol asomaba de tanto en tanto, envuelto en un nido dorado.

Cogió el horario de trenes del cajón de su escritorio y miró los trenes de la tarde en dirección a Londres. Había un rápido a las dos y cuarto.

El ascensor le aguardaba con la puerta abierta, invitándole a subir. Para entonces Wexford ya se había liberado de todas sus inhibiciones al respecto. Entró en el cubículo y pulsó el botón de la planta baja. La puerta se deslizó con un susurro y se hundió en un suspiro.

Alguien debió de llamar el ascensor desde la primera planta, pues el aparato tembló y el suelo pareció subir ligeramente. Luego se detuvo con un estremecimiento. Wexford esperó a que la puerta se abriera, pero no lo hizo.

Era una puerta maciza, sin cristal ni rejilla. Wexford pateó impacientemente el suelo con el pie. Miró el tablero de mando y se preguntó por qué la luz que marcaba «1» no se había encendido. Probablemente, la persona que había llamado el ascensor se había cansado de esperar y decidido utilizar las escaleras. Pero ¿por qué no se había encendido la luz? Clavó el pulgar en el botón de la planta baja. Nada sucedió.

O, mejor dicho, sucedió lo peor, lo que Wexford siempre había temido que sucediera. El maldito aparato se había estropeado. Se había atascado, posiblemente entre dos plantas. El pánico se apoderó de un recodo del cerebro de Wexford. Rechazándolo con una fiera blasfemia, golpeó elegantemente la puerta.

¿Estaba insonorizada? Wexford nunca había confiado demasiado en los métodos de insonorización, sobre todo después de haber vivido los primeros años de su carrera en pisos que los agentes inmobiliarios elogiaban efusivamente por los tablones de algas marinas supuestamente incorporados a sus paredes y techos. Estos no habían impedido que el piano del vecino de arriba y el incesante tamborileo de pies infantiles hubiesen estado cerca de volverle loco. Semejantes tablones eran incapaces de insonorizar una casa, pensó con rabia. Pero sería muy propio de «ellos» salir airosos de un propósito tan absurdo como insonorizar un ascensor. Golpeó de nuevo la puerta y pulsó el botón de alarma, mas sólo consiguió que la negra caja alcanzara una inmovilidad aún mayor.

Había un pequeño asiento de piel, como los asientos adicionales de un taxi, plegado contra la pared. Wexford tiró de él. El asiento crujió cuando se sentó. Mirando a su alrededor con fingida serenidad, calculó el volumen del ascensor. Dos quince por uno veinte por uno veinte. A primera vista, no había forma de conseguir que entrara aire o saliera dióxido de carbono. Aguzó el oído. El silencio era tan profundo que lo mismo habría dado que estuviera sordo como una tapia.

¿Cuánto tiempo podía permanecer un hombre de su grosor en un espacio de dos quince por un veinte por uno veinte? Lo ignoraba. Eran las dos menos diez. Se levantó y el asiento azotó la pared. El sonido le sobresaltó. Clavó ambos puños en el tablero y golpeó con fuerza. El ascensor se tambaleó y eso lo inquietó, pues, según sabía, el aparato pendía de un hilo.

Debería gritar, pero ¿qué? «¡Socorro, sáquenme de aquí!» era demasiado humillante.

– ¿Hay alguien ahí? -vociferó, y como la frase sonaba a una médium en una sesión de espiritismo, añadió-: ¡El ascensor se ha atascado!

Dadas las circunstancias, más le valía ahorrar oxígeno. Probablemente las salas estaban desiertas. Burden, Martin y Loring habían salido. Camb estaría sentado abajo (¡abajo!), frente a su escritorio. Seguro que había alguien sentado allí. Y con igual certeza sabía que sus gritos pasaban inadvertidos.

Con la desagradable sensación de que todo se iba a pique, Wexford se enfrentó al hecho de que a menos que Burden regresara dos horas antes de lo previsto, era probable que nadie utilizara el ascensor. Camb estaba en su puesto, Martin en Sewing. Wexford se había percatado de que la mayor parte de la sección uniformada prefería las escaleras. Quizá tendría que esperar a la hora del té, pero ¿estaría vivo para entonces?

Las dos. Si no conseguía salir en los próximos cinco minutos, perdería el tren. Aunque poco importaba. No necesitaba ponerse en contacto con la clínica Princess Louise para estar casi seguro de que tenía la respuesta. Quizá fueran meras conjeturas, pero conjeturas geniales. Mas si fallecía, nadie sabría…

Harto de gritar, se derrumbó una vez más en el asiento.

Tal vez la sensación de que el aire estaba cada vez más viciado no fuera más que fruto de su imaginación. El pánico no llevaba a ninguna parte. Estaba fuera de los desenfrenos que solía permitirse, como también lo estaba el alimentar la idea de que era una rata en un agujero, un zorro en una madriguera taponada. Pensó por un momento en Sheila. Basta ya, ese era el camino de la locura.

Dos y cuarto. Wexford extrajo su libreta y un lápiz. Por lo menos, podría dejarlo por escrito.

– No sé de dónde saca Wexford semejantes ideas -dijo indiscretamente el doctor. Burden esbozó una sonrisa neutra-. Si yo estuviera en tu lugar, querría probarlo. ¿Tienes algo que hacer esta tarde?

– Nada que Martin y Loring no puedan hacer sin mí.

– Entonces, ¿vamos en mi coche?

– ¿No tienes ninguna operación? -preguntó Burden, que juzgaba el plan de poco ortodoxo.

– Tengo la tarde libre. Me atrae más la medicina forense.

A Burden no. Se preguntó qué diría Crocker si él le sugiriera acompañarle en su visita a un paciente.

– De acuerdo -dijo de mala gana-. Pero nada de carreteras de circunvalación.

– El aeródromo de Cheriton -anunció el doctor.

El lugar estaba abandonado hacía años. Situado al final del bosque de Cheriton, más allá de Pomfret, constituía un santuario para los conductores sin licencia. Los adolescentes, demasiado jóvenes aún para ostentar el permiso de conducir provisional, convencían a sus padres de que los acompañaran a las pistas abandonadas del aeródromo a fin de hacer sus cabriolas con relativa seguridad.

Hoy las pistas estaban desiertas. Las franjas de hierba que las separaban habían sido aradas y consagradas al cultivo de nabos y remolachas. Más allá de los surcos de remolachas uniformemente plantadas, el bosque de pinos ascendía por las suaves ondulaciones de las colinas.

– Conduce tú -dijo el doctor-. Prefiero el papel de víctima.

– De acuerdo -replicó Burden, que estrenaba chaqueta.

Se sentó en el asiento del conductor. La pista era tan ancha como la carretera de circunvalación de Stowerton.

– Teóricamente, la muchacha era fuerte y sana -dijo Crocker-. Es imposible empujar a alguien así en un coche en movimiento si la víctima está en plena posesión de sus facultades. El agresor tuvo que golpearla primero en la cabeza.

– ¿Insinúas que llevaba una chica inconsciente en el asiento del pasajero?

– Discutieron y él le pegó -explicó lacónicamente el doctor-. Ahora yo soy ella y estoy inconsciente. La carretera está despejada. Pero no me empujarías desde el carril rápido, ¿verdad? Alguien podría acercarse por detrás a toda velocidad, lo cual resultaría sumamente molesto. De modo que lo harías desde el carril del centro. Venga, muévete.

Burden se colocó en el centro de la pista.

– La hilera de remolachas representa la mediana -dijo-. Fanshawe se desvió hacia la derecha para esquivar el cuerpo.

– Eso dice.

– ¿Qué hago? ¿Dejo la portezuela entreabierta?

– Sí, eso creo. Avanza poco a poco y luego empújame.

Crocker hizo un ovillo con su cuerpo y se abrazó a las rodillas. Burden, conduciendo a paso de tortuga, no osaba ir a más de cinco millas por hora. Se inclinó hacia la izquierda, abrió la puerta del pasajero y propinó un ligero empujón al doctor. Crocker cayó rodando suavemente sobre el asfalto, titubeó y se incorporó. Burden detuvo el vehículo.

– ¿Lo ves? -dijo Crocker, quitándose el polvo con una sonrisa-. Te dije que Wexford estaba loco. ¿Has visto dónde he aterrizado? En el carril lento, y el coche apenas se movía. Nuestro hombre misterioso conducía más rápidamente que tú. La muchacha hubiese tenido que rodar hasta el carril de la izquierda, topando casi con la cuneta.

– ¿Quieres probarlo desde el carril rápido?

– Con una vez basta -aseguró con firmeza el doctor-. Ya has visto lo que ocurre. Si la muchacha no llegó hasta el carril lento, como mínimo aterrizó en medio de la carretera. Es imposible dejar un cuerpo en el carril rápido desde un coche en movimiento.

– Tienes razón. Si fue lanzada desde el lado izquierdo, tuvo que rodar forzosamente hacia la izquierda. En ese caso, si Fanshawe iba por el carril rápido, habría pasado limpiamente por la derecha del cuerpo.

– Pero si el hombre misterioso conducía realmente por el carril rápido y el cuerpo cayó en seco sobre ese mismo carril, Fanshawe se habría desviado hacia la izquierda para esquivarlo y, por tanto, no habría podido golpear el árbol de la mediana. Sólo existe una posibilidad y hemos demostrado que no es factible.

Burden estaba harto de que le dieran lecciones.

– Exacto -dijo con impaciencia-. Sólo si la muchacha hubiese salido disparada hacia la derecha y su cabeza hubiese quedado apuntado hacia el carril central y los pies hacia la mediana, Fanshawe se habría desviado hacia la derecha. Habría girado instintivamente para esquivar la cabeza.

– Pero eso, como sabemos, es imposible. Si tú eres el conductor, sólo puedes empujar a alguien que ocupa el asiento del pasajero, es decir, el lado izquierdo, y no el asiento de atrás. Eso significa que la víctima siempre aterrizará hacia la izquierda.

– Volveré a comisaría para contárselo -dijo pensativamente Burden, y dejó que el doctor tomara el volante para regresar por la pista flanqueada de surcos de verde follaje.

– ¿Dónde está el inspector jefe? -Al salir del despacho de Wexford, Burden tropezó con Loring en el pasillo.

– Lo ignoro, señor. ¿No está en su despacho?

– ¿Insinúa que se ha escondido debajo del escritorio o, mejor aún, archivado en el fichero?

– Lo siento, señor. -Loring levantó un estor amarillo-. Su coche está en el aparcamiento.

– Lo sé. -Burden había subido por las escaleras. Caminó hasta el ascensor y pulsó el botón. Viendo que el aparato no acudía, se encogió de hombros y bajó andando hasta la planta baja. El sargento Camb desvió su atención de la mujer que había perdido un gato siamés.

– ¿El señor Wexford? No ha salido.

– Entonces ¿dónde demonios está? -Burden nunca blasfemaba, ni siquiera tan suavemente.

– Camb lo miró asombrado-. Tenía intención de ir a Londres, creo que en el tren de las dos y cuarto.

Eran las tres y media.

– Puede que saliera por la puerta de atrás.

– ¿Por qué razón? Sólo utiliza esa puerta cuando va al juzgado.

– Ojos azules -dijo lastimosamente la mujer- y una marca de color café en el cuello.

El sargento suspiró.

– Todos los siameses tienen ojos azules y marcas marrones en el lomo, señora. -Cogió su bolígrafo y se dirigió a Burden-. En realidad, he estado ocupado toda la tarde tratando de localizar a los mecánicos para que echen un vistazo al ascensor. El inspector Letts asegura que lo llamó con insistencia pero no acudió. Me temo que se ha atascado entre dos plantas.

– Y yo me temo -dijo Burden- que el señor Wexford está atascado en su interior.

– Dios mío, ¿no lo dirá en serio, señor?

– Páseme el teléfono. ¿Se da cuenta de que lleva dos horas dentro de ese aparato? ¡Páseme el teléfono!

Era la hora de las visitas de la tarde en el hospital de Stowerton. También era día de consulta. Eso significaba un éxodo de cientos de coches que la mujer de la patrulla de tráfico solía controlar con eficacia. Hoy, no obstante, un enorme coche azul verdoso con los guardabarros magullados y medio cuerpo estacionado en la calzada, bloqueaba la salida. Estaba cerrado con llave, bloqueado, y a su espalda se extendía un apretado atasco que llegaba hasta el aparcamiento.

Cuatro camilleros habían tratado en vano de levantar el vehículo para colocarlo frente a la puerta de la caseta del conserje. En ese momento, Vigo, el dentista, salió de su coche para echar una mano. Era más robusto y fuerte que los camilleros, pero la unión de sus esfuerzos no logró mover el coche.

– Probablemente sea de alguien que está visitando a un paciente del ala privada -comentó Vigo a un ginecólogo cuyo coche había quedado inmovilizado detrás del suyo.

– Será mejor que llamemos al conserje para que dé el aviso.

– Sí, y cuanto antes mejor -dijo Vigo-. Tendrían que matar a esa gente. Tengo una cita a las cuatro.

Y eran las cuatro menos cinco cuando la enfermera Rose llamó a la puerta de la señora Fanshawe.

– Disculpe, señor Jameson, pero su coche está bloqueando la salida. ¿Le importaría retirarlo? No sólo se han quejado las visitas. -La voz de la enfermera adquirió un tono reverencial. Había cometido un desafuero-. El señor Vigo y el señor Delauney también han protestado. Así que, si es tan amable…

Michael Jameson se levantó lánguidamente.

– No conozco a esos tipos -replicó, evaluando a la enfermera Rose con la mirada-. Pero no me gustaría que quedara mal con ellos, encanto. Retiraré el coche.

Nora Fanshawe le tocó el brazo.

– ¿Vendrás a buscarme, Michael?

– Claro, querida, no te alteres. -La enfermera Rose abrió la puerta y Jerome salió por delante de ella-. Las visitas a los hospitales son una verdadera lata -le oyeron decir las dos mujeres de la habitación.

La señora Fanshawe se había maquillado la cara por primera vez desde que recuperara el conocimiento. Se retocó los finos labios con una barra escarlata y se frotó las grasientas vetas de sombra de ojos que se le habían formado en los pliegues de los párpados.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien qué, madre?

– ¿Piensas casarte con ese inútil?

– Así es, y más vale que vayas haciéndote a la idea.

– Si tu padre estuviera vivo jamás lo habría permitido -repuso la señora Fanshawe, retorciéndose los anillos.

– Si papá estuviese vivo Michael no querría casarse conmigo. Yo no sería rica, ¿comprendes? Estoy siendo franca contigo. Creía que eso era lo que los padres deseaban de sus hijos, franqueza. -Nora Fanshawe se encogió de hombros y apartó un pelo rubio de su traje azul. Su voz era desagradable, desprovista de todo convencionalismo o afectación-. Le escribí diciéndole que papá había muerto. -Rió-. Se presentó aquí como una bala. Lo he comprado. Probé el producto y me gustó, de modo que he decidido quedármelo. Es el mismo principio que la compra por catálogo.

La señora Fanshawe no estaba consternada. Había mantenido la mirada fija en el rostro de su hija sin pestañear.

– De acuerdo -dijo-. No puedo impedírtelo y tampoco tengo intención de pelearme contigo. -Hablaba con voz firme-. Eres todo lo que tengo, lo único que he tenido.

– Entonces no veo por qué no podemos ser una familia feliz.

– ¡Una familia feliz! Puede que seas franca, cariño, pero te estás engañando. Michael ya le ha puesto el ojo a esa enfermera.

– Lo sé.

– ¡Y sigues pensando que lo has comprado! -Ni todo el control de la señora Fanshawe pudo evitar la explosión de amargura-. ¡Comprar a la gente! Sabes de quién lo has heredado, ¿verdad? De tu padre. Eres como tu padre, Nora. Dios sabe que he intentado conservarte la inocencia, pero él te enseñó que la gente podía comprarse.

– Te equivocas, mamá -dijo Nora Fanshawe con tono afable-. Tú me enseñaste. ¿Te apetece otra taza de té? -Y pulsó el timbre.

A las cuatro y cuarto el ascensor descendió hasta la planta baja. Cuando la puerta comenzó a abrirse, Burden se mareó y sintió un nudo en el estómago. No podía mirar. Los dos mecánicos bajaron corriendo por las escaleras. El vestíbulo estaba atestado de gente. Grinswold, el comisario jefe, los inspectores Lewis y Letts, Martin, Loring, Camb y, pegado al ascensor, el doctor Crocker.

La puerta estaba abierta. Burden tenía que mirar. Se acercó al ascensor echando a un lado a la gente.

– ¡Despejen el camino! -gritó el doctor.

Wexford salió. El rostro blanco, el brazo del doctor en torno a sus hombros, dio dos torpes pasos.

– ¡Emparedado -dijo- como una maldita monja!

– Caray, señor. ¿Se encuentra bien?

– En la libreta está todo -boqueó Wexford-. Lo he anotado todo en la libreta. No hay nada… no hay nada como un ambiente enrarecido para hacer funcionar el cerebro. Más barato que escalar el Everest, ese ascensor.

Y acto seguido se derrumbó sobre el cabestrillo que Crocker y Letts formaron con sus brazos.

– Es mi hora de marchar -dijo la enfermera Rose y el personal de la noche está en la cocina. ¿Le importaría ir solo? -Miró al inspector bajo la tenue luz del pasillo-. ¿No ha estado antes aquí, visitando a la señora Fanshawe? Entonces conocerá el camino. Está en la habitación número cinco, a dos puertas de la señora Fanshawe.

Burden le dio las gracias. Nada más doblar la esquina, se encontró cara a cara con la señora Wexford y Sheila.

– ¿Cómo está?

– Bien, no tiene secuelas. Lo retendrán esta noche para mayor seguridad.

– ¡Gracias a Dios!

– Te preocupa papá, ¿verdad? -Cuando Sheila sonreía, Burden sentía deseos de besarla, tanto se parecía a su padre. Le parecía increíble que esa cara tan perfecta y encantadora fuera la copia y la esencia de la cara arrugada y gruesa qué le había perseguido cuando representó su arresto y leyó los cargos. No quería parecer sensiblero y consiguió esbozar una sonrisa alegre-. Se muere por verte. Nosotras sólo hemos sido un recurso provisional.

Wexford estaba tumbado en la cama de una habitación idéntica a la de la señora Fanshawe. Un batín de cuadros rojos le cubría los hombros y un revoltillo de pelo gris asomaba por entre las solapas de la camisa del pijama. Sus labios esbozaron una sonrisa y sus ojos chasquearon.

Burden se acercó a la cama de puntillas. En los hospitales todo el mundo, salvo el personal, anda de puntillas, de modo que eso hizo, mirando inquieto a su alrededor. El olor a comida y desinfectante que perfumaba el pasillo era sofocado por los claveles que la señora Wexford había llevado a su marido.

– ¿Cómo te encuentras?

– Perfectamente -respondió Wexford con impaciencia-. Estas malditas flores han convertido la habitación en una capilla ardiente. Me iría ahora mismo si ese canalla de Crocker y sus secuaces no hubiesen minado mis fuerzas. -Se incorporó bruscamente y frunció el entrecejo-. ¿Te importaría abrir esas latas de cerveza? Me las trajo Sheila. Es una buena chica. De tal palo tal astilla.

Burden enjuagó el vaso que descansaba en la bandeja de la cena de Wexford, y del lavabo cogió para él el vaso de la pasta de dientes.

– ¿Así que una habitación privada? Es magnífica.

Wexford sonrió.

– No ha sido idea mía, Mike. Nos dirigíamos a la sección general cuando Crocker recordó que Mono Mathews estaba ingresado allí para rehacerse las venas. Llegamos a la conclusión de que al hombre le incomodaría verme, máxime cuando hace dos años le detuve por robo. No te preocupes, me encargaré de hacerle saber lo que me ha costado salvar el orgullo. -Miró a su alrededor complacido-. Ocho libras al día. Me alegro de no haber pasado más tiempo en ese ascensor. -Bebió cerveza y se enjugó los labios con un pañuelo de papel-. Y bien, ¿lo has hecho?

– A las cinco y media.

– Lamento no haber estado allí. -De repente sintió un escalofrío-. La piel de mis dientes… -Se echó a reír-. ¡Dientes! -exclamó-. Qué curioso.

Unos pasos que no avanzaban de puntillas sonaron en el pasillo y Crocker entró en la habitación.

– ¿Quién te ha dado permiso para beber?

– Siéntate, pero no en mi cama. A la enfermera Rose no le gusta. Nos disponíamos a hacer una autopsia, ¿te apuntas?

El doctor cogió una silla de la habitación contigua, que estaba vacía, y se derrumbó en ella.

– Ya he oído rumores sobre su identidad. Caray, hubieras podido derribarme de un soplo.

– Prefiero dejárselo a otros -replicó Wexford-, como uno de esos chicos que prefieren las piedras a los soplos. -Clavó la mirada en los ojos del doctor y vio en ellos esa perplejidad y ese ansia de saber que tanto le gustaban-. También la profesión médica tiene sus asesinos. ¿Qué me dices de Crippen o Buck Ruxton? Esta vez le tocó a un dentista.