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– Siempre es un problema -comenzó Wexford saber por dónde empezar. ¿Dónde está el principio? A veces pienso que los novelistas se enfrentan a un problema similar. Lo sé de buena tinta. Conocí a un tipo que escribía libros. Decía que terminar era fácil y que el medio transcurría solo, pero que nunca sabía por dónde empezar. ¿Hasta dónde es preciso remontarse en la vida de un hombre para averiguar qué le ha llevado a actuar de determinada manera? ¿Hasta su infancia, hasta sus padres, hasta Adán?
– No te remontes tan lejos -protestó Burden- o estaremos aquí toda la noche.
Wexford sonrió. Ahuecó las almohadas y tiró de las esquinas hacia sus hombros.
– Creo que empezaré diez años atrás -dijo-, pero no se preocupen. Ya saben que el tiempo vuela.
– Vigo no vivía aquí hace diez años.
– Hace diez años estaba desposando a una muchacha rica y probablemente no lo hizo sólo por su dinero. Pero el dinero le permitió abrir una consulta y comprar una casa. Tuvieron un hijo.
– Mongólico -intervino el doctor-. Lleva internado en una institución desde los seis meses de edad. Fue un fuerte golpe para Vigo.
– Lógico -dijo Wexford-, no hay más que mirarlo. Hitler lo habría descrito como el perfecto ario. Si tuvieras una granja de humanos, ¿no elegirías a Vigo como el perfecto semental?
El doctor asintió de mala gana.
– Y si fueras Vigo, ¿no esperarías engendrar una prole excelente?
– Todo el mundo lo espera.
– Tal vez. Digamos que todo el mundo lo desea, y a veces los menos idóneos son los más afortunados. -Wexford sonrió y apuró la cerveza-. Creo que Vigo culpó a su mujer, y no me digas que fue injusto. La vida es injusta. Tardaron ocho años en tener otro hijo.
El doctor se inclinó hacia adelante.
– Pobre muchacho -suspiró.
– El que sea pobre es culpa de su padre -espetó Wexford-. No te pongas sentimental. He aquí el verdadero comienzo de la historia, el segundo embarazo de la señora Vigo. La mujer padecía una toximia.
– Una toximia de embarazo, evidentemente -corrigió con pedantería el doctor.
– Sea lo que fuere, la señora Vigo ingresó en la clínica Princess Louise dos meses antes de dar a luz. Como podéis imaginar, a Vigo le aterraba la idea de que algo fuera mal.
– La toximia no genera niños mongólicos.
– ¡Oh, cierra el pico! -dijo irritado Wexford-. La gente no razona en este tipo de situaciones. El hombre estaba asustado y deprimido, y empezó a alternar con una de las enfermeras que conoció durante las visitas de su mujer. Es probable que siempre haya sido un donjuán, y hablo con conocimiento de causa.
– En tus notas -dijo Burden, que tenía la libreta abierta sobre el regazo- dices que Vigo dejó a Bridget Culross una vez que el niño nació sano y normal.
– Es una conjetura. Digamos que estaba demasiado absorbido por el niño para interesarse por otras cosas. Adora a su pequeño. ¿Hablaste con la clínica?
– Sí. La señora Vigo ingresó en octubre y permaneció en la clínica hasta dos semanas después del parto, o sea, hasta finales de diciembre. Bridget Culross trabajó en la sección que comprendía la habitación de la señora Vigo desde el uno de noviembre hasta el uno de enero.
Wexford se recostó.
– Tenía que ser alguien cuyo nombre o apodo comenzara por J. Al principio pensamos en Jerome Fanshawe, pero no podía ser porque la señora Fanshawe ya no tenía edad para procrear. Pensé seriamente en Michael Jameson. No me sorprendería que tuviera una esposa en algún lugar. -Wexford bajó la voz. Tan sólo una habitación le separaba de la señora Fanshawe-. Cabía la posibilidad de Michael Jameson se hiciese llamar Jota, como Mike, y poseía el coche idóneo. Pero de eso hablaremos más tarde. En cualquier caso, no era ninguno de ellos, sino Jolyon Vigo. Con un nombre así, cualquier apodo es de agradecer.
– Dijiste que dejó a la chica. ¿Por qué volvió con ella?
– Un hombre tiene un hijo -dijo Wexford-. Si lo adora, es posible que durante un tiempo ese sentimiento le acerque a su esposa. Pero tales sentimientos se agotan. ¿Puede un leopardo cambiarse las manchas? En aquel entonces, la muchacha vio ante sus ojos la oportunidad de casarse con él. No hay duda de que el propio Vigo había tenido en cuenta esa misma posibilidad cuando pensó que su mujer no iba a darle otro hijo. Ahora, sin embargo, lo que quería era divertirse un poco, pero no tenía intención de perder a su hijo. Hete aquí el quid de la cuestión.
El doctor cruzó las piernas y arrastró ligeramente la silla.
– ¿Qué pinta Charlie Hatton en todo esto?
Wexford no respondió directamente, sino que dijo:
– Vigo y Culross vivían su idilio de forma intermitente, y si no desembocó en una relación estable fue probablemente porque ella no dejaba de presionarle con la idea del matrimonio y él se dedicaba a darle evasivas.
– Eso es algo que no puedes saber -objetó Burden.
– Conozco la naturaleza humana -replicó con arrogancia Wexford-. El dieciocho de mayo, Bridget Culross tenía por delante un largo fin de semana libre y, casualmente, la Sociedad Blake celebraba durante esos días una conferencia en Brighton. Vigo recogió a Culross en Marble Arch y se la llevó a Brighton en su coche, un enorme sedán Plymouth.
– ¿Cómo sabes que era la Sociedad Blake? ¿Por qué no los gibbonitas?
– Vigo tiene las paredes de su vestíbulo cubiertas de dibujos de Blake. ¿Averiguaste dónde se alojaron?
– Se inscribieron en el hotel Majestic con sus nombres verdaderos. Reservaron dos habitaciones contiguas, que abandonaron el lunes, veinte de mayo, por la tarde.
Wexford asintió.
– Quizá fuera el primer fin de semana que pasaban juntos. Bridget Culross se dedicó a presionar a Vigo para que se divorciara de su esposa. O a tratar de presionarle. Ignoro qué ocurrió exactamente. ¿Cómo voy a saberlo? Supongamos que la muchacha sabía que, de regreso a Londres, tenían que pasar cerca de Kingsmarkham, y trató de convencer a Vigo de que la llevara a la casa de la calle Ploughman para que juntos plantaran cara a la señora Vigo. -Wexford se aclaró la garganta-. Los hombres detestan ese tipo de cosas. Discutieron. ¿Queréis saber dónde? Ella llegó al colmo de su insistencia cuando alcanzaron el punto donde la carretera pasa más cerca de Kingsmarkham, es decir, a unas tres millas al sur del lugar donde fue hallado el cuerpo. Bajaron del coche y la muchacha dijo que iría por su propio pie a la calle Ploughman si él se negaba a acompañarla. Vigo es un hombre fuerte. Forcejearon, ella cayó y se golpeó la cabeza. De repente, él tenía en sus manos una muchacha inconsciente, puede que muerta. ¿Comprendéis el dilema?
– Hiciese lo que hiciese su mujer lo descubriría, le pediría el divorcio y obtendría la custodia del niño -dijo Burden.
– Exacto. Se apresuró a elaborar un plan. Primero extrajo todos los objetos que pudieran identificar a la muchacha del bolso que él mismo le había regalado. Mucha gente debía de saber dónde había ido Bridget ese fin de semana, pero la muchacha siempre se había cuidado de que nadie conociese el nombre de su amante. Vigo es un hombre inteligente, un hombre de medicina que conoce en cierta medida nuestros métodos. Sabía que la policía no se lanzaría a la búsqueda de una muchacha de la reputación de Bridget Culross y que ésta no tenía parientes cercanos o gente que pudiera preocuparse por ella. ¿Y si la encontraban muerta en la carretera, arrollada por un vehículo? La policía imaginaría que se había peleado con su novio, que hizo autostop hasta Stowerton y fue atropellada al cruzar la carretera o mientras levantaba el dedo por segunda vez. Vigo la colocó en el asiento del pasajero, con la cabeza sobre su regazo para no manchar el asiento de sangre. Probablemente tenía a mano un periódico o una alfombrilla vieja para protegerse las rodillas, algo que podría quemar cuando llegara a casa.
»Se internó en la carretera de circunvalación. A esa hora de la noche y en ese día de la semana estaba relativamente vacía. Con todo, sabía que debía conducir despacio. Es prácticamente imposible abrir una puerta y arrojar un cuerpo a demasiada velocidad, de modo que se mantuvo en el carril lento.
– ¿Qué ocurrió entonces?
– Las cosas sucedieron según lo planeado. Vigo avanzó a veinte o treinta millas por hora y cuando vio que la carretera estaba despejada, empujó a la muchacha y ésta cayó como había previsto, con la cabeza sobre el carril rápido.
– Espera un momento -le interrumpió bruscamente el doctor-. Eso es imposible. Nosotros lo probamos y no…
– Espera un momento tú -dijo Wexford y, con un francés abominable, añadió-: Pas devant les infirmières.
– Té, café, Ovaltine u Holricks -dijo una voz chillona, mientras una mujer golpeaba suavemente la ventanilla de la puerta.
– Ovaltine, gracias. Es lo más sano -dijo Wexford.
– Hay un espía entre ustedes -prosiguió Wexford-. En otras palabras, Charlie Hatton -y dio un sorbo de Ovaltine con expresión inescrutable-. Había estacionado su camión en el área de descanso situada en la cumbre de la colina y estaba tomando el aire al otro lado del seto.
– ¿Insinúas que Hatton vio a Vigo arrojar del coche a la chica y no hizo nada al respecto?
– Depende de lo que quieras decir con nada. Sé por experiencia que los Charlie Hatton de este mundo no tienen especial inclinación por entrar en relaciones con la policía, ni siquiera como observadores indignados. Hatton sí hizo algo. Chantajeó a Vigo.
– ¿Me das un par de uvas? -preguntó el doctor-. Gracias. Sólo como uvas cuando se las robo a mis pacientes. -Se llevó una a la boca y la masticó con pepitas y todo-. ¿Conocía Hatton a Vigo?
– Me atrevería a decir que lo conocía de vista, o cuando menos conocía el coche. Vas a pillar una apendicitis.
– Tonterías. Además, ya la he tenido. ¿Qué ocurrió entonces?
Wexford cogió otro pañuelo de papel y se limpió la boca.
– Hatton se fue a casa. Cinco minutos después apareció Jerome Fanshawe conduciendo como un loco. Divisó a la muchacha en la carretera cuando ya era demasiado tarde y gritó «¡Dios mío!». Ella, no lo olvidéis, estaba tirada sobre el asfalto con el cuerpo y las piernas en el carril central y la cabeza en el carril rápido. Fanshawe giró instintivamente el volante para esquivar la cabeza. Por consiguiente, se desvió hacia la derecha, se subió a la mediana y se estrelló contra un árbol. Creo que ahí comienza y termina la intervención de los Fanshawe en este caso. Por una vez en la vida, Fanshawe era la víctima inocente.
Burden asintió con la cabeza y tomó la palabra.
– A la mañana siguiente -dijo- Hatton meditó sobre el asunto. Telefoneó al inquilino del piso que tenía pensado para los Pertwee y fue a verlo con Marilyn. De repente se vio ante la necesidad de desembolsar una importante suma de dinero. El inquilino quería doscientas libras de entrada.
– Y eso fue lo que le hizo decidirse -dijo Wexford-. Dejó una Marilyn en el Olive & Dove y ella vio a Hatton entrar en una cabina telefónica. Sin duda, estaba telefoneando a Vigo para concertar una cita por la tarde.
– ¿No habías dicho que pidió hora desde el teléfono de su casa? -inquirió el doctor.
– Telefoneó de nuevo desde su casa para que su esposa no sospechara. Estoy seguro de que Hatton ya había dejado claro a Vigo lo que quería de él y acordado que le telefonearía de nuevo desde su casa para concertar la cita. Tuvo que ocurrir así, ¿crees que de lo contrario Vigo habría accedido a recibirle ese mismo día? Se trata de un hombre ocupado al que hay que pedir hora con varias semanas de antelación. Charlie Hatton ni siquiera era paciente suyo. Estoy seguro de que Charlie le comunicó de antemano que quería dinero por su silencio y la mejor dentadura postiza que Vigo pudiera ofrecerle. Gratis, por supuesto.
– Debió de ser un duro golpe para Vigo -dijo pensativamente Crocker-. La noche antes había actuado sin pensar. Las probabilidades, por tanto, de que le descubrieran eran bastante altas. Pero el accidente de Fanshawe fue un golpe de suerte inesperado. Cuando Vigo leyó en el periódico la noticia del accidente y el hecho de que la muchacha había sido identificada como Nora Fanshawe, se sintió salvado. Para cuando la verdadera Nora Fanshawe apareciera, las cosas se habrían complicado tanto que probablemente nunca llegaría a saberse la verdad. ¿Cómo iba a imaginar que alguien había presenciado sus actos?
– Como es natural, pagó por ellos -dijo Wexford-. Pagó una y otra vez. Si no me equivoco, la primera vez que Hatton habló con Vigo le exigió que extrajera de su cuenta bancaria mil libras, suma que había de entregarle en su primera visita a la calle Ploughman la tarde del veintiuno de mayo. Imaginaos la escena por un momento. El chantajista tendido en el sillón con la boca abierta de par en par mientras su víctima, desesperada, acorralada diría yo, le tomaba las medidas para la nueva dentadura.
»Al día siguiente, veintidós de mayo, sabemos que Hatton ingresó quinientas libras en su cuenta, quedándose doscientas para la entrada del piso de Pertwee y las otras frivolidades. A esto siguió el pago de cincuenta libras semanales. Creo que Hatton acordó con Vigo que los viernes por la noche ocultara el dinero en algún lugar cerca del río, junto al camino que Hatton solía coger para regresar a casa del club de dardos. Y uno de esos viernes…
– Sí, pero ¿por qué ese viernes en particular?
– ¿Quién puede decir cuándo la víctima decide que no puede más?
– La señora Fanshawe -intervino Burden inesperadamente-. ¿No lo ves? Te equivocaste cuando dijiste que la intervención de los Fanshawe había terminado. La señora Fanshawe recobró el conocimiento el día antes del asesinato de Hatton. Salió en los periódicos de la mañana, aunque sólo le dedicaron un párrafo.
– Buena observación, Mike. Nora seguía sin dar señales de vida, pero en cuanto la señora Fanshawe comenzó a hablar, Vigo imaginó que la mujer nos diría que el cuerpo de la muchacha no era el de su hija. Hatton era un testigo importante que ahora contaba con otra persona para respaldar su historia. Una vez hubiese obtenido cuanto quería de Vigo…
El doctor se levantó, contempló durante un instante las flores de Wexford y dijo:
– Una historia interesante, pero imposible. No pudo ocurrir así. -Wexford sonrió y Crocker espetó irritado-: ¿A qué viene esa sonrisita? Te digo que hay algo que no encaja. Si arrojas un cuerpo de un coche, aunque sea con los pies por delante, siempre caerá rodando hacia el lado izquierdo. Vigo hubiese tenido que conducir por el mismísimo césped de la mediana para que la cabeza de la muchacha cayese en el carril rápido. Y esa teoría tuya de que colocó la cabeza de la chica en su regazo para no manchar de sangre el asiento del pasajero es absurda, porque entonces los pies habrían caído en el carril rápido y Fanshawe se habría desviado hacia la izquierda para esquivar la cabeza.
Crocker se interrumpió y dejó escapar un bufido desafiante cuando la enfermera regresaba con un somnífero.
– No lo quiero -dijo Wexford. Se deslizó bajo las sábanas y tiró de la colcha-. Quiero dormir, estoy cansado. -Y por encima de la sábana, añadió-: les agradezco la visita. Ah, por cierto, era un coche extranjero. El volante va a la izquierda. Buenas noches.