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Jack Pertwee debía casarse al día siguiente, y los del club de dardos de Kingsmarkham se habían reunido en el Dragón para brindarle lo que George Carter denominó «una despedida».
– No me gusta cómo suena eso, George -protestó Jack. Se trata de mi boda, no de mi entierro.
– ¿Qué diferencia hay?
– Muy gracioso. Te has ganado otra cerveza. -Jack hizo ademán de acercarse a la barra, pero el presidente del club de dardos le detuvo.
– Esta ronda me toca a mí, Jack. No hagas caso a George. Marilyn es una chica estupenda, y tú eres un hombre afortunado. Sé que todos estarán de acuerdo conmigo si digo que no hay nadie aquí a quien no le gustase estar en tus zapatos mañana.
– Prefiero el pijama -dijo George-. Deberías verlo: pantalón de nailon negro y camisa de kárate. ¡Dios!
– Ahórrate los chistes verdes, George.
– ¿Qué les pongo, caballeros? -preguntó pacientemente el camarero-. ¿Lo mismo?
– Lo mismo, Bill, y sírvete una. No le escuches, Jack. El hombre es un animal monógamo y nadie en la tierra puede estropear un matrimonio feliz; sobre todo si empieza con tan buen pie como el tuyo con Marilyn. Un dinerito en la caja postal, un pisito acogedor y nada que reprocharse el uno al otro.
– ¿Tú crees? -Jack deseaba terminar pronto con lo del buen pie y los reproches. El sermón del presidente le había traído a la memoria la breve y sin embargo demasiado extensa charla que él y Marilyn habían tenido que soportar dos días antes en el despacho del párroco. Se bebió la cerveza de un trago y miró incómodo a su alrededor.
– Los primeros diez años son los peores -oyó decir a alguien, y se volvió, repentinamente molesto.
– ¡Maldita sea! -espetó-. Menuda pandilla. Es curioso que justamente sean los solteros quienes no tengan nada bueno que decir sobre el matrimonio.
– Cierto -convino el presidente-. Lamento que no haya por aquí unos cuantos maridos que me respalden, ¿verdad, Jack? Sólo Charlie Hatton. He ahí un ux… ux… ¿cómo se dice?
– No lo sé ni me importa. Tú y tus malditas palabras. Esto es una despedida de soltero, no un mitin. Lo que necesitamos es alguien que anime la fiesta.
– Alguien como Charlie. Por cierto, ¿dónde está?
– Dijo que llegaría tarde. Venía con el camión desde Leeds.
– Habrá pasado primero por su casa.
– No, Charlie no me haría eso. Lo último que me dijo el miércoles fue: «Jack, estaré en tu fiesta del viernes aunque tenga que pelearme con Lilian. Le he dicho que no me espere levantada.» Seguro que pasa primero por aquí.
– Confío en que no le haya ocurrido nada malo.
– ¿Cómo qué?
– Bueno, ya le han secuestrado el camión dos veces, ¿no?
– Hablas como una vieja chocha, George -protestó Jack, pero también él comenzó a inquietarse. Eran las nueve y media y sólo faltaba una hora para que cerraran el Dragón. Charlie iba a ser su padrino. Menuda boda iban a tener si el padrino era hallado a medianoche en algún lugar de las Midlands con la cabeza abierta.
– Terminaos la cerveza -dijo el chistoso del club de dardos- y os contaré el de la chica que se casó con un marinero.
– Lo conozco -repuso tristemente Jack.
– No, éste no lo conoces. Bill, otra ronda, por favor. Una chica está a punto de casarse y la noche antes de la boda su madre le dice: «Sobre todo, no le dejes que…»
– Para el carro. Ahí llega Charlie.
Todos los miembros del club de dardos eran hombres corpulentos, más de metro ochenta de estatura, pero Charlie Hatton era menudo, de rostro moreno y ojos brillantes y penetrantes. Se miraron astutamente antes de que Charlie sonriera. Entonces mostró una dentadura blanca y perfecta que, de los presentes, sólo Jack sabía que era falsa. A Charlie le violentaba la idea de llevar dentadura postiza a los treinta -¿porqué toda esa leche y zumo de naranja de tiempos de la guerra no le habían pertrechado para la vida como a sus coetáneos?-, pero no le importaba que Jack lo supiera. No le importaba lo que Jack supiera de él, dentro de lo razonable, bien que ya no confiaba en su amigo tan ciegamente como cuando iban juntos a la escuela primaria de Kingsmarkham. Eran amigos. En otra época y en otra sociedad la gente habría dicho que se amaban. Eran David y Jonatás, pero si alguien hubiese insinuado semejante cosa, Jack le habría partido la nariz y Charlie… en fin. Todos los bebedores del Dragón pensaban, no sin cierto orgullo, que Charlie era capaz de cualquier cosa.
Marilyn Thompson era la amiga íntima de la esposa de Charlie. Éste iba a ser el padrino de boda de Jack y contaba con que algún día lo sería también del primer hijo de Jack. Lo habían hablado con una copa en la mano cientos de veces, como muchachos, como adolescentes, como hombres, para luego salir al mismo cielo estrellado y caminar codo con codo por High Street, la calle donde cada casa era un hito y cada rostro parte de una historia compartida. No les habría importado que esa noche no hubiese nadie en el bar salvo ellos dos. Los demás eran más que fondo y audiencia Esta noche Jack estaba cruzando un umbral, muriendo un poco, y como siempre Charlie, moriría con él.
Si tales emociones se revolvían realmente bajo su coronilla lampiña, Charlie no dio muestra de ello. Con una sonrisa amplia en los labios, palmeó cariñosamente la espalda de Jack y elevó la mirada para posarla en la cara encarnada y atractiva del novio.
– Lo he conseguido, viejo amigo. Mi hermano Jonatás, que tan bueno ha sido conmigo. Tu amor por mí fue maravilloso, superior al amor de las mujeres.
– Sabía que vendrías -dijo Jack con el corazón colmado de júbilo-. De no haberlo conseguido, jamás te lo habría perdonado. ¿Qué quieres tomar?
– Por lo pronto, paso del pipí de mosquito. Llevo once horas conduciendo. No seas canalla y pide unos whiskys.
– No me has dado tiempo. Yo…
– Guarda eso. Estaba bromeando, ya me conoces… Siete whiskys dobles, Bill, y no me mires así. He dejado el camión en el almacén y volveré a casa andando, si es eso lo que te preocupa. ¡Te deseo lo mejor, Jack, y que todos tus problemas sean pequeños!
Charlie había abierto la cartera con gesto triunfal, asegurándose de que su contenido fuera apreciado por todos los parroquianos. El sobre con la paga estaba allí, cerrado, pero no lo abrió. Sacó un billete de un grueso fajo sujeto con una goma y pagó la ronda.
– ¡Hay que ver cómo viven los ricos! -exclamó George Carter.
– ¿Insinúas algo?
– Tranquilo, hombre. Debería hacerme mirar el cerebro, todo el día clasificando cartas cuando podría estar ganando fajos como ése con los camiones.
– Tú sabrás, es tu cerebro. Llévaselo a un mecánico si te molesta.
– Ya basta -intervino el del chiste-. Estaba a punto de contar lo que le dice la madre a la muchacha el día antes de su boda con el marinero.
– ¿La boda de quién? -preguntó Charlie-. ¿De la madre? Un poco tarde, ¿no te parece? Está bien, está bien, sólo bromeaba. Pero Jack y yo oímos ese chiste el último año de colegio. Y el marinero le dijo: «Como quieras, pero si no lo hacemos nunca tendremos hijos.» ¿Era eso? ¿Un soborno?
– Gracias y buenas noches.
– No te pongas así -intervino Jack. Charlie tenía el don de sacar de quicio a la gente. Curiosamente, Jack nunca se indisponía con él-. Esta ronda me toca a mí.
– Ni lo sueñes, Jack. Otra ronda de dobles, Bill. Jack, he dicho que lo guardes. Puedo pagarlo, tengo mucho más, He llegado tarde y he de recuperar el tiempo perdido.
– Yo paso -dijo el hombre cuyo chiste Charlie había estropeado. Tras dar una suave palmada al hombro de Jack, se despidió mientras el resto bebía su whisky en medio de un silencio incómodo.
– Última ronda, caballeros -anunció el camarero.
George Carter introdujo la mano en su bolsillo y extrajo un puñado de monedas.
– ¿Un último trago, Jack?
Charlie contempló las, monedas.
– ¿Qué es eso? ¿Los ahorros de la parienta?
George enrojeció. No estaba casado. Charlie sabía que no estaba casado, Es más, sabía que dos semanas antes había perdido su empleo. George tenía preparada la entrada para una casa y había desembolsado la primera letra, de los muebles del comedor.
– Cabrón -espetó.
Charlie se erizó como un gallo de riña.
– A mí nadie me llama cabrón.
– Caballeros, por favor -suplicó el camarero.
– Tiene razón -intervino el presidente ya dejen eso. Te quejas de que la gente se te ofende por nada Charlie, pero no me extraña, teniendo en cuenta que no paras de fastidiarla. -Sonrió despreocupadamente y adoptó la actitud de un orador-. La noche toca a su fin y creo que deberíamos aprovechar esta oportunidad para desear a Jack toda la felicidad del mundo, de parte de sus amigos del club de dardos de Kingsmarkham. Por una vez me gustaría…
– Muy bien, muy bien -le interrumpió Charlie-. Un aplauso para el presidente. -Colocó un billete de cinco libras sobre el mostrador. Consciente de que le subía el mismo rubor que a George, el presidente se encogió de hombros y dedicó a Jack un asentimiento de cabeza sincero y amistoso, que Jack ignoró. Después se marchó, llevándose a otro hombre con él.
El camarero limpió la barra en silencio. Charlie Hatton siempre había sido un engreído, pero últimamente estaba insoportable y la mayoría de las reuniones acababan de ese modo.
En la despedida de soltero ya sólo quedaban Jack, Charlie, George y otro. Se llamaba Maurice Cullam y era conductor de camiones, Como Charlie. Hasta ahora únicamente había abierto la boca para llenarla de alcohol. Tras presenciar la vergüenza y la fuga de sus compañeros, apuró el vaso y dijo:
– ¿Has visto a McCloy últimamente, Charlie?
Charlie no contestó y fue Jack quien habló:
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Lo has visto tú?
– No, Jack, yo tengo las manos limpias. El dinero no lo es todo. Me gusta dormir tranquilo.
En lugar de la previsible explosión, Charlie habló con suavidad:
– Ya era hora de que te dedicaras a dormir.
Maurice tenía cinco hijos nacidos en seis años. La chanza de Charlie podía interpretarse como un cumplido y, para alivio de George y Jack, así lo interpretó Maurice, que sonrió al elogio a su virilidad. Teniendo en cuenta que la esposa de Maurice era una mujer en extremo vulgar, eran muchas las réplicas que Charlie hubiese podido hacer, réplicas que hubiesen resultado claramente insultantes. Sin embargo, había optado por la adulación.
– Hora de cerrar, caballeros -anunció el camarero-. Le deseo lo mejor, señor Pertwee. -El hombre solía llamar a Jack por su nombre de pila, y éste sabía que «señor Pertwee» constituía una señal de respeto, de respeto hacia el novio, que nunca habría de repetirse.
– Gracias -replicó Jack-, y gracias por esta magnífica noche. Hasta pronto.
– Vámonos Jack -dijo Charlie, y se guardó el grueso billetero.
La noche estaba serena y el cielo aparecía salpicado de estrellas. Orión cabalgaba sobre las cabezas de los amigos, el cinturón atravesado por la estela de una nube de verano.
– Qué noche tan hermosa -dijo Charlie-. Mañana hará buen día, Jack.
– ¿Tú crees?
– Feliz es la novia a la que el sol ilumina. -El alcohol había puesto sentimental a George, que hizo una mueca cuando recordó el despido y la letra de los muebles.
– ¿Desahogando las penas, amigo? -dijo Charlie-. No hay nada como unas cuantas lágrimas para hacer sentir bien a una chica.
George dirigía un grupo de bailarines de Kingsmarkham, y en otros tiempos Charlie solía mofarse de él cuando aparecía con el traje de colores y el gorro. George se mordió el labio, apretando fuertemente los puños. Luego se encogió de hombros y dio media vuelta.
– ¡Iros al infierno! -murmuró.
Los demás le vieron cruzar la calle y descender con paso tambaleante por la calle York. Jack se despidió vagamente de él alzando una mano.
– No debiste decir eso, Charlie.
– Me pone enfermo. ¿Qué te parece si cantamos? -Colocó un brazo en torno a la cintura de Jack y, tras una vacilación, rodeó con el otro la cintura de Maurice.
– Canta una de tus viejas baladas de music-hall, Charlie.
Caminaban bajo las fachadas voladizas de las casas. Jack tuvo que agachar la cabeza para no chocar con un farolillo de hierro. Charlie se aclaró la garganta y cantó:
Mabel, querida escúchame.
Están robando en el parque.
Me hallaba solo en el hotel,
cantando como una alondra.
No hay nada cómo el hogar,
mas no podía volver en la oscuridad.
– ¡Yuuuhuuu! -gritó Jack imitando el acento del Oeste, pero su voz se apagó cuando el inspector Burden del Departamento de Investigación Criminal de Kingsmarkham asomó por la calle Queen y se acercó a ellos desde la explanada del Olive & Dove.
– Buenas noches, señor Burden.
– Buenas noches. -El inspector contempló al trío con frío desagrado-. No estarán pensando en perturbar la paz de los vecinos, ¿verdad? -Siguió andando y Charlie Hatton rió con disimulo.
– Poli de pacotilla -murmuró Seguro que tengo más dinero en mi bolsillo del que él gana en un mes.
– Buenas noches, Jack -se despidió fríamente Maurice.
Habían llegado al puente de Kingsbrook, donde comenzaba el sendero que conducía a Sewingbury bordeando las aguas del río. Maurice vivía en Sewingbury y Charlie en uno de los pisos nuevos de protección oficial situados al final de la avenida Kingsbrook. El sendero constituía un atajo para ambos.
– Espera a Charlie. Va en la misma dirección que tú.
– No, gracias. Prometí a mi mujer que llegaría a casa antes de las once. Charlie se volvió para dar a entender que no deseaba la compañía de Maurice-. Vaya colocón -se lamentó Maurice, con el semblante pálido iluminado por la luz de la farola. No debí mezclar. -Eructó y Charlie sonrió entre dientes-. Adiós Jack. Nos veremos en la iglesia.
– Adiós, amigo.
Maurice saltó los peldaños del muro y aterrizó milagrosamente sobre los dos pies. Pasó frente a los bancos de madera, sorteó los sauces y lo último que vieron de él fue su sombra ondulante.
Habían bebido mucho y la noche era cálida, pero de repente se sintieron completamente despejados. Ambos amaban a sus mujeres y acerca de ese amor, como ocurría con todas las demás emociones, eran incapaces de expresarse, mas en ningún otro impulso del corazón eran tan reservados como en la amistad grande y pura que les unía.
Al igual que los griegos, habían hallado en el otro una compatibilidad espiritual plena. Sus mujeres eran su orgullo y su tesoro en la cama, en el hogar y en la casa, mujeres que lucían y reafirmaban su virilidad. Pero sus vidas no estarían completas si no se tuviesen el uno al otro, como si les faltara la esencia y el fusible. Jamás habían oído hablar de los griegos, a menos que uno contase al hombre que dirigía el restaurante Acrópolis de Stowerton, y tampoco comprendía ahora la emoción que les embargaba y les mantenía callados, invadidos por una suerte de desesperación.
Si Charlie hubiese sido un hombre diferente, instruido o afeminado, o hubiese vivido en otra época, cuando las lenguas se soltaban con mayor facilidad, quizá hubiese abrazado a Jack y confesado que compartía su alegría y que era capaz de morir por su felicidad. Y si Jack hubiese sido otro hombre, habría agradecido a Charlie su amistad incondicional, sus generosos préstamos, su hospitalidad y el hecho de que le presentara a Marilyn Thompson. Pero Charlie era un simple camionero y Jack un electricista. El amor nacía entre un hombre y una mujer, el amor era para el matrimonio, y ambos habrían muerto antes que confesar algo más que el hecho de que se «llevaban bien». Se inclinaron sobre el río y arrojaron piedrecillas al agua. Entonces Charlie dijo:
– Será mejor que me vaya. Necesitas dormir para estar guapo mañana.
– Recibimos tu regalo. No quería decírtelo delante de los demás. ¡Menudo tocadiscos! Casi me caigo de espaldas al verlo. Te habrá costado una fortuna.
– Lo conseguí a precio de coste. -Otra piedra cayó y salpicó la oscuridad.
– Marilyn dijo que pensaba escribir a Lilian.
– Y lo hizo. Recibimos una carta encantadora antes de que yo saliera para el norte. Una chica muy educada, Jack. Sabe escribir una carta. Una carta así no tiene precio. Te la presenté yo, no lo olvides.
– Sabes cómo elegirlas, Charlie. Sólo hay que mirar a Lilian.
– Sí, y ya es hora de que vaya a verla, ¿no crees? -Charlie se volvió para mirar a su amigo. Su sombra aparecía chata en comparación con la alargada sombra de Jack. Levantó una mano menuda y fuerte y la posó sobre el hombro de su amigo-. Bien, me voy.
– Sí, será lo mejor.
– Por si mañana no encuentro el momento… en fin, no soy un orador como Brian, pero quiero decirte que te deseo lo mejor, Jack.
– Encontrarás el momento. Tendrás que dar un discurso.
– Entonces, guarda lo dicho hasta mañana. -Charlie arrugó la nariz y guiñó un ojo a su amigo. Las sombras se separaron y Charlie franqueó la valla-. Buenas noches.
– Buenas noches, Charlie.
Los sauces le engulleron. Su sombra reapareció cuando el sendero se elevó para caer de nuevo. Jack le oyó silbar Mabel, y luego, cuando la sombra fue absorbida por las sombras de los árboles, también el silbido se apagó y ya sólo se oía el suave parloteo del río Kingsbrook fluyendo sobre su lecho de cantos rodados.
Ni todas las aguas del mundo pueden apagar el amor, ni los diluvios hundirlo.