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Parecía un perfecto gilipollas, con esos faldones y esos pantalones de rayas.
– Parecemos un par de perfectos gilipollas, Charlie Hatton -dijo Jack intentando hacer sonreír a su amigo.
Mi querido Charlie, pensó emocionado, el mejor amigo que un hombre puede tener. Generoso hasta la médula, y si él no fuera tan extremadamente honrado… en fin, había que vivir. Y Charlie sabía vivir bien. El mejor amigo. Jack habría apostado los crujientes billetes de una libra que guardaba en el bolsillo para su luna de miel a que Charlie estaría entre los pocos invitados que no vestiría un chaqué alquilado. Tenía uno propio, y hecho a medida por supuesto.
Tampoco él estaba mal, pensó, admirando su reflejo en el espejo. A su edad la bebida no le afectaba visiblemente, y en cualquier caso siempre tuvo la cara encarnada. Estaba imponente, decidió, y tenía que envidiar al duque de Edimburgo. Pero él duque probablemente utilizaba una máquina de afeitar eléctrica. Jack colocó otro algodón sobre el corte de su mentón y se preguntó si Marilyn ya estaría lista.
Gracias a Charlie habían podido hacer algún que otro gasto extra para la boda y Marilyn luciría su vestido de raso blanco y las cuatro damas de honor que tanto deseaba. No habría sido así si ellos mismos hubiesen tenido que conseguir el dinero para la entrada del piso. Pero hete aquí que Charlie aparece con un crédito a largo plazo libre de intereses. Ello les permitiría gastar parte de sus ahorros en decorar convenientemente el piso. ¡Todo había salido perfecto! Dos semanas en la costa y, a la vuelta, el piso acabado y esperándoles. Y todo gracias a Charlie.
Mientras se alejaba del espejo, Jack se imaginó el futuro, veinte, treinta años después. Charlie sería un hombre muy rico para entonces. A Jack le sorprendería que su amigo no viviese para entonces en una de esas casas de la calle Ploughman, como aquélla en la que él hacía de vez en cuando reparaciones eléctricas, con auténticos muebles franceses y auténticas pinturas al óleo y vajilla de porcelana de las que sólo se miran. El y Charlie se habían desternillado a costa de esa casa, pero en la risa de Charlie había cierta seriedad, y fue entonces cuando Jack comprendió que su amiga picaba alto.
Naturalmente, seguirían siendo amigos, porque Charlie Hatton no tenía aires de superioridad. Para entonces, en lugar de cerveza y solitarios habría cenas y partidas de bridge con sus respectivas esposas elegantemente vestidas, ataviadas con joyas auténticas. Jack se mareaba sólo de imaginarse a los cuatro sentados con vasos largos en un patio sombreado, curiosamente con el mismo aspecto de ahora, inmunes al paso del tiempo.
De repente bajó la nube y regresó al presente, al día de su boda. Charlie se retrasaba. Tal vez Lilian tenía problemas con su vestido o aún no había vuelto de la peluquería. Charlie quería sentirse orgulloso de Lilian, y ella siempre lo conseguía, siempre parecía recién salida de una sombrerera. Después de Marilyn, sería la mujer mejor vestida de la boda, rubia, buena figura y ese vestido verde acerca del cual Marilyn se había mostrado tan supersticiosa. Jack se frotó el mentón y se acercó a la ventana para comprobar si llegaba Charlie.
Eran las diez y treinta y la boda estaba fijada para dentro de una hora.
Era rubia; de buena figura, bonita al estilo de Sheila Wexford pero sin la belleza abrumadora de ésta. De rostro ligeramente tosco; las facciones parecían brochazos de masilla inacabados, ahora hinchado por el llanto. Una vez le hubieron dado la mala noticia, Wexford y Burden se habían sentado con gesto indeciso, mientras ella se arrojaba sobre el sofá y rompía a llorar contra los cojines.
Wexford le tocó el hombro. La mujer se aferró a la mano del inspector jefe, hincándole sus largas uñas. Luego se incorporó trabajosamente, hundiendo el rostro en su mano y en la de Wexford. Los elegantes cojines de terciopelo aparecieron manchados de lágrimas.
Wexford echó una rápida mirada a la sala, decorada con elegancia y cierto lujo. Del respaldo de una silla colgaba un vestido de flores azules y verdes, un abrigo también verde y unos guantes con botones en las muñecas. En el centro de la larga mesa de teca descansaba el sombrero de boda de Lilian Hatton, un elaborado diseño de hojas de raso y un tul tan verde y fresco como las hojas de los prados del Kingsbrook que el inspector veía desde el ventanal.
– Señora Hatton -dijo con suavidad, y ella alzó la cabeza-. Señora Hatton, ¿no se inquietó anoche al ver que su marido no llegaba?
La mujer no contestó. Wexford repitió la pregunta y entonces ella, con voz entrecortada por los sollozos, replicó:
– No le esperaba. Bueno, le esperaba a medias.
Entonces se libró de la mano de Wexford y retrocedió como si hubiera cometido un acto indecente.
– Al ver que no aparecía -prosiguió-, imaginé que no había llegado a tiempo para la fiesta de Jack. Se habrá detenido a un lado de la carretera, llegará por la mañana, me dije… -Sollozaba con desconsuelo y dejó escapar un grito agudo y lastimero.
– No la molestaremos más ahora, señora Hatton. Ha dicho que espera a su madre, ¿verdad? ¿Le importaría darme la dirección del señor Pertwee?
– ¿De Jack? Bien -dijo la mujer-. Será un golpe terrible para él. -Respiró profundamente retorciéndose las manos-. Eran amigos desde que iban al colegio. -De repente, la mujer se levantó con mirada de espanto-. ¡Dios mío, Jack no lo sabe! Hoy es el día de su boda y Charlie iba a ser su padrino. ¡Oh, Jack, Jack, pobre Jack!
– Déjelo en nuestras manos, señora Hatton -la tranquilizó el inspector Burden-. Nosotros hablaremos con el señor Pertwee. ¿La calle Bailey? No se preocupe, nosotros se lo diremos. Llaman a la puerta. Imagino que será su madre.
– Mamá dijo Lilian Hatton-. ¿Qué va a ser de mí, mamá? -La mujer mayor miró en derredor y rodeó con sus brazos los hombros trémulos de su Marilyn dijo que no debía ir de verde a una boda, que traía mala suerte. -Su voz sonaba apagada, como un susurro-. Pero aun así compré ese abrigo verde, y la mala suerte llegó antes de la boda, ¿verdad, mamá? -De repente, estalló en un aullido histérico-. Charlie, Charlie, ¿qué voy a hacer ahora, Charlie? -Se aferró a su madre, desgarrándole las solapas del abrigo-. ¡Dios mío, Charlie! -gritó.
– No logro acostumbrarme -dijo quedamente Burden.
– ¿Crees que yo sí? -Los sentimientos de Wexford hacia su subordinado eran afables e incluso afectuosos, pero Burden a veces le irritaba, sobre todo cuando se erigía en guardián de la conciencia de su superior. Tiene cara de cura, pensó cruelmente Wexford, y ahora sus finos labios se curvaban piadosamente hacia abajo-. De todos modos, lo peor ya ha pasado -añadió malhumorado-. Dudo que el novio sufra un ataque de histeria y, además, uno no aplaza su boda porque el padrino la haya palmado.
Demonio insensible, dijo la mirada de Burden. Luego desvió su cabeza pulcra y bien formada y reanudó su respetuoso ensimismamiento.
Apenas tardaron diez minutos en llegar al número 10 de la calle Bailey, donde Jack Pertwee vivía con su padre viudo. El coche de la policía se detuvo frente a una casita pareada que carecía de un jardín que separara la puerta principal de la acera. El padre de Jack Pertwee acudió a la puerta vistiendo un chaqué largo que le incomodaba visiblemente.
– Pensé que era nuestro padrino desaparecido.
– Me temo que el señor Hatton no vendrá, señor. -Wexford y Burden avanzaron de lado pero con decisión hasta el estrecho vestíbulo-. Lamento comunicarle que traemos malas noticias.
– ¿Malas noticias?
– El señor Hatton falleció anoche. Fue hallado esta mañana en el río. Murió en torno a la medianoche.
Pertwee palideció.
– ¡Caray! -exclamo-. Va a ser un golpe terrible para Jack. -Con boca temblorosa, contempló a los policías y luego se miró las rayas planchadas de su pantalón-. ¿Quieren que sea yo quien se lo diga? -Wexford asintió-. En fin, si así lo prefieren. Jack ha de casarse a las once y media, pero supongo que no tengo más remedio que decírselo.
Wexford y Burden conocían a Jack Pertwee de vista. A Wexford casi todas las caras de Kingsmarkham le resultaban familiares, y Burden recordó haberlo visto la noche antes cogido del brazo del difunto, cantando y molestando a los vecinos. Como hombre felizmente casado, lo lamentaba terriblemente por la viuda, pero en su fuero interno pensaba que Jack Pertwee era un gamberro. A los tipos como él no había que tratarlos con tacto, y se preguntó por qué siempre tenía la cara encarnada.
Burden observó a Jack Pertwee descender a ciegas la empinada escalera. Cuando llegó abajo, le preguntó con brusquedad:
– ¿Le ha dicho su padre que Hatton fue asesinado anoche? Queremos saber dónde estuvieron y a qué hora se separaron.
– Oiga, tranquilícese -protestó el padre-. ¿No ve que ha sufrido un fuerte golpe? Mi muchacho y Charlie eran amigos desde pequeños.
Jack pasó por delante de su padre y entró en un salón estrecho. Los demás le siguieron. Las flores nupciales habían llegado. Jack lucía una rosa blanca en la solapa, y otras dos con el tallo envuelto en papel de aluminio descansaban sobre el aparador de roble ahumado. Una era para el padre del novio, pero la otra ya nadie la luciría, Jack arrancó la flor de su chaqué y la estrujó lentamente con la mano hasta hacerla trizas.
– Te serviré un whisky, hijo.
– No quiero whisky -repuso Jack dando la espalda a los demás-. Ayer por la noche bebimos whisky. No volveré a probarlo en mi vida. -Se llevó su manga negra e inmaculada a los ojos-. ¿Quién lo hizo?
– Creí que usted podría decírnoslo -replicó Burden.
– ¿Yo? ¿Se ha vuelto loco? Dígame quién fue el cabrón que mató a Charlie y yo… -Se derrumbó pesadamente en una silla, extendió los brazos sobre la mesa y hundió la cabeza.
– Charlie -dijo.
Wexford no quiso presionarlo y se volvió hacia el padre:
– Lo de ayer noche era una despedida de soltero, ¿verdad? -Pertwee asintió-. ¿Sabe quién había?
– Jack, claro está, y el pobre Charlie. También estaban los del club de dardos, George Carter, un compañero llamado Bayles, Maurice Cullam, de Sewingbury, y dos tipos más. ¿No es así, Jack?
Jack asintió en silencio.
– Jack me contó que Charlie llegó tarde. Se fueron cuando el bar cerró y creo que luego cada uno se marchó por su lado. Charlie y Cullam pensaban llegar a casa atravesando los prados. ¿No es así, Jack?
Esta vez Jack levantó la cabeza. Burden decidió que era un imbécil afeminado, aborreciendo ojos enrojecidos del joven y el músculo que tiraba bruscamente de su mejilla. Pero Wexford habló con suavidad:
– Comprendo que haya sido un tremendo golpe para usted, señor Pertwee. Ya casi hemos terminado. ¿Volvieron juntos a casa el señor Cullam y el señor Hatton?
– Maurice se marchó primero -musitó Jack- a eso de las once menos veinte. Charlie… Charle y yo nos quedamos un rato hablando. -Un sollozo le subió a la garganta y tosió para ocultarlo-. Dijo que me deseaba lo mejor por si hoy no tenía oportunidad de hacerlo. ¡Dios santo, el pobre que no iba a tenerla!
– Anímate, hijo. Te serviré un whisky. Tienes que animarte, se lo debes a Marilyn. Es el día de tu boda, ¿recuerdas?
Jack rechazó la mano del padre y se incorporó tambaleándose.
– No habrá ninguna boda -declaró.
– No hablarás en serio, Jack. Piensa en tu chica y en los invitados. Pronto llegarán a la iglesia. Charlie no lo habría querido así.
– No pienso casarme hoy -respondió Jack-. Sé perfectamente lo que debo hacer. -Se aflojó la corbata con brusquedad y arrojó el chaqué contra el respaldo de una silla.
El padre, con el respeto por los trajes de alquiler propio de un trabajador, recogió el chaqué, lo alisó y se lo colgó del brazo como si fuera un ayuda de cámara. Aturdido por los acontecimientos, por la muerte que de súbito había cambiado el mundo, comenzó a disculparse, primero a los policías:
– No sé qué decir. El hecho de que su padrino haya muerto así… -Y luego, dirigiéndose a su hijo-: Daría mi mano derecha por poder cambiar las cosas, Jack. ¿Qué puedo hacer por ti, hijo? Haré lo que me pidas.
Jack dejó un puñado de pétalos destripados. De repente, una ráfaga de dignidad, le hizo enderezar la espalda y la cabeza.
– Entonces, ve a la iglesia y di a los invitados que no habrá boda. -Miró a Wexford-. No responderé más preguntas por ahora. Estoy abatido y ustedes deben respetar mi dolor. -El anciano vacilaba y se mordía el labio-. ¿A qué esperas, papá? -espetó Jack-. Diles que no habrá boda y explícales el motivo. -Aspiró, como si de repente hubiese caído en la cuenta de lo sucedido-. ¡Diles que Charlie Hatton ha muerto!
Oh, Jonatás, que falleciste en las alturas… ¡Cómo caían los poderosos y perecían las armas!
– Menudo amigo -dijo Burden-. Menudo amigo para todos.
Demonio insensible, pensó Wexford.
– Es lógico que estuviese apenado. ¿Qué esperabas?
Burden hizo una mueca de asco.
– Esa clase de dolor es para las viudas. Los hombres deberían controlarse. -El pálido rostro de asceta enrojeció de vergüenza- ¿No pensarías que había algo…?
– No, no lo creo -respondió Wexford-. ¿Par qué no puedes llamar a las cosas por su nombre? Eran amigos. ¿Acaso tú no tienes amigos, Mike? Mal andamos si un hombre no puede tener un amigo sin que le llamen maricón. -Miró con ceño a Burden e intencionadamente declamó en alta-: ¡Oh, valiente nuevo mundo, que acoges a gente así!
Burden tosió y guardó silencio hasta que llegaron a la calle York. Entonces, dijo con frialdad:
– El viejo Pertwee declaró que la casa de George Carter caía por aquí.
– ¿El bailarín? Le he visto dar cabrioladas por las noches frente al Olive & Dove.
– Tonterías de amanerados.
Pero esa mañana George Carter no lucía el gorro ni los cascabeles. Por el pelo engominado y el elegante traje, Wexford dedujo que se hallaban ante uno de los invitados a la boda.
El inspector jefe insinuó la escasa probabilidad de que Jack Pertwee contrajera matrimonio ese día y le divirtió comprobar que dicha información -el hecho de que Carter se viera privado de su pollo frío y su champán- le acongojaba más que la muerte de Hatton. El invitado nupcial no se golpeó el pecho con los puños, pero parecía bastante abatido.
– Tanto dinero desperdiciado -se lamentó Carter-. Lo sé porque estoy organizando mi boda, pero imagino que eso no les interesa. Es una lástima que Jack tuviese que enterarse. Todavía no me lo creo. ¡Charlie Hatton muerto! Estaba tan lleno vida; bueno, ya me entienden.
– Al parecer, era un hombre muy apreciado.
George Carter enarcó las cejas.
– ¿Charlie? Eh… no debe hablarse mal de los muertos.
– Más vale que hable, señor Carter -intervino Burden-, y no se preocupe de que sea bien o mal. Queremos saberlo todo sobre la fiesta de anoche. Puede tomarse el tiempo que necesite.
Al igual que Jack Pertwee, y sin embargo de forma muy diferente, Carter se quitó la chaqueta y aflojó la corbata.
– No sé que quiere decir con «todo» -dijo-. Sólo éramos una pandilla de colegas bebiendo.
– ¿Qué ocurrió? ¿De qué hablaron?
– De acuerdo. -Carter enarcó una ceja y dijo con sarcasmo-: Avísenme si les aburro. Charlie llegó al Dragón a eso de las nueve y media o diez menos cuarto. Estábamos bebiendo cerveza, pero Charlie tuvo que hacernos sentir menos que él invitándonos a unas rondas de whisky. Para esas cosas tenía mano ancha. Comenté algo al respecto y Charlie me echó un rapapolvo. ¿Es ésta la clase de cosas que quieren saber?
– Justamente, señor Carter.
– Me parece un poco injusto, con el pobre tipo muerto. Después, alguien empezó a contar un chiste y Charlie… en fin, puede decirse que lo humilló. Charlie siempre tenía que ser el gallo del lugar. Se bebió mi whisky porque dije algo sobre todo ese dinero que siempre andaba exhibiendo y me gastó una broma de mal gusto… No tiene importancia, fue algo personal. También se metió con nuestro presidente, que decidió marcharse con otro par de colegas. Geoff ya se había ido. Sólo quedábamos yo, Charlie, Maurice y Jack, y nos fuimos cuando cerraron el bar. Eso fue todo.
– ¿Está seguro?
– Ya le dije que eran tonterías. No se me ocurre… Oh, espere… aunque en realidad no fue nada.
– Díganoslo de todos modos, señor Carter.
George Carter se encogió de hombros con impaciencia.
– Ni siquiera sé a qué vino. Maurice dijo (los demás ya se habían ido): «¿Has visto a McCloy últimamente, Charlie?», creo que ésas fueron sus palabras. Recuerdo que dijo McCloy, pero el nombre no me sonaba de nada. A Jack no le gustó el comentario y se enfadó un poco con Maurice. Creo que Charlie parecía algo aturdido. Dios, fue todo tan… en fin, no fue nada. Pero Charlie se encendía por todo. Pensé que esta vez también lo haría, pero no fue así, no sé por qué. Simplemente dijo a Maurice que ya le tocaba dormir tranquilo. Verán, Maurice está cargado de críos y… bueno, ya me entienden.
– No del todo -dijo Wexford-. ¿Acaso Cullam había insinuado que Hatton no podía dormir tranquilo?
– Exacto. Había olvidado esa parte. Ojalá pudiera recordar sus palabras. Dijo algo como: «No tengo nada ver con McCloy. Me gusta dormir tranquilo.»
Interesante, pensó Wexford. Lejos de ser popular, Hatton tenía un montón de enemigos. En menos de una hora en el Dragón había conseguido provocar a cuatro hombres.
– Ha declarado que Hatton siempre iba exhibiendo un montón de dinero -dijo-. ¿Qué dinero?
– Siempre iba repleto de billetes -explicó Carter-. Hace tres años que le conozco y siempre le he visto repleto de billetes. Pero últimamente tenía todavía más. Anoche pagó cuatro rondas de whiskys dobles y ni siquiera hizo mella en el fajo que llevaba.
– ¿Cuánto dinero llevaba, señor Carter?
– No lo conté -repuso secamente Carter. Se sonó la nariz con su impoluto pañuelo de boda-. Llevaba el sobre de la paga, pero no lo tocó. Aparte tenía un fajo de billetes, pero no los conté. ¿Cómo iba a hacerlo?
– ¿Billetes de veinte, de treinta?
Carter arrugó la frente, haciendo un esfuerzo por recordar.
– Pagó la primera ronda con un billete de cinco y la tercera con otro de cinco. Entonces le quedaban dos de cinco. También tenía un fajo de billetes de una libra. -Separó dos dedos para mostrar un grosor de algo más de medio centímetro-. Yo diría que llevaba cien libras además de la paga.