177687.fb2 Un Cad?ver Para La Boda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Para la hora del almuerzo Wexford y Burden ya habían interrogado a todos los miembros del club de dardos que acudieron a la despedida de soltero de Jack Pertwee, con excepción de Maurice. Cullam, pero sólo consiguieron confirmar que Hatton se había comportado de forma agresiva y vanidosa y que portaba una gran suma de dinero.

De regreso a la comisaría pasaron frente a la iglesia parroquial en cuya escalinata se estaba fotografiando una novia de junio con su séquito. El novio asomó por entre la multitud y Wexford sintió una punzada extraña al ver que no era Jack Pertwee. Cuando se sobrepuso, mientras subían los escalones de la comisaría protegidos por el baldaquín de hormigón, dijo:

– Si fuéramos detectives de una novela policial, Mike, no dudaríamos de que Hatton fue asesinado para impedir la boda de Pertwee.

Burden esbozó una sonrisa amarga.

– Hubiese resultado más práctico matar a Pertwee.

– Ah, pero ésas son sutilezas del autor. En cualquier caso, nosotros somos detectives. Probablemente a Hatton lo asesinaron por dinero. Su cartera estaba vacía cuando encontré el cuerpo.

El vestíbulo de la comisaría los engulló. Al otro lado del extenso mostrador negro el sargento Camb se abanicaba con un periódico. El sudor le perlaba la frente. Wexford se encaminó hacia las escaleras.

– ¿Por qué no utilizamos el ascensor, señor? -preguntó Burden.

La comisaría apenas tenía seis años, pero desde su terminación las autoridades, como amas de casa quisquillosas, habían sido incapaces de dejarla tranquila, sometiéndola a una innovación tras otra, en un esfuerzo por mejorar su obra. Primero fueron los macetones de piedra de la entrada, una tentación continua para los gamberros que obtenían un placer especial robando esas flores en particular. Luego llegó la remesa de plantas para los despachos, tradescantia, sanseveria y ficus elastica, condenadas desde el principio a la deshidratación y, finalmente, a depósitos de ceniza de cigarrillo.

El año anterior le había tocado el turno a las esculturas de vidrio, un extraño árbol verde -un Ygdrasil- para el despacho de Burden y un pilar amorfo de color añil para Wexford que a veces, según le daba la luz, adquiría un vago parecido a una figura humana. También las esculturas estaban predestinadas. La de Wexford fue hecha añicos por una hermosa joven que estaba ayudándole en sus indagaciones, y la de Barden cayó un día, por equivocación, a la basura.

Aquello hubiera debido acabar con la historia. Pero un día justamente cuando el vestíbulo comenzaba a adquirir un aspecto distendido y confortable, instalaron el ascensor, una elegante caja, negra y dorada, con una puerta corredera.

– Todavía no funciona -dijo Wexford con cierto nerviosismo.

– Te equivocas. Funciona desde esta mañana. ¿Lo probamos?

– Me gustaría saber qué tienen de malo las escaleras -estalló Wexford-. Es una vergüenza que el dinero de los contribuyentes se malgaste de este modo. -Sacó el labio inferior-. Además, Crocker asegura que subir por las escaleras es el mejor ejercicio para la tensión.

– Como quieras -dijo Burden, girando la cabeza para que Wexford no le viera sonreír.

Para cuando alcanzaron la tercera planta, ambos resollaban. La endeble butaca amarilla situada detrás del escritorio de palisandro de Wexford crujió cuando el inspector jefe hundió en ella su voluminoso cuerpo.

– Caray, abre una ventana, Mike.

Burden murmuró que las ventanas abiertas eran perjudiciales para el aire acondicionado, pero obedeció e izó el estor amarillo, dejando entrar un poderoso rayo de sol de mediodía.

– ¿Y bien, señor? -dijo-. ¿Recapitulamos lo que hasta ahora sabemos de Charlie Hatton?

– Treinta años, nacido y criado en Kingsmarkham. Hace dos se casó con la señorita Lilian; Bardsley, hermana del hombre con quien tiene el negocio. Bardsley posee una compañía de transporte de electrodomésticos.

– ¿Era Hatton socio de pleno derecho?

– Tendremos que averiguarlo, pero aunque lo fuera, dudo que pudiera ganar todo ese dinero transportando planchas y estufas a Leeds y Escocia dos veces por semana. Carter dijo que Hatton llevaba consigo cien libras, Mike. ¿De dónde sacó ese dinero?

– Puede que de ese McCloy.

– ¿Conocemos a algún McCloy?

– A ninguno que yo recuerde, señor. Tendremos que preguntar a Maurice Cullam.

Wexford se enjugó la frente con un pañuelo, y siguiendo el ejemplo de Camb, procedió a abanicarse con el periódico de la mañana.

– Cullam, el filoprogenitor -dijo-. Iba acompañado de uno de sus críos cuando encontré a Hatton esta mañana. También él es camionero. Me pregunto… A Hatton le robaron el camión dos veces este año.

Burden abrió de par en par sus ojos azules.

– ¿De veras?

– Lo recordé cuando Cullam identificó el cadáver -prosiguió Wexford-. Ambos sucesos ocurrieron en la Gran Carretera del Norte, pero nunca se culpó a nadie. La primera vez le golpearan en la cabeza, pero la segunda sólo le ataron.

– Una vez pasa -dijo pensativamente Burden-, gajes del oficio. Pero dos da qué pensar. Veremos qué tiene que decir el doctor. Si no me equivoco, ahí viene.

El doctor Crocker y Wexford habían ido juntos al colegio. Al igual que Jack Pertwee y Charlie Hatton, eran amigos de toda la vida, pero su amistad constituía un asunto casual y la relación entre ambos era lacónica, irrespetuosa y a menudo cáustica. Crocker, seis años menor que el inspector jefe, era la única persona que Burden conocía capaz de sacar lo mejor de Wexford e igualar su ácida lengua. De figura alta y delgada, con profundas arrugas verticales sobre sus morenas mejillas, entró en el despacho con aspecto de estar en un día de invierno.

– He utilizado tu ascensor dijo el doctor. Muy elegante. ¿Cuál será la próxima?

– Amenazan con cuadros -explicó Wexford-. Un jarrón de flores para el inspector y un paisaje de Condestables para mí.

– No sé mucho de arte -dijo Crocker, tomando asiento y cruzando una elegante pierna sobre la otra-, pero hay un cuadro que me gustaría tener. La lección de anatomía de Rembrandt. Una maravilla. Muestra el cadáver de un pobre diablo tumbado sobre una mesa, con todas las tripas al aire y un montón de estudiantes…

– Si no te importa -protestó Wexford-, estoy a punto de almorzar. Ustedes, los médicos, siempre sacan a relucir detalles de su asqueroso trabajo. Deja tus ideas sobre arte para otro momento. Ahora quiero saberlo todo acerca de Charlie Hatton.

– Un tipo absolutamente sano -informó el doctor, salvo por el hecho de que está muerto. -Ignorando la mirada de reprobación de Burden, prosiguió-: Alguien le golpeó la cabeza con un objeto liso y contundente. Yo diría que murió en torno a las once, pero es imposible precisarlo con certeza. ¿Cómo dijiste que se ganaba la vida?

– Era camionero -dijo Burden.

– Eso pensaba. Poseía una dentadura magnífica.

– ¿Y? -preguntó Wexford-. Es normal que tuviera buenos dientes. -Con cierta tristeza, recorrió la lengua por los dos fragmentos que sujetaban la placa superior de su dentadura postiza-. Sólo tenía treinta años.

– Seguro que le creció una cuando era niño -prosiguió Crocker-, pero el caso es que ya la perdió. Lo que quiero decir es que tenía la mejor dentadura postiza que he visto en mi vida, cual torres de marfil perfectamente talladas. Ese Charlie Hatton tenía muelas muy elegantes, elaboradas con destreza para que parecieran más reales de lo normal. Dudó que le hayan costado menos de doscientas libras.

– Un hombre rico -murmuró Wexford-. Cien libras en la cartera y doscientas en la boca. Me gustaría creer que las adquirió honradamente conduciendo su camión por la Gran Carretera del Norte.

– Ése es tu problema -dijo el doctor-. Bueno, me voy a almorzar. ¿Has probado el ascensor?

– En tu calidad de asesor médico, me aconsejaste que subiera por las escaleras. ¿Que me dices de ti? Todo tu ejercicio se reduce a pulsar el cambio automático de tu coche. También tú deberías controlarte la tensión.

– Me trae sin cuidado mi tensión -espetó Crocker, y caminó hasta la puerta, donde el sol resaltó su elegante figura y la ausencia de barriga-. Cuestión de metabolismo añadió con aire satisfecho. Hay quien lo tiene rápido -miró a Wexford- y quien lo tiene lento. Cuestión de suerte.

Wexford soltó un bufido. Cuando el doctor se hubo marchado, abrió el cajón superior del escritorio y extrajo lo que contenían los bolsillos de Charlie Hatton. La cartera estaba allí, pero sin el dinero y empapada. Con cuidado, Wexford sacó de los compartimentos de piel una fotografía de Lilian Hatton, un permiso de conducir y una tarjeta de socio del club de dardos; y lo extendió todo al sol para que se secara.

En uno de los bolsillos había hallado también un pañuelo con una pequeña tarjeta cogida entre los pliegues. Resultaba imposible leer la tarjeta sin desplegar el pañuelo, y ahora Wexford la observaba por primera vez. También estaba mojada y la tinta se había corrido, pero todavía se reconocía en ella la cartulina que los dentistas utilizaban para anotar las citas de sus pacientes. En la parte superior aparecía impreso: «Jolyon Vigo, Ldo. en Odontología. Mecánico Odontólogo. 19, Ploughman Street, Kingsmarkham, Sussex. Tel.: Kingsmarkham 384.»

Wexford acercó la tarjeta a la luz del sol.

– El artífice de tan deliciosa dentadura, imagino.

– Quizá Vigo pueda decirnos de dónde sacó Hatton el dinero, suponiendo que Cullam no lo sepa -dijo Burden-. Mi esposa visita a Vigo. Es un buen dentista.

– Y muy listo si ha conseguido que un cliente espabilado como Charlie Hatton le pague doscientas libras por treinta y dos dientes. No me extraña que pueda vivir en la calle Ploughman. Nos equivocamos de profesión, Mike. Me voy a almorzar. ¿Me acompañas? Después iremos a casa de Cullam y le arrancaremos de su éxtasis doméstico.

– Podríamos usar el ascensor -propuso Burden.

Wexford prefería morir antes que admitir su pánico a los ascensores. Aunque una placa anunciaba claramente que tenía capacidad para tres personas, en su fuero interno temía que el aparato no pudiese soportar todo su peso. No obstante, apenas vaciló antes de entrar, y cuando la puerta se cerró se refugió en el papel de payaso.

– Muebles, mantelerías, cuberterías -dijo chistosamente, pulsando el botón. El ascensor inició el descenso-. En la primera planta encontrará ropa interior de señora, medias… ¿Por qué se ha parado, Mike?

– Quizá te has equivocado de botón.

O quizá no aguanta mi peso, pensó alarmado Wexford. El ascensor se detuvo en la primer planta y la puerta se abrió. El sargento Camb titubeó, como disculpándose.

– Lo siento, señor. No sabía que era usted. Puedo bajar andando.

– El ascensor admite tres personas sargento -dijo Wexford, confiando en que su turbación, cada vez más aguda, no se notara-. Entre.

– Gracias, señor.

– No está mal, ¿verdad? El tributo de un gobierno agradecido. -Venga, venga, pensó, y se imaginó a los tres cayendo a plomo los últimos diez metros-. ¿Supongo que va a ver a la señora Fanshawe? -preguntó por decir algo. El ascensor flotó ligeramente, se estabilizó y la puerta se abrió. De constitución robusta, pensó Wexford, como yo-. He oído que ha recobrado el conocimiento.

– Espero que los médicos le hayan comunicado la noticia de la muerte de su marido y su hija -dijo Camb mientras cruzaban el suelo ajedrezado del vestíbulo-. Detesto esta clase de trabajo. Era toda su familia. No le queda nadie en el mundo, salvo la hermana que vino a identificar los cadáveres.

– ¿Cuántos años tiene?

– ¿La señora Fanshawe? Unos cincuenta, señor. La hermana es bastante mayor que ella. Lo ha pasado muy mal identificando a la señorita Fanshawe la joven estaba desolada, con toda la cara…

– Estoy a punto de almorzar -protestó con firmeza Wexford.

El inspector jefe atravesó las puertas oscilantes seguido de los otros dos y Camb subió a su coche. Los maceteros de la entrada ostentaban ramos de pelargoniums de color rosa fuerte con las caras salpicadas de púrpura giradas agradecidamente hacia el sol del mediodía.

– ¿Qué es todo ese asunto? -preguntó Burden.

– ¿El de la señora Fanshawe? No es competencia nuestra. Su marido y ella se dirigían a casa en su Jaguar desde Eastbourne. El coche volcó en el carril rápido de la carretera de circunvalación de Stowerton. Vivían en Londres y probablemente el señor Fanshawe tenía prisa. Nadie sabe cómo ocurrió. No había nada inusual en la carretera, pera el Jaguar volcó y se incendió. La señora Fanshawe salió disparada, pero el marido y la hija murieron al instante y fueron pasto de las llamas.

– Y la señora Fanshawe no lo sabe.

– Ha estado en coma durante seis semanas, desde que se produjo el accidente.

– Ahora lo recuerdo -dijo Burden, levantando la cortina de plástico que el café Carousel colgaba los días calurosos para espantar a las avispas-. La encuesta se aplazó.

– Hasta que la señora Fanshawe recuperara el conocimiento. Camb confía en que la mujer pueda explicarle por qué un conductor experimentado como Fanshawe volcó en una carretera despejada. ¡Qué iluso! ¿Qué te apetece comer, Mike? Yo pediré una ensalada.

– Dos ensaladas de jamón pidió Burden a la camarera, y se sirvió agua de una jarra.

– El viejo Carousel se moderniza por días -dijo Wexford-. Ya era hora. No hace mucho, cuando apretaba el calor, el agua echaba humo como un motor agonizante. ¿Qué te apuestas a que ese McCloy dirige un montaje sucio y pagaba a Charlie Hatton para que dejara su camión desatendido y distrajera a otros camioneros cuando se le presentaba la ocasión? El secuestro de camiones es un hecho frecuente. Los camioneros suelen detenerse en las áreas de descanso para echar una cabezada o tomarse un té. Hatton pudo hacer un buen trabajo por allí. Cincuenta o cien libras por camión, según la mercancía.

– En ese caso, ¿por qué McCloy iba a matar a la gallina de los huevos de oro?

– Porque Hatton se amedrentó o se hartó y amenazó con chivarse. Puede que incluso intentase el chantaje.

– No me extrañaría -dijo Burden, extendiendo mantequilla en un bollo de pan. Estaba casi líquida. Al igual que el resto de los humanos, reflexionó, el personal del Carousel era decepcionantemente irregular.